La cita: novelas - 12

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El antiguo maquinista desembarcó en Valencia, pasó la noche en una
posada inmediata á la estación del ferrocarril, y al otro día temprano
subió al tren que había de llevarle á Equis. Tras tantos años de
reclusión, el viejo presidiario sentía el desasosiego nervioso, la
desconfianza en sí mismo, el miedo cruel á la suerte, que suelen
experimentar los inadaptados siempre que la vida les ofrece una fase
nueva. La derrota les acobarda y vuelve pesimistas. Rememoran lo que
sufrieron y la inutilidad de sus luchas, y piensan: «Esto, que ahora
empieza, será malo también para mí...»
Amadeo Zureda había cambiado mucho; sobre el rostro, curtido por el sol
de Africa, el bigote blanco resaltaba tristemente; agrandaba el sereno
mirar de sus ojos negros la expresión de un inmenso dolor; el pliegue
vertical de su entrecejo se había ahondado tanto, que parecía una
cicatriz; su cuerpo cenceño, antes engallado y carnoso, se encorvaba un
poco al andar.
El traqueteo sonante del vagón y la sucesión de panoramas trajeron á la
memoria de Zureda las alegrías, harto emborronadas en la distancia de
los años pretéritos, de sus buenos tiempos de maquinista. Se acordó de
Pedro, el fogonero andaluz, y de aquellas dos locomotoras, «la Dulce» y
«la Negra», sobre las cuales tanto había trabajado. Y una voz interior
le preguntaba: «¿Que habrá sido de todo eso?»
También pensó en su casa, y al recomponer la fachada y ver los balcones,
evocó el aspecto de cada habitación. Jamás su memoria, enturbiada por la
vida torva y embrutecedora del penal, había buceado tan hondo en el
pasado, ni desempolvado y reconstituído tan limpiamente los viejos
recuerdos. Pensó en su hijo, en Rafaela y en Manolo Berlanga, viéndoles
con sus caras y sus trajes de entonces, y se sorprendió de que la figura
del platero no le produjese ningún dolor: en aquellos momentos, y á
despecho del daño irreparable que le hizo, no sentía animosidad contra
él: todos los rencores que hasta allí le agitaron se apaciguaban en una
desconocida é inefable emoción de olvido y misericordia. El pobre
presidiario tornó á registrarse la conciencia y volvió á maravillarse de
no descubrir en ella ningún odio. Y es que, sin duda, la libertad
moraliza á los hombres.
En Játiva subió al vagón un individuo, ya viejo, en cuya fisonomía el
exmaquinista creyó hallar rasgos de un semblante amigo. Por su parte, el
recién llegado también miraba á Zureda, como recordando. De este modo
los dos, poco á poco iban acercándose en silencio. Concluyeron por
examinarse afectuosamente, seguros ya de conocerse. Amadeo Zureda fué
quien primero habló:
--Yo creo--dijo--que nos hemos visto en alguna parte... hace años...
--En eso--repuso el interpelado--vengo yo cavilando.
--El caso es--prosiguió el maquinista--que yo estoy cierto de que hemos
hablado muchas veces.
--Sí, sí...
--De que hemos sido amigos.
--Probablemente...
Continuaron mirándose, atados al mismo pensamiento.
--¿Usted ha vivido en Madrid?
--Sí; diez ó doce años.
--¿Dónde?
--Cerca de la Estación del Norte, donde estaba empleado.
--Pues no diga usted más--exclamó Zureda--, porque yo he pertenecido
también á esa Compañía. Era maquinista...
--¿En qué línea?
--Últimamente, en la de Bilbao.
Pausados, silenciosos, los recuerdos iban surgiendo y asociándose en la
enorme negrura de olvido de aquellos veinte años. Amadeo Zureda sacó su
petaca y brindó tabaco á su interlocutor; y lo que hasta entonces no
lograron ni el aspecto ni la voz del desconocido, lo realizó
instantáneamente y como por ensalmo su modo de coger la picadura, de
preparar el cigarrillo, de encenderlo y colocárselo después en la
comisura izquierda de los labios. La memoria del ex presidiario se llenó
de luz.
--¡Acabáramos!--exclamó--,¡usted es don Adolfo Moreno!...
--Yo mismo; eso es...
--Usted era ambulante de la línea de Asturias cuando yo trabajaba en la
de Bilbao. ¿No se acuerda usted? Zureda... Amadeo Zureda,..
--¡Ah, sí!...
Los dos hombres se abrazaron.
