Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2 - 2

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Tumultuoso tropel de ya olvidados
Recuerdos asaltar su fantasía,
Donde por siempre los creyó enterrados.
¡Vaporosos recuerdos aflictivos,
Irritados espectros vengativos,
Que en luengos años por la vez primera
Veía con pesar que aun eran vivos,
Acíbar para ser de su postrera
Edad y de su suerte venidera!
Recordaba las penas ignoradas
Que turbaron los últimos momentos
De su padre Ismael, ocasionadas
Por las locas empresas empeñadas
Por su fogosa juventud: los cuentos
Y pronósticos tristes propagados
Al nacer Abdilá, de cuya madre
Los numerosos deudos, apartados
De su corte, tal vez en la montaña
En bien del hijo y para mal del padre
Acopio hacían de razón y saña.
Recordaba á Abdilá que, cuando niño,
Hermoso como un ángel, le tendía
Sus tiernos brazos, con filial cariño
Su dulce abrazo paternal pidiendo,
Y que él con esquivez le repelía
En su fatal horóscopo creyendo;
Y el niño, su esquivez no comprendiendo,
Cobrándole temor de día en día,
Concluyó por llenar su sino horrendo
Y hoy su rencor nefasto le volvía.
¿Y quién sabe si, más que de su sino,
Efecto fué del paternal encono
El odio de Boabdil al Granadino
Rey? ¿Y quién sabe si el fatal destino
Que pesa sobre el Príncipe, es acaso
No más que el odio de Muley que al trono,
Fanático ó feroz, le cierra el paso?
Aún no se le ha borrado de la mente
Á Muley el amor sincero, ardiente,
De Aixa, su legítima sultana,
Altanera como él, como él prudente,
Venerada como él entre la gente
Por su pura real sangre africana:
Y aún se le acuerda el popular disgusto
Con que vió el Moro su desdén injusto
Por ella y su pasión por la cristiana.
¿Y quién sabe si el astro que preside
Á los destinos de su raza y vierte
En ella su fatídica influencia,
Triste fanal de asolación y muerte,
De destrucción y deshonor sentencia,
Que con odios sacrílegos divide
De padres y de hijos la existencia,
No es más que la influencia derramada
Por su feroz política? ¿Quién sabe
Si este arcano de sangre y de rencores,
No tiene otro secreto ni otra llave
Que del Rey los políticos errores,
Que han dado luz ¡en hora bien menguada!
Á la estrella fatal de sus amores?
Por la primera vez lo advierte acaso
Y se espanta Muley, con ansia viendo
Imposible hacia atrás volver el paso,
Por la primera vez rugir oyendo
La tempestad del porvenir horrendo.
Acordósele el torvo y silencioso
Aspecto de la plebe, cuando entraba
Aquella misma tarde victorioso
Por las puertas de Elvira, ante la esclava
Muchedumbre de Zahara: y penetrando
Su vista el horizonte nebuloso,
Comprendió que á su vez el Africano
Rehusaba, como él supersticioso,
Besar servil su ensangrentada mano.
Comprendió que las lívidas cabezas
De Saavedra y sus nobles Zahareños,
No fueron para el pueblo de proezas
Testimonios sin par, sino visiones
Que empañaron del triunfo las grandezas:
Fueron, en fin, proféticos ensueños
Que trocaron para él los corazones.
Y al fin el Moro comprendió, con pasmo
Mortal y con hondísima congoja,
Que aquella multitud, cuyo entusiasmo
Se extinguió ante su faz de sangre roja,
Y tornó sus miradas compasiva
Á la cristiana multitud cautiva,
No vió sobre el laurel de la victoria
El reflejo del astro de la gloria,
Sino el reflejo torvo y fugitivo
De la hoja de alfanje vengativo.
Comprendió que, en su ausencia, entre la plebe
Germen de rebelión vertido había
La callada traición con soplo aleve:
Y, si hasta entonces escondido y leve,
Cuanto más encubierto más seguro,
Vió que el volcán de la discordia hervía
De su regia ciudad dentro del muro.
