Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2 - 6

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Á quien amor no adormía,
En lugar de ellos abría
Sus ojos con avidez.
Aixa, la altiva Sultana,
Celosa de su derecho,
Fué una mañana á su lecho
Como un ensueño fatal.
Abrieron sobresaltados
Los dos Príncipes los ojos,
Y ella, respirando enojos,
Dijo con voz sepulcral:
«Aquel á quien Dios destina
»Á ceñir una corona,
»Sus derechos no abandona
»Sino por orden de Dios.
»Hijo de Reyes, despierta:
»Rompe tus amantes lazos
»Y tiende el alma y los brazos
»De tu real corona en pos.
»Y á ti, flor silvestre y pálida
»De los peñascos de Loja,
»¿Por ventura te se antoja
»Que no hay más ley que el placer?
»¿Crees que tus ojos de cielo,
»Tu alma y tu tez de nieve,
»El dote son que traer debe
»Á un Príncipe una mujer?
»Pues te engañas: la que espera
»Dominar como Sultana,
»Necesita un alma entera,
»Con más altivez que amor.
»Despertad pues; los lobeznos
»De la torpe renegada
»Giran con planta callada
»De vuestro trono en redor.»
Abú-Abdilá, de su madre
Hecho á la exacta obediencia,
Tras ella sin resistencia
Del aposento salió:
Moraima, sobrecogida
Por la plática severa
De aquella Reina altanera,
Quedóse sola y lloró.
«¿Qué me importan á mí, dijo,
»Su poder y su corona?
»Lo que mi amor ambiciona
»Es no más su corazón;
»Y si éste me lo arrebatan
»Por el gobierno y la guerra,
»¿Qué me dejan en la tierra
»Á mí, sin regia ambición?»
¡Pobre niña! el joven Príncipe
Empezó desde aquel día
Á dejar su compañía
Y su cámara á dejar:
Venía por él su madre
Apenas el sol rayaba,
Y hasta que el sol se ocultaba
No le veía tornar.
Entonces, aunque volvía
Alegre y enamorado,
Volvía tan fatigado,
Tan hambriento y sin vigor,
Que en la mesa devoraba
Y se dormía en el lecho,
Cual si no hubiera en su pecho
Ni corazón ni calor.
Moraima, en su seno amante
Colocando su cabeza,
Contemplaba con tristeza
Su rostro franco y leal,
Que empezaba en el reposo
De su fatigado sueño
Á adquirir un torvo ceño
Que no le era natural.
«¿Qué hará? ¿Dónde irá? (decía
»La pobre niña) ¿Qué afanes
»Más propios para gañanes
»Me le cansarán así?
»Si tanto cuesta á los Príncipes
»Guardar su trono, ¡pluguiera
»Á Aláh que pastor naciera,
»Sin esperar más que en mí!»
Y una mañana, Moraima,
Un sueño tenaz fingiendo,
Fué desde lejos siguiendo
Á la Reina y á Abdilá,
Y vió que, cruzando apriesa
De los muros el espacio,
Se salieron del palacio
Al bosque que al río da.
Corrió al oratorio regio
Que domina su enramada,
Y vióles á una esplanada
Tras una loma llegar.
Allí esperaban tres hombres
Hasta los dientes armados,
Con caballos ensillados
Y en guisa de pelear.
Ciñóse una jacerina,
Embrazó una recia adarga,
Asió de una lanza larga
Y cabalgó Abú-Abdil.
Salió el caballo botando:
Moraima tembló de gozo
Y miedo al verle tan mozo,
Tan armado y tan gentil.
Cabalgaron uno á uno
Los otros tres: apartóse
La Sultana, y preparóse
La escaramuza. Abdilá,
En medio de la esplanada
Y de los tres circundado,
Á la suerte preparado
Inmóvil y atento está.
Dió la señal la Sultana,
Y empezaron los guerreros
En torno de Abdil mañeros
En círculo á galopar,
Á cada vuelta estrechándole;
Mas, como un chacal atento,
Espiando él un momento
Su línea para salvar.
