La cita: novelas - 10

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obediente, recia y voluntariosa en los momentos de subida, prudente y
reservona en las cuestas abajo, cuando convenía reprimir el descenso
temerario del convoy.
Siempre que Amadeo iba de viaje, lo que ocurría dos veces por semana, su
mujer le preguntaba:
--¿Qué máquina llevas hoy?
Y si era «la Dulce» se quedaba tranquila.
--Con ésa--decía--no hay cuidado. La otra, en cambio, me da miedo: tiene
«mala sombra...»
A Zureda, sin embargo, le gustaba bregar con las dos, y hasta sentía
inclinación por una ó por otra, según el estado de sus nervios. Cuando
se hallaba de buen humor, prefería «la Dulce», que no le daba trabajo.
Esto sucedía durante los días apacibles, bajo el enorme beso ardiente
del sol. Pedro, el fogonero que acompañaba á Zureda, era andaluz y
sabía canciones picantes y sabrosos cuentos. Amadeo le escuchaba
complacido, mientras sus ojos vigilantes se abismaban en el horizonte,
riente y azul; los rieles que iban devanándose ante los topes de la
locomotora, brillaban á la luz y parecían de plata; el aire era tibio y
cargado venía de fragancias campestres; bajo sus pies el maquinista
sentía retemblar la máquina, diligente, sumisa, sin bruscos
sacudimientos ni lamentos insólitos, y murmuraba, ufano y cariñoso, como
animándola:
--Anda, cordera...
Pero otras veces su cuerpo sanguíneo padecía cóleras recónditas,
irritaciones caprichosas, desequilibrios insanos de humor, que le
quitaban las ganas de hablar y ahondaban la cicatriz torva de su
entrecejo. Y entonces prefería llevar consigo á «la Negra», siempre
amenazadora y arisca, que contradecía todas sus órdenes; y esta lucha,
en la que palpitaba constantemente un peligro, servía de sedante á sus
nervios y le pacificaba. Entonces Pedro, el andaluz de los cuentos
atrevidos y de las canciones pícaras, enmudecía cohibido por el agrio
humor del maquinista. A lo largo del camino, y como rimado por las
ráfagas musicales del viento y el fragor trepidante de la locomotora, un
largo diálogo de rencores se entablaba entre el hombre y la máquina.
Apretando los dientes, Zureda murmuraba:
--Anda, perra... la pendiente es dura, pero has de subirla. ¡Anda con
ella!...
Y abría la boca del horno, ardiente y roja como pozo infernal, y por su
propia mano, sañudamente, arrojaba dentro del hogar ocho ó diez
paletadas de carbón. Como respondiendo al castigo, la máquina se
estremecía; bramidos iracundos restallaban en su interior, y por sus
lomos humeantes parecía correr una ondulación de odio.
De estos viajes Amadeo Zureda siempre volvía trayendo para su mujer
algún regalo: un corsé, un cuello de piel, una caja de medias...
Rafaela, que sabía exactamente la hora de llegada del expreso, atisbaba
su paso desde un balcón. Zureda, además, desde muy lejos la avisaba con
un largo silbido.
Ella, si aún estaba acostada, saltaba del lecho, vestíase
precipitadamente y corría al balcón; y sobre el verde alféizar de las
macetas, su rostro cobrizo sonreía al paisaje. Un momento después, por
entre las arboledas frondosas de la Moncloa, el tren aparecía
crepitante, fragoroso, devanando su cuerpo negro y ondulante á lo largo
de los rieles, bruñidos. Desde el tándem, el maquinista, alborozado,
saludaba á la joven con un pañuelo; y solamente entonces su entrecejo,
hasta donde jamás subía el regocijo de una risa, se desarrugaba y
parecía contento.
Amadeo Zureda no deseaba nada. Su oficio era ingrato, pero aquellas dos
noches que, entre viaje y viaje, pasaba en Madrid, bastaban á darle la
felicidad. Toda su alma honrada y brusca se remozaba allí, bajo el techo
del hogar tranquilo, en medio de los muebles modestos, comprados uno á
uno. Aquel era su premio. Entre los brazos amantes de la compañera, el
frío que recogieron sus huesos á la intemperie, en la extensión de los
caminos, disipábase poco á poco, y su alma adormecíase en el calor de un
dulce bienestar sensual.


