La cita: novelas - 05

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cara á la taberna y mirando á Marta; el señor Gustavo estaba detrás del
mostrador y dando la espalda al salón; en aquel momento...
--Pues si no acude usted tan á tiempo--declaró el jockey con llaneza
simpática--, ese tagarote da fin de mí.
--¡Vaya!... Pero conmigo la criada le salió respondona. ¿Eh?... ¡Tengo
los puños muy sólidos! Al que yo le trabe por el cuello, ya puede
despedirse de su familia...
Hablando así, el tabernero reía á carcajadas, con una violencia tonante
que hacía vibrar la cristalería de los armarios. Bruscamente,
reconociendo al jockey humillado, se interrumpió para decir:
--¡Caramba! ¡Pero usted es valiente!
Juan Thom, modestamente, bajó los ojos. El señor Gustavo repitió:
--¡Ya lo creo! Es usted un bravo... Porque hay que considerar que usted
no tiene fuerza... que á usted, de un estornudo, se le tira al suelo...
Y como el jockey no contestase, Marta repuso:
--Sí; el pobre no ha podido hacer más... ¡Pero, como es tan pequeño!...
Thom miró á la joven y su mirada fué una lágrima. Marta, que era más
alta que él, le compadecía. Nunca se sintió el infeliz más
insignificante que entonces.
Después entraron dos parroquianos, y el señor Gustavo, que ya había
cenado, fué á servirles. Juan Thom bebió solo su café. De cuando en
cuando suspiraba y miraba al espacio fumando su pipa. De pronto
experimentó cierto dulce alivio. Acababa de sorprender á Marta
observándole desde detrás del mostrador, por encima del periódico que
aparentaba leer atentamente.


V

Una mañana, al despertar, Juan Thom se preguntó:
--¿Por qué estoy tan triste?
Era, efectivamente, la suya una melancolía antigua y de honda raigambre
que le había mordido reiteradas veces, pero sin que él supiese que
aquello tan profundo, tan frío, que le robaba todo voluntario impulso y
le explicaba la voluptuosidad de morir, se llamaba así: tristeza.
Mientras se vestía, el pequeño Thom volvió á interrogar á su conciencia
á propósito de aquel malestar que iba invadiéndole poco á poco como una
ola amarga; y al hacerlo fué en alta voz, cual si alguien que no fuera
él mismo hubiese de responder á su pregunta:
--¿Por qué estoy tan triste?
No era la nostalgia de hallarse expatriado, ni la de ser feo, ni la de
vivir pobremente, á pesar de lo mucho que llevaba trabajado: era algo
más, otra cosa... ¿Qué podría ser?... Hasta que su desasosiego
innominado tuvo un semblante y un nombre. Aquella revelación fue
inesperada y deslumbrante, como obra de embaucamiento ó de hechizo.
--Estoy enamorado de Marta...--pensó con estupor Juan Thom.
Y era así: en las almas los movimientos se generan y hállanse sometidos
á las leyes mecánicas que gobiernan el dinamismo de las máquinas. En
éstas, por ejemplo, el impulso que hace resbalar unos sobre otros los
engranajes de tres ó cuatro ruedas pequeñas, se comunica á lo largo de
las correas de transmisión á otros engranajes más grandes, y de éstos á
otros mayores aún, y al cabo á un volante gigantesco y de tremendo vigor
que, al alimentar con su trabajo la vida de la fábrica, reasume y
expresa las energías que todas las ruedas, árboles, émbolos, engranajes,
distributores y correas, desarrollaron antes que él. Lo mismo ocurre en
las almas, donde no es raro que todo cuanto en ellas dejó la herencia,
el temperamento, la educación, el ejemplo y demás factores que cooperan
á la formación de los caracteres, bruscamente se aúne, y los
sentimientos que antes parecían antagónicos, luego se fundan para correr
por el mismo cauce y componer una solitaria y todopoderosa corriente.
Esta transformación sorprendente y maravillosa como mutación de comedia
de magia fué la que, en el curso rapidísimo de una noche, varió el alma
sencilla de Juan Thom. El, poco acostumbrado á la meditación, había
vivido ignorante de sí mismo y alejado de su propia conciencia: él, que
nació inclusero, experimentaba, por atavismo sin duda y sin saberlo, la
nostalgia de la madre y del padre que no conoció; él, inadvertidamente,
acaso padecía también la melancolía de envejecer lejos de su patria, la
ausencia total de afectos entrañables, la inanidad desesperante de la
gloria, el aterido cansancio de una existencia que ya declinaba y aún no
tenía rumbo, el espanto de tumba de las almas que caminan solas. Y
repentinamente, estas desilusiones secretas, que correspondían á otros
tantos deseos, se fundieron en un brusco anhelo; impulso único,
despótico, rectilíneo.