Sereno sobre su silla,
Con mirada centelleante
Espía un propicio instante
En liza tan desigual,
En tanto que en torno suyo
Van los tres caracoleando,
Á cada vuelta cerrando
La peligrosa espiral.
Giraba él en ellos puesta
La vista: por todas partes
Hallaba un arma funesta
Dirigida contra él.
Vió al fin que un potro rebelde
Se mostraba, y contra él hizo
Un amago: espantadizo
Encabritóse el corcel.
Hirió y arrancó, del círculo
Dentro, á escape jineteando,
Y á alguno siempre amagando
Con incierta rapidez;
Desigualó las distancias
Ciando, hiriendo y salvándose,
Y fué el círculo ensanchándose
Más y más de cada vez.
Ya sobre un lado fingía
Caer y sobre otro daba:
Ya al escape se tendía:
Ya diestro en firme paraba:
Ya de todos tres huía,
Y á todos tres amagaba
Y á salvo doquier hería
Con certera agilidad:
Hasta que romper logrando
La línea que manteniendo
Iban los tres, trabajando
Sobre el círculo y abriendo
Más sus distancias, girando
De repente, salió huyendo,
Un breve espacio ganando
Con extraña habilidad.
Cubierto entonces, tendido
Sobre su silla de pechos,
Comenzó á alargar los trechos
De unos á otros, y fué
Cargándoles uno á uno:
Con lo cual, hecha la suerte
De aquel combate moruno,
Echaron á tierra pie.
Moraima, que de lo alto
Miraba la escaramuza,
Á cada embestida y salto
Temblando por Abdilá,
Solamente sostenida
Por su ansiedad, en el mármol
Se sentó desvanecida
Al verla acabada ya.
Volvióse luego á su cámara.
¡Ay! todo lo comprendía:
Abdilá pasaba el día
Lección de armas en tomar.
Al fin lograba la madre
Hacer de su hijo un guerrero,
Tornándole áspero y fiero,
De su cariño á pesar.
Dos lunas después, por fruto
De este acendrado cariño
Dió Moraima á luz un niño
Que el porvenir la doró:
Y el Rey, un año más tarde,
Al prender á la briosa
Aixa, de Abdilá la esposa
En su torre encarceló.
Tal es su historia. Moraima,
La más triste de las moras,
Pasa allí sus largas horas
En silencio y soledad.
Moraima, que de su esposo
Encadenada á la huella,
Con él de su mala estrella
Parte la fatalidad.
La hermosa Sultana, pálida
De tez, mas de alma encendida,
Es la que está distraída
En su ajimez oriental.
Sabe que Abdilá está en salvo,
Mas pronto que vuelva espera
Á buscar la compañera
De su destino fatal.
Y vendrá: también lo sabe
Cuando al ajimez se asoma;
Lo sabe, sí: una paloma,
Mensajero fiel de amor,
Por mano desconocida
Enviada hasta su ventana,
Trajo un día á la Sultana
Un papel consolador.
Un Africano, jinete
Sobre mi corcel del desierto,
Llegó al camino encubierto
Sobre el que la torre da
Con temeraria osadía,
Y atada á un cordón de seda
La alzó hasta la celosía
Diciendo: «Abrid á Abdilá.»
Al ruido que en ella hicieron
Las alas de la paloma,
Abre Moraima y se asoma,
Y, asiéndola con placer,
Mira al audaz que esto osara:
Mas él huyendo, por única
Despedida, en voz muy clara,
Dijo: «Dios y Aly-Mazer.»
Su pronta vuelta anunciaba
Del Príncipe la misiva:
Desde entonces la cautiva
Cada noche le aguardó:
Y aislada en aquella torre
Y sin amigos por fuera,
Á Aly-Athár y á Abdil espera
Como el papel prometió.
El modo, el día... lo ignora:
Espera que se los traiga
La fortuna protectora,
Y espéralos con afán.