II

Dos años de matrimonio bastan para envejecer á un hombre dócil; ó lo que
es igual: para infundirle esas ideas trascendentes de previsión, quietud
y economía, que siembra en las voluntades pacíficas el miedo al mañana.
Cierta noche, hallándose convaleciente todavía de un enfriamiento que le
tuvo encamado varias semanas, Amadeo Zureda habló seriamente á Rafaela
del porvenir. Sobre la limpieza de las almohadas reposaba su cabeza
bronceña, de pómulos angulosos y enérgico perfil, y en la grave
serenidad de la frente, el surco vertical de la reflexión parecía más
hondo. Su mujer, sentada al borde del lecho, le escuchaba atenta, una
pierna sobre otra, y sujetando la rodilla cabalgadora entre sus manos
cruzadas. El discurso del maquinista iba devanándose lentamente: la vida
vale muy poco, pues la desgracia nos cerca y sabe herirnos de infinitos
modos; hoy es una ráfaga de aire frío, mañana una congestión, ó una
angina, ó un cáncer, los que la muerte utiliza como vehículos para
llegar á nosotros; la tierra en donde todos, tarde ó temprano, iremos á
dar, se abre á nuestro alrededor como una enorme fauce, y en esta fiera
y rapidísima hecatombe universal nadie puede asegurar que asistirá al
orto y al ocaso del mismo día...
--A mí no me asusta el trabajo, ya lo sabes--prosiguió Zureda--; pero
las máquinas son de hierro y al cabo se usan y fatigan de andar; así los
hombres... y cuando eso me suceda á mí, que ha de sucederme, ¿qué será
de nosotros?...
Rafaela movía la cabeza con sosiego; ella no participaba de los temores
de su marido; á Amadeo, su enfermedad le volvía pesimista y medroso.
--Creo que exageras--dijo--; la vejez está muy lejos; además, lo
probable es que no tengamos hijos.
Zureda hizo un gesto negativo.
--No importa--replicó--; los hijos podrán no venir, pero ¿y si
viniesen?... En cuanto á que la vejez tarde en llegar, te equivocas; hoy
mismo, ¿crees que yo tengo la agilidad, el vigor y aquella misma alegría
con que á los veinticinco años iba al trabajo?... ¡Quia! La vejez se
acerca, y aprisa. Por eso repito que es necesario ahorrar. Así,
transcurrido algún tiempo, cuando yo no pueda gobernar las máquinas,
abriré un taller de mecánica; y si muriese de pronto, pero dejándote
quince ó veinte mil pesetillas, fácil te será establecer en sitio
céntrico un buen obrador de lavado y planchado, que es de lo que
entiendes.
Aún añadió Zureda á lo expuesto otras varias razones, todas bien
aplomadas y discretas, con las cuales la joven se dió por convencida. Al
hablar así el maquinista, ya tenía trazado un plan. Entre las personas
que durante su enfermedad fueron á visitarle estaba Manolo Berlanga,
unido á él por lazos de amistad fraternal. Berlanga trabajaba en una
platería del Paseo de San Vicente; no tenía parientes y ganaba bastante.
Reiteradas veces el platero había manifestado á Zureda sus deseos de
hallar una casa honrada donde vivir recogidamente y en familia mediante
un pupilaje de cuatro ó cinco pesetas.
--Supongamos--continuó Amadeo--que Manolo nos diese cinco pesetas; son
treinta duros mensuales; es así que la casa cuesta ocho, pues nos quedan
veintidós duros, con los cuales, y algunos más que yo ponga, podemos
comer todos perfectamente.
Rafaela asintió, interesada por las emociones que aparejaría aquel nuevo
vivir. El platero era un boquiverde joven y simpático, que charlaba
mucho y tocaba la guitarra muy bien.
--Como haber sitio para él, sí que lo hay--repuso--; ¿qué habitación le
daríamos?
--La alcobita del comedor.
--En ella pensaba yo ahora mismo; pero es muy pequeña y no tiene luz...
Zureda se encogió de hombros.
--¡Para dormir--exclamó--buena es!... Si se tratase de una mujer, el
asunto varía, pero los hombres en cualquiera parte nos acomodamos.
Al día siguiente, y por encargo del maquinista, Rafaela escribió á
Berlanga rogándole fuera á verle. El platero acudió á la cita puntual.