--¡Si yo te tuteaba!--gritó don Adolfo.
--Sí, señor; y puede usted seguir haciéndolo. ¡No faltaba más!... Que
por algo el tiempo ha corrido igualmente para ambos.
Apagado el regocijo de los primeros instantes, el antiguo ambulante y el
anciano maquinista se entristecieron recordando las muchas amarguras que
les trajo la vida.
--Ya supe tu desgracia--dijo don Adolfo--y la sentí. Son locuras de
juventud que duran un instante y cuestan luego todo el porvenir. ¿Por
qué fué?...
Aplomadamente, Zureda repuso:
--Una cuestión de juego.
--¡Es verdad!... Me lo dijeron.
Amadeo respiró; el ambulante no sabía nada y era verosímil que todos
estuviesen tan ignorantes como él acerca del verdadero motivo que
ocasionó la muerte de Manuel Berlanga. Don Adolfo preguntó:
--¿Dónde has estado?
--En Ceuta.
--¿Mucho tiempo?
--Veinte años y meses.
--¡Caramba!... ¿Vienes ahora de allí?
--Sí, señor.
--Tú, evidentemente--continuó don Adolfo--, has sufrido más que yo; pero
no creas que yo he sido muy afortunado. La vida es una fiera que para
cuantos se acercan á ella... ¡y cuidado si nace gente!... tiene un
zarpazo. Soy viudo; pronto hará quince años que mi pobrecita mujer pudre
tierra; de mis tres hijas, la mayor se casó, las otras dos murieron.
Ahora estoy jubilado, y vivo en Equis, con una cuñada, viuda de mi
hermano Juan, de quien no sé si recordarás...
Poco á poco, y á vuelta de muchos circunloquios, porque la confianza es
una virtud tímida que emigra pronto de las almas muy castigadas por la
desgracia, Amadeo Zureda expuso sus proyectos. El pensaba establecerse
en Equis, con su mujer; del presidio traía ahorradas cerca de dos mil
pesetas, con las cuales esperaba poder comprar una casita y media fanega
de buena tierra.
--Yo, de agricultura no entiendo palote--agregó--; pero eso es como
todo; en queriendo aprender, se aprende. Además, mi hijo, que es mozo y
se ha criado en el pueblo, puede ayudarme mucho.
Don Adolfo había arrugado el entrecejo con un gesto reflexivo y grave,
de hombre que recuerda.
--Por lo que dices--exclamó--caigo en quien sea tu mujer.
Un poco avergonzado, porque la imagen siempre ensangrentada de su
desgracia no se borraba un punto de su memoria, el antiguo maquinista
repuso:
--Sin duda; el pueblo será pequeño...
--Muy pequeño. ¿Cómo se llama tu mujer?
--Rafaela.
--¡Sí, hombre!...--replicó don Adolfo--; Rafaela, la lavandera...
--Eso es.
--La conozco mucho; y á Manolo, su hijo, también le conozco. ¡Valiente
mocito!...
Amadeo Zureda se estremeció; tuvo miedo, frío; unos instantes permaneció
callado, sin saber qué decir. Don Adolfo prosiguió, con ruda franqueza:
--Mala cabeza tiene el tal Manolo, y buenos disgustos le da á su pobre
madre, que es una santa. ¡Yo creo que hasta la pega!... ¡No te digo
más!...
Lívido, tembloroso, reprimiendo unos grandes deseos de llorar que
acababan de asaltarle, Amadeo preguntó:
--¿Es posible?... ¿Tan malo es?
--De oro es el mozo--repuso don Adolfo--; había de morirse, y el
Diablo, para cargar con él, necesitaría pensarlo mucho: borracho,
jugador, mujeriego, camorrista... ¡de todo es el indino!
Y afirmó:
--No parece hijo tuyo.
Amadeo Zureda no respondió, y acercando la cabeza á la ventanilla fingió
distraerse con el paisaje. Las declaraciones del antiguo ambulante le
aterraron; él se hallaba ignorante de todo; Rafaela, en sus cartas, nada
le había dicho; y se admiró de ver cómo la fatalidad le asediaba y
negaba ese descanso á que todos los hombres trabajadores, aún los más
miserables, tienen derecho. Retrocediendo por el odioso camino de sus
recuerdos, llegó al origen de su desgracia. Veinte años antes, el señor
Tomás, al notificarle las relaciones de Rafaela con Manuel Berlanga,
había declarado:
«Dicen que la pega.»
Y ahora, don Adolfo, refiriéndose á Manolín, repetía las mismas
palabras:
«Yo creo que la pega.»