Mas no está sola Moraima
En su torre: hay otros seres
Que distracción y placeres
Y pruebas de amor la dan.
Consigo (sin los que aguarda)
Tiene entera su fortuna:
Su hijo que duerme en la cuna,
Su nodriza, esclava fiel,
Y un negrito enano y mudo,
Que inteligencia destella,
Distracción única de ella
Y ocupación sólo de él.
Ligero como una corza,
Sagaz como una serpiente
Y audaz como diligente,
Todo lo escucha y lo ve.
Leal como un falderillo,
Pero con bríos de alano,
Doquier se tiende el enano
De su hermosa dueña al pie.
Mudo, jamás incomoda
Con plática inoportuna,
Pero no hay idea alguna
Que no sepa él expresar.
Los guardas le dejan libre
Teniéndole por salvaje,
Y no hay más astuto paje
En el reino de Alhamar.
Ni su forma es repugnante
Por sus defectos nativos,
Ni sus gestos expresivos
Mohines ingratos son:
La gracia de su sonrisa
De modo su rostro alegra,
Que se lee tras su faz negra
El placer del corazón.
Nada hay en él que amedrente,
Nada en su exterior que extrañe;
Nada en su interior que dañe;
Ni expresa su negra faz
La envidia, el pesar ó el odio
Que otros seres imperfectos
Abrigan con sus defectos
En su alma uraña y falaz.
No al ver la ajena hermosura
Su deformidad deplora;
Ve la hermosura y la adora
Con sincera admiración;
Sér mezquino en proporciones
Le formó naturaleza,
Mas bajo negra corteza
Le dió blanco el corazón.
Ve en Moraima el infortunio
Y leal la compadece;
Ve la hermosura, y se ofrece
Del débil y hermoso sér
En servicio: y admirando
La beldad sin pesadumbre,
Acepta su servidumbre
Como justa y con placer.
Amigo, juglar y esclavo,
Empléase en todo oficio
Y abarca todo servicio
De interior utilidad.
Entretiene la tristeza
Con sus juegos de destreza,
Y penetra con su instinto
La exterior seguridad.
Tal es la real servidumbre
Que asiste á la hermosa Mora
En la prisión en que llora,
Corta y débil, pero fiel.
Tal es el mejor amigo
De Moraima, el Nubio enano
Que de su amparo al abrigo
Vive, y se llama Kaël.
Ahora, y mientras Moraima
De tristes memorias presa
En recuerdos se embelesa
Asomada al mirador,
Duerme el negrillo á la sombra
Del lecho de la nodriza
Sobre el paño que tapiza
El alhamí en derredor.
Todo calla: permanece
Inmoble al balcón Moraima:
La noche se lobreguece,
Ausente la luna ya.
Ni una estrella en el espacio:
Todo es silencio y tinieblas
Dentro y fuera del palacio;
Mudo el universo está.
He aquí que, como avisado
Por algún sér misterioso,
El negrillo desvelado
La cabeza enderezó,
Y con la boca entreabierta,
Sin alentar, y clavados
Los ojos sobre la puerta,
Por un instante quedó.
Nada se oía: el instinto
De su raza le advertía
Un riesgo que todavía
Se escapaba del poder
De los sentidos: sólo era
Voz de su presentimiento,
No voz, rumor ni lamento
Que oirse pudiera hacer.
Él, empero, á deslizarse
Comenzó sobre la alfombra,
Llegando como una sombra
Hasta la puerta exterior:
Mas al pegar al encaje
De sus hojas el oído,
Le hirió otro distinto ruido
Que entró por el mirador.
Volvió un punto á su absoluta
Inmovilidad, tendiendo
La cabeza y conteniendo
La respiración Kaël.
Alumbró luego un relámpago
Su mirada inteligente,
Y al lejos confusamente
Se oyó trotar un corcel.
Sacó de su arrobamiento
Su rumor á la Sultana,
Que intentó con ansia vana
Las tinieblas penetrar.
Kaël, por las colgaduras
Trepando á la celosía,
Se puso el són que traía
El aire libre á escuchar.
