La cita: novelas - 03

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carcajada malévola.
--¿Y estás seguro de que todo ello no sea una broma?
--Las mejillas de Ricardo Villarroya, de coloradas que estaban, se
tornaron lívidas; un momento su corazón impresionable cesó de latir; al
través de la multitud de ideas que le agitaban, su espíritu realizó una
cabriola funambulesca, enorme.
--¡Una broma!--repitió--; ¡imposible! ¿Quién iba á hacerse eso?...
--¡Toma, cualquiera!... Un amigo que ha querido reir á costa tuya y que
á estas horas quizá esté refiriéndolo en la mesa del café.
Como Villarroya no respondiese, agregó:
--Sí, hombre, eso debe de ser, porque lo otro raya en lo novelesco, no
lo dudes; ¡lo que parece imposible es que un hombre como tú, corrido, no
adivine ciertas cosas!
Ricardo permaneció callado, no sabiendo qué razones oponer á las de
aquella trujamán desilusionada que hacía del «mal pensar» un criterio
infalible. En su interior voces proféticas le aseguraban que la
desconocida existía, que se acercaba pensando en él...
Tornó á ojear su reloj; eran las once menos cinco; silencio absoluto
llenaba la casa adonde nadie, por coincidencia rarísima, había llegado
pidiendo alojamiento. Villarroya tembló; acababa de sentir pasar por la
habitación ese gran frío magnético de las citas frustradas. Temores
infantiles agitaron su conciencia; recordó que durante aquellos meses
últimos su buen humor, contristado tal vez por la presencia umbrosa de
la actriz, había declinado, y que la víspera Fuensanta Godoy, mística y
supersticiosa, le dijo al despedirle: «Yo he rogado á Dios que nadie te
quiera...» ¿Qué virtualidad podían tener aquellas palabras? ¿Sería
cierta esa terrible «influencia á distancia» de que los hechiceros
medioevales se decían investidos?... El novelista creyóse juguete de
alguna mujer irónica ó coqueta, que le citaba para desesperarle y
aumentar con aquellas fintas sus ya furiosos deseos de conocerla, y tuvo
miedo; miedo de hallarse solo otra vez consigo mismo, expuesto á las
torturas de una nueva carta, que ignoraba si tardaría muchos días en
llegar á él, ó si no vendría nunca...
Sus ojos interrogaron automáticamente el viejo reloj de bronce que
adornaba la chimenea; uno de esos relojes inútiles y vistosos que
parecen presidir la vida de los dormitorios, y están siempre parados,
como temerosos de separar á los que se quieren. Concha observó aquel
movimiento.
--Son--dijo--más de las once.
Fuera, en el vano rumoroso de un patio, resonaba la canción de la
lluvia. Concha, que sentía frío y sueño, arrebujóse mejor en su mantón y
encendió otro cigarrillo. La voluntad de Ricardo experimentó una
depresión: acababa de reconocerse un tanto ridículo rindiéndose así, tan
prematuramente, al contento de una cita en la que no tenía motivos para
confiar, y comprendió que el ruido del aguacero le consolaba, porque
parecía dar á su chasco cierta disculpa. Lentamente, las ilusiones
voraces que allí le arrastraron iban declinando; una modorra invasora y
sutil le penetraba; sus labios, cansados, bostezaron entre el rojo
bosque de la barba. Todavía, sin embargo, su esperanza impuso á su
impaciencia un nuevo plazo. Esperaría otro cuarto de hora, nada más que
un cuarto de hora, y después... Aguardó, sin embargo, veinticinco
minutos. A las once y cuarenta se levantó, sin cuidarse de enmascarar su
rabioso humor.
--Me voy--dijo.
Se dirigió hacia la puerta. Concha caminó tras él, murmurando:
--¿Por qué no aguardas un poco más?
--Lo considero inútil; esto va picando en juego de chiquillos.
Aún tuvo un momento de flaqueza.
--Si ella, por una casualidad, viniese--dijo--, convéncela de que no
deje transcurrir el día de mañana sin escribirme.
Cuando llegaron al recibimiento, se detuvieron mirándose sorprendidos y
alegres; acababan de llamar; al otro lado de la puerta se percibía un
_frufruteo_ liviano de faldas. Concha hizo á Villarroya un guiño
expresivo para que se ocultase; rápidamente el novelista desapareció
tras una cortina. Sin prisa, la vieja dueña abrió la puerta. Desde fuera
una voz femenina preguntó:
--¿Don Ricardo Villarroya?