¿Qué misteriosa conexión habría entre estas afirmaciones que parecían
poner un nexo de oprobio entre el hijo y el amante muerto?... Y las
palabras del viejo ambulante volvieron á sonar en los oídos de Zureda y
se agarraron fatídicas á su alma:
«Manolo no parece hijo tuyo.»
Sin haber leído á Darwin, Amadeo Zureda, instintivamente, buscaba en las
leyes de la herencia una explicación y un consuelo al tósigo que le
mordía. El nunca, ni aun de mozo, fué aficionado á beber, ni á los
naipes, ni faldero, ni menos entrometido y bravucón. ¿Quién, por tanto,
pudo deslizar en la sangre de su hijo tantas depravaciones?...
Don Adolfo y Zureda descendieron en la estación de Equis. Declinaba la
tarde; en el andén sólo había seis ó siete personas. El anciano
ambulante exclamó, designando con la mano á una mujer y á un mozalbete
que se acercaban:
--Ahí tienes á tu gente.
Esta vez, al ver á Rafaela, Amadeo no vaciló: era ella, á pesar de su
vientre abultado, de su semblante carnoso y triste, de sus cabellos
blancos... ¡era ella!...
--¡Rafaela!
La hubiese reconocido entre mil mujeres más. Se abrazaron estrechamente,
llorando, con la inmensa emoción de alegría y dolor que experimentan los
que se separaron jóvenes y vuelven á reunirse en la vejez, al otro lado
de la vida. Después el maquinista abrazó á Manolo.
--¡Qué guapo estás!--balbuceó, cuando las palpitaciones de su corazón,
encalmándose un poco, le permitieron hablar.
Don Adolfo se despidió.
--Yo llevo prisa--dijo--; ya nos veremos mañana.
Saludó y se fué.
Amadeo Zureda, llevando á Rafaela á la derecha y á su izquierda á
Manolo, salió de la estación.
--¿Está muy distante el pueblo?--preguntó.
--Dos kilómetros apenas--repuso ella.
--Entonces, vámonos á pie.
Avanzaron lentamente por el camino que se alejaba, serpeando, entre dos
vastas extensiones de terreno laborado y rojizo. Al fondo, iluminado por
el sol muriente, aparecía el pueblecito; aquel villorrio miserable en el
que Zureda había pensado tantas veces, como en un bello refugio de paz,
olvido y redención.


VII

Desde que Amadeo Zureda llegó á Equis, Rafaela no volvió al río. El
anciano maquinista no quería que su mujer trabajase; con lo que él ganó
como herrero allá en presidio, tenían bastante los dos para vivir. Del
pasado no hablaron; creeríase que no se acordaban de él; ni ¿para qué
acordarse?... Zureda lo había perdonado todo; su Rafaela, además, ya no
era la misma: apagáronse la alegría pajarera de sus ojos, la negrura
ondulante de sus cabellos, la agilidad moza de su cuerpo; ogaño, en el
semblante fofo y triste, en lo humildoso del mirar, en la flacidez de
los senos, en las torpes redondeces adiposas del talle, había un
abandono doloroso, apesgador de remordimiento.
Siguiendo los consejos de don Adolfo, el ex presidiario renunció á su
idea de dedicarse á la agricultura, y en la calle mejor del pueblo,
cerca de la iglesia, puso un taller mixto, de carpintería y cerrajería,
donde así herraba una mula como recomponía un carro ó echaba á un arado
reja nueva. A poco de establecerse Zureda, su modesto negocio comenzó á
encarrilarse por caminos de bonanza; muy pronto el número de sus
relaciones creció; su historia inquietante de presidiario parecía
olvidada; todos le querían; era un hombre bueno, afable, de una
melancolía simpática, que pagaba sus pequeñas cuentas exactamente y
trabajaba bien.
Amadeo Zureda sentía pacificarse su vida, y que lentamente su porvenir,
hasta entonces borrascoso, comenzaba á ofrecérsele como un país
hospitalario, claro y fácil. El mañana amenazador, que desvela á los
hombres, dejaba de ser un problema para él; su futuro ya estaba
cimentado, reglamentado, previsto; los quince ó veinte años que aun le
restasen de vida los pasaría redondeando amorosamente la fortunita que
deseaba legar á su Rafaela.