Tal vez era algún viajero
Que á ver venía á Granada,
Tal vez algún mensajero,
Acaso algún mercader
Que, deseando temprano
Ganar la alcaicería,
Llegaba á la Alhambra ufano
Aun antes de amanecer.
Todavía no pisaba
El camino que circunda
De la Alhambra la alcazaba
Sombría, cuando Kaël,
De la ventana saltando
Con agilidad salvaje,
Corrió á la puerta, aplicando
El oído á su cancel.
Moraima, á sus pantomimas
Y señas acostumbrada,
Con impaciente mirada
Explicación le pidió.
Kaël, pasando una mano
Alrededor de su frente
É irguiéndose altivamente,
Á Aixa por allí anunció.
¿Y el caballo? preguntóle
La bella Mora temblando;
Y al mirador señalando
Y con los brazos Kaël
De un ave imitando el vuelo
Y leer ansiosamente
Fingiendo, trajo á su mente
La paloma y el papel.
Moraima, aún no asegurada
De comprenderle, le hizo
Su pregunta reiterada,
Y él sus señas repitió.
Lanzóse ella á la ventana,
Mas detúvola él á punto
Que á la misma puerta junto
La voz de Aixa resonó.
--«Abre»--en su imperioso tono
Dijo con alguno hablando:
Y ante ella el portón girando,
Pareció bajo el dintel.
Ante su rostro severo
Calló Moraima, inclinándose,
Y fué á hacerla, prosternándose,
Larga _zalema_ Kaël.
Con una antorcha un esclavo
Seguía de Aixa la huella;
Cerró la puerta, y en ella
Quedóse el esclavo en pie:
Sin fijar la vista apenas
En Moraima, la Africana
En silencio á la ventana
Con paso altanero fué.
Mas no bien á su antepecho
Tocó, cuando al pie del muro,
Sobre el arrecife obscuro
Trotar al corcel se oyó.
Asomóse Aixa: el caballo
Paró en firme: cesó el ruido,
Y un ruiseñor, sorprendido
Tal vez al huir, silbó.
Sacando entonces del seno
Aixa un torzal muy delgado
Que tiene un plomillo atado
Á una punta, dijo:--_va_,--
Y por el balcón lanzóle
Prestando el oído atento.
Después de un breve momento,
Dijeron abajo:--_ya_.
Recogió el torzal la Mora,
Y de la bujía al brillo
Fué á examinar un anillo
Que volvía atado á él.
Él es--dijo--y una llave
En vez del anillo atando,
Tornó á arrojarle, tornando
Á oirse trotar el corcel.
Reinó un silencio completo
Por un instante. Moraima,
Con el corazón inquieto
Miraba á Aixa, sin osar
Interrumpirle: la esclava
Con el infante dormía,
Y el enanillo escuchaba,
Como Aixa, sin respirar.
Quietos, atentos, callados,
Parecían esculturas
Ó seres que allí encantados
Un Genio paralizó.
Confuso luego y lejano
Comenzó un rumor á oirse,
Que cada vez más cercano
Por grados se acrecentó.
Al principio fué un susurro
Suave, como el soñoliento
Rumor que produce el viento
Entre las hojas: después
Pareció que muchas voces
Hablaban en el camino
Por lo bajo, y al fin vino
El són claro tal cual es.
Ruido de pasos unidos,
Iguales y acompasados,
Pasos de muchos soldados
que avanzan con rapidez:
Y Moraima, no pudiendo
Contenerse, adelantóse
Á par de Aixa y asomóse
En silencio al ajimez.
Quitó la antorcha al esclavo
Y, asiéndose al cortinaje,
Al labrado barandaje
Trepó con ella Kaël.
Sacóla sobre el camino,
Y su roja llamarada
Reflejó en la gente armada
Que descendía por él.
Como una inmensa serpiente
Que se arrastra en la pradera,
Así su movible hilera
En torno ciñendo va
Del regio alcázar el muro,
Hasta sumirse en lo obscuro
De la bóveda excusada
Que sobre el camino da.