--Sí, señora; aquí es.
En la penumbra del recibimiento que Concha acababa de dejar á obscuras,
perfilóse vagamente el cuerpo de una mujer, alta y garrida, vestida de
negro, el rostro cubierto por un antifaz. Concha añadió, cogiéndola
suavemente por una mano:
--Venga usted...
Guióla algunos pasos por entre las tinieblas del corredor; en seguida
retrocedió; Ricardo Villarroya había salido de su escondite y preguntaba
con gestos el sitio donde la desconocida esperaba. Concha bulbuceó:
--Ahí la tienes, en el pasillo. Yo me voy al piso de arriba.
Marchóse, cerrando la puerta. La obscuridad del recibimiento fué
impenetrable. San Román avanzó mesuradamente, los brazos extendidos,
hasta que sus dedos, abiertos por la ansiedad de la rebusca, tropezaron
con una mano pequeña y enguantada. Allí estaba la desconocida
aguardándole, inmóvil. Ricardo preguntó:
--¿Es usted, verdad?
Ella repuso suspirando, más que articulando, las palabras:
--Sí; yo soy...
--Sígame usted.
Caminaron sin soltar él aquella manecita, un poco temblorosa, que
difundía por su brazo calor febril, y penetraron en una habitación cuya
puerta el galán cerró cuidadoso. Un tintineo casi imperceptible de
pulseras y el sérico crujir de la falda decían que la tapada temblaba
bajo sus vestidos.
--No tenga usted miedo--observó Ricardo--; estamos completamente solos.
La condujo sin tropezar por entre los muebles que invadían el perímetro
de la estancia, y cuya disposición veía con los ojos de la memoria, y
fué á sentarla en un sillón, de espaldas al dormitorio: él colocóse á su
lado, sobre un diván. Hallábase agitadísimo, tanto, que apenas sabía
empezar el diálogo. Por decir algo exclamó:
--¿Está usted ya más tranquila?
Ella murmuró, con acento andaluz muy marcado:
--Hable usted bajo.
--¿Por qué?... Nadie nos oye; la casa nos pertenece, al menos, durante
el espacio de esta noche.
Hubo una pausa; la desconocida parecía meditar su respuesta.
--No importa--dijo--; yo, que quiero satisfacer abundantemente su
afición á lo raro, echaré sobre esta primera cita toda clase de
secretos: el enigma de la obscuridad que nos aisla, y también el
misterio de las conversaciones musitadas, que nublan el verdadero timbre
de la voz que nos habla y parecen venir de muy lejos.
Contestación tan peregrina enardeció á Villarroya.
--Es usted admirable--exclamó--; yo sabré escribir libros y comedias,
pero usted me enseña el arte supremo de embellecer y refinar la vida; es
usted, por consiguiente, más artista que yo.
Emprendieron una conversación movida, heterogénea, llena de preguntas,
como si en aquel seguido hablar de asuntos diversos mutuamente quisieran
arrancarse algún secreto.
--Cuando usted llegó--decía Villarroya--iba yo á marcharme.
--¿Se aburría usted?
--Muchísimo; estaba desesperado; creí que usted no vendría.
--No pude llegar antes.
--Yo, en cambio, estoy aquí desde la diez.
--No le creía á usted tan libre, ¿Acaso no tiene usted, fuera de su
casa, ninguna mujer que le aguarde?
La imagen pálida, enlutada, trágicamente triste, de Fuensanta Godoy,
extremeció la memoria del novelista; recordó su nariz afilada por el
dolor, sus labios sin sangre, sus ojos de ébano hinchados de llorar...
Pero espantó bravamente aquella visión acusadora, y repuso:
--Yo no quiero á nadie, á pesar de los esfuerzos que una vez y otra hice
para sentir amor. ¡Créame usted; no puedo! De los seres buenos, pero
uniformes y borrosos, que me circundan, se desprende un vaho odioso,
sedante y enervador de vulgaridad.
Ella tardó segundos en responder:
--Y yo, ¿cómo soy?
--A mis ojos, sublime: había usted de ser fea y perversa, y yo la
adoraría. ¡Ah! Usted no se parece á las demás mujeres; usted es
divina...
--¿Divina?... ¿Por qué?
