La cita: novelas - 08

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Manolo riñeron, la hubiese gustado algo menos, le habría dicho que
«no»... Lo único cierto es que aceptó la compañía de Darlés porque
supuso, bondadosamente, que la conversación de un hombre, aunque éste
sea muy pobre, vale y entretiene más que el recuerdo de un collar. Y
cuando, á la mañana siguiente, regresó á su casa, hallóse un poquito
sorprendida de su conducta. Aquello fué una genialidad, una humorada
semejante á la que hubiese podido llevar á un crítico como Sarcey,
después de cuarenta años de teatro serio, á una barraca de fantoches. El
lance, por tanto, no volvería á repetirse; era absurdo.
Al otro día, Alicia supo por Teodora que Darlés había ido á visitarla
hallándose ella ausente. En tardes sucesivas ocurrió lo mismo. La joven
acabó por sentirse molestada ante la imagen deplorable y testaruda de
aquel muchacho, mendigo de amor, que inopinadamente venía á turbar el
fácil curso de su despreocupado vivir. Cada vez que Teodora la informaba
de que el estudiante había vuelto, Alicia Pardo se revolvía colérica.
--Pero ¿qué quiere?--exclamaba--; porque yo no lo sé...
Y era sincera, no lo sabía; en la frivolidad egoísta de su carácter, no
comprendía cómo un hombre que lo obtuvo todo de una mujer no se canse de
ella. Su disgusto arreció con la postal, donde el estudiante dolíase de
su abandono. Era indispensable desenlazar aquel enredo de una vez, y
para conseguirlo nada mejor que recibir al importuno y hablarle
impasible, cual si no mediase entre ellos nada secreto.
Al día siguiente, y á la hora de costumbre, Enrique Darlés llegó á casa
de Alicia. Teodora le dejó pasar al comedor.
--Voy á informar á la señorita de que está usted aquí.
El estudiante quedóse de pie, en actitud meditabunda, un codo apoyado
sobre el alféizar de la ventana. Antes, cuando no era allí mas que «el
amigo de don Manuel», le recibían sin etiqueta, nadie le anunciaba.
Ahora se hallaba aislado, oprimido por esa amabilidad hostil con que
acogemos á los visitantes que nos son molestos.
Teodora reapareció.
--Dice la señorita que puede usted pasar.
Alicia Pardo se hallaba en su gabinete acompañada de una joven alta y
pelinegra, vestida de gris. Completaban la elegante expresión masculina
de su traje inglés el lacito de una corbata roja y la albura de su
cuello y de sus puños almidonados. Al ver á Enrique, Alicia, sin moverse
de su asiento ni alargarle la mano, exclamó:
--¡Hola! ¿Es usted?...
Y hubo en la cordialidad, un poco desdeñosa, de su saludo algo que
humillaba infinitamente. El estudiante palideció. Hacia su corazón toda
su sangre había refluído, hecha hielo. Siempre displicente, Alicia le
presentó.
--El señor Darlés; mi amiga Candelas...
Esta fijó en el recién llegado sus ojos fulgurantes y astutos, y luego
miró á Alicia, como preguntándola si aquella visita no ocultaba un
secreto de amor. La joven comprendió, y para la ladina interrogación de
su amiga tuvo una respuesta vertical:
--No--dijo--, te equivocas. Enrique viene aquí porque es amigo de
Manolo.
El estudiante hizo un ademán de asentimiento, y por los labios de
Candelas resbaló una sonrisa fría. Después las dos jóvenes reanudaron el
diálogo que interrumpió la llegada del estudiante, con lo que Darlés se
sintió repentinamente aislado y despedido. Transcurrieron cinco, diez,
quince minutos... sin que aquel animado charloteo declinase; en la
conversación citábanse nombres de amigos, y Candelas reía mucho al
describir los pormenores de una cena, á la que ella y Alicia Pardo
concurrieron. Quizás lo hacía con propósito dañino, para persuadirse de
que Enrique no era allí, en efecto, mas que «un amigo de don Manuel».
Después llegó una visita. Era una jamona que comerciaba en ropas y
alhajas. Traía un pesado envoltorio, que depositó en el suelo. Alicia
preguntó:
--¿Qué novedades hay, Clotilde?
La interpelada pareció esponjarse de gozo dentro de su mantón
alfombrado.
--Llevo--dijo--las mejores faldas de barro y las mejores medias del
mundo.