Subterráneos pasadizos
Que en los cimientos macizos
Labrar mandó de la _Torre_
_De los picos_ Alhamar,
Dan á una puerta de hierro,
Cuya boca honda y callada
No se cansa aquella armada
Muchedumbre de tragar.
Tal vez la traición ó el oro
Franquean aquella puerta,
Puesto que en silencio abierta
Da paso al largo cordón
De armados, que en ella se hunde
Cual procesión de fantasmas
Que unas en otras confunde
Febril imaginación.
Con fiebre á su vez las veía
Deslizarse una tras otra
Moraima, y no se atrevía
Á la Reina á interrogar,
Quien con altanera calma
Y semblante satisfecho,
Desde el calado antepecho
Las contemplaba pasar.
Como vagas creaciones
De un sueño, en el subterráneo
Jinetes tras de peones
Se hundieron: volvió el cancel
De la poterna á cerrarse,
Y tras él, desde la altura,
Del arrecife á la hondura
Lanzó su antorcha Kaël.
Entonces Aixa, volviéndose
Á Moraima, por la mano
Asiéndola y con ufano
Semblante detrás de sí
Llevándola, el aposento
Cruzó con ella callada
Hasta ponerla á la entrada
De su oriental alhamí.
Allí, del lecho que parte
Con su nodriza el dormido
Hijo de Abdilá, corrido
Teniendo ante ella el tapiz,
La dijo:--«Ahora, hija enteca
»De un árabe, débil planta
»De savia fría, levanta
»Con orgullo la cerviz.
»El sol que tras de la sierra
»Se elevará esta mañana,
»Te saludará Sultana,
»Pese el sangriento Muley.
»Encrespa, pues, tu flotante
»Melena rubia, leona
»Real, porque tu tierno infante
»Es desde hoy hijo de un Rey.»
Dijo, y comprendiólo todo
Moraima en aquel momento:
Mas aunque libre y contento
Dentro su pecho saltó
Su corazón, ante el vano
Orgullo de soberano
Ni aun el latido más leve
En holocausto ofreció.
Abrazó, con sus caricias
Despertándole, á su hijo:
Mas únicamente dijo,
Con inquietud juvenil,
Volviéndose á la Africana:
--«¿Pero supongo, Sultana,
»Qué me ha traído esa gente
»Á mi esposo Abú-Abdil?»
Miróla Aixa como un águila
Mira, dejándola ir viva,
Á una alondra fugitiva
Que encuentra por su región,
Con esa mirada propia
De los seres colosales
Que á los débiles mortales
Sólo otorgan compasión.
Criaturas fuertes, y almas
Todas vigor, que calculan
Por el que ellas acumulan
El vigor de las demás:
Almas en quien arde virgen
La luz de su fe divina,
Mas para quien no ilumina
Su luz la tierra jamás.
Seres dueños de los ímpetus
De las terrenas pasiones,
Que juzgan los corazones
Del suyo por la virtud,
Y que siguen inflexibles
El carril de sus deberes,
Creyendo á todos los seres
Con su firme rectitud.
Seres que nacen en tiempos
Indignos de ellos; de gente
Que arrastra cobardemente
Su existencia terrenal:
Seres que bajo su siglo
Se sepultan con fiereza,
Sin humillar la cabeza
Ante su siglo fatal.
Tal fué Aixa y tal la fría
Mirada que echó á Moraima
Que trémula la sentía
Sobre su frente pesar:
Tales estas dos mujeres
Iguales sólo en fortuna:
Débil cual las flores una,
Otra fiera como el mar.
El silencio de un momento
Que produjo esta mirada
Kaël con un movimiento
De alegría interrumpió.
Corrió á la puerta, el oído
Á sus hojas aplicando,
Y ufano á los pies saltando
De su señora volvió.