--Porque es usted rara. Ser rara es tener personalidad; ¿y sabe usted lo
difícil, lo imposible casi, que es en esta sociedad, donde la
imbecilidad ambiente nos reduce y penetra, quedarnos en nosotros mismos,
no parecernos á los demás?
Continuó hablando, siempre en voz baja para complacerla, y gradualmente
su imaginación iba exaltándose y readquiriendo aquel verbo seductor y
ardiente tantas veces aplaudido en las asambleas. Oleadas de sangre
invadían su cabeza.
--Para arrostrar sin flaqueza los rudos combates del arte--decía--,
necesitamos sentir á nuestro lado la presencia confortadora de un ideal
muy alto. Lo de menos son las ganancias y los elogios, pocas veces
leales, de la crítica. Lo más puro, lo exquisito, es tener un rincón,
sea cual fuere, donde una mujer inteligente, enamorada de nosotros,
exclame al echarnos los brazos al cuello: «¡Qué bonito es tu artículo de
anoche!» Entonces una alegría indescriptible nos invade, nuestras
fuerzas se duplican y sufrimos el mordiente anhelo de escribir mejor,
¡siempre mejor!, para que ella nos lea. Nuestro espíritu, que su imagen
mejora, á ella vuelve: queremos distraerla, agasajarla, protegerla
contra los feos recuerdos, y si de noche sonríe dormida, pensamos que
sobre su frente revuela nuestra última canción.
Peroraba aupado al cenit radiante del más fogoso lirismo por una
exaltación á cuyo génesis su carne y su espíritu cooperaban
indistintamente. Aquel continuo hablar á media voz y la obscuridad que
le envolvía, llegaron á producirle cierto malestar físico. Dos ó tres
veces se detuvo, pareciéndole que soñaba y que sus palabras caían al
vacío. Para dominar su turbación á cada momento preguntaba:
--¿Me oye usted?
Ella respondía brevemente:
--Sí.
Y el silencio volvía á rodearles. Hubo momentos en que Ricardo
Villarroya sintió su cabeza enloquecida por la presión de las tinieblas.
Además, lo impersonal de aquel diálogo, semejante á un monólogo, ya que
su interlocutora apenas le respondía lo preciso para comprometerle á
seguir hablando, contribuyó á aturdirle.
--¡Todavía nada sé de usted--exclamó--; ni siquiera su nombre! ¡Dígamelo
usted!
Su acento fué de angustia y de súplica. Ella contestó:
--Llámeme usted como guste; por ahora estamos así mejor; mi nombre lo
sabrá usted luego.
Mas por mucho cuidado que Ricardo puso en dominarse, la atolondrada
exaltación de sus nervios volvía.
Siempre es molesto hablar á obscuras, pues falta la visión directa del
sujeto á quien nos dirigimos; la fantasía, sin embargo, suele cumplir
gallardamente su misión evocadora y ofrecérnosle pulcramente reflejado
sobre los espejos misteriosos del recuerdo, de modo que su imagen
rivalice en nitidez y precisión con la sensación misma. Mas ni siquiera
á este postrer recurso podía encomendarse el enamorado Villarroya; él
ignoraba las facciones de su interlocutora. ¿Era joven? ¿Era bonita?
¿Qué color tenían sus ojos y sus cabellos? Y lo que le parecía más
alarmante: mientras él hablaba, ¿cuál era la expresión de su rostro? Le
escucharía con atención recogida? ¿Se burlaría de él?... Al principio,
estas preguntas deambularon por su cerebro sin concretarse; le bastaba
saber que á su lado alguien le escuchaba. Después, según su magín fué
inflamándose, las ideas se embrollaron hasta adquirir monstruosos
perfiles; unas veces pensaba que sus palabras caían en la nada; otras
imaginaba que su interlocutora era algo quimérico, una bruja, tal vez,
de semblante aciago, con boca canallesca y ojos nunca vistos y
horribles.
Para recobrarse de aquel naciente laberinto oprimió fuertemente un brazo
de la desconocida, y su mano gozó el contacto de una carne dura y
vibrante. Luego, según fue adelantando sus pesquisas, recibió la
impresión bondadosa de unos hombros redondos y de un talle esbelto y
mimbreante erguido sobre la ampulosidad de las caderas.
Instantáneamente Villarroya hallóse serenado; el tacto suplía á la
vista; el hilo de relaciones entre el sujeto y el objeto, que rompió la
obscuridad, se había anudado.
