Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2 - 4

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Alcaide de Jerez, que mató un toro
Dándole en el testuz un puñetazo.
Y no creas que es gente allegadiza,
Poco diestra en la lid y mal armada;
No, Muley, son guerreros avezados
Á pelear: ilustres por sus hechos
Y por su sangre generosa: todo
Cuanto encierra mejor Andalucía
De Castellanos capitanes. Mira:
¿Ves aquel joven cuyo bozo apenas
Sobre su labio superior apunta?
Bien puedes con el alba que esclarece
Divisarle, jinete en un morcillo
Que piafa de impaciencia: ese es un hijo
De aquel Conde de Cabra cuyo brazo
Teme no más Aly-Athár de Loja;
Es su hijo Don Martín, prez de la raza
De Fernández de Córdova. Aquel otro
Que monta un potro negro y que tremola
Un pendoncillo cárdeno en la lanza,
Don Pedro Enríquez es, Adelantado
Mayor de Andalucía. Toda entera
La tienes ya sobre tu reino: toda
Tiene la voz de alarma y se dispone
Para vengar á Zahara. ¡Ay de tu Alhama,
Que tienen ya por suya! ¡Oh! mira, mira:
Aquel que gana el caracol estrecho
Del torreón y baja á dar entrada
Á los que aguardan del postigo fuera,
Es el Comendador Martín Galindo,
Que ha jurado inmolar treinta Muslimes
Á la implacable sombra de un hermano
Muerto á sus pies por el Zegrí de Vélez.
Mira cómo ayudado de Estremera
Su escudero, y de Pedro de Valdivia,
Alcaide de Archidona, desatranca
Los pesados barrotes de la puerta
Y sube las cadenas del rastrillo.
Ya logró levantarle: ya una hoja
Franqueó del postigo: apresurados
Mira cómo por él se lanzan todos
Sedientos de oro y sangre ¡Aláh clemente,
Compadece á los Árabes! Escucha.
¿No oyes el repentino clamoreo
Que ensordece la villa? ¡Desdichada!
Su gente anoche se acostó tranquila,
Y en brazos de la muerte se despierta.
Mira aquel que en la torre de homenaje
De la alta ciudadela ha enarbolado
La bandera cristiana; oye cuál grita,
Agitando frenético los brazos,
¡Alhama por Castilla!... ya la tienen.
Mas no: mira los tuyos cómo acuden
Á la pelea: todavía es suya
La villa, y el castillo solamente
De los Cristianos es. ¡Aláh bendito!
Mira cómo coronan las murallas,
Una nube de flechas arrojando
Sobre los siervos de Jesús. ¡Cuál caen
Entre los muros de ambos fuertes! Cejan,
Se encierran otra vez en el castillo
La tierra con su sangre enrojeciendo.
¡Ah, leales Muslimes, degollados
Primeros que rendidos! Viejos, niños,
Mujeres, cuantos ciñen el turbante
Africano, pelean por su patria.
Mira, van á intentar una salida:
Ya están acorralados los Cristianos
En el castillo, y á su vez ahora
Van á ser los sitiados. No hay tronera,
Ni lucerna, ni almena, ni resquicio
Por donde asome un ojo castellano,
Que cubierto de dardos no se vea
En el instante mismo. Ya los tuyos
Comienzan á salir: mas ¡Cielo santo!
En tumulto, sin orden y sin jefe,
Como muchachos de una escuela salen.
¡Oh! van á ser pasados á cuchillo
Si los Cristianos dan en ellos. ¡Pronto
Desdichados! ¡atrás! ¡atrás! Es tarde.
Un lienzo de muralla derribando
Los Cristianos se lanzan de repente
Sobre su ciega multitud, y en ellos
Corno en ganados en redil se ceban.
Huyen: la puerta los de dentro quieren
Cerrar: mas se aproximan unos y otros
En confuso tropel: todo es en vano:
Todos al par se precipitan dentro.
Oye cómo á la avara soldadesca
Autorizan los jefes al saqueo,
Para animar sus bárbaros instintos.
