Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2 - 8

Total number of words is 4191
Total number of unique words is 1554
32.6 of words are in the 2000 most common words
46.2 of words are in the 5000 most common words
53.9 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.
Matar sobre nosotros se dejara,
Mas creyera infamarse si llorara.
MORAIMA.
¿Qué culpa tengo yo de que Aláh Santo
Débil mujer me hiciera y no Sultana
Feroz como ella? Contener mi llanto
No sabré yo ni tarde ni mañana,
Y soñaré de noche con espanto
Que muerto yaces ó en prisión cristiana,
Sin mí llorando ó demandando á voces
El fin de tus horóscopos atroces.
BU-ABDIL.
¡Calla, Moraima calla: me estremeces!
Creo que tu exaltada fantasía
En la locura te despeña á veces.
Déjale al vulgo que la suerte mía
Juzgue fatal al Árabe, y tus preces
Dirige á Aláh, para que llegue un día
En que contra ellos la victoria arguya
Y el triunfo mis horóscopos destruya.
¡Adiós! yo parto á pelear ahora;
Mas cálmate, bien mío, porque creo
Que en esta correría asoladora
Voy sólo á dar un militar paseo
Y á recoger botín. ¡Adiós! que es hora
Ya de partir y á la Sultana veo.
MORAIMA.
¡Aláh te guíe!
BU-ABDIL.
Hasta volver contigo.
MORAIMA.
¡Ay! que no volverás, yo te lo digo.
Esta fué la siniestra despedida
De Moraima y Abdil. Muda y serena
Aixa del corredor á la salida
Se presentó, y á impulso de su pena
Mortal se desplomó desvanecida
Moraima. Partió el Rey para Lucena
Y fué su madre á despedirle al muro,
Fiando á Dios el porvenir obscuro.


LIBRO OCTAVO


DELIRIOS

I
¡Alahuakbar! ¡Dios grande! No sin causa
Llamaron á Bu-Abdil desventurado,
Ni sin razón Moraima el fatalismo
Lloró de sus horóscopos infaustos.
Desdichado en su hogar desavenido,
En sus empresas de armas desdichado
Y en su amor infeliz, siempre implacable
Faltóle Dios en cuanto puso mano.
La casa en que nació, la madre que hubo,
El siglo en que á luz vino, todo aciago
Le fué, y á todo cuanto en torno suyo
Vivió sus desventuras alcanzaron.
Dios le puso al nacer dentro del pecho
Un corazón del infortunio blanco,
Y el ambiente fatal de la desgracia
Por doquiera que fué le fué cercando.
Odio de su nación supersticiosa
Por el temor de sus siniestros hados,
Y por instinto de creencia y raza
Odio á la par del vencedor cristiano,
Vió el mundo sus virtudes sin aprecio
Y su valor inútil sin aplauso,
Y Árabes y Cristianos, por vencido,
Á un tiempo sin piedad le calumniaron.
Los Moros olvidándole con ira,
Mirándole con mofa los Cristianos,
Unos y otros infiel en sus historias
Legaron á los siglos su retrato.
Los unos con lo negro de la saña,
Los otros con la tinta del escarnio,
En el cuadro inmortal de la conquista
Su figura real emborronaron.
La poesía, empero, cuyos ojos
Escudriñan sagaces lo pasado,
Y en dondequiera que lo encuentra admira
Lo bello y lo infeliz, con entusiasmo
Alumbra su semblante obscurecido,
Y, sus forzadas formas restaurando,
Su noble y melancólica figura
Dibuja con contornos más exactos.
No es la de un grande Rey que el fatalismo
De su sino provoca temerario,
Con el valor del héroe que queda
Por él vencido, pero no humillado:
Es la figura triste de un Monarca
Que obedece al impulso de los astros,
Y, sin poderse defender, sucumbe
De su destino bajo el peso abogado.
No es la robusta encina que se troncha
Del huracán gigante entre los brazos,
Sino la flor que, abriéndose tardía,
Muere marchita por el cierzo helado.
¡Mísero Abú-Abdil! La historia austera
No halla luz en tu rostro soberano,
Pero la poesía te le alumbra
Con el fulgor del infortunio santo.
La historia te ve Rey y sin corona,
Enamorado y sin favor, soldado
Y sin victoria, muerto y sin sepulcro...
¿Dónde hallará su luz para ti un rayo?
Alahuakbar ¡Dios grande! No sin causa.
Llamaron á Bu-Abdil desventurado,
Y con razón Moraima el fatalismo
Lloró de sus horóscopos infaustos.

