Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2 - 9

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Alcázar de las flores,
¿Quién te dará alegría
Sin tus Señores?

VIII
Es alta noche ya: muda y desierta
Yace en tinieblas la oriental Alhambra;
Ni una luz en sus altos ajimeces,
Ni un paso, ni una voz en sus murallas.
Granada está á sus pies, como ella obscura,
Muda como ella, triste y solitaria:
Ni una voz en el fondo de sus calles,
Ni una luz en sus lóbregas ventanas.
El peso del dolor y de la afrenta
Y el ambiente letal de la desgracia
La tienen, más que en sueño sumergida,
En profundo sopor aletargada.
El duelo universal que la circunda
Los lamentos inútiles apaga,
Y se oyen los gemidos solamente
En la profunda soledad del alma.
Todo es silencio la morisca Corte:
Mas ¿quién no vierte en el silencio lágrimas?
Allí llora la madre por el hijo,
Por el hermano allí gime la hermana:
La esposa llora su perdido esposo,
Su cautivo galán llora la dama,
El amigo la suerte del amigo...
¡Noche horrenda y fatal para Granada!
Todos conocen la sangrienta historia,
Y á su vez la magnánima Sultana
Aixa, después de lamentarla, quiso
Con pormenores amplios escucharla.
La Madre de Abú-Abdil es una altiva
Matrona, digna de la edad romana,
Que en el momento de sentir las penas
Reflexiona que debe dominarlas.
Entregada á un dolor íntimo y mudo,
Todo el día pasó sola en su estancia;
Pero se dijo al fin: «Si está cautivo,
Pensar debemos en que libre salga.»
Y avisado Kaleb por un esclavo,
Subió de noche al silencioso alcázar,
Donde de oir la desastrosa historia
Le esperaba impaciente la Sultana.
«Habla, Kaleb, le dijo cuando á solas
Se hallaron: cuenta la fatal jornada:
Todo quiero saberlo en esta noche,
Y Aláh, Kaleb, me alumbrará mañana.»
Y he aquí que en el silencio de la noche,
Relatando Kaleb y oyendo Aixa,
En un salón del patio de Leones
En este punto de la historia estaban.

IX KALEB

«No era de día aún cuando empezamos
Á salir del barranco, donde á obscuras
Habíamos pasado aquella noche
En profundo silencio. Las hileras
De guerreros, cautivos y ganados
Que cruzaban el valle, parecían
Sobre las sendas cóncavas, movibles
Serpientes gigantescas, á la escasa
Claridad de los astros. Los enormes
Peñascos dibujaban sobre un cielo
Apenas azulado los contornos
Deformes de sus crestas, en las cuales,
Toda la noche oímos el siniestro
Graznido de los buitres, y el aullido
Temeroso del lobo, cuyos ojos
Veíamos brillar entre las matas.
Todos éramos hombres avezados
Á las escenas de la guerra; pero
Un no sé qué de pavoroso y triste
Nos encogía el ánimo en aquella
Melancólica noche, y caminábamos
En lúgubre silencio: parecía
Que iban á desplomarse los peñascos
Sobre nuestras cabezas, y queríamos
Salir cuanto antes del medroso valle.
Dimos por fin en la llanura: el alba
Comenzaba á clarear y distinguimos
Los almenados muros de Lucena.
Con los cautivos y la presa entonces
Mil peones dejando y cien jinetes,
Avanzamos, creyendo sorprenderla,
Sobre la villa. Abú-Abdil, seguido
De un escuadrón de jóvenes valientes
Y ansiosos de renombre, se metieron
Á escape por las huertas y arrabales.
Ni un sér viviente se encontraba en ellos,
Ni se abrió una ventana ni una puerta.
Prevenidos sus cautos moradores,
Se habían encerrado en el castillo.
¡Mas Aláh estaba allí!... Su faz airada
Brilló tras de los muros y, en el punto
En que tiñó la luz el horizonte,
Se cubrieron de cascos de cristianos,
Y una lluvia de dardos y de piedras
Cayó sobre nosotros: los clarines
Y tambores cristianos atronaron
El viento, y la bandera de Castilla
Se desplegó con insolente orgullo.