¡Ira de Dios! La muerte por las calles,
Por las plazas, las casas y mezquitas,
Corre hambrienta de víctimas humanas
Y se harta de cadáveres. En vano
Unos pocos valientes, prefiriendo
La muerte al cautiverio, se resisten
Como leones del desierto. En vano
En tu regio _mirab_ encastillándose,
Ante el ara sagrada del Profeta
Forman una muralla con sus pechos.
Un impío Cristiano, una embreada
Tea aplicando á la dorada puerta,
Sopla la llama arrodillado, en tanto
Que otros con sus escudos le protegen
De los árabes tiros. Ya la llama
Prendió en la puerta cincelada: el humo
En espirales pardas culebrea
Por cima de los cascos: ya las chispas
Saltan á impulso del seguro soplo
De la adarga de cuero con que aventan
El incendio naciente, y ya rechina
La primorosa ensambladura hendiéndose.
Mira cómo abrasada se desploma
La mezquita y sepulta á los Muslimes:
Mira cómo el incendio se propaga
Por sus bazares y almacenes: mira
Las lagunas de sangre, en cuyo fondo
La voz de todo un pueblo degollado
Al justiciero Aláh contra ti clama:
Mira cómo el incendio, porque veas
Mejor, extiende en derredor su llama
Encendiendo á tu honor mortuorias teas:
Mira la cruz sobre el peñón de Alhama!....
Desventurado Rey, ¡maldito seas!....»
Dijo y calló la voz del nigromante;
De la frase final lúgubre el eco
En pavoroso són zumbó un instante
Bajo morisco artesonado hueco.
Un momento después la luz brillante
Se extinguió de las lámparas: un paso
Lento, más firme gravitó en la alfombra:
Sintióse en los tapices un escaso
Rumor.... y todo fué silencio y sombra.

IV
Despuntaba la luz de la mañana:
El sol, detrás aún del horizonte,
Tendía ya su resplandor de grana
Como un inmenso chal de monte en monte.
Alfombraba la escarcha las laderas
De los valles de Darro, y argentinas
Del árbol desprendíanse ligeras
Las perlas del rocío, á las primeras
Ráfagas de las auras matutinas.
Diáfana en fin la atmósfera, sereno
El cielo y quieto el aire, se anunciaba
Un día claro y de alegría lleno
Que al perezoso mundo despertaba.
En la loma del cerro abandonado,
Donde se eleva el torreón obscuro
Que al vulgo atemoriza, un hombre armado
Yacía al pie de solitario muro,
De espaldas en sus piedras apoyado.
Verde caftán de damasquina tela,
Cuyo valor y forma la elevada
Clase y poder del portador revela,
Cubría su armadura cincelada,
El calado antifaz de su celada
No permitiendo ver si duerme ó vela.
Allá en el valle y á la torre vuelto
De espalda, un negro y colosal Nubiano
Dormía echado en su alquicel envuelto,
Á precaución habiéndose revuelto
Las bridas de dos yeguas á la mano.
La hermosa raza del desierto en ellas
Se dejaba admirar, y en sus mantillas
De seda tunecí, y en las hebillas
De plata de su arnés, bien claras huellas
Se veían del lujo de su dueño,
Cuya venida retardaba acaso
Dulce el placer, ó descuidado el sueño.
El sol, apareciendo de repente
Tras de las cumbres de la helada sierra,
Derramó su esplendor sobre la tierra,
Y un rayo de su luz hirió el luciente
Casco de la armadura en que se encierra
El hombre que en la torre al pie del muro
Yace, su oculta faz dando al Oriente.
Su calor ó su luz, si es que dormía,
Le desvelaron: si aguardaba su hora,
Le avisaron puntuales que era día.
Entonces el armado, la pereza
Ó el sueño desechando, en torno suyo
Revolvió lentamente la cabeza:
Dió tensión á su cuerpo entumecido,
Y con señales claras de sorpresa
Reconoció el lugar: mas de la torre
Viéndose á los umbrales, como herido
De repentina idea, ó tal vez presa
De una locura, alzóse, y una gruesa
Piedra cogiendo entre sus brazos, corre,
Y con cuanto vigor halló en su pecho
Lanzándola en impulso bien medido
Contra el postigo de madera estrecho,
Le descuajó del quicio carcomido.
