La cita: novelas - 09

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refulgencias cegadoras. En el centro de la vidriera y ciñendo el cuello
de un medio busto de terciopelo blanco, estaba el collar, el terrible
collar de esmeraldas. Darlés lo contempló largamente, y al principio
experimentó esa sensación de miedo y de frío que inspiran las armas de
fuego. Después esta emoción desapareció; la luz verde de las esmeraldas
le enajenaba; era una especie de atracción telúrica, invencible como el
principio de gravedad. No obstante, todavía vacilaba, todavía comprendía
que en aquel medio metro que le separaba del escaparate flotaba un
abismo. De pronto, pensó:
--¿Y si Alicia me viese ahora aquí?...
Esta idea derrotó sus últimos temores y abrió la puerta del
establecimiento con mano segura. En seguida avanzó hacia el mostrador;
su paso era firme y suelto. Un dependiente alto y elegante, con largos
bigotes rubios, salió á recibirle.
--¿Qué deseaba usted?
Con un aplomo del que segundos antes no se hubiese creído capaz, Enrique
contestó:
--Quisiera ver ese collar de esmeraldas que hay en la vidriera.
--Sí, señor.
Darlés miró á su alrededor y notó que, al fondo de la tienda, un
caballero barbiblanco, el dueño sin duda, le observaba atento. El tenía
ya un plan: se apoderaría de la joya y huiría hacia la puerta que, para
este fin, dejó entornada.
El dependiente volvía con el collar, que depositó sobre el pañete verde
musgo del mostrador. Enrique Darlés apenas se atrevía á tocarlo.
--¿Cuánto vale?
--Quince mil pesetas.
El estudiante chasqueó la lengua, como hacen los bebedores para celebrar
el buen gusto y calidad de un vino. Su interlocutor agregó:
--Tengo la seguridad de que habrá usted visto pocas esmeraldas como
éstas.
El caballero peliblanco se había acercado sin hablar, las manos metidas
en los bolsillos del pantalón, y su continente era grave y perplejo.
Diríase que su espíritu desconfiado de comerciante venteaba un peligro.
Darlés le miró de reojo: aún era honrado, aún podía arrepentirse...
El dependiente había traído varios estuches, de los que fué sacando
collares diferentes. En el modo de cogerlos, de acariciarlos entre sus
dedos de uñas cuidadas y de extenderlos sobre el pañete del mostrador,
ponía aquel hombre un cariño. Los había de brillantes, de turquesas, de
zafiros, de topacios...
El estudiante vacilaba; latía en aquella proximidad del crimen una
voluptuosidad mareante y terrible, á la vez dulce y acre. Siguió
preguntando:
--¿Qué vale este collar?
--Muy poco: dos mil doscientas pesetas.
--¿Y éste de rubíes?
--Cuatro mil quinientas.
Darlés los cogía, los miraba detenidamente, volvía á dejarlos. De pronto
experimentó la sensación de que por sus mejillas acababa de extenderse
una gran palidez. Para reponerse dijo:
--Este de perlas negras es muy hermoso.
--También es más caro: diez mil pesetas.
Bruscamente el señor barbiblanco, que hasta entonces no había desplegado
los labios, exclamó con acritud:
--Bien; creo que ya han hablado ustedes bastante.
Y, dirigiéndose al dependiente:
--Guarde usted esos estuches.
Enrique Darlés levantó la cabeza y le miró á los ojos fieramente, con la
altivez del hombre que todavía no ha delinquido.
--¿A qué viene eso?--gritó.
--No me gusta perder el tiempo--repuso el joyero--; á usted no debe
sobrarle el dinero; yo no me equivoco.
Y volviéndose á su empleado, que presenciaba la escena atónito, repitió
secamente:
--Le he dicho que recoja esos estuches.
Tal vez el estudiante no estaba aún totalmente decidido á robar;
todavía, quizás, quedaba en su conciencia algo bueno, sano, que, en el
momento supremo, se hubiese impuesto á la fatal tentación. Pero las
palabras destempladas del comerciante, exasperándole, le obligaron á
delinquir; buscó un desquite y pecó. El caso no es nuevo; muchas,
muchísimas veces, un crimen sólo es la represalia lógica de una
injusticia.
Fuera de sí, Enrique alargó rápidamente un brazo hacia el sitio donde
estaba el collar de esmeraldas; sus dedos se crisparon, convulsos; giró
sobre sí mismo y, de un salto, ganó la puerta.