Representaba veintiocho años: vestía limpio pantalón de pana muy ceñido
de caderas y bien abotinado, y pelliza de color obscuro con cuello y
bocamangas de astracán. Era de mediana estatura y sobrio de carnes;
tenía el semblante pálido, el ademán inquieto, la conversación jacaresca
y abundante. Rafaela buscó un pretexto para marcharse de la habitación,
y los dos hombres pudieron charlar libremente y ponerse de acuerdo.
--Tratándose de vosotros--dijo Berlanga--, yo doy cinco pesetas muy á
gusto por mi hospedaje, y más, si es preciso.
--Gracias--repuso Zureda--; no se trata de comerciar contigo; sí de que
todos nos ayudemos mutuamente como buenos hermanos.
Aquella noche, después de cenar, Rafaela sacó de la alcobita del comedor
los muebles inútiles que allí había, y la barrió y fregó cuidadosamente.
Al día siguiente madrugó para comprar en una prendería vecina una cama
de hierro con su somier y un colchón de lana, que luego armó y equipó
esmeradamente, hasta dejarla muy mullida y pomposa. Completaron el
mobiliario de la habitación dos sillas, un lavamanos de hierro y una
mesita enmajada por un tapetillo de bayeta verde. Seguidamente la joven
se vistió y peinó para recibir al huésped, quien llegó á media tarde con
su equipaje: consistía éste en un maletín donde el platero guardaba las
herramientas de su oficio, un baúl y un barrilito lleno de cierto
vinillo añejo que, según declaró Berlanga después de cenar, entre el
regocijo expansivo del café y del cigarro puro con que Zureda le
obsequió, se lo había regalado una tabernera amiga suya...
Transcurrieron varios días, que fueron para el maquinista y su mujer de
desusado regocijo, pues el platero era hombre de alegres iniciativas y
muy aficionado á levantar su vaso, con lo cual su conversación,
habitualmente fértil, adquiría colorido hiperbólico y andaluzas
exuberancias. De sobremesa, todos los donaires chulescos de Berlanga
suscitaban en Amadeo sonoras explosiones de hilaridad; al reir, Zureda
apoyaba su dorso macizo contra el respaldo de su silla, y á intervalos,
como para subrayar los borbollones de su risa, descargaba sobre la mesa
recios puñetazos. Después emitía su opinión lentamente, y si necesitaba
aconsejar á Berlanga lo hacía por estilo paternal, bonachón y paciente.
Ya completamente restablecido, Amadeo volvió al trabajo. Aquella mañana,
al despedirse de su mujer, ésta le preguntó:
--¿Que máquina llevas?
--«La Negra».
--¡Qué casualidad!... Veremos si te sucede algo malo.
--¡Bah! ¿Por qué? La conozco bien.
Abrazó á Rafaela, oprimiéndola cariñosamente contra su pechazo bravo y
noble. De pronto una ocurrencia insana, cruelmente grotesca, azotó su
espíritu: aquella noche él la pasaría despierto y á la intemperie, sobre
el tándem del tren, mientras allá en Madrid, bajo el mismo techo que su
mujer, iba á dormir otro hombre. Pero esta desconfianza bastarda duró un
segundo apenas; el maquinista pensó que Berlanga, aunque bullanguero y
disipado, era, en el fondo, un amigo fraternal incapaz de acometer tan
fea traición. Rafaela acompañó á su marido hasta la escalera y allí
tornaron á enfervorizarse recíprocamente con los calientes besuqueos y
apretujones de la despedida. Al recomendarle que se abrigara bien y se
acordase de ella mucho, los ojos negros de la muchacha arrasáronse en
lágrimas.
--¡Qué buena es!--murmuró Zureda.
Y en su ingenua nobleza, acordándose del venenoso pensamiento que
momentos antes le acometiera, tuvo vergüenza de sí mismo.
La vida de Manuel Berlanga era harto desigual; le gustaban las mujeres y
el vino, y muchas noches, allá de madrugada, volvía á su casa en estado
de completa embriaguez. Esto ocurrió siempre durante las ausencias de
Zureda. A la mañana siguiente el platero se despertaba despejado y
acudía contrito á la cocina, donde Rafaela preparaba el desayuno.
--¿Está usted enfadada conmigo?
Ella le reconvenía maternalmente y le aconsejaba formalidad; él tomaba
el lance á risa.
--¡Déjeme usted en paz!--decía--; no me gusta la formalidad; es una de
tantas antipatías que echa sobre nosotros el matrimonio. ¿No tiene usted
bastante seriedad con la de Amadeo?