Según las arterias recogen toda la sangre de los vasos capilares, ó como
un río cosecha las aguas todas de la cuenca hidrográfica donde nace, así
las ilusiones, las desesperanzas, los arrebatos, los recuerdos, cuanto
el espíritu de Juan Thom había vivido y esperaba vivir aún, se sintetizó
y mezcló en un gesto que tenía un nombre de mujer: Marta. Y ya no pensó
mas que en aquello: era indispensable acercarse á ella, conquistarla:
allí estaba el norte seguro de sus alegrías, el remedio inefable de
todos sus despechos.
Y Juan Thom, mientras terminaba de anudarse la corbata delante del
espejo, afirmó decidido:
--Sí, por eso estoy triste; porque estoy enamorado de Marta y yo no lo
sabía...
La tarde en que el jockey se resolvió á declarar su cariño á la joven,
ésta le oyó sin inmutarse, con esa frialdad que inspiran las
confesiones poco deseadas y que se han visto llegar lentamente.
--Por mí--dijo--no hay inconveniente; usted me parece un hombre bueno...
eso es lo principal. Pero necesito saber la opinión de mi padre: yo no
hago nada sin su consentimiento.
--En tal caso--repuso Juan--, hablaré con él...
--Como usted guste.
La conversación de Juan Thom con el señor Gustavo se redujo á una
cuestión de números: la dote de Marta no llegaba á quince mil francos.
Juan, por lo visto, no tenía mucho más, y con treinta mil francos nadie
se establece decorosamente. Tímidamente Juan insinuó sus deseos, cada
día más notorios, de retirarse al campo. El tabernero le interrumpió:
Marta, acostumbrada al bullicio alegre de París, no querría vivir en un
pueblo, y menos separada de su padre.
--Yo no la he interrogado acerca de esto--terminó--; pero la conozco y
creo que no accederá...
Ante el señor Gustavo, saludable, hercúleo, casi rico, con el crédito
que le daba un negocio boyante y la obediencia de la mujer amada, el
pequeño Thom se sentía anonadado y minúsculo, ¡Y si él hubiera podido
oponer á las exigencias, un tanto impertinentes, de su presunto suegro,
la afirmación de que Marta le quería!... Pero la joven se lo había dicho
bien claramente: «Yo no hago nada sin consentimiento de mi padre». No
tenía, por tanto, armas con qué luchar y debía someterse á lo que la
parte enemiga decidiera.
--Y, más tarde--prosiguió el tabernero triunfante--, cuando vengan los
hijos, ¿qué harían ustedes?
El jockey, sin levantar los ojos del suelo, movía la cabeza reconociendo
con aquel signo afirmativo que el señor Gustavo tenía razón.
--Trabaje usted algunos años más--concluyó el tabernero--, y ya veremos.
Mi hija todavía no necesita casarse. ¿Sabe usted qué edad tiene?...
--Tendrá... ¿veinte años?
--Diez y nueve nada más. Es demasiado joven.
--Sí, ella es joven--repuso Thom suspirando--; ella puede esperar... ¡ya
lo creo!... Pero yo, no; yo voy siendo viejo...
A pesar del resultado negativo de aquella primera gestión, Juan Thom
continuó yendo á la taberna casi todas las tardes. Una veces cenaba allí
y luego, mientras bebía su café y fumaba dos ó tres pipas, se abismaba
en la lectura de un periódico; otras, en que tenía prisa, tomaba un bock
y se iba. Marta, en pie delante de él, las manos metidas en los
bolsillos de su delantalito blanco festoneado de encajes, le despedía
con una sonrisita amable.
--Buenas noches, señorita Marta.
--Buenas noches, señor Thom; hasta mañana.
Esta despedida trivial en que había como un deseo de volver á verle,
consolaba al jockey.
--Si no volviese--se decía--creerían que me consideraba ofendido y
hablarían mal de mí.
Los lunes, que eran días de poco trabajo, el señor Gustavo y su hija
cenaban con él. El tabernero era muy aficionado á las carreras de
caballos, en las que todos los domingos arriesgaba tres ó cuatro luises.