--¿Muy caras?
--Y muy baratas. No sé por qué me figuro que hoy tiene usted ganas de
gastar dinero.
En un momento los muebles del gabinete desaparecieron bajo una oleada
multicolor de sedas joyantes, verdes, moradas y azules, que, al ser
extendidas, esparcían un agradable olor á limpieza. Como por ensalmo,
Alicia y Candelas mostráronse devoradas por ese prurito adquisitivo que
atormenta á las mujeres ante el mostrador de las tiendas de modas. A
porfía las dos se informaban del valor de cada prenda.
--¿Cuánto cuesta esta falda?
--Por ser para usted, cien pesetas.
--¿Y ésa, la heliotropo?
--Setenta y cinco. Fíjese usted bien. ¡Es magnífica!
Enrique observaba con asombro aquella evaporación de elegancia y de
lujo. Jamás había soñado que la civilización rodease al amor de tantos
refinamientos, y al hundir sus miradas candorosas en las faldas llenas
de suaves murmurios y en los lazos y opulentos encajes de aquellas
camisas de dormir, amplias y majestuosas como togas senatorias,
recordaba tristemente las pobres camisitas blancas y los refajos
groseros, sin voluptuosidad, que las mujeres de su pueblo ponían á secar
sobre el alféizar de sus azoteas.
Un nuevo detalle acrecentó su angustia. La vendedora y Alicia discutían
empeñadamente el precio de la falda heliotropo. Clotilde pedía setenta y
cinco pesetas y la joven aseguraba que no podía dar más de diez duros.
La vendedora insistía:
--Anímese usted, porque no hallará en ninguna parte otra más barata. La
vendo en ese precio por complacerla á usted; pero no gano en el trato
medio maravedí.
Y agregó, dirigiéndose á Enrique:
--Vamos, este caballero se la regalará á usted.
Darlés enrojeció y no supo contestar. Los hombres sin dinero son
despreciables, y como Alicia ni siquiera levantase la cabeza para
mirarle, el estudiante comprendió que la había perdido. ¡Oh! Si hubiera
una banca diabólica donde los amantes pudiesen cambiar por dinero los
años que han de vivir, su existencia, toda su existencia, la habría dado
á cambio de aquellos quince duros malditos...
Cansada de discutir, la vendedora rehizo su paquete; la conversación
cambió de rumbo; se habló de alhajas. Candelas enseñó una lanzadera que
la habían regalado. Clotilde ofreció á las jóvenes un collar.
--Si quieren ustedes verlo, lo traeré; lo tengo en casa.
Alicia suspiró y aquel suspirón largo, entrecortado como los de los
niños, fué de inmensa pena.
--Estoy enamorada de un collar que venden en la calle Mayor y no quiero
ningún otro. Sueño con él. No he visto maravilla igual. Os aseguro que
el hombre que me lo regale me conquista.
--¿Cuánto vale?
--Quince mil pesetas.
Y agregó, clavando en Darlés una mirada indefinible:
--Creo que aquí, este señor, piensa comprármelo... ¿Verdad, Enrique?...
Candelas iba á reir, pero se detuvo; en el rostro congestionado del
estudiante, sus ojos zahorís acababan de sorprender un drama espantoso.
Sin poder contenerse, Darlés se había levantado para marcharse, y sus
ojos revelaban una vergüenza y una desesperación tales, que Alicia tuvo
piedad de él.
--Le despediré á usted--dijo.
Salieron del gabinete. Al llegar al recibimiento, el estudiante, fuera
de sí, empezó á cubrir de besos las manos de la joven; sus lágrimas se
desataron.
--¡Alicia, Alicia!--balbuceaba--, ¿por qué eres tan cruel? Me muero por
ti... Alicia... ¡oh!... ¿por qué no me quieres?...
Ella, ya repuesta de su pasajera emoción, procuró desasirse.
--Vaya, vaya... ¡qué tonto eres!...
--Te adoro... Alicia... ¡alma de mi alma!...
--Ea, sé juicioso... adiós. Esto me compromete.
--Necesito verte... verte... ¡verte!...
--Bueno... calla, y adiós... calla... Candela podría sospechar y no
quiero que se ría de nosotros.
Hablaba en voz baja, al mismo tiempo que, suavemente, empujaba á Darlés
hacia la puerta. Él murmuró:
--¿Me despides?
--No.
--¡Sí; me despides!
--No, no... anda...