Animado por este propósito, levantábase con el sol y trabajaba
reciamente todo el día. Por las tardes, acompañado de un perro, regalo
de don Adolfo, salía á vagar por los alrededores del pueblo. Uno de sus
paseos favoritos era el cementerio. Zureda empujaba el viejo portón,
siempre abierto, del camposanto, se instalaba sobre una piedra rota de
molino que allí había, y encendía un cigarro. Entre la crecida hierba
que tapizaba el suelo negreaban muchas cruces; el anciano evocaba sus
recuerdos de antiguo maquinista y de recluso, y su voluntad fatigada se
estremecía. Miraba á su alrededor complacido; allí estaba su cama; ¡qué
paz, qué silencio!... Y suspiraba largamente, poseído de la rara y
sedante alegría de morir. Entre los viejos tapiales, dorados por el sol
poniente, que rodeaban aquel huerto de olvido, se debía de dormir muy
bien...
Lo único que amargaba el ocaso pacífico de Amadeo Zureda, era su hijo:
aquel Manolo, á quien por un exceso, imprudente quizá, de amor paternal,
había redimido el año antes del servicio militar, y cuyo carácter
vicioso y díscolo era fanáticamente refractario á toda disciplina.
Inútilmente procuró Zureda enseñarle un oficio; súplicas, amenazas,
reflexiones discretas, se estrellaron ante la voluntad irreductible y
vagabunda del mozo.
--Si no quiere usted mantenerme--decía Manuel--, despídame; yo sabré
buscármelas.
Con frecuencia Manolo desaparecía del pueblo y, ausente y metido en
misteriosas aventuras, pasaba los días. Individuos llegados de otros
pueblos comarcanos decían que se dedicaba al juego. Cierta noche
reapareció herido de gravedad en una ingle; la puñalada era profunda.
--¿Quién te ha herido?--preguntó Zureda.
El mozo repuso:
--Eso á nadie le importa; á quien sea, yo me encargo, tarde ó temprano,
de darle lo suyo.
Para ahorrarse complicaciones judiciales, Amadeo Zureda calló lo
ocurrido. Semanas después Manolo estaba bueno. Una madrugada, á orillas
del río, la pareja de la guardia civil encontró el cadáver de un hombre;
el cuerpo ofrecía varias heridas de arma blanca. Cuantas pesquisas se
practicaron para descubrir al matador fueron baldías; el crimen quedó
impune. Únicamente Amadeo Zureda, que, á raíz del suceso, había
sorprendido á Manuel lavando en una jofaina un pañuelo manchado de
sangre, estaba cierto de que el autor de aquella muerte era su hijo.
Y las palabras siniestras de don Adolfo volvían á su espíritu,
machacantes, enloquecedoras, oradándole el cráneo:
--«No parece hijo mío...»--meditaba.
No paró en esto el desaforado vivir del mozo. Abusando del cariño de su
madre y de la mansedumbre de Amadeo, raros eran los días en que no
manifestaba hallarse necesitadísimo de dinero.
--Me hacen falta cien pesetas--decía--, pero mucha falta. Si vosotros no
me las dais... bueno, en paz; yo las buscaré. Pero acaso os arrepintáis
entonces de no habérmelas dado.
Dominábale un furor de placeres. Cuando su madre le aconsejaba:
--¿Por qué no trabajas, maldito? ¿No ves á tu padre?
El mozo replicaba:
--Vivir no es trabajar; para vivir como padre vive, más vale ahorcarse.
A Rafaela tratábala despectivamente y como á esclava; apenas si, al
interpelarla, se dignaba poner en ella los ojos; á su padre también le
hablaba poco y desabridamente. El peor de los hijos no hubiese procedido
con más despego. Diríase que su alma arisca, sedienta de goces,
alimentaba contra sus progenitores la llama de un rencor instintivo.
Una noche, al volver del Casino en donde don Adolfo, el boticario y
otros vecinos de cierto viso, solían reunirse todos los sábados, Amadeo
Zureda encontró la puerta de su taller entornada. Aquello le sorprendió,
y levantando la voz empezó á llamar:
--¡Manolo!... ¡Manolo!...
Rafaela le contestó desde muy adentro:
--No está.
--¿Sabes si volverá pronto?... Lo digo para no cerrar--exclamó Zureda.
Hubo un breve silencio. Al cabo, Rafaela repuso:
--Más vale que cierres.
En la voz de la pobre mujer había como un hipo de dolor. Alarmado por el
presentimiento de algo terrible, el viejo maquinista atravesó el taller
y llegó á la trastienda. En la cocina, sentada delante del fogón, estaba
Rafaela, las manos cruzadas humildemente sobre el regazo, los ojos
llenos de lágrimas, los blancos cabellos en desorden, cual si una mano
parricida se hubiese crispado sañudamente en ellos. Zureda arremetió á
su mujer y cogiéndola por los hombros, la obligó á levantarse.