La amistad del pequeño Thom le había sido muy útil; gracias á él llevaba
ganados en aquellos dos últimos meses más de seiscientos francos, y esto
le inspiraba un fuerte agradecimiento hacia el jockey.
--¿Cómo se las arregla usted--decía--para conocer tan perfectamente la
condición de cada caballo? Si yo poseyese tal habilidad, le aseguro á
usted que, antes de llegar á viejo, era millonario.
Inmóvil y pálido como una figura de cera, Juan Thom replicaba guiñando
los ojillos.
--Ese es un don que no se adquiere en ninguna parte. Yo no «estudio» al
caballo que voy á montar: yo lo «adivino»...
Hablaba de _Rick_, que era su pasión, su orgullo: describía su
complexión, su color, la expresión de su mirar, su aliento soberano.
Para distraer á sus interlocutores y convencerles de que los mejores
caballos son los alazanes obscuros ó tostados, refirió una historia que
oyó contar, siendo niño, á su amo y maestro don Pedro del Real.
Decía la leyenda que cierto _cheik_ ciego iba guiado por su hijo,
huyendo de un tropel de furiosos enemigos. «--Hijo--preguntó el
_cheik_--, ¿qué caballos montan nuestros perseguidores?--Caballos
blancos, padre.--Entonces, llevémosles por donde haya sol, porque bajo
el sol se derretirán como si fuesen de nieve...» Transcurrieron así
varias horas, pasadas las cuales tornó á preguntar el _cheik_: «--Hijo,
¿cómo son los caballos que oigo galopar detrás de nosotros?--Son negros,
padre.--Pues procura llevarlos por terreno áspero, porque á fuer de
casquiblandos se romperán los cascos en el suelo...» Pero luego, como
sintiese el anciano jefe que el estrépito de sus acosadores resonaba más
cerca, volvió á informarse con inquietud del color de los caballos que
montaban, y al saber que eran alazanes exclamó: «En tal caso, lo mejor
es ocultarnos y dejarles pasar. De lo contrario, somos muertos».
--Y así es _Rick_--concluyó Juan Thom--como esos caballos árabes que
corren sin sudar, durante todo un día, bajo el sol del desierto.
Proseguían charlando hasta las nueve y media ó las diez de la noche,
hora en que el jockey, que necesitaba madrugar, se retiraba. Al
marcharse, el tabernero, más afectuoso que antes, le acompañaba hasta la
puerta, mirándole con ojos de enternecimiento y simpatía que parecían
decirle: «No crea usted que he olvidado la conversación que tuvimos una
tarde: mi hija y yo pensamos en usted».
Una noche el señor Gustavo y Marta invitaron á Juan Thom á cenar; los
dos parecían preocupados y hablaron poco. A los postres el bordelés
preguntó:
--Diga usted, amigo Juan: ¿usted tiene mucha confianza en _Rick_?
--Tengo más confianza en él--repuso gravemente el jockey--que en mí
mismo.
Hubo un largo silencio que desconcertó á Thom. Aquella pregunta
inesperada acababa de precipitarle en un abismo de dudas. Los dos
hombres se miraban, fumando sus pipas: Marta leía un periódico. El señor
Gustavo fue quien habló primero:
--¿_Rick_ no ha sido vencido nunca?
--Jamás--repuso Thom, cuyos ojuelos llamearon de soberbia.
--Es que el mejor caballo, en un momento cualquiera puede flaquear...
despistarse...
--¡Pero éste no!--interrumpió Thom orgulloso y magnífico--: yo respondo
de él. ¡_Rick_, bajo mis rodillas, es invencible!
En aquel instante el pequeño jockey aparecía transfigurado y mejorado:
su perfil simiesco temblaba de emoción colérica. Marta había dejado de
leer y fijaba en él una mirada rectilínea de curiosidad y de sorpresa.
El señor Gustavo descargó un formidable puñetazo sobre la mesa, y
levantando mucho la voz, en una sincera explosión de generosidad:
--Pues, si es así--dijo--, Marta juega los quince mil francos de su dote
á _Rick_... ¡Y se casan ustedes!
Un livor cadavérico cubrió las mejillas pecosas y enjutas del jockey, y
mortal temblor sacudió su pobre cuerpo enano.
--¿Es verdad, Marta?--balbuceó--¿es verdad lo que dice el señor
Gustavo?