«¡Al asalto!» gritó con voz de trueno
El Rey Abú-Abdil, con una trompa
Haciendo la señal. En el instante
Se cubrieron de escalas las murallas,
Y los turbantes moros blanquearon
Envueltos con los cascos de Castilla
Encima de los cóncavos adarves.
¡Ay! Aláh estaba allí contra nosotros,
Sultana: era un león cada cristiano,
Y los genios impuros del abismo
Peleaban por ellos aquel día:
Sus hachas y sus mazas con horrible
Martilleo caían en las frentes
De los escaladores, y rodaban
Al foso con estruendo los cadáveres.
«Señor, dijo Aly-Athár á vuestro hijo
Que rugía de saña: es necesario
Retirar nuestra gente: prevenidos
Estaban, mas la tierra está tranquila
Y no han hecho señal las atalayas.
No tienen, pues, socorro, y con un sitio
De un solo día se darán.» Oyóse
Tocar á recoger, y comenzamos
Á cejar. Una niebla blanquecina
Traída por un viento de Occidente
Enlutaba la atmósfera, impidiendo
Ver á largas distancias. Los peones
Que custodiaban el botín, mirándonos
Volver, picaron las revueltas reses
Y comenzaron á marchar, creyendo
Ya abandonada nuestra empresa. Ahora
Dispénsame, Sultana, si el desorden
De mi dolor confunde mis palabras,
Porque de mis ideas el tumulto
No las deja mejor brotar del labio.
¡Ay! ¿cómo te diré lo que quisiera
Olvidar para siempre?»--Sofocada
Aquí la voz del Árabe, tomaron
Una expresión siniestra sus miradas;
Sus músculos temblaron sacudidos
Por interior agitación, su cara
Palideció, y al fin con hondo acento
Y en el dialecto gutural del África,
El lento é inharmónico relato
Continuó así de la fatal jornada,
Ora bajando el tono, ora elevándole
Conforme la pasión que le agitaba.
¡Y era espantoso de escuchar su cuento,
Y espantosas de ver sus exaltadas
Actitudes y gestos, inspirados
Por el rencor, la afrenta y la venganza!
«En medio de la niebla, como turba
De maléficos genios, los cristianos
Salieron á nosotros: no les vimos
Hasta que atravesados por sus flechas
Cayeron los Muslimes. Su caballo
Revolvió el Rey al punto, y todos dimos
La cara á aquellos perros, que salían
Por detrás á mordernos. Ya en desorden
Les teníamos puestos, cuando, el aire
Rasgando una trompeta castellana,
Nos sentimos cargar por la derecha
Por una tropa de jinetes: íbamos
Á volvernos allí cuando, en el monte
Que á nuestra izquierda se elevaba, oímos
Un clarín italiano, y cada encina
Brotó un cristiano caballero. Entonces,
Con tan distintas señas confundido,
Dijo Aly-Athár al Rey: «Esa trompeta,
Señor, es Italiana: el estandarte
Que traen aquellos otros no le he visto
En batalla jamás: el mundo entero
Creo que viene aquí sobre nosotros.»
¡Alahuakbar! ¡Sultana, estaba escrito!
Cejábamos lidiando, en la esperanza
De unirnos á los nuestros: mas al punto
De mirar hacia atrás, vimos que todos
Huían por los montes, torpemente
El inmenso botín abandonando.
«¡Volved, gritaba el Rey corriendo á ellos,
Volved, desventurados, y á lo menos
Sabed de quién huís.» ¡Voces inútiles!
Otro tambor, doblando en la angostura
Por donde huían, aumentó su miedo
Y dieron como ciervos espantados
Á correr por el valle. ¡Aláh potente!
Obligados á huir los que quedábamos
En rededor del Rey, le circuimos
Y volvimos la espalda, descendiendo
Hasta un angosto paso de la sierra:
Un pelotón de nobles Granadinos,
Caballeros leales que volvían
Á buscar á su Rey, en él hallamos
Protegiendo á los últimos peones
De nuestro bando. El Rey volvió la cara
Al llegar á la cóncava angostura,
Y en un estrecho llano deteniéndose
Nos dijo: «Retirémonos como hombres
Que ceden á la suerte, mas no huyamos
Como cobardes que la muerte temen.»