Por la primera vez de su existencia
Tembló mirando al tenebroso abismo
De la pasada edad: de su conciencia
El primer grito oyó, y, al fatalismo
Sometido de la árabe creencia,
Cuando á solas se vió consigo mismo,
Vió su regio poder en la agonía
Y que el rostro la suerte le volvía.
Rota la tregua con el Rey cristiano,
La plebe á la revuelta provocada,
Comprendió, aunque muy tarde, el Africano
Que estaba su política burlada,
Falseado su poder de soberano;
Y, su crueldad despótica exaltada,
Trocándose de bárbaro en villano,
Del generoso Rey soltó la espada
Y se armó del puñal del Rey tirano.
«Mueran, dijo: sería empresa vana
»Cejar un paso ya: ciña en redondo
»De mi trono los pies lago sin fondo
»De sangre mixta mora y castellana.
»Mueran cuantos me busquen enemigo
»Y que avance el pendón de los cristianos:
»Los Árabes ante él se harán hermanos
»Y á la muerte ó al triunfo irán conmigo.
»Si no quiere Granada ser vasalla
»Respetuosa, intentando á cotos fijos
»Reducir mi querer: si bien no se halla
»Con mi amor á Zoraya y á sus hijos
»Y quiere de mi ley saltar la valla,
»Bajo la cimitarra vengadora,
»Nueva estirpe real, nueva señora
»Recibirá temblando la canalla.»
Dijo, y abandonando los cojines
Enderezó sus pasos á la puerta,
Que daba del salón á los jardines
Del patio de Leones; pero yerta
Sintió al umbral la planta y erizado
El cabello el Rey moro cuando, abierta
Al tenerla, miró del otro lado
Avanzar por la estrecha galería
Horrenda aparición que hacia él venía.
Pálida, lacrimosa, descompuesta,
La vaporosa imagen de un Rey moro
Era en su forma la visión funesta.
Su sien ceñía la corona de oro
Y en sus hombros traía el regio manto:
Arrastrábale empero sin decoro
Y con sus orlas enjugaba el llanto.
Vaga aureola de azulada lumbre
Radiaban los contornos transparentes
Del fantasma real, y ayes dolientes
De mortal profundísima agonía
Mostraban la angustiosa pesadumbre
Del fatídico sér que así gemía.
Enclavados los pies al pavimento
Y sostenido en el pilar apenas,
Parado el corazón, roto el aliento,
Sintió Muley paralizar sus venas
El hielo del terror. Quiso un momento
Huir de la visión que así le espanta,
Mas sus miembros halló sin movimiento;
Quiso gritar, mas muda su garganta
No acertó á producir ni aun un lamento.
Poco á poco hacia él adelantando
Por la obscura y angosta galería,
Tristísimos suspiros exhalando,
La aparición en tanto se venía;
Paralizado en el umbral estrecho
El Moro y avanzando hacia adelante
La aparición, se hallaron un instante
El fantasma y Hasán pecho con pecho.
Soplo glacial, emanación helada
Del pecho de aquel sér, penetró agudo
En el pecho de Hasán como una espada:
Y á su impresión, que soportar no pudo,
De pavura y dolor lanzó un gemido.
Entonces, acercándose á su oído,
Dijo aquella visión desconsolada
Con tristísimo acento dolorido:
«¡Escrito estaba! La postrera hora
»Llegó para la gente desdichada
»De mi gentil ciudad habitadora.
»¡Ay de la gloria de la gente Mora!
»¡Ay de los de Nazar! ¡Ay de Granada!»
Dijo la aparición y, suspirando,
El corredor tomó que al huerto guía,
Y el Rey hasta el balcón fuese arrastrando,
Tendiendo una mirada de agonía
Sobre el jardín.--Por él atravesando
Vió que la lenta aparición seguía:
Mas á través del murallón macizo
Sumida entre las piedras se deshizo.