En los hombres, el amor no es muchas veces más que la obsesión carnal
que les produce la visión reiterada y constante de una misma mujer. En
cada risa, en cada actitud de la mujer que anda á su alrededor, hay una
gracia que al principio resbala inadvertida, y luego, en virtud de un
fenómeno que pudiera denominarse de «acumulación», se acentúa y afirma
hasta surgir inopinadamente envolvente y conquistadora.
Una mañana Manolo Berlanga se hallaba en el comedor desayunándose para
marcharse á su taller; Rafaela, de espaldas á él, fregaba el suelo del
pasillo.
--¡Cómo se trabaja, comadre!--exclamó el platero festivamente.
Ella respondió á la observación con una carcajada argentina y prosiguió
su faena; unas veces recogida sobre sí misma, casi sentada sobre los
talones, otras con el busto extendido hacia adelante, en una actitud
violenta que deprimía la fragilidad anillada de la cintura y soplaba la
turgencia de las posaderas movedizas. En aquella escena, muchas veces
repetida, el platero no había reparado hasta entonces; pero apenas
experimentó su poder sensual cuando alumbró en él la llama de un deseo.
--¡Es guapa!--pensó.
Y continuó mirándola, repasando en su viciosa imaginación las
perfecciones de aquella flor de carne, vibrante y mollar. Su
ensimismamiento se prolongaba. De pronto, con la brusquedad de un mal
humor, se levantó.
--Hasta luego--dijo.
En la escalera saludó á un vecino y encendió un cigarro. Al llegar al
portal ya no se acordaba de Rafaela. Pero su deseo reapareció más tarde,
á la hora de almorzar, mientras observaba disimuladamente los antebrazos
desnudos de la joven. Eran éstos robustos y bien torneados, y la carne
se apelotonaba exuberante bajo la tela de las mangas recogidas sobre el
codo.
--Hoy no se ha peinado usted--dijo Berlanga.
Ella repuso riendo con esa franqueza voluptuosa de las mujeres que
poseen una dentadura bonita:
--Tiene usted razón; en todo ha de reparar usted; es que no he tenido
tiempo.
--No la importe--contestó el platero galante--; así, despeinadas y al
aire los brazos, es como las mujeres guapas están mejor.
--¿Habla usted con franqueza?
--Con absoluta franqueza.
--Entonces tiene usted temperamento ó madera de hombre casado.
--¿Yo?
--Sí.
--¿Por qué?
Volvió á reir, gozosa y coqueta.
--Porque ya sabe usted que, generalmente, y para descrédito del
matrimonio, las mujeres casadas, tratándose de sus maridos, se preocupan
poco de mostrarse bonitas.
Continuaron charlando, y á través de la conversación intencionada y
picaresca asomaba la recíproca simpatía que sigilosamente iba
arrobándoles la voluntad. Ella detuvo los ojos en el reloj, colocado
sobre el aparador.
--Las ocho; ¿qué hará ahora Amadeo?
--Según--repuso Berlanga--; ¿cuándo llegó á Bilbao?
--Hoy, por la mañana.
--Entonces habrá pasado el día durmiendo, y ahora estará metido en algún
café jugando al dominó. Nosotros, entretanto, aquí...
--¿Está usted mal?
--¿Yo?...
Y agregó lentamente y mirando á Rafaela con fijeza expresiva:
--¡Bastante mejor que él!
Después, mientras bebía su taza de café, el platero vació sobre la mesa
su jornal de aquella semana.
Empezó á contar:
--Dos y dos, cuatro... nueve, once... ¡treinta y ocho pesetas! ¡Mala
semana! Puedo decir que no he ganado ni para vino.
Reunió siete duros, que, apilados, formando una columna minúscula de
plata, entregó á Rafaela.
--Tome usted.
Ella replicó ruborizándose, como ofendida por aquella distancia siempre
un tantico hostil, como de deudor á acreedor, que parecía fijar entre
ambos el dinero.
--¿Qué me da usted aquí?
--¡Anda!... ¿Qué ha de ser? ¿No pago por semanas? Pues, eso; mi semana:¡
siete días, á cinco pesetas, treinta y cinco pesetas cabales; ¡como
éstas!...
Entre sus dedos ágiles, acostumbrados á manejar los naipes, las monedas
resbalaban tintineantes. Agregó:
--Hoy es sábado, con que... la cuenta se arregla en seguida; me quedan
tres pesetas para gastos extraordinarios: tabaco, tranvías... ¡Voy á
divertirme!