Y la joven, sonriendo apenas, repuso:
--Sí, señor Thom: mi padre lo ha dicho... Juan Thom sintió que la
emoción le ahogaba: el agradecimiento y la alegría arrasaron sus ojos en
lágrimas y rompió á llorar.
--Gracias--tartamudeaba--, muchas gracias... Ya soy feliz... ya no
dudo... ¡Marta será mía!...
Calló y, sin saber qué hacía, se puso de pie; pero en seguida tuvo que
sentarse. Estaba deslumbrado: ante sus ojos acababa de pasar una gran
luz.


VI

Las carreras del «Gran Premio», que se disputa sobre el _turf_ de
Longchamps, despertaban aquel año extraordinario interés. Se hablaba de
una apuesta de quinientos mil francos pendiente entre el conde Narciso y
un _sportsman_ inglés dueño del _Cromwell_, que había ganado el premio
«Diana» y era tenido por el corredor más fuerte de los hipódromos
británicos. Los periódicos de sports aseguraban que la lucha entre
_Cromwell_ y _Rick_ sería emocionante: era la primera vez que aquellos
dos corredores, hasta entonces invencibles, iban á medir sus fuerzas.
Muchos inteligentes votaban por _Rick_; otros, en cambio, decían que las
facultades del llamado, por antonomasia, «el primer caballo de Francia»,
iban declinando, mientras _Cromwell_, más joven que su glorioso enemigo,
alcanzaba la plenitud de su vigor.
Juan Thom, por su parte, no dudaba de la victoria, y á solas en la
caballeriza con _Rick_ le abrazaba y besuqueaba hablándole de su próximo
combate, donde era necesario vencer, porque de ello dependía su boda
con Marta.
--¡Si supieses cuánto la quiero!... Esa mujer puede hacerme dichoso,
_Rick_; ayúdame á lograrla. ¿No te gustaría á ti verme contento?
Enternecido por sus propias palabras, el jockey sentía que su amor hacia
_Rick_ desbordaba, trocándose en gratitud honda y jugosa; _Rick_ le
escuchaba derribando las orejas hacia atrás, bajando la cabeza para que
su jinete le rascase la frente; y luego alzaba el cuello poderoso, con
un resoplido de ufanía.
De repente y como por ensalmo, la adversidad vino á destruir los planes
de Juan Thom. A principios de Abril, mes y medio antes de verificarse
las carreras del «Gran Premio», falleció el conde Narciso, y su hijo y
heredero, con quien meses atrás el pequeño Thom había tenido un
disgusto, despidió al jockey.
Aquella noche, Juan refirió llorando al señor Gustavo la desgracia que
le abrumaba. Estaba fuera de sí. La pérdida de _Rick_ le enloquecía, no
porque el pan fuese á faltarle, pues el amo de _Cromwell_, apenas supo
lo ocurrido, le mandó llamar, sino porque él amaba á _Rick_ y parecíale
que con éste le quitaban la historia de todos sus triunfos. En aquellos
primeros momentos de pesadumbre desgarradora, el jockey no hablaba de su
porvenir ni de su amor hacia Marta: sólo hablaba de _Rick_, que era su
pasado; pasado magnífico, glorioso como una selva de laureles.
--Yo lo he visto nacer--decía llorando--, yo lo he amaestrado como
ningún otro caballo lo fué... ¡es el fruto de todos mis estudios!... Sin
él mi fama se derrumbará, porque ya he perdido las ganas de trabajar, y
seré uno de tantos...
Era ya tarde, y el señor Gustavo, apenas se marcharon los últimos
parroquianos, cerró la taberna. Después puso sobre la mesa del jockey
tres «dobles» de cerveza, encendió con aire preocupado su pipa, y
sentado á horcajadas en una silla, esperó. Marta observaba á Thom sin
comprenderle, hallando un poco ridícula aquella pasión de artista. Pero
las lágrimas del jockey habían emocionado el corazón meridional del
tabernero.
--No hay que desesperarse--dijo--. ¡Trueno de Dios!... Usted, por lo
visto, es de los hombres que naufragan en un buche de agua.
--¿Yo? ¿Porqué?... ¿Acaso no tengo motivos para desesperarme? ¿No
comprende usted que este accidente destruye todos mis planes?...
--A eso voy. Yo le prometí á usted jugar á Rick los quince mil francos
de la dote de Marta...