--Sí; me echas... me echas porque soy pobre, porque no he sabido
conquistarte... pero ¿cómo conquistarte, si no he tenido tiempo?...
Ella se impacientaba; su entrecejo se endurecía. Él prosiguió juntando
las manos:
--Y haces mal en despedirme...
--Bueno.
--Haces mal, porque el hombre que ama mucho puede mucho, y yo, que soy
pobre, sería rico; y yo, que soy obscuro, sería artista famoso si tú
quisieses. Por ti yo mataría, yo robaría...
--Calla, calla... y vete...
--Sí, lo que tú me ordenases; eso,., héroe ó ladrón,., todo; pero á tu
lado, contigo, para ti... Alicia, mi Alicia... lo que tú quieras... ¡Si
tengo veinte años!...
Sin sospecharlo, el inocente había dicho una frase, una gran frase, al
poner á los pies de la ingrata el tesoro de esa edad, por la que Fausto
se condenó.
Alicia había abierto la puerta.
--Adiós--susurró--, márchate; Manolo puede venir...
--¿Cuándo nos veremos?
--Otro día.
--¿Cuándo?
--No sé... déjame...
--¿Mañana?...
--No.
--Díme, señálame una fecha... yo tendré paciencia... aguardaré...
¿Cuándo?
Ella vaciló. Él insistía, calenturiento.
--¿Cuándo?
--Me mareas.
--¡Oh! ¡Acaba de una vez!... ¿Cuándo?
Por los ojos verdes, verdes como esmeraldas, de la pecadora, pasó una
mirada de perdición, de locura, que luego pareció resbalar por sus
mejillas hasta trocarse en sonrisa sobre la línea tiránica de sus
labios.
--¿Cuándo?--repitió.
Inconscientemente el estudiante tuvo miedo, pero se rehizo pronto.
--Sí, habla; ¿cuándo?
--No sé.
--Dílo, dílo.
--Es un disparate.
--No importa; dí, ¿cuándo?
Suavemente, ella repuso:
--Nunca. Cuando me traigas el collar que te he pedido.
Él la miró aterrado, pareciéndole que Alicia hablaba en serio. Ella
repitió:
--Entonces...
Y cerró la puerta. Enrique Darlés bajó las escaleras llorando.


IV

A la mañana siguiente Darles salió á la calle muy temprano; estaba
rendido; había pasado una noche de insomnio y de espanto, y al clarear
el día y hallarse en su habitación pobrísima, sin otro mobiliario que
una cómoda cargada de periódicos y de libros, una mala mesita de pino y
algunas sillas de enea, todo mezquino y viejo, recibió con la violencia
de un golpe la emoción de su soledad y experimentó esa inquietud que los
psicólogos denominan claustrofobia ó «terror á los espacios cerrados».
Largo rato caminó absorto en vacilaciones sin nombre ni dibujo. No se
reconocía. En pocas horas de dolor su conciencia habíase retorcido
cruelmente, y de esta convulsión fiera emergían ahora desdoblamientos
insólitos, panoramas morales enormes constelados de perplejidades
aterradoras. Contra el baluarte de los principios éticos que le
inculcaron cuando niño, su desesperación desencadenaba una recia
avalancha de preguntas. Y cada interrogación constituía un enigma
terrible. ¿Dónde termina el bien? ¿Dónde comienza el mal? ¿Por qué, si
todos nuestros esfuerzos deben ir enderezados á procurar nuestra
felicidad, hay deseos que la moral instituída juzga depravados y
deshonestos? ¿Por qué no será lícito todo lo agradable?...
Al llegar á la calle de Atocha, Darlés tropezóse con un amigo suyo,
estudiante de medicina también, llamado Pascual Cañamares. Los dos
jóvenes se saludaron. Cañamares iba á San Carlos.
--¿Quieres venir?--dijo--. Te enseñaré la sala de disección.
Darlés siguió á su condiscípulo. A éste le impresionó la palidez de
Enrique.
--Tienes muy mala cara.
--Es que no he dormido.
--¿Habrás pasado la noche de fiesta?
--Al contrario. La he pasado llorando.
Y hubo en su respuesta un dolor tan varonil, que su interlocutor no se
atrevió á indagar.