Y metiendo al caballo las espuelas,
Cargó sobre los perros Nazarenos
Que nos seguían: á ampararle todos
Nos lanzamos tras él, y los cristianos,
Desordenados al tremendo empuje
De los caballos árabes, nos dieron
Tiempo para ganar las angosturas
Donde en estrechas sendas imposible
Les era acometernos; y emprendimos
La peligrosa retirada á Loja.
Los enemigos, pronto rehaciéndose,
Entraron tras nosotros en la hondura
Pisándonos las huellas; cinco leguas
Combatiendo y marchando recorrimos
Hasta el valle fatal de Algarinejo.
Aquí el Genil, con las crecidas ancho,
Segunda vez detuvo nuestra marcha:
Nos arrojamos á vadearle y salvos
Nuestros caballos á sacarnos iban
Nadando vigorosos, cuando vimos
Con ira y con terror que, á la ribera
Bajando en rigurosa disciplina,
Salía á recibirnos en sus lanzas
Otro escuadrón cristiano, como un muro
De hierro levantado en el camino.
Su jefe, el gigantesco Don Alonso
De Aguilar, á su frente sonreía
Mirándonos salir de entre las aguas
Con placer infernal; yo le había visto
En mi cautividad y le tenía
Bien presente. Dió el grito de ¡Santiago!
Y aquel muro de hierro se nos vino
Como un témpano encima. La pelea
Fué horrenda. Con el agua á la cintura
Los más, mucha la ira, el suelo escaso,
Vinimos á las manos arrojando
Las inútiles lanzas y acudimos
Á los alfanjes y puñales; rojas
Iban á poco del Genil las aguas.
Yo peleaba junto al Rey: su brazo
Era un rayo: sus ojos chispeaban
Como carbones encendidos: sangre
Le brotaban los labios, que rabioso
Se mordía, y hendiendo, atropellando,
No con la voz, con el esfuerzo heroico,
Nos animaba á combatir sin tregua,
Para morir con honra ante su vista.
Mas he aquí que un cristiano que caído
Se halló bajo de mí, tal vez creyendo
Que era yo el Rey por mi caballo blanco,
Le cortó los jarretes; dió un bramido
El generoso bruto, y desplomándose
Cayó sobre mi cuerpo, en torno mío
Una laguna con la sangre haciendo
Que sus arterias rotas derramaban.
Pasaron sobre mí cien y cien veces
Amigos y enemigos, sin que fuera
Posible levantarme. Entonces, Aixa,
¡Aláh lo olvide! blasfemé, escupiendo
Al cielo sin piedad para los Árabes:
Y allí tendido, ahogado bajo el peso
De los que sobre mí cayendo iban,
Y recibiendo en mi lugar la muerte,
Á quien en vano á veces invocaba,
Vi caer á Aly-Athár, bajo el mandoble
De Don Alonso. Con la frente hendida
Á un tajo de su brazo formidable
Cayó, más sin soltar la cimitarra,
Aly-Athár en el río, y su cadáver
Las turbias ondas del Genil sorbieron.
¡En el Edén los justos le reciban!
Los que lidiar y perecer le vieron
Su muerte llorarán mientras que vivan.
Con él se hundió el valor de los Muslimes;
Cuarenta caballeros que lidiaban
Con el Rey, le dijeron á mi lado
Defendiéndole: «Sálvate: nosotros
Moriremos por ti. » Yo vi el semblante
De tu hijo, surcado por dos lágrimas,
Volverse á aquellos fieles caballeros
Y lanzarse otra vez en la pelea
Para morir con ellos. ¡Oh Sultana!
Tu hijo es un Rey valiente que combate
En la primera fila: es un Rey noble
Que defiende á los suyos; pero temo
Que sus tristes horóscopos se cumplan:
Dios le abandona á su fatal estrella,
Y por más que su aliento soberano
Prodigios hace de valor humano,
La fuerza de su sino le atropella.