Pasos presurosos, rápidos
Por los jardines se oían,
Y luces se percibían
De los vidrios á través:
Aixa exclamó:--«Ahí le tienes:
»Por suerte no es tan villano
»Que como un perro cristiano
»Venga á tenderse á tus pies.»
Dijo: mas ya no la oía
Moraima, que entrelazados
Sus bellos brazos tenía
Al cuello de Abú-Abdil:
Y el viejo Aly-Athár, que entraba
Detrás del Rey, de su hija
Embebido contemplaba
El arrebato infantil.
Ella, soltando al esposo,
Corrió á los brazos del padre,
Que los abrió cariñoso,
Y olvidando la ocasión
En que se encontraba, en ellos
La levantó como á un niño
De su paternal cariño
En la expansiva efusión.
Hasta los negros esclavos
Que alumbraron tal escena
Su emoción con harta pena
Pudieron disimular.
Aixa tan sólo inactiva
Y silenciosa á sus brazos
Con circunspección altiva
Dejó á Abú-Abdil llegar.
Y le abrazó: más diciéndole:
«Abdil, ya estás en el trono:
»Tuyo es, y el cielo en tu abono
»Contra la injusticia está:
»Piensa, empero, que Aláh es justo
»Y que con airada mano
»Quita el trono al Rey villano
»Lo mismo que se le da.
»No olvides que á la fortuna,
»De los valientes amiga,
»Sólo el valiente la obliga
»Y huye del cobarde vil.
»Como hombre, pues, sube al trono;
»Mas si Aláh al fin te abandona,
»No bajes de él sin corona,
»Sino sin cabeza, Abdil.»
Diciendo así, la Africana
Abandonó el aposento,
Y ocupáronse al momento
Los fuertes por Abdilá,
En el silencio nocturno
Sorprendiendo á los soldados
Á quien los dejó fiados
Muley, que hacia Alhama va.

IV
El sol, al asomar por el Oriente,
Del Rey Abú-Abdil vió la bandera
Flotar sobre la Alhambra y por su gente
Guarnecida á Granada. Nueva era
Comenzaba á correr, y alegremente
Corrió la muchedumbre novelera,
Al vencido Muley abandonando,
Del nuevo Rey á acrecentar el bando.
¡Clemente Aláh, cuya potente mano
Los imperios del polvo creadora
Engendra y los reduce á polvo vano,
Según tu santa ley niveladora
De la humildad y del orgullo humano:
Tiéndela pío hacia la gente mora!
¿Qué va á ser de ella en guerra fratricida
Entre el padre y el hijo dividida?


LIBRO SÉPTIMO


I
¿Quién acota los fallos del destino
Ni el pie sujeta de la errante fama,
En medio del incógnito camino
Por do rauda sus nuevas desparrama?
Su voz por el cristiano y granadino
Reino la historia pregonó de Alhama,
Y á par en su defensa como buenos
Se arrojaron Cristianos y Agarenos.
Por recobrarla Hasán, desde Granada
Corrió con su veloz caballería,
Y á defenderla en masa levantada
Acudió la cristiana Andalucía.
Salió al campo Fernando: su morada
Abandonó Isabel, y lució el día
En que á mortal y decisiva guerra
Se aprestó de una vez la Hispana tierra.
Juntó Muley cincuenta mil guerreros
De Alhama al avanzar por el camino,
Á cinco mil valientes caballeros
Que trae del territorio granadino;
Y en el valle á la vez por cien senderos
Lanzando de su gente el torbellino,
En alas de la rabia que le inflama
Llegó el viejo feroz al pie de Alhama.
La voz de la morisca muchedumbre
La roca estremeció donde se asienta;
Mas Ponce de León, desde la cumbre
La voz oyendo de la grey sedienta
De su sangre leal, la pesadumbre
Para aumentar del árabe y la afrenta,
Elevó las banderas Alhameñas
Al par de sus católicas enseñas.
Al verlas de los muros en la cima
Ondear Muley, con la encendida saña
De quien su honor manchado en nada estima
El asalto emprendió de la montaña;
Mas era el jefe que velaba encima
El más ilustre capitán de España,
Y á la amenaza de Muley rabiosa
Contestó con sonrisa desdeñosa.