El alma de Muley, amedrentada,
Abandonó un instante sus sentidos,
Derribando su cuerpo en la bordada
Alfombra del balcón: mas sus oídos
Zumbaban con la voz de la angustiada
Visión, que repetía entre gemidos:
«¡Ay de los de Nazar! ¡Ay de Granada!»
Sus densas sombras espesado había
Lenta la noche y silenciosa en tanto,
Y cobijada la ciudad yacía
Bajo los pliegues de su negro manto.

IV
Astro de bendición para el Hispano,
Una ardiente mujer nació en su suelo,
Y avivada la fe del castellano
Brotó cuando á su faz la trajo el Cielo.
El fulgor de su genio al Africano
En el alma infundió siniestro duelo,
Y de su luz el misterioso influjo
La estrella mora á obscuridad redujo.
Por siete siglos alumbrado había
La estrella del Islam la gloria mora,
Y en el zenit aún resplandecía,
De la región ibérica señora.
Desesperada ya, lucir la vía
La raza de Jesús adoradora,
Condenada creyéndose en el Cielo
Á partir con el Árabe su suelo.
Clara, constante, perceptible y bella,
Mostró el Señor al ánimo cristiano
Su refulgente y protectora estrella
Bajo la forma real de un sér humano;
Lábaro santo de victoria en ella
Recibió al recibirla el castellano,
Y, al ver la aureola que en su frente brilla,
Su estrella en Isabel miró Castilla.
Dios en la eternidad marcó su hora
De púrpura y de luz con caracteres,
Y esta estrella radió deslumbradora
Orgullo para ser de las mujeres.
De paz y de bonanza precursora,
Ajustó los opuestos pareceres
Y dió fin al rencor y enemistades
Que turbaban sus campos y ciudades.
Isabel, en cuya alma generosa
Puso Dios cuanto bien lo humano encierra,
Pura, modesta, noble y pïadosa,
Fué la Reina más grande de la tierra.
Dulce y tierna á la par que vigorosa,
Diligente en la paz, sabia en la guerra,
Dió al bueno premio, al infeliz consuelo,
Y de damas y Reinas fué modelo.
Dió su aliento rëal valor á España,
Gloria á su sexo y á su edad decoro:
Para empresa de honor, propia ó extraña,
No rehusó jamás fatiga ni oro.
Cada memoria suya es una hazaña:
Del cristiano fué prez, terror del Moro:
Dios, en fin, á su aliento soberano
Abrió no más el mundo americano.
Dios á su corazón dió una fe ardiente
Con una voluntad dominadora,
Para que en uno y otro continente
Derramara su luz consoladora;
Y la adoró la americana gente,
Y se humilló á sus pies la gente mora,
Y de ambos mares en la opuesta orilla
Clavó los estandartes de Castilla.
Tuvo en su alma varonil asiento
La virtud inflexible y verdadera:
Nueva edad comenzó su nacimiento:
Fué su genio la antorcha de otra era:
Su victorioso nombre llenó el viento:
Su gloria vivirá imperecedera:
Con orgullo español mi voz la canta,
Mi fe venera su memoria santa.
Tal fué Isabel. Su grande pensamiento
Concibiendo su espléndido destino,
Á su secreto y colosal intento
Con gran prudencia preparó el camino:
É invocando el favor del firmamento,
Con fe esperando en el favor divino,
Su escrutadora y perspicaz mirada
Tenía sin cesar fija en Granada.
Es ya la media noche: rasa y fría
La atmósfera ostentar al firmamento
Deja su manto azul, de pedrería
Salpicado, al fulgor amarillento
De la menguante luna; ya no pía
Ni susurra en el bosque ave ni viento;
Todo, desde el palacio hasta la choza,
Sueño reparador en calma goza.
Todo tranquilo yace en el recinto
De Medina del Campo, donde mora
Del Católico Rey Fernando quinto
La esposa ilustre, del país señora.
Doquier el fuego y el rumor extinto
Por la cristiana villa, que la adora,
Único de su alcázar centinela
El castellano honor su sueño vela.