Con gesto señoril, protector y amable, Rafaela devolvió á Berlanga su
dinero.
--La semana próxima--dijo--me pagará usted. Yo, afortunadamente, si no
me sobran ahora cinco duros tampoco me faltan.
El platero reiteró su ofrecimiento, aunque flojamente y sólo en aquella
comedida proporción que juzgó necesaria para quedar bien. Levantóse
después de la mesa, y mientras se pasaba las manos á lo largo de las
piernas, para suavizar la fea convexidad de las rodilleras, y ante el
espejo se estiraba el chaleco y ponía en su sitio el lazo de la corbata,
exclamó jaquetón:
--¿Sabe usted lo que estoy pensando?
--Usted dirá.
--No me atrevo.
--¿Cómo?
--¿Y si se enfada usted?
--O no...
--¿Me lo promete usted?
--Palabra de honor; usted, diga lo que quiera, no puede molestarme.
--¿Y eso?
--Yo me entiendo.
--¡Ah, vamos!... Porque no me hace usted caso; ¿eh?... Me tiene usted en
poco...
--Al contrario; le tengo á usted en mucho...
Mirábale provocativa y ufana, removida hasta en sus entrañas más hondas
por un capricho tan porfiado, tan envolvente, que casi parecía un amor.
El platero repuso, orondo:
--Entonces, pues tenemos dinero y estamos solos, ¿por qué no nos vamos
al baile esta noche?
Todo el cuerpo goyesco, genuinamente madrileño, de la joven, vibró de
júbilo. Hacía mucho tiempo que no se divertía así; desde que se casó,
Zureda, formalote y poco inclinado á fiestas, no había querido llevarla
á ningún baile, ni aun á los de máscaras. Un recio tropel de visiones
alegres invadió su memoria. ¡Ah, sus buenos domingos de soltera!... Los
sábados por la noche, á la salida del taller, ella y sus compañeras de
obrador se citaban para el día siguiente: unas veces, en los merenderos
de la Bombilla; otras, en los de Cuatro Caminos, ó en las clásicas
Ventas del Espíritu Santo... Y, una vez allí, qué risas, qué alegría,
qué extraña emoción de curiosidad y de miedo sentían junto al deseo del
hombre que se acercaba á bailarlas...
Agil, flexible, transfigurada, Rafaela se irguió.
--No sería usted tan capaz de llevarme como yo de ir.
--¿Que no?--replicó el platero--; ¡ahora mismo!... Vamos á la Bombilla y
no salimos de allí hasta no gastarnos la última peseta.
De un brinco la joven huyó del comedor, se puso á la cabeza un pañuelo
de seda, se echó garbosamente sobre los hombros un mantón alfombrado.
Reapareció en seguida. Al andar, sobre sus botas de charol, levantadas
de tacón y de agudísima punta, sus enaguas, reciamente almidonadas y muy
blancas, revolaban crujientes. Se acercó á Berlanga y, cogiéndole
familiarmente por un brazo, dijo:
--Le advierto á usted que la mitad del gasto lo pago yo.
El platero titubeó la cabeza de izquierda á derecha, negando. Ella
agregó categórica:
--Con esa condición salgo de casa. ¿No vamos á divertirnos los dos? Pues
justo es que la fiesta la paguemos los dos por igual.
Aceptó Berlanga aquel trato amistoso y, ya en la calle, subieron á un
coche. En la Bombilla, donde cenaron abundantemente y bailaron mucho,
estuvieron hasta la madrugada. El regreso lo emprendieron á pie,
lentamente y cogidos del brazo. Con frecuencia, Rafaela, que había
bebido más de lo justo, necesitaba detenerse y, aturdida, apoyaba su
cabeza sobre el pecho del platero. Manuel Berlanga, fuera de sí y un
poco borracho, se la comía con los ojos.
--¡Qué bonita es usted!--murmuraba.
--¿De veras?...
--Que me quede ciego si digo mentira. Bonita, no, que es poco;
bonitísima, sí; preciosa... más preciosa que todas las mujeres juntas.
Y ella, astutamente, para demostrarle que no le había oído, balbuceaba:
--¡Qué mareada estoy!...
De súbito, Berlanga exclamó:
--Si no fuera porque Zureda y yo somos amigos...
Hubo un silencio. Animándose el platero, añadió:
--Rafaela... sea usted franca: ¿no es verdad que Amadeo nos estorba?