--Al fin te tengo--exclamó presa de enternecimiento repentino--; ya no
nos separaremos nunca, ¿verdad?... ¡Nunca!... Viviré para ti, escribiré
para ti, tuyos serán mis triunfos... Tú... tú eres la mujer que perseguí
en tantas mujeres; tu espíritu, aquel que yo atisbaba bajo tantos
cuerpos como la casualidad ó el capricho hizo míos. Alma siniestra, alma
extravagante, alma de enigma, ¿por qué tardaste tanto en venir á mí?
Acercóse á ella y aspiró el peligro de un perfume exótico y violento;
sus dedos resbalaron suavemente por la cabeza de la Deseada, apreciando
el contorno gracioso de la nuca, las orejas menudas y sin pendientes, el
terciopelo del antifaz...
Y Ricardo volvió á estremecerse, pensando en aquellos ojos vigilantes
que le buscaban por entre la doble noche de las tinieblas y de la
máscara.
El seductor tuvo un arrebato de impaciencia.
--¿Quieres luz?
Iba á levantarse; ella le detuvo.
--No.
--¿Por qué?
--Porque... no es preciso.
Y agregó filosófica:
--Imitemos el ejemplo que nos da la vida. Por ella nunca vamos mejor
que cuando caminamos á obscuras.
Ricardo no contestó; sus dientes se apretaron; la sangre hormigueó
caliente en sus dedos abiertos por el ansia de dominación; en la
obscuridad, su cabeza bermeja y rapada adquirió la expresión de los
antiguos conquistadores, violadores y sanguinarios, cuando entraban á
saco. Rápidamente rememoró la disposición de los muebles, la situación
exacta de la puerta que conducía al dormitorio...
--Te amo--murmuró--, te adoro... ¡Daría por ti la vida!...
Ella no se defendía, ni siquiera hablaba; él la besó la frente y los
cabellos; sus brazos avaros rodearon su cintura; levantóla del suelo y á
través de la tiniebla sus dos sombras caminaron enlazadas...
De pronto resonó la voz de Fuensanta Godoy; aquella voz imperiosa,
vibrante, orquestal, con que la actriz tiranizó en otro tiempo á las
muchedumbres.
--¡Eres un miserable!--decía--. ¡Me repugnas; déjame!...
Villarroya lanzó un grito; sudor frío y copioso inundó su frente. La
joven repitió, poniéndole ambas manos sobre el pecho y rechazándole:
--¡Eres un miserable!...
Ella misma buscó por la pared, junto á la mesilla de noche, el botón de
la luz eléctrica; la habitación se iluminó. Los amantes aparecieron de
pie, el uno enfrente del otro; su actitud era hostil; los dos estaban
lívidos.
Fuensanta habló primero; sus palabras, más que de violento reproche,
fueron de inacabable tristeza y abatimiento.
--Me has roto el alma--dijo--; ya no puedo quererte; vamos á dejarnos.
¡Es horrible, horrible!... Después de lo ocurrido, todo entre nosotros
debe concluir.
El callaba; se había dejado caer sobre una silla; tenía deseos de llorar
y recatábase el rostro entre las manos. Ella continuó:
--Nunca me hablaste con la elocuencia ardiente que te inspiraba esa
mujer á quien creías rendir esta noche por primera vez. ¡Ah, Ricardo!
¿Qué clase de hombre eres? ¿Qué misterio inexplicable hay en ti y cómo
pudiste dedicar tanta ilusión á lo que no conocías?
Suspiró y hubo en su lamento un latido secreto de mujer humillada y
celosa. Villarroya, reconociéndose completamente derrotado y ridículo,
no contestó.
--He querido descender al fondo de tu carácter--prosiguió Fuensanta--, y
vi que en tu alma, componedora de comedias y de libros, sólo hay
traición, antojo y superchería. No eres un hombre, Ricardo, eres un
artista... ¡nada más que un artista!... y quien dijo artista dijo
absurdo, egoísmo y quimera. Paso á paso, durante estos diez ó doce días
últimos, fui observándote y ninguno de tus sentimientos quedó para mí
inadvertido. Como te conozco muy bien, quise exacerbar tu ilusión para
traerte á esta cita completamente ciego, de modo que imposible te fuera
adivinarme. Por eso no acudí á tu primer llamamiento, por eso tardé
tanto en responder á tus cartas... y las angustias de la espera fueron
para ti como polvo que la impaciencia te echaba á los ojos. Te he visto
caer. Hoy mismo tuve miedo de oir lo que habías de decir aquí, y me
fingí enferma y llorando te rogué que pasases esta noche á mi lado.