--¿Qué ha sucedido?--masculló.
Rafaela tenía la nariz ensangrentada, magullada la frente, las manos
cubiertas de arañazos.
--¿Qué tienes?--repitió el maquinista.
Sus ojos, aunque viejos y mortecinos, ardieron otra vez con aquella luz
roja, relámpago de muerte, que veinte años antes le llevó á Ceuta.
Rafaela, asustada, trató de disimular.
--No es nada, Amadeo--balbuceó--, no es nada... yo te lo explicaré.
Es... verás... es que me he caído...
Pero Zureda la arrancó amenazándola, casi á viva fuerza, la verdad.
--Es que Manolo te ha pegado, ¿eh?...
Ella sollozaba, defendiéndose aún, no queriendo acusar al hijo de su
alma. Vibrante de ira, el maquinista repitió:
--¿Te ha pegado?
Tardó Rafaela en responder; tenía miedo de hablar; al fin confesó:
--Sí... me ha pegado... ¡oh, qué horrible!
--¿Y por qué?
--Porque necesitaba dinero.
--¡Ah, el canalla!...
Y la cólera y el dolor del viejo expresidiario estallaron en un rugido
de león, que llenó la cocina.
--¿Y se lo diste?--agregó.
--Sí.
--¿Cuánto?
--Veinticinco pesetas. Me resistí cuanto pude, pero... ¿qué iba á
hacer?... ¡Oh, si llegas á verle, no le conoces!... Daba miedo; yo creí
que me mataba...
Hablando así se tapó los ojos con las manos, como apartando de ellos,
con la sucia visión de lo que acababa de ocurrir, la imagen de algo
semejante, antiguo y terrible.
Zureda no contestó, temeroso de descubrir la agitación avendavalada de
su alma. Los recuerdos más ominosos se atropellaban en su memoria. Mucho
tiempo atrás, antes de que él fuese á presidio, el señor Tomás le había
dicho en el curso de una conversación inolvidable, que Manuel Berlanga
maltrataba á Rafaela. Y años después, al salir del penal, don Adolfo
Moreno le expuso algo igual, refiriendose á su hijo. Recordando esta
extraña conjunción de opiniones, Amadeo Zureda experimentaba un rencor
acerbo, inextinguible, contra la raza del platero; raza maldita, nacida,
al parecer, para ofenderle y herirle en lo que más amaba.
A la mañana siguiente Zureda, que apenas había conseguido dormir una ó
dos horas, despertó temprano.
--¿Qué hora es?--dijo.
Rafaela, que ya se había levantado, repuso:
--Van á dar las seis.
--¿Ha vuelto Manolo?
--No.
El maquinista saltó del lecho, vistióse como de costumbre, y bajó al
taller. Rafaela le espiaba; la aparente tranquilidad del anciano era
sospechosa. Llegó la tarde y Manuel no fué á almorzar. Pasó la noche y
el mozo no fué á dormir. El matrimonio se acostó temprano.
Transcurrieron varios días.
Un domingo se hallaba Zureda sentado á la puerta de su taller; iban á
dar las doce y las mujeres, unas enmantilladas, otras con pañuelo á la
cabeza, acudían á misa. En lo alto de la torre gótica, las campanas
voltijeaban ensordecedoras y alegres. Un vecino, al pasar, dijo al
maquinista.
--Ya apareció Manolo.
Flemáticamente, Zureda repuso:
--¿Cuándo?
--Anoche.
--¿Dónde le vió usted?
--En la posada de Honorio.
--¡Vaya con el niño! Buen pez está hecho; por aquí no ha venido...
El día declinó sin incidentes. El maquinista, cautamente, se abstuvo de
decir á Rafaela que su hijo había vuelto. Poco antes de cenar, y so
pretexto de ver á don Adolfo que le esperaba en el Casino, Amadeo Zureda
salió de su casa y se encaminó á la taberna donde Manolo acostumbraba á
reunirse con sus amigachos. Allí, en efecto, le halló, jugando á las
cartas.
--Tengo que hablarte--dijo.
El interpelado tiró los naipes sobre la mesa y se levantó. Era alto,
esbelto, simpático, y en la línea delgada de sus labios y en el mirar
taladrante de sus ojos verdes había algo impertinente y retador.