No por barreadas puertas defendida,
Ni cercada de guardia numerosa,
Duerme Isabel inquieta por su vida
En torreón con barbacana y fosa;
En cámara modesta, guarnecida
De tapiz sencillísimo, reposa
Á la luz de una mustia lamparilla
La virtuosa Reina de Castilla.
Su aposento y su lecho no decora
De genovés brocado, ni de encaje
Flamenco, ni de seda crujidora
De Francia, cairelado cortinaje;
Lino salubre y lana guardadora
Del natural calor, de su mueblaje,
Su lecho y su vestido son la tela:
Nada allí el lujo mundanal revela.
Isabel, aunque hermosa y soberana
Y con glorioso porvenir nacida,
Reconoció desde su edad temprana
La vanidad de la terrena vida:
Y su sincera educación cristiana
De la era turbulenta transcurrida
En el aciago y anterior reinado
La experiencia ha después fortificado.
Y por eso no hay lujo en su aposento,
Y es común y modesto su vestido,
Y es frugal y sencillo su alimento,
Y su dispendio personal medido:
Y, el fausto de su alcázar opulento
Del orden de su casa dividido,
Es, digna al par de imitación y fama,
Reina opulenta y laboriosa dama.
Da á su suprema dignidad decoro
Con regia pompa y ostentoso porte,
Al extranjero al recibir y al Moro
En ceremonias y actos de su corte:
Vacía sin pena su rëal tesoro
En todo caso que al honor importe:
Mas desnuda en su cuarto su persona
Del pomposo esplendor de la corona.
Por eso su alma, que altivez no abriga.
Tiene franca y leal correspondencia
En la adhesión de sociedad amiga:
Dos afanes que agobian su existencia
De Reina amistad íntima mitiga:
Y tiene en los que admite á su presencia
Amigos fieles, defensores bravos,
No aduladores sórdidos y esclavos.
Del amor de sus súbditos por eso
Segura, y más segura que entre lanzas,
De sus regios deberes lleva el peso
Libre de rebeliones y asechanzas;
Y del pueblo el honor guardando ileso,
Y en su honor con inmensas esperanzas
Abrigando una fe que no vacila,
En su lecho Isabel duerme tranquila.
De un Crucifijo santo la escultura
Pende sobre la augusta cabecera
De su lecho real, donde segura
Reclina la cerviz: su cabellera
Recoge casta toca, y la blancura
De su cuello y sus brazos con severa
Honestidad envuelve en blanca bata,
Que su pudor ni aun para el Rey desata.
Su postura modesta y recogida,
La serena expresión de su semblante,
Muestran que orando se quedó dormida
Y que al remordimiento vigilante
Su corazón leal no da guarida:
De sus virtudes el vapor fragante
En torno de su lecho se respira,
Y su casta beldad respeto inspira.
¡Su aposento rëal cuán diferente.
Cuán distinto su púdico reposo
Del sueño de las reinas del Oriente,
Inquieto en camarín voluptüoso!
De torpe desnudez el aliciente
Atrae allí no más al torpe esposo,
Y sobre el cieno del placer reposa
Sólo el cariño de la infiel esposa.
Allá, en torno del áurea alcazaba,
Rugen la rebelión y el descontento,
Y asalariada muchedumbre esclava
Contiene al pueblo, de respeto exento;
Aquí, del miedo sin la odiosa traba,
Las puertas sin cerrar de su aposento,
Duerme del pueblo la Señora hermosa,
Reina querida, respetada esposa.
Allá, las salas del alcázar moro
Pueblan las inquietudes y traiciones,
La voz de la discordia, el són del lloro,
El terror y las lúgubres visiones;
Aquí, de bien y de placer tesoro,
Sólo abrigan los regios artesones
El casto amor, la plácida esperanza,
Sueños de paz y días de bonanza.
Allí, en la sombra, de la muerte huyendo,
Corre el hijo del padre fugitivo:
Allí medita parricidio horrendo
Supersticioso el Rey y vengativo.