En aquel momento, uno tras otro, sonaron dos tiros.
Darlés emprendió una carrera vertiginosa, delirante, hacia el Viaducto.
Al principio oyó una voz que gritaba á su espalda:
--¡A ése, á ése! ¡Al ladrón!...
Una voz terrible, de pesadilla, y luego percibió el estrépito, semejante
á un trueno, de la gente que le perseguía. Ante él los transeuntes se
apartaban, y había en sus rostros miedo y asombro. Al llegar á la calle
de Bordadores, un hombre que esgrimía un bastón, trató de cerrarle el
paso y, entonces, Darlés torció á la izquierda, venciendo con velocidad
de liebre la cuesta de la calle Siete de Julio. De un portal le tiraron
una silla, que apenas le rozó, y donde acaso tropezaron los que de más
cerca le acosaban. Cuando la humana jauría, jadeante y furiosa, pasaba
bajo los arcos de la Plaza Mayor, su griterío amenazador retumbó con más
fuerza:
--¡A ése!... ¡A ése!...
El estudiante, alocado, corriendo siempre en línea recta, llegó á la
barandilla que cierra el jardín y la franqueó de un salto. Esto le
salvó. La poca luz que allí había y las sombras de los árboles
desdibujaron su figura. El, sin embargo, continuó corriendo y, al
encontrarse de nuevo con la barandilla, volvió á saltar. Al caer, sus
rodillas, fatigadas, se doblaron y á poco da de bruces contra el suelo.
Pero en el acto se levantó y siguió corriendo. Ahora las voces de sus
acosadores retumbaban lejos, bajo las bóvedas sonantes de la plaza.
Darlés continuó huyendo por la calle de Toledo, y advirtió que muchos
transeuntes le miraban con inquietud. Una mujer exclamó:
--¡Va herido!...
Al llegar á Puerta Cerrada, el estudiante se acercó á la famosa cruz que
da nombre á la plaza. No podía más; las piernas se le rompían de
cansancio; su corazón estallaba; la lengua se le escapaba de la boca.
Varias mujeres le rodearon asustadas.
--¡Está usted herido!--decían--. ¿Qué es eso?... ¡Le han herido á usted!
Pero en sus exclamaciones no había rencor, sino piedad ingénua. El
estudiante se sintió más tranquilo. Una de aquellas mujeres llevaba un
cántaro.
--¡Un buche de agua!--balbuceó Enrique--. Agua... ¡Me muero de sed!...
Acercó sus labios á la boca de la vasija y bebió á largos sorbos.
Ellas repetían:
--Está usted herido... ¡Pobre hombre!... ¡Vaya usted en seguida á la
Casa de Socorro!...
Para no suscitar sospechas, Darlés repuso:
--Sí, ahora voy...
Después trasegó algunas buchadas más, y siguió huyendo hacia la calle de
Segovia. Corrió mucho, mucho, hasta que sus fuerzas se agotaron
totalmente. Detúvose y se reconoció; sus ropas mojadas se adherían á su
carne, produciéndole una desagradable sensación de frío; tenía las manos
rojas: lo que él creyó sudor, era sangre.
--¡Estoy herido!--murmuró.
Y entonces comprendió lo que las mujeres de Puerta Cerrada le habían
dicho. En aquel momento acometióle un ligero mareo y necesitó apoyarse
contra la pared. Después abrió los ojos y examinó el sitio donde se
hallaba. Era un callejón pendiente y solitario, abierto entre casas
modestas. Muy cerca, sobre la inmensidad negra del cielo, aparecía la
mole imponente del Viaducto, esa atalaya siniestra y magnífica desde la
cual tantos tristes se despidieron de la vida en una reverencia mortal.
Enrique Darlés volvió á pensar:
--Estoy herido...
Sus ideas iban coordinándose: Alicia, su cuartito de la calle de la
Ballesta... Palpóse los bolsillos, y sus dedos hallaron el collar, «¡su
collar!...»
El estudiante sonrió; una alegría inefable esponjaba su cuitado corazón.
Suspiró; se enjugó dos lágrimas. Alicia sería suya. La novela de su vida
acababa de ser escrita.