Persuadido por fin de que era inútil
Ya su obstinada resistencia, tu hijo
Arrojándose al agua, á su corriente
Se abandonó: mis ojos le siguieron
Con indecible afán: le vi alejarse:
Le vi tocar en la ribera opuesta,
Vi caer su caballo moribundo,
Y le vi vacilante de fatiga
Meterse en un jaral: le creí salvo.
Mas ¡ay! á poco junto á mí sin armas
Le vi pasar, á la merced de un jefe
De quien iba cautivo. En su cimera
No había ya una pluma, ni una hebilla
Que encajara en su arnés, roto en cien partes.
Lleno de sangre y de sudor el rostro,
Reconocíle apenas: como un sueño
Le vi alejarse, y el pesar, la ira,
La vergüenza, el cansancio, me prensaron
De angustia el corazón... pasó una nube
De sangre ante mis ojos y, en la arena
Caer dejando la cabeza inerte,
Que para verle alcé, me eché sin pena
En los brazos del ángel de la muerte.»
Calló Kaleb y, el rostro con las manos
Cubriéndose, lloró. Torva, sombría,
La Sultana clavó sus negros ojos
En el suelo, las lágrimas apenas
Pudiendo contener que en las pupilas
Sentía aglomerársela, y gran trecho
Sin pestañear inmóvil se mantuvo,
Porque no se la huyeran de los párpados.
Tragóselas al fin, y sobre el hombro
Poniendo de Kaleb su mano ardiente,
Dijo: «Bien. ¿Y qué más?» El Moro alzando
La cabeza y mostrando su semblante,
Que surcaban las lágrimas, repuso:
«¿Qué más he de decirte? Anochecía
Ya cuando en mí torné. Tendí los ojos
En rededor: cubierta la ribera
Estaba de cadáveres: los buitres
Aguardaban la ausencia de la vida
De algunos que aun luchaban con la muerte
Para cebarse en ellos, y en las breñas
Aullaban ya los lobos. Mi caballo,
Con las postreras ansias revolcándose,
Se separó de mí, y á sus esfuerzos
Desesperados, de los cuerpos libre
Que pesaban sobre él, me había dejado
Libre también á mí. Tendí mis miembros
Entumecidos y probé mis fuerzas.
Al movimiento que hice, vi los ojos
De un Árabe tendido en mí fijarse.
Era el valiente Ben-Osmín; el pecho
Tenía atravesado por un dardo
Que no pudo sacarse, y expiraba
Con el valor sereno de los héroes.
Me conoció, y al verme en pie llamóme:
«Toma (me dijo el infeliz), si vives
»Y vuelves á Granada, da esa trenza
»De sus cabellos á Jarifa, y dila
»Que es mi sangre la sangre en que empapada
»Se la envío, y que ya no espere verme
»Sino en el Paraíso;» y alargándome
La trenza con la mano ensangrentada,
«Toma,» me dijo, y se tendió, cerrando
Los ojos para siempre. Apoderarme
Logró al fin de un caballo sin jinete,
Y echando por lo espeso de la sierra,
Corrí en un día lo que anduve en siete,
Hasta salir de tan infausta tierra.»
«¡Alahuakbar! Dios es de los destinos
Señor, exclamó Aixa. Ven mañana
Al trasponer el sol á este aposento:
Temo á los inconstantes Granadinos,
Y necesito meditar mi intento:
Mañana le sabrás.--Adiós, Sultana.»
Dijo Kaleb, y hacia la puerta un paso
Dió: mas al levantar de su cortina
El cairelado azul pérsico raso,
Permaneció Kaleb sin movimiento,
Cual si viera en la cámara vecina
Alguna aparición. Su macilento
Rostro volviendo á él, dijo la Mora:
«¿Qué es lo que tal admiración te inspira?»
Kaleb, ante su vista indagadora,
Descorriendo el tapiz, la dijo: «Mira.»

X
Más pálida que el mármol de la fuente
Donde apoya su brazo nacarino,
Más triste que la voz con que doliente
Gime en la costa el pájaro marino
Cuando cercano el temporal presiente,
En la ancha pila del jardín vecino
Contemplaba Moraima silenciosa
La triste imagen de su faz llorosa.