Cayó dentro la hoja levantando
Una nube de polvo, revocada
Por su hueco en espesa bocanada:
Al temeroso ruido, despertando
El negro que esperaba en la alhameda,
Volvióse con pavor: mas no vió nada
En medio de la densa polvareda.
Inmóvil el Nubiano contemplaba
Desvanecerse el polvo que impelido
Por el aura corría, y esperaba
Sin duda hallar detrás de su cortina
Aquel maldito torreón hundido
Y abrasada ó desierta la colina,
Cuando á manera de marmóreo busto
Que, abandonando su sepulcro, asoma
Del panteón á la puerta, vió con susto
Bajar hacia él por la empinada loma
Una radiante y colosal figura,
Tras sí dejando el torreón vetusto
Del cual la vió salir con gran pavura.
Ya para huir despavorido acaso
Las manos á la crin y el pie al estribo
Iba á llevar, cuando atajó su paso
La voz de su señor (cuya armadura
Brillaba al Sol con resplandor tan vivo
Que deslumbraba), y dándole el nativo
Nombre gritóle:--«¡Zil, pronto, á caballo!»
Y montando de un salto, á toda brida
Lanzó su yegua. Zil, como él activo,
Sacó en escape volador tendida
La suya de él en pos, y esclavo y dueño
Se hundieron de su rápida corrida
Entre el polvo, cual sombras de un ensueño.

V
Media hora después caía muerta
De fatiga á los pies de su jinete
La yegua del fiel Zil, ante la puerta
De la Alhambra: tras él Muley llegando,
Á contener la suya no bastando
Desenfrenada y en carrera abierta,
Con ella por el pórtico se mete.
Sujetaron á un tiempo veinte manos
Al fogoso animal: á tierra echóse
El fatigado Amir, y en medio hallóse
De su guardia de negros africanos.
Como una torva y rencorosa hiena
Que olfatea con ansia en el desierto,
Buscando el tronco del viajero muerto
Que enterró el salteador bajo la arena:
Tal el fiero Muley el zurdo paso
Enderezó á la torre de Comares,
Con el designio de manchar acaso
Con un nefando crimen sus hogares.
En su rostro, de cólera amarillo,
La decisión horrenda se leía
En su sangriento corazón forjada,
Y el infernal placer de su alma impía
En sus trémulos labios y en el brillo
Siniestro de su lúgubre mirada.
Los negros su furor adivinando
En su ademán y rostro descompuesto,
Paso le abrieron con temor callando:
Él, en vez de palabras, empleando
Un imperioso irresistible gesto,
Abrir mandó la cámara africana
Que sirve de prisión á la Sultana.
En sepulcral silencio, más terrible
Que la voz más furiosa, entró en la estancia,
De Comares Muley: con impasible,
Desdeñosa y sultánica arrogancia,
Serena faz y fulgurantes ojos,
Á Aixa halló que acercarse le veía
En pie y desafiando sus enojos,
Silenciosa como él, como él sombría.
Como audaz cazador que, asegurado
De la muerta leona, hallar espera
Sus cachorros sin riesgo, y confiado
Avanza hasta la oculta madriguera:
Mas en su boca lóbrega, imprudente
Los cachorros dormidos reclamando
Escarba, y con terror ve de repente,
Su ondulante espiral desarrollando,
Salir con un silbido una serpiente:
Tal se encontró Muley bajo la altiva
É imperiosa mirada de la Mora,
Á quien débil juzgó como cautiva
É insolente encontró como señora.
Miráronse un momento frente á frente
Aixa y Muley-Hasán: mas no hay quien pueda
La mirada arrostrar resplandeciente
De esta mujer, cuyo ánimo valiente
Tanta virtud como valor hospeda.
Con los brazos cruzados sobre el pecho
Preguntó al Rey impávida:--«¿Qué quieres?»
--«Tu hijo,» exclamó Muley.--«¡Qué imbécil eres!»
Repuso con desprecio la Sultana,
Dominando á Muley á su despecho.
«¿Cuándo has supuesto que albergado viva
»En el pecho viril de una Africana
»El villano temor de una cautiva,
»Ni el corazón servil de una Cristiana?
»Tú te olvidas que Dios Reina me ha hecho.