V

Candelas y Alicia Pardo regresaban en landó de las carreras. La tarde
había pecado de frescachona, pero el sol no se ocultó ni un momento, y
los jockeys lucharon bien. Alicia sonreía; estaba contenta; había ganado
ochocientas pesetas, y en sus ojos persistía aún la visión de los
jinetes huyendo con rapidez fantasmagórica sobre el fondo del paisaje
abrileño. Y, de pronto, en el segundo tercio de la carrera, de aquel
grupo multicolor, compuesto de blusas rojas, azules y amarillas, y de
calzones blancos, un caballo se destacó para tomar la cuerda, y ella
había ganado...
En esta victoria hallaba algo personal, que mimaba su orgullo.
--Ese jockey que ahora tiene tu conde--exclamó--monta como un centauro.
¿Es inglés?
Candelas contestó:
--No, belga.
A Alicia, que no recordaba con exactitud hacia dónde quedaban los Países
Bajos, no le satisfizo la respuesta. Pero era igual; bastábala con saber
que el jockey triunfador venía de uno de esos pueblos septentrionales
donde todos los hombres son correctos y rubios.
Candelas comenzó á explicar la ciega confianza que el conde, su amigo,
tenía en aquel caballista extraordinario. En pocas palabras trazó un
brillante programa de diversiones y de viajes. A primeros de Mayo irían
á Londres, y en Junio, á París, donde el conde pensaba llevarse el «Gran
Premio», de Longchamps. La otoñada la pasarían en Niza.
Alicia Pardo repuso:
--En Septiembre el marquesito y yo vamos á Monte-Carlo. Es preciso que
nos veamos; con los hombres, ¿verdad?..., nos divertimos poco. No saben
hacernos reir.
Cuando el landó llegaba á la plaza de Castelar, Alicia preguntó á su
amiga:
--¿Tienes algo que hacer esta noche?
--No.
--Pues vente al Real conmigo. La noche pertenece á Bizet, el divino.
Representan Carmen, y trabajan la Nasí y Pacteschi. ¡Sin comentarios!
Candelas accedió.
--Ahora--dijo Alicia--quiero ir á mi casa, por si he recibido algún
recado urgente. Luego te llevo á la tuya, cambias de traje y buscamos á
Manolo para que nos invite á comer.
El coche se detuvo ante el portal de Alicia, y Teodora, que estaba en el
balcón, bajó á la calle en seguida. Traía una carta.
--Esto ha venido para usted.
--¿De parte de quién?
--De parte del señorito Enrique.
Alicia repitió, sorprendida:
--¡De Enrique!
Rasgó el sobre con gesto febril, y leyó:
«Ven á mi casa, te lo ruego. Necesito verte hoy mismo.»
Y firmaba: «_E. D._»
Alicia pareció reflexionar. Luego miró á su amiga.
--¿Tú entiendes esto?... Es de Enrique Darlés... ¿Te acuerdas?... Un
muchacho, amigo de Manolo...
Y, dirigiéndose á Teodora:
--¿Quién trajo esta carta?
--Una vieja.
--¿Qué facha tenía?
--No sé... así..., parecía portera...
Alicia permanecía indecisa; la concisión autoritaria de aquellos
renglones impresionaba. Era una carta de hombre; los niños no saben
hablar así. En el sobre una mano impaciente, acaso desesperada, había
escrito, con letras de trazos vigorosos, la palabra «urgente».
--¿Qué hacemos?--preguntó.
--Creo--repuso Candelas--que debemos ir á verle.
--¿Para qué?
--Cuando él te llama, algo muy grave debe ocurrirle. Ve...
Alicia consultó su reloj: eran las seis; aun podía, sin turbar el
programa de aquella noche, otorgarse el lujo de una condescendencia. Y
ordenó al cochero:
--¡Ballesta, número...! ¡A escape!...
Un momento las dos jóvenes estuvieron calladas. Candelas, de repente,
exclamó:
--¿Has leído lo que dicen los periódicos del robo que hubo anoche en la
calle Mayor?
--No... ¿Qué dicen?
--Que han robado una joyería.
--¡Una joyería!--repitió Alicia.
Su rostro tuvo una expresión inenarrable de ansiedad y de espanto. Se
acordó de aquel collar de esmeraldas, en el que tantas veces había
pensado, y de la tarde en que ella y Candelas sorprendieron á Enrique
Darlés inmóvil ante el escaparate de la tienda. Inopinadamente, la
dolorida figura del estudiante parecía ponerse de pie en su memoria.