Allí un espectro sin cesar gimiendo,
De tumba falto y al reposo esquivo,
Turba el sosiego de la real morada
Y augura el fin de la oriental Granada.
¡Cuán distinto el alcázar de Medina
En la nocturna sombra se levanta!
Vela sobre él la protección divina
Y orea su recinto un aura santa.
Aquí la paz benéfica domina,
La esperanza feliz el alma encanta,
Y de la religión bajo el imperio
Se efectúa en la noche un gran misterio.
Un ángel bello, del Señor enviado
De la Reina Isabel llegando al lecho,
Su aliento de los cielos emanado
Introduce en el fondo de su pecho:
Y con su álito puro y perfumado,
Cual del Edén con los aromas hecho,
Aleja los espíritus malignos
Y los delirios de su sueño indignos.
Es Azaël: en su rosada mano
De la alma fe la antorcha centellea:
Su vivífico soplo soberano
La faz risueña de Isabel orea:
Un canto, en cuyo són nada hay humano,
Su oído no, su corazón recrea:
Luz celestial su espíritu ilumina,
Y su alma ve la aparición divina.
De pacíficos ángeles un coro
El casto lecho de Isabel circunda:
Un suavísimo albor de grana y oro,
Como una aurora boreal, inunda
El aire: rumor plácido y sonoro
De harpas lejanas la quietud profunda
De la noche harmoniza, y la fragancia
De la mirra trasciende por la estancia.
Un misterioso encanto indefinible
Por el Palacio y la ciudad se extiende,
Cuyo mágico efecto incomprensible
De su cámara regia se desprende,
Y en sueño delicioso y apacible
Sume la población, que no comprende
La celestial incógnita influencia
Que envuelve en tal deleite su existencia.
Cuanto aliento vital goza en Medina,
Fecunda en germen y en raíz vegeta,
Esta influencia mágica y divina
Á su poder recóndito sujeta:
Y bajo este poder que la domina,
En calma universal, en paz completa,
La tierra de Isabel goza ignorante
Las dichas del Edén por un instante.
De Jehováh el espíritu en tal hora
Al alma de Isabel se comunica,
Y del Señor la fuerza triunfadora
En su valiente corazón radica.
En su pecho magnánimo atesora
Santo fuego Azäel, y centuplica
El humano vigor que en él encierra
Dios, que la trajo á dominar la tierra.
El Ángel á quien Él ha encomendado
La grande empresa que á Isabel destina,
Se la acerca, su término llegado,
Y sobre el pecho de Isabel se inclina:
Y del Señor con el poder armado,
Va de la antorcha de la fe divina
Á encerrar de su pecho en lo profundo
Chispa capaz de iluminar el mundo.
Abrió Azäel sobre el augusto lecho
Sus dos nevadas alas, abarcando
De muro á muro el camarín estrecho
Y á Isabel bajo de ellas cobijando:
Y de su antorcha, que acercó á su pecho,
Una chispa con su índice arrancando
Que, al brotar, un relámpago produjo,
En el real corazón se la introdujo.
Á su contacto abrasador sintióse
Su corazón mortal regenerado,
Y su cuerpo de barro iluminóse,
Al fuego de la fe purificado.
El sér humano de Isabel cambióse
En más sublime sér divinizado,
Y comenzó á gozar con nueva esencia
Mejor que la mortal nueva existencia.
Al soplo de Azäel, que fecundiza
En su mortal naturaleza humana
Los gérmenes celestes, la ceniza
Voló de toda inclinación liviana;
Y de materia vil y quebradiza
Exenta ya su esencia soberana,
Dijo á Isabel el Ángel, con la palma
Sobre su corazón que late en calma:
«¡En el nombre de Dios, de su fe santa
»Prenda en tu corazón esa centella!
»En su nombre inmortal la Cruz levanta,
»Y convoca á tu grey en torno de ella.
»Espanto del Islam, bajo tu planta
»La frente infame de Mahoma huella:
»Astro de los cristianos, aparece:
»Dios en tu luz sagrada resplandece.»