Ella le miró de hito en hito, y luego, por toda respuesta, se llevó su
pañuelo á los ojos. No sucedió más.
Poco á poco, en el transcurso uniforme de varios días, fué cerciorándose
Manuel Berlanga de que Rafaela tenía los ojos grandes y expresivos, y
los pies menudos y de fino tarso, y el andar muy gracioso, y los senos
bien sembrados y crecidos; y hasta creyó adivinar en ella el deseo,
tentador con exceso, de parecerle bonita. El platero acabó por leer
claro en su conciencia, lo que á un mismo tiempo hubo de producirle
alegría y miedo.
--¡Me he lucido!--pensó--¡me he lucido! ¿Pues no estoy enamorado de esa
mujer como una bestia?...
Al cabo, la pasión mal encadenada desbocóse arrolladora. Aquella noche
llegaba Zureda. Apenas salió del taller Manolo Berlanga se dirigió
presuroso á su casa. Desde el recibimiento, el platero, que no podía con
la carga de sus malos pensamientos, preguntó:
--¿Y Amadeo, ha venido?
Rafaela repuso:
--No tardará ni quince minutos; son las nueve. El tren llegó ya; lo he
oído silbar...
Berlanga entró en el comedor y vió que la joven estaba arreglándole su
cama. Se acercó ella:
--¿Quiere usted ayuda?
--Muchas gracias...
Súbitamente, sin saber lo que hacía, la cogió por el talle. Ella trató
de defenderse volviéndose de espaldas y empujándole con las caderas. El
murmuró, besándola ansioso:
--Anda, pronto... anda... antes de que llegue..
Y luego, tras un breve momento de lucha silenciosa:
--Mi alma... ¿te convences?... ¡Si ello había de ser!...
Verdaderamente, la esposa de Zureda resistió muy poco.
Un año después Rafaela dió á luz un niño, á quien Manolo Berlanga
apadrinó, y que por voluntad unánime de sus progenitores había de
llamarse Manuel Amadeo Zureda. El bautizo fué espléndido; más de dos
mil reales se gastaron en él. ¡Qué alegre, qué sonrosado, qué bonito
estaba Manolín!... El maquinista, al que todos felicitaban, lloraba de
gozo.


III

Manolín iba á cumplir tres años; era monísimo, charlador, simpático. En
su carita carnosilla y blanca, más blanca por su contraste con el negro
entero de los cabellos, fraternizaban rasgos fisonómicos de distintas
personas: la traviesa nariz y la línea pícara de los labios pertenecían
á su madre; de su padre, sin duda, heredó el frontal pensativo y la
recia anatomía de los maxilares; y también recordaba á su padrino en la
complexión ágil del cuerpo y en el modo que, al andar, tenía de echar
los pies. Como si el astuto chiquillo, para granjearse en seguida el
cariño de todos, hubiera puesto voluntad en parecerse á cuantas personas
estuvieron más cerca de él en la pila bautismal.
Zureda adoraba en Manolín, reía todas sus gracias, pasaba horas echado
sobre las losas del pasillo, jugando con él; Manolín le tiraba de la
corbata y del bigote, le aporreaba, le rompía el cristal del reloj; el
maquinista no se enfadada, al contrario, le quería más, cual si toda su
alma ruda y noble se deshiciese en amor. Una tarde Rafaela fué á
despedir á Amadeo, que salía en el expreso de las siete y cinco; llevaba
al niño en brazos. Desde el tándem, Pedro, el fogonero, hacía reir á la
madre y al niño con estrafalarios visajes.
--¡La cara del dolor de muelas!... ¡La cara del dolor de
estómago!...--decía.
Vibraron una campana y el silbato tremolante del jefe de estación.
--¡Dame á Manolo!--gritó Zureda.
Quería besarle. El chiquillo extendió hacia su padre los bracitos.
--¡Llévame, llévame!...--tartamudeaba su lengüecilla débil, llena de
mimo y de gracia.
¡Pobre Zureda! En aquel momento la idea de separarse del niño le partía
el corazón; no podía dejarle, no podía... Inconscientemente, mientras
con una mano apretujaba contra su pecho á Manolín, con la otra oprimió
la manivela de marcha y partió el tren. Rafaela, asustada, corría por el
andén, gritando:
--¡Dámele, dámele!...