»¿Mi hijo á pedirme vienes? ¡Insensato!
»Libre partió: mas si seguir su huella
»Deseas, de ocultártela no trato.
»Corre á tu villa de Guadix, y en ella,
»De Dios y de tus pueblos con la ayuda,
»Alzado Rey le encontrarás sin duda.»
--«¡En Guadix!--dijo el Rey,--¡no lo he soñado!»
Y, de pavor mortal sobrecogido,
Ante la Mora en pie quedó aterrado,
Mudo é inmóvil, cual del rayo herido.
Ella le contempló por un instante
Sin comprender lo que por él pasaba:
Mas suponiendo que algo meditaba
Contra el fugado Príncipe, arrogante
Díjole, de él poniéndose delante:
«La bestia más feroz, jamás se encona
»Con sus hijos cual tú. ¿Qué esperar debo
»Del tigre que á sus hijos no perdona?
»Ya á todo yo por Abdilá me atrevo:
»Tigre, te encontrarás con la leona.
»De hoy, pues, no lograrás, feroz tirano,
»Ni tocar al menor de sus cabellos
»Sin que, cual tú feroz, mi regia mano
»Meta un puñal entre tu mano y ellos.»
Dijo, y una insolente carcajada
Soltó, la espalda con desdén volviendo:
No la volvió Muley ni una mirada
Ni la escuchó tal vez, sólo atendiendo
Á la duda fatal en que vacila:
Y la Sultana, hallándola entreabierta,
Con noble majestad pasó la puerta
Y á su cámara real fuese tranquila.
Vióla Muley el patio de la alberca
Cruzar, volviendo en sí: mas no dió un paso
Contra ella, ni el gesto más escaso
Hizo, aunque la guardia el patio cerca.
En silencio, los brazos sobre el pecho
Cruzados é inclinada la cabeza,
Á solas con su mal ó su despecho,
Presa permaneció por largo trecho
De ruin superstición ú honda tristeza.
Mas notando el Monarca de repente
Que sus guardias le estaban contemplando,
Miró á su dignidad, irguió la frente,
Y, cobrando su indómita fiereza,
Al patio se lanzó, donde llegando
Tendió la vista en derredor, ansioso
De encontrar una víctima á su saña.
En pie, junto á un pilar del peristilo,
Vió un hombre cuya cara le era extraña,
Pálido, ensangrentado, silencioso,
Y de torvo ademán, pero tranquilo.
Sonrió al divisarle, satisfecho
De hallar en quien la cólera del pecho
Descargar, y con calma aterradora
Fuese Muley á él. De pie derecho,
Contemplándole audaz, con ojo fijo,
El hombre le aguardó, y hasta él llegando
El iracundo Rey así le dijo:
--«¿Quién eres?»--«Nadie ya,» repuso el hombre.
De la ira Muley sintió la llama
Subirle al rostro, y de furor temblando:
«¿Tu raza, dijo, tu país, tu nombre?»
Y con acento de tristeza lleno
Al Rey el hombre contestó sereno:
«No tiene nombre ya, país no tiene,
»Ni familia ni tribu le reclama
»Por suyo aquel que, su país dejando
»Esclavo, huyendo de su patria viene
»Á contar el baldón con que se infama.
»Mi pueblo yace, Amir, muerto ó cautivo;
»Y él solo ves en mí que escapó vivo
»De la tremenda asolación de Alhama.»
Palideció el Monarca de pavura
Á esta nueva fatal: su mensajero
Sonrió con sardónica amargura
Así siguiendo:--«Amir, mi alma está pura
»De traición: combatí junto al primero:
»Mas cuando todo se perdió, mi escaso
»Aliento aproveché con la esperanza
»De poder, á tus pies llegando acaso,
«Pedirte, no favor, sino venganza;
»Pero no para mí: yo no la quiero:
»Sin honra y sin hogar morir prefiero.
»Alhama se perdió por tu abandono
»Y clamó contra ti su pueblo entero:
»Mas yo soy un creyente verdadero
»Y, en ti mirando á Aláh sobre tu trono
»En nombre de mi raza te perdono.»