Suelto el cabello, que á merced del viento
Por los desnudos hombros ondulaba,
En el agua, al reflejo amarillento
De una lámpara de oro, se miraba.
Su cuerpo sin acción, sin movimiento
Sus enclavados ojos, semejaba
Su blanca y melancólica figura
Añadida á la fuente una escultura.
Á la luz que su lámpara destella,
Su rostro con asombro contemplaron
Aixa y Kaleb, y con callada huella
Á la infeliz Moraima se acercaron
Solícitos: mas ¡ay! inmóvil ella,
Ni les vió ni sintió cuando llegaron:
«Duerme, dijo Aixa que tenaz la mira:
--No duerme, dijo el Árabe: delira.»
Delirando, Moraima el ojo atento
De la taza de mármol no quitaba,
La imagen de su rostro macilento
Contemplando que el agua reflejaba;
Y al fin, con un suspiro y con acento
Cuya tristeza el alma traspasaba,
Con el mirar en ella siempre fijo,
Así á su imagen transparente dijo:
«¿Quién eres tú que pálida me miras
»Debajo de la trémula corriente?
»¿Quién eres tú que como yo suspiras
»Con triste faz y en ademán doliente?
»¿Eres algún espíritu que giras
»Por los senos del agua transparente,
»En pos del bien á quien perdido lloras,
»Y en el lugar en que se oculta ignoras?
»¡Ay! no le busques, sombra enamorada:
»No te fatigues más, alma perdida.
»Vete, sombra: ya amor no hay en Granada:
»Alma, vete: en Granada ya no hay vida.
»Mira: yo estoy también abandonada
»Como tú, y en el alma estoy herida:
»¡Ay! yo busco también á los que adoro
»Y el sitio en donde están como tú ignoro.
»Mas ¿por ventura buscas á tu esposo?
»¿Á tu padre tal vez? Los dos se han ido.
»El Cielo estaba obscuro y tempestuoso,
»Rugía el huracán cuando han partido.
»Iban á pelear: era forzoso:
»La tempestad allá les ha cogido...
»¿Padres y esposos buscas? ¡insensata!
»Míralos... el Genil les arrebata.
»Vete, pues: aún no han vuelto de Lucena.
»Mas ¿por qué así me miras, sombra vana?
»No me mires así: me causas pena.
»¿Quién eres?... mas ¿te ríes? ¡Ah villana!
»¡Tú eres alguna esclava nazarena!
»Sí, sí: ¡Tú eres la pérfida cristiana!
»Que me le hechiza el corazón ahora
»¡Con su infernal amor!... toma, traidora.»
Dijo y tiró la lámpara á la fuente:
Con hueco són al sumergirse en ella,
El agua helada salpicó su frente.
Quedó en tinieblas el jardín: la bella
Y enamorada aparición doliente
Se disipó, sintiéndose su huella
Primero del jardín entre las flores,
Y luego en los sombríos corredores.


LIBRO NOVENO


PRIMERA PARTE
Yo era ayer como luna llena y esplendorosa
y hoy soy como estrella que desaparece.
AZZ-EDDIN ELMOCADDESSI.


INTRODUCCIÓN

¿Qué sabe el corazón lo que desea?
¿Qué sabe de su mal ni su ventura?
Nada le satisface que posea:
Cuando no tiene, poseer procura;
No hay fealdad que, como ajena sea,
No tenga para si por hermosura:
No tiene bien que mal no le parezca,
Imposible no ve que no apetezca.
Tal anhela respetos y se infama:
Tal blasona de honor y se envilece;
Aquél cree que aborrece lo que ama,
Cree que repugna aquél lo que apetece;
Éste recoge lo que aquél derrama,
Consigue el otro lo que no merece;
¡Oh miserable corazón humano,
Como de polvo vil mísero y vano!
¡Mísero corazón que juzga eterno
Todo lo deleznable y quebradizo,
Y sumiso lo adora y lo ama tierno;
Que ciego, pertinaz, antojadizo,
Equivoca el Edén con el Averno
Y el milagro real con el hechizo!
¡Mísero corazón que diviniza
Todo lo que es como él polvo y ceniza!
¿Quién dijo: «no lo haré» que no lo hiciera,
Ni quién «no lo amaré» que no lo amara?