La sala de disección, fría y blanca, emocionó á Darlés vivamente. Desde
los altos ventanales el sol caía á raudales, pintando una ancha franja
de oro sobre los zócalos de azulejos. En las mesas de mármol, y
cubiertos por sábanas manchadas de sangre, había varios cadáveres, con
las cabezas afeitadas y los labios abiertos. Sus pies desnudos y juntos
daban una macabra sensación de quietud. Flotaba en el aire un olorcillo
indefinible, nauseabundo, á carne muerta. Darlés experimentó un ligero
vahido que le obligó á cerrar los ojos, y huyó de la sala. Más de una
hora anduvo por los claustros espaciosos, siniestramente sonoros, de San
Carlos. Una rara tristeza gravitaba sobre el edificio, caserón viejo y
húmedo que antes de ser escuela fué convento, y donde á la honda
melancolía de una religión que sólo piensa en la muerte, parece añadirse
el gran desengaño de una ciencia que no sabe librar del dolor á la vida.
Cuando Pascual Cañamares salió de clase, quiso que Darlés le acompañase
á almorzar. Enrique accedió. Eran las doce. Cañamares almorzaba en una
taberna de la plaza de Antón Martín: era un establecimiento alegre, con
altos zócalos de madera pintados de rojo. Los dos estudiantes se
instalaron ante un velador, sobre el cual la tabernera había extendido
un pequeño mantel. Cañamares exclamó:
--¿Qué quieres comer?
--Me es indiferente. Lo que tú comas.
--¿Sopa y cocido?
--Bueno...
Cañamares ordenó, campechano:
--¡Patrona! ¡Un cocido!
Era un muchachón de veinte años, sanguíneo y rollizo, lleno de esa
jovialidad sana y turbulenta que se desprende, á modo de perfume, de las
grandes energías vitales. Hablaba mucho, y había en su conversación
pintoresca y frívola un buen humor contagioso. Enrique Darlés le
respondía distraídamente y con monosílabos, atento sólo á lo que varios
cocheros, instalados en una mesa próxima, referían de cierto crimen
cometido aquella mañana. Dos hombres, enamorados de la misma mujer,
habían reñido á navajazos y uno de ellos mató al otro. El vencedor
estaba preso. Era un lance vulgar, pero intenso, de una belleza bárbara
y, á su modo, caballeresca, ya que en la lucha no hubo traición. Y el
estudiante admiró y aun envidió á aquellos dos bravos que, por amor,
afrontaron la solemnidad de ese momento donde coinciden la herida que
produce la muerte y la puñalada que lleva á presidio.
Al salir de la taberna, Pascual se despidió bruscamente.
--Me marcho, porque no me divierto contigo. No sé qué te sucede. ¡Ni
siquiera escuchas!...
Y se fué. Enrique Darlés le vió alejarse impasible, y luego experimentó
una dolorosa sensación de vacío. Estaba solo porque había tenido la
franqueza de no disimular su negro humor, porque dejó que toda la
melancolía de su alma se asomara libremente á sus ojos; y entonces
comprendió que ser muy sincero equivale á ser muy generoso, ya que
cualquiera sinceridad, aun la más inocente, siempre cuesta mucho.
Por la noche cenó frugalmente y se acostó temprano. Largo rato estuvo
despierto, atormentado por una marea de recuerdos inconexos. Su padre,
que era su pasado, y Alicia Pardo, que simbolizaba su presente, le
solicitaban. Al cabo, la imagen de la joven prevaleció.
Poco á poco dióse á examinar el alma tornadiza y burlona de aquella
mujer que, al despertarse de una noche de amor, le había mirado
encogiéndose de hombros. ¿Qué había sucedido? ¿En cuál de los dos estuvo
la falta? ¿Acaso ella era una ingrata incapaz de sentimientos levantados
y duraderos, ó es que él, encogido y pacato, no había sabido
corresponder á la ilusión de Alicia?...
Bajo la tiranía torturante de su voluntad, la memoria evocó momentos,
recompuso frases, dió actualidad nueva á los pormenores de aquella noche
hadada en que creyó que todo Madrid olía á violetas... Y como siempre
tendemos al perdón del ser amado, tras mucho discurrir, Enrique Darlés
llegó á convencerse de que Alicia Pardo era inocente. Ella, desde el
primer momento, había sido buena; ella le animó á emprender su
conquista, y después, llanamente, sin otro propósito que el de verle
feliz, le abrió sus brazos; brazos venusinos que pusieron alrededor de
su cuello un lazo de dulzura y misericordia. Y él, á cambio de tan
subida ventura, ¿qué había dado?...