¡Imposible! El impulso que mis anónimos levantaron en ti era demasiado
grande; nada podría contenerte, ¡nada! Segura estoy de que la vida de
tus propios hijos la habrías arriesgado por acudir á esta cita maldita.
Maltratado en su amor propio, no sabiendo cómo defenderse y quebrantado
por tantas contradictorias emociones, Ricardo Villaroya rompió á llorar.
La actriz continuó:
--¿Por qué una carta sin firma ejerce sobre tu voluntad esa fascinación
inexorable, y en virtud de qué miraje has de imaginar joven y discreta,
y no vieja y ridícula, á la mujer que te propone una cita extravagante?
¡Ah! Tú no sabes qué quieres... ni lo que tienes... Tú eres un pobre
hombre vano, inconsciente, desposeído de criterio, que todo cuanto
rechaza ó apetece lo lleva dentro de sí mismo.
Él permanecía callado; no obstante, las lágrimas, fatigándole, habíanle
producido alivio bienhechor; laxitud suave iba poseyéndole.
Fuensanta Godoy concluyó de abrocharse su abrigo.
--Adiós--dijo--. Ya sé que siempre cualquiera mujer desconocida ha de
inspirarte más cariño que yo. ¡Pobre Ricardo! Andar... andar... tu
maldición es esa.
Contemplóle breves instantes y salió de la alcoba; transcurrió un
momento; una puerta se cerró con estrépito. Luego, en el silencio,
vibraron las pisadas de la actriz, que bajaba la escalera; y el eco
aquel, cada vez más mortecino, tenía el ritmo solemne y conciso de lo
que se va...
Ricardo Villaroya no se movió; estaba fatigadísimo; á las inquietudes
febriles de la víspera había sucedido una gran calma. Dentro de su
espíritu, perdido en ese enorme silencio que sigue á las grandes
catástrofes, una voz herida musitaba: «No quieras, no busques, porque
todo es igual á todo, y lo pasado, como lo futuro, son aspectos del
mismo Desengaño...» Y la conciencia desolada comprendía que aquella voz
cobarde tenía razón. ¿Para qué desear? La ilusión es una mala hembra
indócil que, bajo el techo de los artistas, sólo duerme una noche...
Madrid.--Noviembre, 1906.


RICK
«Si te cuentan que han visto
volar un caballo y que era
alazán, créelo.»--_(Proverbio
árabe.)_


I

Todo el mundo aristocrático que frecuenta las tribunas de los grandes
hipódromos europeos, conocía la pasión idolátrica que el jockey Juan
Thom profesaba á su caballo _Rick_. Durante cuatro años consecutivos,
_Rick_ fué invencible: su agilidad y su vigor derrotaron las
reputaciones más sólidas; los laureles tan codiciados que se adjudican
en los _turf_ de París y de Londres, fueron para él; ningún corredor
igualó su ímpetu; era infatigable y enorme como _Eclipse_, y ardiente en
la primera acometida como _Vermouth_. Muchos veterinarios curiosos le
examinaron creyendo que sus clavículas ofrecerían una disposición
especial.
El pasado de Juan Francisco era obscuro y sencillo. No conoció á sus
padres, y salió del Hospicio á los doce años para colocarse en el
picadero de un viejo, antiguo desbravador de las caballerizas reales,
que tenía coches y caballos de alquiler.
En el amplio picadero que poseía cerca del Hipódromo aquel hombre grueso
y bajito, á quien Juan Francisco recordaba haber visto en el Hospicio
muchas tardes, fué donde el niño cobró inclinación hacia el arte que
luego había de ocupar su vida; pues el medio es algo que modifica y se
pega al carácter, como se agarran á los vestidos los perfumes. Así,
lentamente, el aspecto de las cuadras, grandes, claras, con su olor á
estiércol, sus suelos asfaltados, sus arrendaderos brillando al sol y
sus frisos de blancos azulejos, iban conquistando la voluntad del futuro
jockey y produciéndole íntimo y fresco contentamiento. Todas las
mañanas, al despertar, el pequeño boy tenía un pensamiento que se
resolvía en una sonrisa.
--Seré jockey...--decía.