Al poder de este acento sobrehumano,
Levantóse Isabel transfigurada
Y al ígneo corazón llevó la mano,
Al fuego celestial no acostumbrada;
Mas de misterio tal en el arcano
Por Dios al punto penetró inspirada,
Cuando al tender en su redor los ojos
Vió á sus pies á los ángeles de hinojos.
Entonces en su mente, prevenida
Por celestial intuïción, brotaron
Los pensamientos mil que en su guarida
Hasta entonces ocultos fermentaron;
Á su vista, por Dios esclarecida,
Del porvenir las nieblas se rasgaron,
Y, al sentirse por Él predestinada
Para rendirla, dijo: «¡Ay de Granada!»
Y al salir á las auras exteriores
Las harmónicas notas de su acento,
Se transformaron en fragantes flores,
Y en mariposas áureas sin cuento,
Y en pájaros de luz de mil colores
Los átomos vivientes de su aliento:
Los genios de Azäel los recogieron
Al brotar, y en el aire se perdieron.
«Partid,» dijo Isabel, sus transparentes
Formas perderse en el azul mirando:
«Partid, y al corazón de los creyentes
»Id con los ecos de mi fe llamando:
»Mis encendidos átomos vivientes
»Por mis ciudades id desparramando:
»Id en nombre de Dios, id por Castilla
»De mi fe derramando la semilla.
»¡Espíritu de Dios! ya en mí te siento:
»Ya señalarse en el cuadrante de oro
»De la honda eternidad veo el momento
»Propicio al Español, fatal al Moro.
»Heme pronta á tu santo llamamiento:
»Obedezco tu voz, tu ley adoro.
»¿Quién me resistirá de tu fe armada?
»Yo plantaré la Cruz sobre Granada.»
Dijo Isabel. Los átomos divinos
De su aliento, por Dios purificado,
Mensajeros de su alma, peregrinos
Por la región del aire purpurado
Ya con los arreboles matutinos,
Al término que Dios les ha marcado
Partieron.--Dios, haciéndoles fecundos,
Transforma leves átomos en mundos.

V
Antes que el sol su esplendorosa hoguera,
De la luz de los astros alimento,
Mostrara en el Oriente, su carrera
Misteriosa acabando en un momento,
De Castilla hasta la última frontera
De su Señora se esparció el aliento:
Y doquier que sus átomos posaron,
Chispas de fe, las almas alumbraron.
Al influjo de este álito divino
Regeneróse la Cristiana tierra
Con nuevo sér y cambio repentino;
Los nobles turbulentos, que con guerra
Doméstica ensangrientan su destino,
Sintiendo el nuevo sér que su alma encierra,
Sintieron sus alientos belicosos
Bajo instintos brotar más generosos.
El pueblo, por sus próceres armado
En pro de asoladoras banderías,
Contempló su valor desperdiciado
En contiendas inútiles ó impías;
Y, por la nueva fe iluminado,
Pensó en borrar de tan nefastos días
Con páginas espléndidas de gloria
Del libro de los tiempos la memoria.
El soplo de los ángeles fecundo
Inoculando la feraz semilla
De la fe de Isabel en lo profundo
Del alma de los hijos de Castilla,
La progenie evocó que, un nuevo mundo
Del mar buscando en la encontrada orilla,
Iba en sus carabelas viento en popa
Las llaves de otro mundo á traer á Europa.
Un vapor luminoso, perceptible
No más á los espíritus del viento,
Á la mirada de Satán terrible,
Y á las del Hacedor del firmamento,
Alfombra en punto tal la haz apacible
Del católico reino en tal momento,
Recibiendo sus pueblos, que en paz duermen,
De la celeste inspiración el germen.
De los jefes católicos, en sueños,
El generoso corazón se agita
Á impulso de presagios halagüeños
Que el soplo en ellos de Azäel excita.
Temerarios y heroicos empeños
Ya delirando cada cual medita,
Y, á la voz de los cielos obediente,
Pronto al combate cada cual se siente.