En la conciencia del estudiante alzábase acusadora una voz implacable.
Alicia, habituada al roce del gran mundo, era una mujer de gustos
exigentes y refinados, que adoraba el lujo y entendía á Beethoven.
Varios aristócratas la amaron, poniendo su belleza en boga, y más de un
tenor de ópera cantó para ella sola y en la intimidad de su dormitorio,
su _racconto_ favorito.
Y la voz inexorable continuaba:
«¿Qué hiciste tú, pobre Darlés, para merecer ese tesoro? ¿Qué méritos
son los tuyos? Las mujeres que son todo belleza quieren lo que brilla,
la fuerza, belleza suprema del hombre: la fuerza, que es gloria en el
artista, dinero en el millonario, elegancia y aplomo en el hombre de
mundo, desesperación en el suicida, valor y rebeldía en el ladrón que,
audazmente, se pone enfrente de la ley. Pero tú, que no eres nada, ¿de
qué te dueles ni á qué aspiras?...»
El estudiante lanzó un gran suspiro y sus párpados se llenaron de
lágrimas. Era un necio, un zagalón menguado y cobarde. De una mujer
puede quejarse el hombre que se arruinó por ella, ó quien, por
conservarla, mató y fué á presidio. El, en cambio...
De pronto Darlés se estremeció tan violentamente, que la descarga
eléctrica de sus nervios le arrancó un grito. Incorporóse en el lecho;
estaba lívido. Si no podía ofrecer á Alicia ni una gloria de artista, ni
una fortuna, debía brindarla su honor: debía robar... Fué una revelación
terrible que sonaba á infierno. Entonces comprendió aquella expresión
enigmática que inflamó los ojos y resbaló luego por los labios de Alicia
la última vez que hablaron. El la había dicho: «¿Cuándo te veré?» Y ella
contestó: «Nunca. Cuando me traigas el collar que te he pedido». Ahora
estas palabras cabalísticas resonaban en su espíritu claramente: ahora
las entendía. Alicia estaba enamorada de una joya que no podía comprar,
y más de una vez, pensando en ella, se puso triste; su dolor era
sincero; él lo había visto. Acaso la joven, al despedirle y recordarle
aquel collar, habló en broma; quizás habló en serio. ¡Quién sabe!... De
todos modos, al afirmar que «nunca» se verían, expresó veladamente su
convicción de que él era un cobarde que jamás llegaría á perderse por
ella. Los ojos febriles de Enrique Darlés brillaban como carbunclos. ¿Y
por qué no robar? ¿Por qué no mostrarse valiente y capaz de todo? Hay en
el fondo de los grandes sacrificios algo superhumano que ofusca y
arrastra. Si él fuese ladrón; si pagase con su audacia lo que no le era
dable adquirir por dinero; si, por complacerla, perdiese su carrera,
arrostrase la maldición de su padre y el rigor de las leyes, Alicia le
amaría ciegamente, con aquel frenesí que Vautrin, el héroe balzaciano,
inspiraba á las mujeres.
La voz que antes tronó acusadora en la borrascosa conciencia del
estudiante, ahora musitaba lagotera y suave:
«Alicia, tu Alicia, sería feliz con las esmeraldas de ese collar. Si no
tienes medios de comprarlo, róbalo. Eres un miserable si no robas para
ella. ¿Qué te importa la opinión del vulgo? ¡Egoista! El hombre que no
es capaz de ser ladrón por una mujer, puede quererla mucho, pero no la
quiere ciegamente. Lo que tu Alicia desee, tú debes dárselo. No dudes, y
roba; roba para ella ese collar y cíñeselo después á su cuello, cuya
nieve tantas veces, en el espacio de una noche, dió frescura á tus
labios...»
Estas ideas acudieron á corroborar sus impresiones más recientes: la de
su visita á la sala de disección, donde vió otra vez que todo es nada, y
la de aquel crimen por celos que oyó referir en la taberna. Y,
repentinamente, Enrique Darlés se sintió calmado. Su porvenir acababa de
decidirse: robaría. La Fatalidad, hecha carne en el cuerpo de Alicia
Pardo, acababa de decretarle un camino.