Dijo el lëal; y con sublime calma
En su pecho la daga sepultando,
Expiró, buen Muslim, encomendando
Su venganza á su Rey, á Dios su alma.
La guardia de los negros, torva y muda,
Ante el cuerpo del último Alhameño
Lloró tal vez su bárbaro heroísmo:
Sólo insensible y enarcado el ceño
Permaneció Muley con faz sañuda,
Víctima de un segundo parasismo
De su pavor recóndito sin duda.
Reinó un punto el silencio más solemne:
Luego, hablando Muley consigo mismo,
Dijo:--«Sí, la verdad está perenne:
»La aparición..... Alhama..... ¡todo es cierto¡
»¡Y ÉL libre ya!--¡Confúndale el abismo!
«¡Más valiera al nacer haberle muerto!»
Y aquí el Rey, humillando la cabeza,
Prosiguió con hondísima tristeza:
«¿Conque el cielo y la tierra se han unido
»En contra mía por tan varios modos?»
Mas irguiéndola al punto con fiereza,
Dijo:--«Mas no dirán que me he rendido:
»Mientras vive Muley, aún no han vencido:
»Todos, pues, contra mí, yo contra todos.»
Y volviendo la espalda, á pasos lentos
Volvió Muley de su oriental palacio
Á entrar en los dorados aposentos
Donde Zil le siguió tras breve espacio.

VI
«¡Ay de mi Alhama!» en su palacio dijo
Muley, que aun suya en su dolor la llama:
Y el eco triste, de sus techos hijo,
Suspiró: «_¡Alhama!_»
Desde las torres del gentil palacio
Bajó en las brisas, y de rama en rama
Corrió los huertos y gimió el espacio:
«_¡Ay de mi Alhama!_»
Llegó hasta el vulgo la terrible nueva.
¿Quién pára el vuelo de la errante fama?
Su voz diciendo en la ciudad se eleva:
«_¡Ay de mi Alhama!_»
La turba ociosa, de pavor transida,
La aciaga nueva por doquier derrama:
Doquier repiten por donde es oída:
«_¡Ay de mi Alhama!_»
El ruin villano y el audaz guerrero,
El noble altivo y la orgullosa dama
Dicen, llorando con el pueblo entero:
«_¡Ay de mi Alhama!_»
Y el pueblo entero del palacio augusto
Corre á las puertas, y furioso clama
Con voz que impone á sus vivientes susto:
«_¡Ay de mi Alhama!_»
La guardia negra que á Muley defiende
«¡Atrás!» las picas enristrando exclama:
Se irrita el pueblo, y el clamor se extiende:
«_¡Ay de mi Alhama!_»
Las regias salas el motín conturba
Que en torno de ellas cual tormenta brama.
Y al grito tiemblan de la airada turba:
«_¡Ay de mi Alhama!_»
Muley no duerme: cinco mil guerreros
En quienes arde del honor la llama,
De sus legiones manda delanteros
Ir sobre _Alhama_.
Y al caer la noche, jineteando al frente
De hueste inmensa que la lid reclama,
Partió gritando con su armada gente:
«_¡Venganza á Alhama!_»
«_¡Venganza á Alhama!_» Repitió la plebe
Que al Rey valiente y vengador aclama:
«¡Aláh, le dijo, la victoria lleve
Contigo _á Alhama_!»
Mas ¿quién penetra en el destino obscuro
De su ancho velo por la espesa trama?
Voz misteriosa suspiró en el muro:
«_¡Ay de mi Alhama!_»
Eco siniestro, que la fe desmiente
De los Muslimes y á su Rey infama,
Toda la noche repitió doliente:
«_¡Ay de mi Alhama!_»
¡Tal vez las almas de los muertos, cuyos
Miembros sin tumba el agua desparrama
De los nublados, piden á los suyos
Tierra en _Alhama_!


LIBRO SEXTO


LAS TORRES DE LA ALHAMBRA

Más allá de la torre de Comares,
De la Alhambra rëal siguiendo el muro,
Recuerdo de los blancos alminares
De Damasco y esbelto cual seguro,
Dominando alamedas seculares
De frescas sombras y de ambiente puro,
Se alza un torreoncillo de arabesco
Estilo, aéreo, blanco y pintoresco.