¿Quién hubo que por ver no se perdiera,
Ni quién que por burlar no se burlara?
¿Qué afición no empezó débil quimera
Y no acabó pasión que avasallara?
¡Mísero corazón que nada sabe,
Y de quien solo Dios tiene la llave!
Una carta, un recuerdo ó un suspiro
Hacen en sus instintos y aficiones
Tomar al corazón diverso giro,
Distinta fe, distintas opiniones.
Unas horas de ausencia ó de retiro
Cambian las simpatías en pasiones,
Y un dulce y solitario pensamiento
Da á una pasión volcánica alimento.
Una pasión que cambia nuestra esencia,
Una pasión que va con nuestra vida,
Que corroe voraz nuestra existencia:
Por cuyo ardiente amor todo se olvida,
El deber, el honor y la conciencia,
El padre tierno y la mujer querida:
Una pasión que forma nuestra suerte,
Nuestra fe, nuestra vida, nuestra muerte.
Y esa pasión preñada de misterios,
De crímenes tal vez é infamias llena,
Que pierde las familias, los imperios,
Que las almas sacrílega condena,
Es la historia de entrambos hemisferios:
Oña, Clorinda, Deyanira, Elena,
Cleopatra, Raquel, Dido y Lucrecia,
Son las de España, Italia, Egipto y Grecia.
¿Qué cosa empero es el amor? Se ignora.
Es un grande placer ó un dolor grave,
Que dicha ó mal eternos atesora.
¿Cómo viene ó se va? Nadie lo sabe,
Aparece y se extingue en una hora:
En ningún sér está y en todos cabe;
Los poetas le cantan y le cuentan:
Los pueblos le maldicen y lamentan.
Dios, sin embargo, dámosle no pudo
Como pasión desoladora y fiera,
Sino de la tristeza para escudo,
De esperanza y de fe como bandera.
Dios no creó el amor torpe y sañudo
Que desola, emponzoña y desespera,
Sino el amor feliz, íntimo y tierno,
Memoria y prenda de su amor eterno.
El hombre imbécil, cuya torpe mano
Mancha é impurifica cuanto toca,
Fué el que hizo de un instinto soberano
Una pasión desaforada y loca.
Del hombre ha sido el corazón villano,
Del hombre ha sido la profana boca,
Los que del dón mejor del alto cielo
Han hecho un germen de miseria y duelo.
De ella luego el infierno apoderado,
Contra el hombre volvió sus beneficios:
Hechizó al corazón enamorado
De su amor con los torpes maleficios:
Le arrastró con su amor desesperado
Á los más insensatos sacrificios,
Y le inmoló su honor, su fe, su calma,
Y, renunciando á Dios, vendió su alma.
Misteriosa pasión devastadora,
Inexplicable, incomprensible, insana,
Voy á lanzarme en tu región ahora.
Yo, en el templo de amor alma profana,
Yo, cuya inspiración amó hasta ahora
Las bellas sombras de la edad lejana,
Voy á hundirme en la sima en que se encierra
El infierno á que amor llama la tierra.
Pasión irresistible, cuya esencia
Se compone de hiel y fuego y lava,
Cuyo instinto feroz con complacencia
Al alma ve del corazón esclava,
Cuyo aliento letal de la existencia
Consume el germen y el vigor acaba;
Vil pasión de la fe competidora,
Tú sola puedes inspirarme ahora.
Ven, pues, á germinar en mi garganta
El secreto poder de los hechizos
Con que tu magia al universo encanta:
En mis palabras pon los bebedizos
Con que al amor tu espíritu amamanta,
Con que hace á los creyentes tornadizos;
Para cantarte, en fin, pon en mi seno
De tu esencia infernal todo el veneno.
Corazón de Boabdil, ante mis ojos
El libro pon de tu secreta historia;
Dame á leer los sueños, los antojos
Que te hicieron perder imperio y gloria,
Que de Dios te atrajeron los enojos,
Que mancharon tu vida y tu memoria,
Que te dieron al fin fatal y obscura
Muerte sin funeral ni sepultura.