Los dos hombres salieron á la calle y, sin hablar, caminaron hacia las
afueras del pueblo. Cuando lo juzgó oportuno Amadeo Zureda se detuvo y
mirando á Manuel cara á cara:
--Te he buscado--dijo--para decirte que no vuelvas á mi casa,
¿entiendes?...
Manuel afirmó con la cabeza.
--Soy yo quien te echa de allí, ¿comprendes?... Soy yo; porque no me
gusta tratar con miserables, y tú eres un miserable. Y esto no te lo
digo de padre á hijo, sino de hombre á hombre... ¿sabes?... por si mis
palabras te ofendiesen y quisieras vengarte. Por eso, nada más, te he
traído hasta aquí.
Lentamente, según hablaba, su fiera voluntad iba enardeciéndose,
palidecían sus mejillas, y dentro de los bolsillos de su pelliza los
puños se crispaban. A su vez, la sangre levantisca de Manuel, iba
alborotándose.
--No me haga usted hablar--dijo.
Hizo ademán de marcharse. Su voz, su gesto, el desdeñoso encogimiento de
hombros con que subrayó sus palabras, fueron los de un perdonavidas.
Diríase que en él resucitaba el platero matasiete y procaz. Conteniendo
su ira, Zureda repuso:
--Si tienes ganas de reñir, tonto serás si las aplazas para luego. Yo, á
eso he venido.
--¿Está usted loco?
--No.
--Lo parece.
--Te equivocas. Es que he sabido que acostumbras á pegarle á tu madre...
y eso, el pegar á tu madre, no lo pagas con toda la sangre, con toda la
cochina sangre, que tienes en el cuerpo...
Amadeo Zureda tuvo miedo de sí mismo. Temblaba. Todos los celos que años
antes le precipitaron contra Berlanga, retoñaban ahora frescos,
pujantes, trastornadores. Su corazón, una caldera de odios infernales
parecía. Bruscamente Manuel se acercó á su padre, y agarrándole por las
solapas:
--¿Va usted á callarse?--murmuró corajoso--¿ó quiere usted perderme?
La respuesta de Zureda fué una bofetada. Entonces los dos hombres se
acometieron, primero á golpes, luego á cuchilladas. En tal momento el
anciano vió aparecer sobre el rostro del que creía su hijo la misma
expresión de odio que veinte años atrás contrajo la cara de Manuel
Berlanga. Aquellos ojos, aquella boca desfigurada por una mueca de
ferocidad, aquel cuerpo delgado y felino vibrante de cólera, eran los
del platero; el gesto del padre lo repetía exactamente la cara del hijo,
cual si ambos semblantes hubiesen sido vaciados en el mismo troquel. Y
por primera vez, después de tanto tiempo, el antiguo maquinista vió
claro...
Anonadado por la certidumbre de aquel nuevo infortunio, sin ánimos ya
para defenderse, el infeliz dejó caer los brazos, á la vez que Manolo,
fuera de sí, le asestaba en el pecho una puñalada mortal.
Cumplida su venganza, el parricida huyó.
Amadeo Zureda fué conducido, moribundo, al hospital. Allí, aquella misma
noche, don Adolfo acudió á verle.
Su pena era enorme; tan gran era, que inspiraba risa.
--¿Es verdad lo que me han dicho?--repetía llorando--, ¿es verdad?...
El herido apenas tuvo fuerzas para apretarle un poco la mano.
--Adiós, don Adolfo--balbuceó--, ya he sabido lo que necesitaba saber;
usted me lo dijo y yo no quise creerle; pero ahora reconozco que usted
tenía razón: Manuel no era hijo mío...
Madrid,--Enero, 1910.

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una vieja cómoda que de noche=> una vieja cómoda que noche {pg 12}
Ricardo Villarrolla pasaba muchas tardes=> Ricardo Villarroya pasaba
muchas tardes {pg 13}
Levantóse precipitamente=> Levantóse precipitadamente {pg 20}
cráneo dodicocéfalo=> cráneo dolicocéfalo {pg 74}
que llena el lama de los jockeys de raza=> que llena el alma de los
jockeys de raza {pg 77}
que nubaban su ánimo=> que nublaban su ánimo {pg 86}
propia concien ciencia=> propia conciencia {pg 99}
las líneas capichosas=> las líneas caprichosas {pg 154}
efervorizarse recíprocamente=> enfervorizarse recíprocamente {pg 226}
su dormitario=> su dormitorio {pg 241}
á los honmbres=> á los hombres {pg 278}

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