Su cabeza gentil no se levanta
Coronada de sólidas almenas,
Ni su robusta construcción espanta
Con aspilleras de espingardas llenas.
Defiéndenle no más soledad santa
Y quietud misteriosa, y bien ajenas
De apariencia marcial, siempre cerradas
Sus celosías con primor caladas.
Tal vez despide al despuntar el día
En espirales mil humo de aromas
Cual pebete oriental su celosía:
Tal vez los ecos de las verdes lomas
Despierta por la noche la harmonía
De los cantos que exhala, y las palomas
Y aves, á quienes place su murmullo,
La aduermen con sus trinos y su arrullo.
Es esta torrecilla solitaria
Un sagrado alminar, y su clausura
Destinada no más á la plegaria
De la mañana, goza el aura pura
Del valle y la extensión y vista varia
De la vega feraz desde su altura.
Es el mirab del Rey do sólo él ora,
Y tal vez la mujer que le enamora.
Hoy, con escarnio de la Fe, le habita,
Transformando en harén de sus amores
El alminar de la oración bendita
Y en camarín de sueños tentadores,
Zoraya, la insolente favorita:
Destinando sus áureos miradores
De su ocioso mirar para recreo,
Para atalaya de su vil deseo.
Alcánzase desde ellos la sombría
Torre que guarda á la rival Sultana,
Y ella afanosa sin cesar espía
Desde allí la prisión de la Africana.
Por eso ocupa el mirador que impía
Con su presencia criminal profana:
Mas Dios á su rival tendió la mano
Y ya, libre Boabdil, la espía en vano.
Sobre campo y ciudad el delicioso
Mirab descuella como erguida palma;
Y es en verdad lugar maravilloso
Para elevar al Criador el alma,
Ya del alba temprana en el reposo,
Ya de la noche en la apacible calma:
Y el Moro y el Judío y el Cristiano
Ten desde allí del Criador la mano.
¡Quién no te cree, Señor, quién no te adora
Cuando, á la luz del sol en que amaneces,
Ve esta rica ciudad de raza mora
Salir de entre los lóbregos dobleces
De la nocturna sombra, y á la aurora
Abriendo sus moriscos ajimeces
Ostentar á tus pies lozana y pura,
Perfumada y radiante su hermosura!
Yo te adoro, Señor, cuando la admiro
Dormida en el tapiz de su ancha vega;
Yo te adoro, Señor, cuando respiro
Su aura salubre que entre flores juega:
Yo te adoro, Señor, desde el retiro
De esta torre oriental que el Dauro riega;
Y aquí tu omnipotencia revelada,
Yo te adoro, Señor, sobre Granada.
¡Bendita sea la potente mano
Que llenó sus colinas de verdura,
De agua los valles, de arboleda el llano,
De amantes ruiseñores la espesura,
De campesino aroma el aire sano,
De nieve su alta sierra, de frescura
Sus noches pardas, de placer sus días
Y todo su recinto de harmonías!
Yo te conozco ¡oh Dios! en los rumores
Que á este árabe balcón me trae el viento
Perfumado entre pámpanos y flores,
Y harmonizado con el grato acento
De las aves de Abril. Tantos primores
Producto son de tu divino aliento;
Porque á tu aliento creador se aliña
Con sus mejores galas la campiña.
Tú soplas ¡oh Señor! desde la altura
Y saltan los collados de alegría,
Y se cubre de flores la llanura,
Y se llenan los bosques de harmonía,
Y se aduermen las aguas en la hondura,
Y sin nublados resplandece el día:
Que en tus ojos la vida reverbera
Y es tu aliento, Señor, la primavera.
Y no hay región recóndita en el mundo
En donde más tu majestad se ostente,
Donde sea tu aliento mas fecundo,
Ni la tierra en tu prez mas diligente.
Señor, tú estás aquí; tú en lo profundo
Brillas aquí del corazón creyente;
Tú estas aquí; tu trono y tu morada,
Tras este cielo azul, sobre Granada.