Uno entre todos, héroe futuro
De la conquista en que la Cruz se empeña,
Con el asalto de agareno muro,
Por Azäel arrebatado, sueña,
Y el fondo ve del porvenir obscuro
Que con la fe alumbrándole le enseña.
Es Ponce de León, el caballero
Mejor, en fe, y en armas el primero.
Él, de la ira de Dios rayo inflamado,
De su divina cólera instrumento,
El primero en su mente inoculado
Percibe de Isabel el pensamiento;
Como ella, por el Ángel instigado,
Penetrar en su sér siente su aliento,
Y que en él á su soplo se levanta
De la cristiana fe la llama santa.
Del corazón le advierten los latidos
Del invisible genio la presencia,
Y el placer con que gozan sus sentidos
El soberano bien de la existencia;
Y oye en su corazón, no en sus oídos,
Una voz que relata á su conciencia
De una era de fe, de honor y gloria
La venidera y encantada historia.
El ángel Azäel, ante sus ojos
Del negro porvenir el libro abriendo,
Con sangre escrito en caracteres rojos
Del Árabe le muestra el sino horrendo.
Mensajero se ve de los enojos
De Jehováh en Granada combatiendo,
Desplegado un momento ante su vista
El cuadro colosal de la conquista.
Él, de su panorama misterioso
Reconoce los sitios y figuras,
Y ve doquiera su pendón glorioso
Tremolando el primero en las alturas;
Siempre descubre su corcel fogoso
Recorriendo triunfante las llanuras
Que abandonan ante él los Africanos
Y que tras él ocupan los Cristianos.
La fiebre de su espíritu guerrero
Á este ensueño de gloria se enardece,
Y al envidiado honor de ir el primero
En su noble ambición se desvanece:
Y soñando que blande el ancho acero,
Que tira el primer golpe le parece,
Y el rudo brazo al descargar exclama:
«En honor de mi Dios y de mi fama.»
Poniendo entonces Azäel su mano
Sobre su ardiente y generoso pecho,
Díjole, del honor y la fe arcano
Su noble corazón dejando hecho:
«El primero serás: Dios soberano
»Acuerda á tu valor ese derecho.
»Levanta el grito y el pendón de guerra:
»Tala, rayo de fe, la mora tierra.»
Dijo Azäel: y abriendo en el ambiente
Sus alas de vapor, por un momento
Dejando tras de sí fosforescente
Rastro, perdióse en el azul del viento.
Despertó el Castellano de repente
La puerta oyendo abrir de su aposento,
Y presentóse en ella á Don Rodrigo
De un cristiano adalid el rostro amigo.
Es el valiente escalador Ortega,
De la guerra avezado al ejercicio,
Donde su vida cada día juega
De _escucha_ haciendo el peligroso oficio.
Del territorio de los Moros llega,
Y su presencia siempre algún servicio
Promete al de León, quien en campaña
Siempre de él se aconseja y acompaña.
Reconoció de Dios al mensajero
En él el pïadoso Don Rodrigo,
Y el gaje espera que le trae primero
De las promesas de Azäel consigo.
Incorporóse, pues, el caballero
Diciendo alegre:--«¿Qué me traes, amigo?
--Traigo una prenda que os dará gran fama:
Traigo una villa mora.--¿Cuál?--Alhama.»
--«¡Alhama! Es la más rica del Rey moro.
--Sí, señor: de su reino está en el centro.
--¿Dicen que en ella guarda su tesoro?
--Sí, señor: y yo de ella os pondré dentro.
--¿Sabes lo que prometes?--Nada ignoro,
Señor; mas cuando ofrezco es que me encuentro
En posición de dar. Venid conmigo,
Y sois dueño de Alhama, Don Rodrigo.»
--«Ortega, en una empresa tan osada
Es preciso que Dios guíe tu huella.»
--«La voluntad de Dios está marcada
Y nos la brinda á nuestra buena estrella.
Yo no me he contentado en mi emboscada
Con rondar por la noche en torno de ella;
Señor, yo he estado dentro de la villa:
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