--Sí, señor.
--Pues yo no me arrepiento jamás de lo que ofrezco; de modo que si no
los juego á _Rick_, los jugaré á _Cromwell_... Vaya... ¿está usted
contento?...
Juan miraba al suelo sin contestar. Las palabras generosas del tabernero
no parecían haberle alegrado. El señor Gustavo continuó:
--Yo tengo en usted confianza inmensa y me parece que no perderemos la
apuesta, ¿eh?... Diga usted, creo que no la perderemos...
Hubo un silencio, durante el cual Marta miró ahincadamente al jockey,
como subrayando con los ojos lo que acababa de decir su padre. Juan Thom
permanecía inmóvil y callado; estaba muy colorado, su respiración era un
jadeo, sus ojuelos azules se dilataban en el círculo de sus pestañas
rojizas. Temblaban sus mejillas pecosas. Aquel silencio, que parecía
disimular una duda, alarmó al tabernero.
--¿Usted ha visto á _Cromwell_?
Maquinalmente el jockey replicó:
--Lo he visto.
--¿Qué edad tiene?
--Siete años.
--¿Y es realmente un animal magnífico?
--Soberbio.
--¿Lo montará usted á gusto? ¿Se siente usted capaz de vencer con él?
Hubo otra pausa. El pequeño Thom se oprimía las manos una contra otra,
haciendo crujir los dedos.
El tabernero se impacientó. Una nube de desconfianza sombreó su frente.
--Porque, debemos hablar clarito--exclamó--; si usted no está seguro de
ganar... ¡qué diablos!... ¡no hay nada de lo dicho!
Y Marta, que sin duda pensaba con zozobra en que los quince mil francos
de su dote podían perderse, agregó suavemente:
--Yo también soy partidaria de esperar; ¿no le parece á usted, señor
Thom? Tendremos paciencia.
Estas palabras cautelosas de prudencia y desamor sacudieron el
cuerpecillo del jockey, que miró á Marta fieramente. La joven parecía
resignada, y la serenidad de su actitud ratificaba la decisión de su
padre. Juan Thom sintió que aquel último baluarte de su felicidad se le
escapaba también, y su orgullo de jinete y su cariño hacia Marta le
devolvieron su vigor derrotado.
--Pueden ustedes apostar por mí--exclamó--; y no hablemos más de esto.
¡_Cromwell_ vencerá!
Vacilante, el tabernero se atrevió á objetar:
--¿Y si se equivoca usted?
--No, señor.
--Sería horrible que usted, llevado de su buen deseo...
El jockey le interrumpió con un gesto vertical y magnífico de emperador.
--Repito que no me equivoco--dijo--; yo sé lo que prometo. _Cromwell_
vencerá.
Durante los cuarenta días que faltaban aún para la celebración del
famoso concurso hípico que marca la dispersión de la aristocracia
parisina hacia las estaciones balnearias, Juan Thom dedicó todos sus
afanes á la educación física y moral de _Cromwell_. Era un caballo
negrísimo y de alzada gigantesca, fino de extremidades y de cuello; su
cabeza, fea y grande, tenía un extraordinario poder; al andar había en
todo su cuerpo un vaivén de agilidad suprema. El pequeño Thom pasaba
los días junto á él, estudiando su condición, acostumbrándole á sus
mañas, adiestrándole en aquellos esforzados ejercicios que mayor
elasticidad y entereza podían dar á sus músculos, corrigiendo
cuidadosamente la calidad de sus piensos. De noche, antes de acostarse,
también iba á verle, mimándole, hablándole, procurando voluntariamente
dedicarle aquel gran cariño paternal que sintió por _Rick_. Y había en
este esfuerzo algo del empeño inútil que ponen las madres en consolarse,
con el hijo que les queda, del hijo que se fué.
También trató de enseñarle aquel grito de guerra que hizo á Rick
invencible:
--¡Gruiiii!... ¡Gruiiii!...
Pero este avatar misterioso no despertaba en _Cromwell_ ninguna emoción.
El jockey que desbravó á _Cromwell_, y pasaba por ser uno de los mejores
caballistas de Inglaterra, ¿poseería también algún golpe ó palabra que
tuviese la capacidad de desbocarle?... Esto era imposible averiguarlo,
pues tales secretos los jockeys no se los dicen nunca, y Juan Thom se
alivió considerando que el grito que trastornaba á _Rick_ nadie lo sabía
tampoco.