Pero ya, aunque Zureda hubiese querido devolvérselo, no hubiera podido.
Rafaela corrió hasta el límite del andén; allí se detuvo. Desde la
negrura del coche-carbonera, Pedro reía y gesticulaba diciéndola adiós.
La joven volvió á su casa llorando. Manolo Berlanga acababa de llegar;
había bebido y estaba de mal humor.
--¿Qué sucede?--dijo.
Hipando, sin consuelo, Rafaela refirió lo ocurrido.
--¿Y eso es todo?--interrumpió el platero--; ¡pareces idiota!... Si se
han ido, tanto mejor; así nos dejarán en paz un poco; ¡mira si no
volviesen!...
Pidió la cena imperativo.
--Bueno--dijo--, haz el favor de no moquear más y de darme de comer, que
tengo prisa.
Rafaela se puso á encender el fuego; entretanto, no cesaba de llorar ni
de hablar; su pena y su rabia se derretían en un monólogo interminable.
--Hijo de mi alma, ¿á usted le parece?... ¿Llevárle por ahí, para que el
angelito coja una pulmonía?... ¡Pero qué hombre tan estúpido, pero qué
estúpido, qué estúpido!... Luego dicen: si cuando las mujeres somos como
somos no es sin motivo. ¡Hijo de mi alma! Si no quiero acordarme del
frío que el pobrecito va á pasar esta noche... ¡Hijo mío, sangre mía,
corazón de su madre, corazón chiquito de su madre!...
Sus manos coléricas tropezaron la botella del aceite, que cayó del fogón
al suelo, saltando en pedazos; con lo cual la furia de Rafaela llegó al
paroxismo.
--¡Maldita sea mi alma, que no sé lo que hago!... Ese tío, ese lechón de
marido... el demonio quiera que no vuelva á verle... ¿Y ahora cómo voy á
guisar?... Tendré que ir á la tienda. Mira si mi madre no me hubiese
parido, qué bien estaríamos todos... ¡pero qué bien!...
Cansado de oirla, el platero entró en la cocina, el paso lento, los
puños apretados dentro de los bolsillos de la pelliza, la cara fosca:
--¿Es que piensas pasarte la noche hablando?--dijo.
--La pasaré como me dé la gana; ¿qué te ha parecido?
--Que ya estás callando--gritó Berlanga--ó te rompo la boca.
No pudo reprimir su cólera, y uniendo la villana acción á la torpe
amenaza, descargó varios puñetazos sobre la cabeza de su querida.
Rafaela dejó de llorar y por entre sus dientes apretados los insultos
más groseros pasaron sibilantes.
--¡Chulo... cabrón... con mujeres te atreverás tú!... ¡Cobarde...
marica... si no tienes de hombre mas que la figura!
Y él barbotaba:
--Toma... toma, cochina...
La repugnante escena duró largo rato; Rafaela, acobardada y con la nariz
y los labios bañados en sangre, cesó de hablar; en el silencio de la
cocina resonaban confusamente los puntapiés desatentados con que el
platero magullaba á su víctima contra un rincón. Realizada su triste
hazaña, Manuel Berlanga se marchó y no volvió hasta la madrugada. Entró
en su cuarto y se acostó á obscuras, pesaroso de su mala acción. Trató
de consolarse: al cabo, la culpa de lo ocurrido no era completamente
suya; las intemperancias de Rafaela y el vino hicieron más de la mitad;
los hombres, cuando beben, se convierten en brutos...
La joven se había retirado á su dormitorio; á intervalos Berlanga la oía
suspirar, con esos suspiros largos y entrecortados que tiene el sueño de
los niños que se durmieron llorando.
El platero gritó:
--Rafaela...
A su voz respondió el silencio; transcurrieron algunos minutos. El
platero repitió su llamamiento, y aquel nombre, entre sus labios,
parecía un mandato:
--¡Rafaela!
Aún hubo de llamarla otras dos veces. Al fin, como en un gruñido, la
joven respondió:
--¿Qué quieres?...
El platero sonrió ufano; aquella pregunta equivalía á un perdón; el
momento dulce de la reconciliación estaba cerca.
--Ven--dijo.
Hubo otra pausa, durante la cual las voluntades de los dos amantes
debieron de tropezarse y batallar, con extraños magnetismos, en la
quietud de la casa obscura.
--¡Ven, niña!--repitió el platero suavizando la voz.
Y pasado un momento:
--¿No quieres venir?...
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