¡Venid á mis conjuros!, yo os evoco,
Sombras enamoradas de Baena;
Almas á quienes dió por su amor loco
Lecho la eternidad, la vida pena;
Tú, hermosa, á cuyo amor faltó bien poco
Para abrazar traidor la fe agarena,
Y tú, africano Rey, cuya alma insana
Vendió su corazón á una cristiana.
Á la vida volved por un momento:
Recobrad vuestro sér á mi conjuro,
Vuestra faz, vuestra voz y movimiento:
Mas sólo lo poético y lo puro
De vuestro sér tomad, y al pensamiento
Mostraos á través del tiempo obscuro
Como fantasmas blancos y halagüeños,
Cual sombras puras de encantados sueños.


I
Descuella del castillo de Baena
La torre superior del homenaje
Sobre las otras torres de su fábrica,
Cual pino erguido sobre humildes sauces.
Compónese esta antigua fortaleza
De un vasto cuadrilátero que, iguales,
Flanquean cuatro torres, que en sus ángulos
Colocadas se ven y equidistantes,
Y á las que unen de robustos muros
Cuatro sólidos lienzos, según arte
Militar de aquel tiempo, coronados
De almenas, aspilleras y baluartes.
De cada lienzo en la extensión, esbeltos,
Cuatro torreoncillos sobresalen,
Que á la par que duplican la defensa,
Dan adorno á su fábrica elegante.
Estos lindos y aéreos torreones
Del muro en la mitad toman arranque,
Y en él apoyan sus ligeros cubos
Rematando en graciosas espirales,
Y, en el muro colgados, asemejan
Borlones de arabesco cortinaje,
Y sus cabezas almenadas, nidos
De cigüeñas y de águilas rëales.
En medio de esta fábrica se eleva
La torre principal, de la que parten
Cuatro arcadas que, uniéndola á los muros,
Su comunicación mantienen fácil.
Dividida en dos cuerpos esta torre,
Concluye el inferior en un adarve
Sobre el que cuatro puentes levadizos
Dejan aislada la maciza base:
De modo que si en caso de un asalto
Los muros exteriores se ganasen,
Aun quedarán sus bravos defensores
Señores de su centro inexpugnable.
Del cuerpo superior se alza orgullosa
La cabeza magnífica y gigante,
Ceñida de almenados torreones
En que ondea de Cabra el estandarte:
Y le cerca, partido por los puentes,
Hermoseando los sólidos adarves,
Un cinturón de huertos y jardines,
Copia gentil de los pensiles árabes.
Recreo de sus nobles Castellanos,
Cuando tiempo les dejan sus afanes
Guerreros ó políticos, en ellos
Se entregan á domésticos solaces.
La Condensa de Cabra al fin del día
Á sus floridos cenadores sale,
Y sus hijas en ellos de preciosas
Plantas cultivan tiestos á millares.
Y desde lejos á las dos hermanas
Viendo vagar entre sus flores y árboles,
Tal vez las cree el patán supersticioso
Del castillo los genios tutelares.
Tal es la fortaleza de Baena
Cuya historia es famosa en los romances,
Y á cuya antigua fábrica del mío
La descosida narración nos trae.


II
Es una noche clara en que ilumina
El firmamento azul la luna llena,
Con esa luz templada y argentina
Que extiende por la atmósfera serena
Un velo de fantástica neblina.
Las torres del castillo de Baena
Vense á su tibia claridad distintas,
Tomando en ella nacaradas tintas.
En paz reposa el señorial castillo;
Todo tranquilo en su recinto calla:
Del vigía que vela en el rastrillo
Y el centinela puesto en la muralla,
De las móviles armas radia el brillo:
Todo cerrado y barreado se halla;
No hay más que una ventana que no encaje
En la torre feudal del homenaje.
De ella asomado á la robusta reja
Contempla la campiña un prisionero,
Y á su ánima vagar por ella deja,
Dando un solaz mezquino y pasajero
Al rudo afán que el corazón le aqueja,
Y al pie de su ventana un ballestero
Vigila en el adarve, murmurando
La estrofa de un cantar de cuando en cuando.
Mas no es tan sólo al campo á lo que mira,
Sin duda, el melancólico cautivo;
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