Y esta ambición era confortadora, porque daba á su vida, á su pobre vida
naciente, un impulso, un rumbo y un fin.
Desde muy temprano Juan trabajaba activamente barriendo lo sucio,
abrillantando los arneses, quitando el barro á los coches, transportando
cubos de agua de un lado á otro. Era menudito de cuerpo, descolorido y
flacucho de rostro, con ojos pequeñines y azules, rodeados de pestañas
bermejas. Caminaba lentamente y abriendo mucho las piernas, como jinete
que acaba de recorrer una jornada larga y está muy fatigado. El ruido
de sus zuecos, rellenos de paja, inquietaba á los caballos, que volvían
la cabeza para mirarle, amusgaban las orejas y fijaban en él sus ojos
brillantes. Unos resoplaban impacientes, otros atabaleaban el suelo, y
el estrépito metálico de sus herraduras llenaba la soleada quietud de la
cuadra. Al principio aquella curiosidad un poco hostil asustaba al
_boy_; pero luego, con la costumbre, sus temores se disiparon: los
caballos, á su vez, reconociéndole ya como á bienhechor, relinchaban de
gozo al verle, y él concluyó por abordarles sin miedo, dándoles
terroncitos de azúcar y bulliciosas palmadas sobre las ancas, lucias,
brillantes y redondas.
Todas las mañanas, alrededor de las diez, el amo del picadero aparecía.
Se llamaba don Pedro del Real, y los que le conocieron mozo le atribuían
una historia amorosa larga y pintoresca. Pero si don Pedro fué, como
decían, caballista infatigable, derribador temerario de toros y
conquistador dichoso de voluntades femeninas, de aquel pasado galante ya
nada, ó casi nada, quedaba en él. El tiempo artero habíale mudado la
condición, sin duda, quitándole la alegría según fué robándole la
guapeza. Don Pedro hablaba poco; era un espíritu reconcentrado,
hermético, sobre cuyo entrecejo la vida había dejado un pliegue vertical
de dolor. A pesar de esto, Juan Francisco le amaba; nunca le tuvo miedo;
apenas le columbraba acudía á recibirle, y el regocijo del saludo le
arrebolaba las mejillas; era como un grito de su sangre. Fué aquella
una emoción en la que Juan Francisco, ya hombre, meditó muchas veces y
que siempre, sin saber por qué, le dejaba triste...
Cierta mañana don Pedro, contra su costumbre, mostróse comunicativo y de
buen humor. Aquel día nada tuvo que decir de la siempre discutida
calidad de los piensos, ni de la limpieza bruñida de las pesebreras;
todo, según lo examinaba, iba hallándolo bien: los arreos espejeaban al
sol, como debe ser; los coches, recién lavados, trozos enormes parecían
de pulido azabache; el rojo barniz de las ruedas ardía gayamente en la
vastísima amplitud blanca de la cuadra.
Juan Francisco, en mangas de camisa y con un chaleco colorado de hombre
que le llegaba á la altura de las rodillas, seguía á don Pedro,
sorprendido de verle tan contento. El amo, de pronto, pareció reparar en
él; miróle de hito en hito, y como las mejillas escuálidas del muchacho
enrojeciesen de alegría, don Pedro del Real sonrió paternal; después le
trabó por los sobacos, levantóle en alto, bajándole y subiéndole varias
veces y con rapidez, como para apreciar bien su peso, y luego le soltó.
Juan Francisco cayó de pie, y sus zuecos chocaron contra el suelo
crepitando en el vacío sonante del salón. Varios cocheros y mozos de
cuadra contemplaban la escena sonriendo. Don Pedro examinaba al _boy_;
sus piernecillas flacuchas y estevadas, su tórax angosto, la delgadez
esquelética, pero vigorosa, de sus brazos, el prognatismo de su
mandíbula, la nerviosidad de su pestorejo acanalado... y toda aquella
fealdad simiesca, parecían encantarle.
--¿Te gustan los caballos?--preguntó.
--Sí, señor, mucho--contestó Juan Francisco.
--¿Y ya no te dan miedo?
--No, señor.
--Bueno, pues entonces...
Y el antiguo caballista, que sin duda amaba apasionadamente su oficio,
se interrumpía para observar al muchacho, que acaso realizaba el tipo
soñado por él del perfecto jockey, ingrave y fibroso. Continuó:
--¿Tú quieres ser jockey?