Todas las tardes, al tramontar del sol, en esa hora de misterio en que
los faroles comienzan á encenderse y las mujeres parecen más lindas, el
estudiante salía de su casa y, por las calles de Mesonero Romanos y
Carmen, dirigíase hacia la Puerta del Sol, siempre llena de una multitud
desocupada y abúlica que no sabe andar. En la calle Mayor se detenía,
hundiendo una mirada ávida y medrosa en la joyería, cuyo escaparate
refulgente parecía una brasa.
La contemplación diaria y reposada de aquellos tesoros producía en
Enrique Darlés un trastorno moral, cuya gravedad él no sospechaba. La
idea de robar iba incubándose en su ánimo, obsesionándole, trocándose en
resolución irreductible y desapoderada.
Para tormento suyo, aquel collar de esmeraldas que servía de reclamo á
la tienda no hallaba comprador. Era demasiado caro.
Con la nariz aplastada sobre el cristal del escaparate, Enrique sufría
largos minutos de angustia sin poder disuadir sus ojos de aquel abismo,
precipicio de oro y terciopelo en cuyo fondo los brillantes, los
topacios, las esmeraldas, las perlas, los rubíes, las amatistas,
parecían las pupilas de una extraña multitud. Su imaginación,
entretanto, devanaba una historia de locura. El, con su presa oculta en
su bolsillo más secreto, iría á ver á Alicia, y la diría: «Toma, aquí
tienes tu collar; el collar que ni don Manuel, ni esos aristócratas
millonarios que conoces, han querido comprarte, te lo he ganado yo
jugándome la vida. ¿Qué dices ahora?...» Y discurriendo así cerraba los
ojos, creyendo que á su alrededor el aire olía á violetas. Después,
cuando abría los párpados, las esmeraldas del collar, verdes y duras
como las pupilas de Alicia, parecían decirle: «Todo eso, tan bonito,
sucederá cuando tú quieras». Era la voz sigilosa de la tentación: voz
hecha luz...
Una tarde, al recobrarse de uno de estos duraderos y profundos
ensimismamientos, vió que Alicia Pardo y su amiga Candelas se acercaban.
Ellas también le habían visto. Turbado, casi sin voz, el estudiante las
saludó. Alicia le estrechó la mano afectuosamente, y él aspiró esta vez
con más fuerza, aquel perfume á violetas que aromaba sus sueños de
ladrón. La joven preguntó:
--¿Qué hace usted aquí?
--Nada... pasar el rato...
Alicia inspeccionó el escaparate.
--¡Ah, sí! ¿Miraba usted mi collar?
--Sí, precisamente...
Y al decir esto enrojeció, porque equivalía á confesar que estaba
acordándose de ella. Candelas examinó al estudiante risueña. Alicia
Pardo agregó cruel:
--Ya sabe usted que se lo he pedido.
--Lo sé, me acuerdo.
Habló tristemente y ella se echó á reir.
--Y bien, qué, ¿piensa usted regalármelo?
--¡Quién sabe!...
Una cólera repentina había dado á sus facciones tirantez viril y
agresiva. Palidecieron su frente y sus labios. Candelas, que era
bondadosa, trató de aliviar su tormento.
--Déjese usted de mujeres--exclamó--; somos muy malas. Créame usted á
mí: la mejor, la más santa de nosotras, no vale un sacrificio.
Alicia interrumpió á su amiga.
--¡Qué bobita eres! Estamos hablando en broma. ¿Tú piensas que Enrique
puede hacer una locura por mí?... ¡Qué disparate!
Fieramente el estudiante repitió:
--¡Quién sabe!
Y luego, tras una pausa:
--Ignoro por qué habla usted así. Usted no me ha tratado. Usted no sabe
quién soy yo.
Dos meses antes, las frases un poco burlescas y las sonrisas de las dos
jóvenes le hubiesen desconcertado. Pero ahora hallábase transfigurado y
poseído de un nuevo y vigoroso ardimiento. Ya no dudaba; invadíale un
extraordinario y avasallador concepto de sí mismo, y esta convicción de
su juventud y de su audacia, de su fuerza, en fin le enajenaba como una
ola de alcohol. Un instante había bastado para que el niño creciera y
fuese hombre.
Alicia le observó de hito en hito; sus labios tornáronse graves; bajo la
doble crencha de sus cabellos rojos, partidos simétricamente sobre la
frente, los ojos tuvieron una expresión pensativa. Ella ignoraba cómo
los hombres primitivos cazaban el reno, pero sabía de conocer caracteres
y de atizar pasiones, y si ojeó pocos libros, leyó de corrido en muchas
conciencias, lo que es mejor. Su instinto agudo, que no solía
equivocarse, adivinó en el gesto y la voz del estudiante algo dominador
y desesperado. Prefirió cortar la conversación.