Escuchaba sus últimas palabras: «Usted no me ha tratado. Usted no sabe
quién soy yo». Y estas frases, á las que nunca concedió valor, ahora
repercutían en sus oídos con un «tic» profético.
--¿Qué han robado?--preguntó.
--No puedo decírtelo, porque leí el periódico muy á la ligera.
--¿Y quién es el ladrón?
--No se sabe.
--¿No le prendieron?
--No. Fué más listo que los que le perseguían...
--¿Y escapó?
--Sí.
El misterio que envolvía al delincuente aumentó la inquietud de Alicia.
Era una emoción bonita, novelesca, que la producía cierto engreimiento.
«¡Si hubiese robado por mí!», pensaba. Emoción orgullosa y malsana,
semejante á la que experimenta ante sus amigos el hombre por quien una
mujer se ha suicidado.
Candelas, que seguía los pensamientos de Alicia, exclamó:
--¡Sería notable que el autor del atentado fuese Enrique Darlés!
--No lo creo.
--Pues mira, yo dudo...
--Hubiera hecho muy mal.
--Evidentemente.
--Y si lo hizo, me tiene sin cuidado. Que se fastidie, por imbécil. Yo,
nada le he pedido; y, en último término, ¡qué diablos!, más delito tiene
el que otorga que el que pide...
El coche se detuvo, y Alicia y Candelas echaron pie á tierra y
penetraron en un portal de apariencia mezquina. Candelas llamó.
--¡Portera, portera!
A sus voces nadie contestó.
--Sígueme--dijo Alicia--, conozco el camino.
Echó á andar, recogiéndose pulcramente su falda color perla é
imprimiendo á la larga amazona roja de su sombrero un gracioso vaivén.
Atravesaron un patio sórdido y húmedo, luego otro, y comenzaron á subir
una empinada escalera. El fru-frú sedeño de sus enaguas y el tintineo
de sus pulseras llenaba el silencio. Llegaron al tercer piso y
detuviéronse ante una puerta entornada. Alicia llamó con los nudillos.
Nadie contestó. Volvió á llamar. Desde dentro, una voz, la voz de
Enrique, repuso débilmente:
--Adelante...
La joven y Candelas se hallaron en una habitación obscura que apestaba á
sangre. Alicia Pardo no pudo reprimir una exclamación grosera de
disgusto:
--¡Qué asco! ¡Puf!... ¿A qué huele aquí?
Desde el fondo de la estancia, donde se insinuaba la silueta de un
lecho, Enrique Darlés balbuceó:
--Ahí, sobre esa mesita, hay fósforos... Enciende el quinqué...
Candelas se mantuvo inmóvil, junto á la puerta, temerosa de tropezar.
Cuando hubo luz, las dos amigas lanzaron á su alrededor una mirada
rápida. Componían el moblaje una mesa de escribir, una cómoda sobre la
que había un espejo, y á la hila de las paredes encaladas media docena
de sillas de enea. El estudiante estaba acostado y vestido en su lecho;
sobre la albura de la almohada, su cabeza, de crespos y negrísimos
cabellos, yacía inerte. Un momento abrió los ojos, y luego,
pausadamente, tornó á cerrarlos. Por su rostro lampiño, que la lividez
de los labios entristecía, divagaba la blancura etérea y luminosa del
último dolor.
Las dos jóvenes se aproximaron al estudiante. Alicia exclamó:
--¡Enrique!... ¡Enrique!...
El entreabrió los párpados, y sus pupilas turbias fijaron en «Tacita de
oro» una mirada de gratitud. Ella repitió:
--Enrique... ¿Me oyes?
--Sí.
--Te han herido, ¿verdad?
--Sí.
--¿Tú fuiste quien cometió anoche el robo de la calle Mayor?
--Sí...
Alicia Pardo miró ufanamente á Candelas, como invitándola á fijarse bien
en su hazaña y poniendo en su ademán aquella petulancia con que se
exhibe una obra de arte. Acababa de obtener un gran triunfo, porque
únicamente por las mujeres capaces de inspirar pasiones locas se atreven
los hombres á tanto. Después adelantó la cabeza para ver de más cerca
las ropas del estudiante, y al encontrarlas tintas en sangre,
experimentó un nuevo acceso de asco. El contraste del aire cálido y
nauseabundo de aquella habitación, largo tiempo cerrada, con el ambiente
saludable de la calle, era demasiado brusco.
--¿Abro la ventana?--dijo.
--No... no--murmuró Enrique--; estoy muy débil; el frío me mataría.