Por la bocaza faunesca de Juan Francisco resbaló una sonrisa blanca,
idiota, con esa idiotez del estupor que produce en los hombres la
felicidad. Tardó en responder:
--Sí, señor... ¡Ya lo creo que quiero!
--Conformes; pues yo te enseñaré á montar.
Aquella misma mañana recibió Juan Francisco la primera lección de
equitación, y á partir de tal momento, todos los domingos y días
disantos, maestro y discípulo salían á galopar por la carretera de El
Pardo. Eran excursiones terribles, de las que Juan Francisco, encogido y
raquítico sobre el lomo sudoroso de su cabalgadura, regresaba lívido
como un muerto.
Rápidamente el muchacho iba agilizándose, robusteciéndose, dentro de su
delgadez caricaturesca, y adquiriendo esa complexión, á la vez ligera y
hercúlea, de los buenos jinetes. Poseía además, y esto echólo de ver en
seguida don Pedro, lo que no se aprende, lo que puede llamarse «el
instinto» del oficio: un _tic_ especial, inexplicable, personalísimo,
que convierte la profesión, vulgar al parecer, de caballista, en un
verdadero arte. Reglas hay para lo que, en la jerga de los picaderos, se
dice «apurar al caballo»: para afirmarle la cabeza, para asegurarle la
boca, para abrirle y darle vistosidad y gallardía, para tenerse bien
sobre la silla... Todo ello constituye lo adjetivo, lo que puede
imitarse de un buen maestro. Pero ninguna de estas habilidades
adquiridas bastó á hacer verdaderamente famoso el nombre de un jockey.
Los grandes jockeys de prestigio mundial tuvieron, además de esa sangre
fría que les permitió aprovecharse de todos los descuidos de sus
rivales, la «intuición» del caballo, una especie de adivinación ó de
doble vista que les indicaba cómo necesitaban llevar las riendas y
cuanto, en un determinado momento, debían hacer. Apropósito de esta
parte esencial ó substantiva de su oficio, nada puede reglamentarse,
como nada, en cuestiones de amor, debe prescribirse acerca del modo de
interesar el corazón de una mujer. ¿Quién sabría decir cuál será la
mirada, el gesto, la inflexión de voz, que en el «cuarto de hora»
nupcial de la conquista han de darle á «Don Juan» la victoria? Así el
jockey, para quien un espolazo oportuno ó un simple temblor de rodillas
pueden constituir su triunfo ó su derrota en el último desesperado
arranque de la carrera. Como «Tenorio», Fordham no se forma: nace.
Juan Francisco poseía este don maravilloso en grado tal, que sorprendió
al mismo don Pedro. Sin saber por qué, pues su experiencia en asuntos
hípicos era nula, bastábale un simple ojeo para conocer la condición del
caballo que iba á montar. Pocas veces se equivocó. Diríase que desde el
primer momento surgía entre él y su cabalgadura una corriente magnética
que les apretaba y unía en el milagro de una sola voluntad.
Al mismo tiempo que Juan Francisco aprendía á tenerse bien sobre la
silla y á ser un sagacísimo, cabal y esforzado jinete, capaz de gobernar
á los potros de más torcida y alborotada condición con sólo el imperio
de las rodillas, don Pedro iba enseñándole á corroborar y seleccionar
sus preexcelentes disposiciones físicas de jockey.
--Un buen jockey--afirmaba el viejo caballista--debe reunir, á una gran
fuerza muscular, el menor peso y el menor volumen posibles. Quiero
decir: que necesita ser una especie de hércules enano.
Para conseguir lo primero, Juan iba dos ó tres horas diarias al
gimnasio; para lo segundo, su maestro le trazó un plan alimenticio, le
impuso masajes especiales y le obligó á dar largos paseos á pie y á
tomar baños de sudor. Estos tratamientos durísimos, que ni aun los
mismos jockeys ingleses pueden soportar, Juan Francisco los resistía
perfectamente y sin mengua de su vigor muscular. De mes en mes el
diminuto _boy_ iba quedándose más descolorido y enjuto, y hasta diríase
que su estatura había menguado: no obstante, ni su agilidad ni su fuerza
decrecían. Pronto su peso disminuyó á cincuenta kilogramos. Don Pedro
del Real le examinaba, le pulsaba, y un guiño admirativo iluminaba su
grueso rostro, habitualmente impasible.
--Has nacido para jockey, muchacho--decía--, y te aseguro que harás
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