--Adiós, Enrique. ¡Ah! Manolo ha preguntado por usted varias veces.
--Muchas gracias. Dele usted mis recuerdos.
--¿Cuándo irá usted por casa?
Siempre sombrío, Darlés repuso:
--No lo sé, Alicia; pero esté usted cierta de que iré tan pronto como
deba ir.
Y hubo en esta alusión á lo que él llamaba «su deber» un trémolo
indefinible de soberbia y de amargura.
Al quedarse solo el estudiante tuvo una explosión de cólera que, á falta
de palabras, se deshizo en lágrimas. Tenía la convicción de que sus
respuestas, un poco misteriosas, impresionaron á Alicia; habían sido
bellas. Ahora, y para no perder lo ganado, necesitaba que su conducta
corroborase lo dicho. Embozadamente habíase comprometido á algo muy
grave. De no cumplir lo ofrecido, quedaría en ridículo. Era, pues,
indispensable llegar al fin.
--Seré ladrón--pensó.
Después dirigióse á su taberna, donde cenó tranquilamente y se acostó
temprano. Durmió bien, con esa paz profunda que dejan en los espíritus
largo tiempo agitados las resoluciones irrevocables. Era mediodía cuando
despertó. Inmediatamente se levantó, vistióse de limpio y escribió á su
padre una carta tranquila, en la que sólo hablaba de sus estudios. Luego
metió en un pañuelo todos sus libros de texto y salió á la calle. Iba á
venderlos. «Si me prenden--reflexionaba--ese dinero puede hacerme falta;
y si logro huir y todo queda en el misterio, tiempo tengo de
recobrarlos.»
Realizada la venta se dirigió á un _restaurant_ de lujo, donde almorzó
con ciertos refinamientos. En todos estos detalles menudos, tan
contrarios al orden y sencillez de su vida habitual, un observador
hubiese descubierto cierta melancolía de despedida. Luego estuvo
bebiendo café en la _terrasse_ del _Lyon d'Or_, y reconoció que muchas
de las mujeres que pasaban eran bonitas. Acerca de lo que iba á realizar
no había pensado nada concreto. Prefería abandonarse á lo imprevisto.
Los grandes conflictos se resuelven mejor sobre la marcha, de sopetón,
ante la inminencia del peligro.
A las seis en punto se levantó, y cruzando la calle de Sevilla dirigióse
por la carrera de San Jerónimo hacia la Puerta del Sol. Todavía las
luces del alumbrado público y de los comercios estaban apagadas. Era
una tarde de Abril; barría las calles un remusgo fresco y húmedo; en el
espacio límpido, teñido de rosa, Venus vertía la serenidad de su luz
milenaria. Darlés avanzaba tranquilamente, con un sosiego de movimientos
que parecía responder á una ecuanimidad perfecta. Al llegar á la acera
del Ministerio de la Gobernación detúvose á observar los tranvías, los
coches, el gentío que pululaba á su alrededor. La idea de que pronto le
prenderían, renació en su espíritu.
--Mañana--pensó--no veré nada de esto.
Y sus ojos tuvieron una melancolía de «adiós». Sin embargo, ya no podía
torcer su resolución de robar.
El fondo de esta locura lo constituía, más que un anhelo carnal, un
prurito romántico, casi coquetón, de «quedar bien». La concupiscencia de
los primeros momentos había evolucionado hasta convertirse en el
sentimiento elegante, puramente artístico, de un «bello gesto». En
último término, adueñarse de Alicia era lo de menos: lo importante, por
no decir lo único, era tener ante ella la hermosura de un heroísmo; que
para los grandes criminales, como para los artistas ilustres, como para
los multimillonarios que se arruinan en una noche, como para todos los
que rompen los moldes vulgares, guarda el alma aventurera de la mujer
una admiración. Y el estudiante, considerando que Alicia Pardo se
acordaría siempre de que hubo un hombre honrado que fué á presidio por
ella, se juzgaba pagado y feliz.
Absorto en estas quimeras, llegó Enrique Darlés á la joyería de la calle
Mayor, cuyas luces, recién encendidas, volcaban sobre la acera un
generoso resplandor. Detúvose el mozo ante el escaparate, lleno de
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