Alicia, sentada sobre el lecho, aquel pobre lecho que su cuerpo una
noche perfumó á violetas, le observaba en silencio. Un ancho sombrero
carmesí, adornado por una magnífica amazona blanca, cubría su semblante
pálido, donde los ojos verdes brillaban lascivos en el gran nimbo
cárdeno de las ojeras; y la gracia libertina de los ademanes, la
brevedad pueril del talle, el entono robusto de las caderas y del seno,
y aquel desasosiego con que los piececitos impacientes y bailarines
herían el suelo cual si deseasen escapar, contrastaban fuertemente con
la fealdad del aposento desamueblado, oliendo á agonía.
Candelas parecía conmovida. Pero Alicia se ahogaba; una sensación
terrible de asco iba dominándola. Repetidas veces llevóse á su nariz
gozadora, bañada aquella tarde en la brisa suelta y oxigenada del
Hipódromo, su pañuelo de encajes. El invasor malestar se sobreponía á su
aflicción. No podía llorar. Además, ¿para qué?... Y con tal de escapar
pronto de allí, no la hubiese importado que Enrique viviese algunas
horas menos. En su ingratitud, Alicia Pardo llegó á maravillarse de que
hubiese mujeres amantes capaces de besar un cadáver...
De súbito, deseosa de concluir, preguntó:
--Pero... ¿cómo te hirieron?
Nuevamente Enrique abrió los ojos, luego los labios.
--Vas á saberlo.
A pesar de la enorme hemorragia que había sufrido, aún le restaban
algunas fuerzas, las últimas, y pudo hablar.
--He robado por ti, porque la tarde en que me echaste de tu casa me
dijiste: Nos veremos... «cuando me traigas el collar que te he pedido».
Alicia exclamó:
--No me acuerdo.
--Yo, sí; me lo dijiste. Yo me acuerdo de todo.
La joven encogióse de hombros y sus ojos sádicos, de color de ajenjo,
permanecieron secos. Candelas, en cambio, más humana, más mujer que su
amiga, tenía anegados en llanto los suyos. Enrique siguió hablando. Su
gesto era grave. Repentinamente, el niño se había hecho hombre.
--Decidido a recobrarte, quise ofrecerte lo que tanto deseabas. Anoche,
cuando penetré en la joyería, aún no estaba seguro de lo que iba á
hacer. Me acerqué, sin embargo, al mostrador, y dije que deseaba
examinar el collar de esmeraldas que había en el escaparate. Cuando me
lo trajeron, juntamente con otros, apoderóse de mí un vértigo que echó
sobre mis ojos una tiniebla inmensa y terrible. Rápidamente extendí una
mano, cogí uno de los collares, no sé cuál, porque todos me parecían
verdes... y escapé. Pero el dueño, que sin duda había ido espiando todos
mis movimientos, sacó un revólver y disparó. Su puntería fué certera.
Yo, en aquel minuto trágico, nada sentí y continué corriendo. A mi
espalda, voces acusadoras repetían: «¡Á ése, á ése!...» Y me parecía ver
manos vengativas que, con el ansia de cogerme, se abrían y cerraban
como garras detrás de mí. Cuando volví de mi terror me hallé en un
callejón solitario; mis perseguidores no habían podido alcanzarme.
Entonces advertí que mis ropas estaban empapadas en sangre y que mis
piernas flaqueaban. ¿Qué hacer? Poco á poco, amparado por las sombras de
la noche, regresé aquí... y te mandé llamar...
Los deditos ensortijados de Alicia se cruzaron con un doble gesto de
interés y de horror.
--¿Y no te has curado?--gritó--, ¿no llamaste á ningún médico?
--No; no quise... porque si alguien me hubiese visto así hubiera
sospechado... Y he preferido morir á que me quitasen el collar que robé
para ti...
Y como sintiese que sus energías se agotaban, añadió con un gesto:
--Ahí está, sobre la cómoda. Levanta esos libros.
Era una escena tristísima, de un romanticismo punzante y melodramático.
Al fin, los párpados de la pecadora se humedecieron.
--¡Niño, niño!...--sollozó--, ¿qué has hecho?
Darlés repitió:
--Búscalo... sobre la cómoda...
No quería morir sin ver su regalo entre las manos, nácar y nieve, de la
Deseada.
Ella hizo lo que el estudiante ordenaba, y bajo unos periódicos, sus
dedos hallaron un collar de perlas negras.