Vió el árabe Monarca esta sonrisa,
Y al punto comprendió con pesadumbre
Que su impotencia el de León le avisa
Para asaltar la inaccesible cumbre.
De venganza la sed dióle más prisa
Que discurso, y fió en la muchedumbre,
Y vió que sin inmensa artillería
Jamás á los cristianos rendiría.
Tarde lo vió; mas viendo con despecho
Que arriesgaba el honor y el tiempo urgía,
Él mismo por el áspero repecho
Sus gentes al asalto conducía:
Y en impaciencia y en furor deshecho,
Contemplaba que sólo conseguía
Abrir á sus valientes sepultura
De aquellos precipicios en la hondura.
La encanecida barba se mesaba
El iracundo Rey, y de la empresa
No desistir en su furor juraba
Hasta cobrar la codiciada presa:
Correos tras correos despachaba
Máquinas de batir á toda priesa
Demandando, y tenaz en tal intento
Ante Alhama plantó su campamento.
Los peñascos minó, los manantiales
Cegó que daban agua á los sitiados,
Y de la villa en derrededor sus reales
Circunvalando, les dejó bloqueados.
Pronto de su constancia las fatales
Consecuencias sintieron los cercados,
Viendo que, sin socorro pronto y fuerte,
Su esperanza mejor era la muerte.
El valeroso capitán cristiano,
Que el apellido de León tenía,
Sin dar tregua al discurso ni á la mano,
Su valor de León no desmentía:
Y viéndole al peligro el más cercano,
Siempre y doquier en vela noche y día,
No hubo ni un solo cristiano que cejara
Ni que matar por él no se dejara.
Infatigable, impávido, tranquilo,
Con el valor del héroe sereno,
Salió seis veces por oculto silo
El campo á sorprender del Agareno;
De agua otras cien por conservar un hilo
Que de un peñasco les quedó en el seno,
Peleó con el fango á la rodilla
Mientras bebían de él los de la villa.
En vano gran refuerzo poderoso
De hondas, ribadoquines y lombardas
Llegó por fin al Árabe orgulloso;
Él con sus arcabuces y espingardas
Continuo fuego sustentó animoso;
Y aunque ya asaz por el cansancio tardas
Las manos, de tronar sobre las rocas
Jamás cesaron sus ardientes bocas.
Asombrado Muley de tanto arrojo,
Pactos amigos al Marqués propuso;
Mas Ponce de León, con grande enojo,
Á sus mensajes sin dudar repuso:
--«Cuando en Alhama mi estandarte rojo
»Roja de sangre infiel mi mano puso,
»No fué para quitarle á tu venida,
»Sino bajo él para dejar la vida.»
--«Pues bien, dijo Muley, serás mi esclavo,
Ya que no te contenta ser mi amigo.»
--«Mejor me está la esclavitud al cabo.»
Replicó fieramente D. Rodrigo.
--«Muere, pues,» dijo al irse el viejo bravo.
--«Dios de mi honrado fin será testigo.»
Dijo el Marqués; y el Moro y el Cristiano
Volvieron á sus armas á echar mano.
Ensordeció otra vez la artillería
Los precipicios cóncavos de Alhama,
Y el cristiano valor vió en su agonía
De su esperanza vacilar la llama.
Habían hecho ya cuanto podía
Hacerse por la patria y por la fama
Los Castellanos, mas al fin, mortales
Se agotaban sus fuerzas corporales.
Rayaba ya la postrimera aurora
Que podía alumbrar su resistencia:
Postrer asalto de la hueste mora
Iba fin á poner á su existencia,
Y, viendo sin pavor su última hora,
De su muerte aguardaban la sentencia;
Mas Dios, que no abandona al buen cristiano,
Entre Alhama y Muley tendió su mano.
La luz de las hogueras con que invoca
Socorro el pueblo á la invasión expuesto,
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