Dame ¡oh Señor! de querubín aliento,
Porque pueda esta vida transitoria
Emplear en cantar con digno acento
En medio de este edén tu inmensa gloria:
Y al lanzar desde aquí mi voz al viento
Dando á Granada su oriental historia,
Purifique, Señor, mi arpa cristiana
El impúdico harén de una Sultana.


NARRACIÓN

I
Iba á dejar en brazos de las sombras
Á la tierra el crepúsculo: la vega,
El monte y la ciudad entre sus turbios
Vapores comenzaban á sumirse,
Y el ocaso, alumbrado todavía
Con desgarradas ráfagas de fuego,
Ultima luz que el sol reverberaba,
Teñía los collados con purpúreos
Resplandores de incendio. Á la cabeza
De su hueste Muley había apenas
Traspasado las puertas de Granada
Con dirección á Alhama, y en las torres,
En las murallas y altas azoteas,
Para verle salir, la muchedumbre
Se aglomeraba silenciosa y triste.
Sus alas ¡ay! sobre la gente mora
El genio del dolor tendido había;
Fatal presentimiento de amargura
Sus corazones lúgubre llenaba,
Y miraban tal vez indiferentes
De sus hermanos el socorro. Apenas
Algunos grupos de la plebe sórdida
Que al camino salieron vitoreaban
Pagados á Muley: ardid inútil
De política torpe que aumentaba
El desprecio del pueblo entristecido.
El rumor de los gritos desacordes
Confuso con las ráfagas llegaba
Hasta el alto mirab, en donde inquieta
Le escuchaba Zoraya tras las árabes
Labores de su espesa celosía.
Fijos los ojos, la mirada torva,
Presa de aquel fatal presentimiento
Que acaso con su atmósfera pesaba
Sobre la mora gente, la lectura
De su alméh favorita oía, empero
Sin escucharla. Á veces el oído
Hacia el rumor de la ciudad tendía,
Y la alméh se paraba, y en silencio
Quedaba el aposento hasta que vuelta
La favorita en sí decía «sigue»:
Mas desechados iban diez volúmenes
De distraer su espíritu incapaces.
Los peregrinos viajes y aventuras,
Los inspirados y divinos libros
Del Korán, las leyendas orientales
De los poetas de Damasco y Córdoba,
Desarrugar su ceño no podían
Ni atraer su atención; guerras, encantos,
Sueños, amores, himnos de alabanza
Á su propia hermosura dirigidos,
Pasaban por su oído resbalando
Como agua por encima de las rocas:
Y sin embargo, sus lecturas eran
En los célebres libros escogidas
De los más sabios escritores, siendo
Leídas con las gratas inflexiones
De una voz melodiosa, amaestrada
En el arte divino de la música,
Y en la recitación que alas de fuego
Presta á la encantadora poesía.
Á la luz de una lámpara de plata
Colocada en un trípode de concha,
La alméh, tomando el séptimo volumen,
Comenzaba á leer los puros versos
De Abú-Taleb-Abdel-Gebar, de Júcar,
Que cantó las victorias y virtudes
De los almorávides:--«Pasa, dijo
La impaciente Zoraya interrumpiéndola;
Otra leyenda busca;» y fué pasando
La alméh las hojas de su libro, en ellas
Sin posar su mirada la Zoraya
Diciendo distraída:--«¿Quién prosigue?
--Abí-Aly-Anás.--Pasa. ¿Quién otro?
--El faquí Zacaría.--¿De qué trata?
--Da consuelos al rey en la amargura
De sus pesares.--¿Cuáles eran?--Creo
Que él solo se salvó de una batalla.
--Lee: tal vez consolar logre los míos.
--Mas no me escuchas ¡oh Sultana!--Esclava,
Lee y obedece.» Prosiguió leyendo
La reprendida alméh y á su profunda
É inquieta distracción volvió Zoraya.
La deliciosa voz de la lectora
Resonaba en el cóncavo recinto
Del camarín, como el rumor continuo
De un arroyo que corre bajo el césped
Quebrando entre los guijos sus cristales:
Los harmoniosos versos del poeta
Árabe, recitados en su lengua
Riquísima, en los tonos é inflexiones
Dulces sin par del andaluz dialecto,
Resonaban en él inútilmente,
Y en su vacío espacio se perdían
Como el canto de un pájaro extraviado
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