--¡Qué hermoso!--exclamó absorta.
Sin abrir los ojos, como quien habla en sueños, Darlés repuso:
--No es el que tú querías... ya lo sé... Luego lo he visto... Pero en
aquel momento, todas las piedras me parecían verdes...
Era éste un episodio más, un capricho más de la amarga y eternal ironía
de las cosas. ¡Dar la vida por un collar de esmeraldas, y equivocarse de
collar!... El estudiante balbuceó:
--Adiós...
Por sus miembros corrió un largo estremecimiento, y bruscamente la
agonía dió á sus facciones varonil severidad. Torcióse la línea de sus
labios. Candelas, puesta de hinojos, lloraba y rezaba. Alicia Pardo, más
violenta, cogió al estudiante por los hombros.
--¡Enrique... Enrique!...
Y le miraba con una de esas expresiones trágicas, todo pasión, que
explican el sacrificio de una vida.
El estudiante aún pudo murmurar:
--Acuérdate...
No dijo más. Cerró los párpados. Moría tranquilamente, sin sangre. Por
su rostro deslizóse una sombra blanca. Alicia exclamó:
--Enrique... ¿me oyes?... ¡Enrique!
Le palpó la frente y las manos. Estaba frío.
--Ha muerto--dijo.
Aquello, á su modo, era bonito. Hubo una pausa. Candelas se había
levantado y las dos amigas se consultaron con los ojos. Acababa de
herirlas la misma idea, el mismo temor. La muerte de Enrique las
comprometía; la justicia realizaría pesquisas y no era difícil que las
llamasen á declarar. El instinto de conservación alejaba de ellas el
recuerdo del muerto.
--Estamos perdidas--dijo Alicia--; tú tienes la culpa, yo no quería
venir.
Candelas repuso colérica:
--La culpa es tuya.
--¿Mía?
--¡Claro es! ¿Quién, sino tú, le obligó á robar?
--¡Yo... yo!...
--Tú, sí, estúpida...
Y en su voz ardía ese rencor envidioso que sienten todas las mujeres
hacia la manceba por quien un hombre se ha perdido. Luego, para
tranquilizarse, agregó:
--Afortunadamente, la portera no nos ha visto subir.
Alicia Pardo examinaba el collar; su alma ególatra prendada del lujo, su
almita «de presa», tornó á olvidarse del estudiante para sólo pensar en
la belleza de la joya. De pie, ante el espejo, se ciñó el collar y
comenzó á mover la cabeza á uno y otro lado, complaciéndose en el
contraste que formaba la negrura de las perlas sobre el armiño de la
garganta. Y un momento sus ojos ardieron con el vigor insolente de la
dicha. Lo sucedido no la inspiraba remordimientos. ¿Por qué? ¿Tenía ella
la culpa de que Enrique hubiese tomado en serio lo que ella pidió en
broma? Y pensó filosóficamente que en la historia de todas las grandes
cortesanas siempre hay, por lo menos, un capítulo trágico. Después su
espíritu experimentó un matiz de ironía. ¡Pobre Enrique! El infeliz fué
uno de esos desdichados que, ni aun cuando se sacrifican, aciertan del
todo... Al fin, obedeciendo más que á un sentimiento de ternura á una
delicadeza de artista, se acercó al cadáver para despedirse de él en una
mirada. Desde la puerta, Candelas la llamó.
--Vámonos...
Alicia Pardo dió media vuelta: nada, en efecto, tenía que hacer allí. El
ambiente de aquel cuarto, con su aire denso y su suelo de ladrillo
salpicado de manchas bermejas, tornó á sofocarla. En la calle respiraría
bien, y recordó que aquella noche, en la platea del Real, las perlas de
su collar llamarían la atención. No estaba triste. Al pasar por delante
del espejo se miró de reojo.
--Es bonito--pensó.
Y luego, con cierta melancolía:
--Sin embargo, el collar de esmeraldas me gustaba más...
Madrid.--Enero, 1908.


EL HIJO


I

A los treinta años, aburrido de vivir solo y sin afectos, Amadeo Zureda
se casó. Era un hombre de mediana estatura y robustas espaldas, que
tenía la color cetrina, el mirar reflexivo, el ademán lento y seguro.