No satisfecho con perfeccionar las excelencias físicas y morales de su
nuevo caballo, el veterano jockey, aprovechando cuantos detalles
pudiesen cooperar al buen éxito de su empresa, construyó una fusta
especial, á la vez ingrave y durísima, y mandó fabricar una silla que
apenas pesaba dos libras y cuyas acciones de lana y seda tejió él
mismo: y, finalmente, sometióse á nuevos masajes y á severísimos ayunos.
Bien pronto apareció más pequeño, más flaco; su busto se encorvó;
acentuóse la canal de su nuca; sus mejillas terrosas, maculadas de
pecas, tenían la palidez de los cadáveres; su cabeza chata y puntiaguda
de simio llegó á ser repugnante. Una tarde Juan Thom comprobó
alegremente que pesaba menos de cuarenta y cinco kilos.
En la taberna del señor Gustavo no se hablaba mas que del «Gran Premio».
La misma Marta parecía emocionada, como si aquello fuese más que un
asunto de interés, una cuestión de amor propio. Todas las noches,
después de cenar Thom, los novios hablaban un ratito. El señor Gustavo,
para no estorbarles, cogía un periódico y se sentaba al otro extremo del
establecimiento.
--¡Trueno de Dios!--pensaba--, bueno es que los muchachos vayan
acostumbrándose el uno al otro.
Pocos días antes de las carreras, Marta se mostró más efusiva, «más
mujer» que nunca.
--Mi padre--dijo--ha visto á _Cromwell_ y está entusiasmado; le gusta
más que _Rick_.
Y añadió confidencial, bajando la voz:
--Creo que, en lugar de quince mil francos, va á jugar veinte mil; todo
lo que tiene. Si él llegase á decirle á usted algo, yo ruego á usted que
no se dé por enterado.
El jockey hizo un ademán de asentimiento; estaba embelesado; aquella
súplica inocente le había parecido dulce como una caricia. El, por su
parte, vació en Marta su corazón.
--Yo también apostaré á _Cromwell_ todas mis economías: treinta mil
francos. No es mucho... pero... ¡no tengo más!...
Ella, cariñosamente, le llamó «ambicioso». Con cincuenta mil francos y
un poco de orden podían abrir una taberna, ó una tiendecita de sombreros
para señoras, y vivir tranquilos.
--Yo--concluyó--aprendí cuando niña el oficio de sombrerera y me gusta
mucho.
Oyéndola Juan Thom entornaba los párpados, sintiendo que á la felicidad
se la ve mejor con los ojos cerrados.
Luego, tímidamente:
--¿Por qué no nos vamos á España, á un pueblo...? ¡Oh! Tengo tantos
deseos de vivir en el campo...
Marta le interrumpió, y hubo en la seca displicencia de su gesto una
gran crueldad.
--No, eso, no. A mí no me gusta el campo, no piense usted en el campo.
Yo no quiero salir de París.
Cuando Juan Thom se fué, la joven le acompañó hasta la puerta.
--Adiós, Marta; mañana vendré temprano.
--Adiós, señor Thom.
El se alejaba, volviendo á cada dos ó tres pasos la cabeza, y ella le
saludaba con la mano. Al fondo de la calle había un farol, traspuesto el
cual ya se perdía de vista la taberna. El jockey lo sabía y allí se
detuvo. La luz caía aplomo sobre él, poniendo un nimbo lechoso á su
figurilla mezquina y ridícula. Marta sonreía. Nunca el pequeño Thom la
había parecido tan feo.


VII

Juan Thom consultó su reloj; las ocho; hora de cenar. Sin perder momento
cerró cuidadosamente el armario de luna y miró á su alrededor,
cerciorándose de que todo, dentro de su pulcro gabinete de soltero,
quedaba limpio y ordenado. En el recibimiento recogió su sombrero, que
acostumbraba á encajárselo bien sobre el occipital, como hacía en los
hipódromos con su liviana gorrilla de jockey, y salió. Comenzó á bajar
la escalera; sus pies calzados con botas de charol, pies enjutos,
pequeños como los de un niño, rozaban delicadamente los peldaños
alfombrados.
Al llegar al portal le entregaron una tarjeta roja con filetes dorados,
que olía á heliotropo. En el fondo bermejo y satinado del cartoncillo
aparecía en caracteres blancos, de la más fina escritura inglesa, un
nombre de mujer: _Ana María_.