Toda el alma de su rostro, cortado por un bigote negro y bronco, más que
en la reciedumbre de sus pómulos y de sus mandíbulas cuadradas ó en la
dureza de su nariz, radicaba en la energía taciturna del entrecejo
hirsuto, sombrío como un mal recuerdo. Borráranse uno tras otro los
rasgos todos de aquel semblante, y mientras la línea peluda de las cejas
subsistiera intacta, la expresión de Amadeo Zureda no habría cambiado;
que entero su espíritu, reservado y ardiente, estaba allí.
A Rafaela, su mujer, el matrimonio la redimió de la esclavitud del
obrador. Acababa de cumplir diez y ocho años, y era una morenucha de
ojos negros, apicarados y muy grandes, y de labios fragantes y rojos;
el talle flexible, las traviesas caderas turgentes y movedizas, el seno
bien soplado, el caminar vivo, desembarazado y aventurero. A su donaire
bravío, un poco canallesco, de hija del pueblo, iba unida cierta
distinción de gestos y de aficiones que aderezaba su belleza y la
mejoraba; tenía las manos menudas y pulidas, y gustaba de ir finamente
calzada y con enaguas bien limpias y crujientes. Y como su cuerpo era su
espíritu, ágil, inquieto, incapaz de guardar durante mucho tiempo la
misma actitud; mientras hablaba, sus ojos pícaros rebrillaban de
contento, y en su boca grande, de dientes blanquísimos, ardía perenne,
como lámpara santa, la luz de una risa. Amadeo adoraba en ella; cuando
por las tardes, al volver del trabajo, Rafaela acudía á recibirle con
jubilosas alharacas y luego se instalaba zalamera sobre sus rodillas,
Zureda, poseído de inefable contento, quedábase boquiabierto y como en
éxtasis, y hasta aquella cicatriz pensativa de su entrecejo parecía
dulzurarse en la grave serenidad de la frente cobriza.
El matrimonio se había instalado en el piso quinto de una casa vecina de
la Estación del Norte. La finca era nueva, y el cuarto de los Zureda,
muy alegre y soleado, con habitaciones espaciosas, claras, y dos
balcones, que las manos hacendosas y artistas de Rafaela habían colmado
de flores.
Amadeo era maquinista del ferrocarril; sus jefes estaban contentísimos
de él; dos años hacía que trabajaba en la línea de Madrid á Bilbao, y
nunca cometió faltas merecedoras de castigo; era inteligente, activo,
duro en la faena; después de una jornada de quince horas, sus ojos
negros dotados de extraordinario poder visual, miraban sin cansancio;
dentro de su traje de pana, aquel hombre musculoso, impasible y cetrino,
parecía de bronce.
Zureda amaba su oficio; lo aprendió en los Estados Unidos, el país donde
corren más los trenes, y habiéndose quedado huérfano en edad temprana, á
su profesión dedicó íntegra la abundante savia afectiva de sus años
solteros. El camino de Madrid á Bilbao lo conocía en sus menores
detalles, palmo á palmo, y hubiera sido capaz de andar por él á ciegas,
y tan seguro como por su propia casa. Había grupos de árboles,
barrancos, ríos, cerros y alquerías que tenían para él la elocuencia
terminante de un plano topográfico ó de un reloj. «Al llegar á tal
sitio--pensaba--hay que dar freno, porque inmediatamente después viene
una cuesta abajo.» O bien: «Ahí está el puente; debe ser tal hora...» Y
la apreciación de estas nociones de espacio y de tiempo era siempre
precisa, infalible. Zureda sabía que aquellos objetos inanimados,
escalonados á lo largo de la vía, eran á modo de amigos fieles, que no
habían de engañarle.
Este amor fetichista al paisaje lo compartía el que le inspiraban sus
máquinas. Generalmente trabajaba con las mismas: la número 187 y la
número 1.082. A la primera Amadeo la llamaba «la Negra»; á la segunda,
«la Dulce». Aquélla era indócil, violenta y se gobernaba mal; cuando iba
venciendo alguna cuesta parecía trepidar de dolor, y en su panza de
hierro había ululeos extraños de amenaza; en las pendientes patinaba, y
era difícil contenerla; diríase que en su interior agitábase un espíritu
díscolo, eternamente rebelde á todo mandato; estaba quieta y no quería
andar; si andaba, costaba trabajo detenerla; al penetrar bajo el arco
tenebroso de los túneles, su silbido de alarma vibraba desgarrador,
semejante á un grito humano. «La Dulce», por el contrario, era mansa,
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