--Esta tarjeta--dijo la portera--debe de haberla traído la misma
interesada. ¿La conoce usted?
El jockey alzóse de hombros, ingenuo y desdeñoso.
--No recuerdo.
--Vamos, señor Thom, no sea usted hipócrita...
A la insinuación maliciosa de la portera, sonriente, el diminuto Thom
opuso un gesto escéptico y triste.
--Demasiado sabe usted que las mujercitas no me preocupan.
--Ya lo sé, señor Thom...
Y al reconocerlo así, la buena mujer, que había tenido varios hijos,
suspiró y miró á su inquilino con esa sincera piedad que inspiran á las
madres de familia los hombres que llegaron á viejos sin haber sido
amados. Agregó:
--Si quiere usted esperar á esa señora... dijo que volvía en seguida,
que tuviese usted la bondad de aguardar un poco...
Juan Thom examinaba la tarjeta perplejo, con ese aire idiota que
adquiere el semblante del hombre á quien le dan á leer un libro escrito
en un idioma que no comprende.
--No sé...--murmuró suspirando--no sé... ¿Y si tarda?
En aquel momento penetró en el portal, llenándolo con el frufruteo
perfumado y alegre de sus faldas, una mujer alta y rubia, hermosa, con
hermosura imponente y llamativa, bajo las alas ondulantes,
artísticamente complicadas, de un enorme sombrero blanco. Una blusa
color salmón, con mangas transparentes de encaje, ceñía apretadamente
su busto magnífico, á la vez flexible y pomposo. Tenía los ojos azules y
grandes, la nariz corta; en el óvalo del rostro carnoso, «maquillado»
como el de una actriz, los labios retocados exageradamente de carmín,
pintaban un clavel sangriento. Avanzó resuelta, segura de agradar.
--¿El señor Thom?...
--Servidor de usted.
--Esta tarde tuve el honor de dejarle mi tarjeta... deseaba hablar con
usted.
--Estoy á sus órdenes, señora; si quiere usted molestarse en subir á mi
cuarto...
Ella le examinaba curiosamente, sorprendida de que aquel hombrecillo,
que en los hipódromos parecía llevar á la Fortuna bajo las rodillas,
fuera, visto de cerca, tan mezquino y tan feo.
--No--dijo--, podemos dar un paseo: mi automóvil nos llevará adonde
usted guste.
Salieron. En la esquina más próxima esperaba el automóvil de Ana María;
un soberbio «Renault» pintado de amarillo, trepidante, amenazador en el
nimbo rojizo de sus focos encendidos. La joven subió la primera, y al
apoyar su pie sobre el estribo, todo su cuerpo espléndido tuvo una larga
oscilación voluptuosa. Cerca de ella se acomodó Juan Thom; sus pies
apenas tocaban al suelo; en la amplitud del vehículo, el pequeño jockey,
con su rostro anémico y flaco y su sombrero metido hasta el cogote, daba
la impresión de un niño enfermo.
El «Renault» de Ana María rodaba silencioso y pausado sobre los densos
pneumáticos de sus ruedas.
--¿Hacia dónde quiere usted ir?--preguntó la joven.
--Me es igual--repuso Thom cortésmente--; dirija usted.
--No... porque no querría turbar el plan que se hubiese usted trazado
para esta noche. ¿Usted no ha cenado todavía?
--No, señora.
--¿Quiere usted cenar conmigo?
El jockey iba á responder afirmativamente, pero la imagen de Marta, con
sus ojos grandes y honrados, revivió de súbito en su memoria y aquel
recuerdo le intimidó y turbó como una acusación. Empezó á balbucear:
--Con mucho gusto... sí... pero... me había comprometido... una familia,
con la que no tengo confianza, me espera, y...
La aventurera comprendió; lo único que puede separar á un hombre de una
mujer, es otra mujer... y sonrió, hallando muy cómico que el pequeño
Thom estuviese enamorado.
--Es igual--dijo--; otra noche será. ¿Dónde le aguardan á usted?
--En la calle de... Es muy lejos; más allá de Neuilly...
--No importa; para los automóviles no hay distancias.
Sus dedos finos y blancos, ricamente enjoyados, repicaron frívolos
sobre los cristales delanteros del vehículo. El _chauffeur_ volvió la
cabeza, y sus ojos negros, llenos de vehemencia moza, miraron á la joven
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