II
Rico de juventud y de hermosura
Cual de esperanza y de valor sobrado,
Jinete sobre un tordo berberisco
Salió el Rey moro Abú-Abdil al campo.
Reverberan al sol de la mañana
Sus arneses con oro claveteados,
Y se ciernen sobre él como palomas
Las plumas de su espléndido penacho.
En lugar del lanzón que en Bib-Elvira
Se hizo al salir en el quicial pedazos,
Despreciando pronósticos siniestros,
Corvo alfanje de Fez empuña osado.
Piafa el brioso bruto en que cabalga,
Fuerza, vapor y espuma respirando,
Mosqueando inquieto con la blanca cola
Sus ricos paramentos africanos;
Y Abú-Abdil sobre la silla diestro
Cabalgador caracolea ufano,
Tan lleno de bravura y gentileza
Como de gloria y de fortuna falto.
Detrás de su pendón tranquilos marchan
Seis mil peones y dos mil caballos,
La flor de la nobleza granadina,
Los campeones del Islam más bravos.
Por honra del Rey mozo, de Granada
Los quinientos mancebos más gallardos
Para salir con él á esta campaña
Como para un torneo se equiparon.
Vense tan sólo rostros juveniles
En derredor de Abú-Abdil, y el fausto
De los trajes, las armas y jaeces
Turba los ojos y suspende el ánimo.
Quién con el velo de su dama lleva
Hecho el turbante al rededor del casco;
Quién de la suya en el crestón prendido
El ceñidor de virgen en un lazo.
Quién una trenza de cabellos negros
Ata en el hierro del lanzón dorado,
Habiendo prometido devolverla
Empapada en la sangre del cristiano.
¡Qué de garzotas desordena el viento!
¡Qué de colores y reflejos varios
Ostentan los brillantes escuadrones
En sus móviles grupos ordenados!
Desde las torres de Granada al verlos
Ya de la vega en el confín lejano,
Cintas de oro parecen sus hileras
Del sol heridas por los limpios rayos.
Aquella tarde Abdil de las murallas
De la empinada Loja al pie llegando,
Vió lanzarse cien árabes jinetes
Del su enhiesto peñón como milanos.
Sobre caballo indócil del desierto
Que avanza á modo de león á saltos,
Bajaba á la cabeza de los ciento
El alcaide Aly-Athár, de fe relámpago.
Al ver los Granadinos campeadores
Llegar al fiero triunfador anciano,
Con un ¡lelí! de admiración unánimes
Su anhelada presencia saludaron.
«De Aláh llevamos el favor, dijeron,
Si con nosotros á Aly-Athár llevamos.»
Y lo creen: hace ya setenta lunas
Que es su bandera de Castilla espanto.
El fuerte viejo, que indomable arrastra
El peso colosal de sus cien años,
De ellos el brío y la experiencia abriga
Bajo el cendal de sus cabellos blancos.
Hijo feroz del África, en la guerra
Endurecido, su nervioso brazo
Con un bote de lanza todavía
Al caballero arranca del caballo.
Árabe verdadero en genio y raza
Y del Korán indómito sectario,
Quiere para subir al paraíso
Una escala de cuerpos de cristianos.
Su existencia Aly-Athár pasó con ellos
En lid no interrumpida peleando,
Sin que de amigos ni enemigos Reyes
Respetara jamás treguas ni pactos.
Tal es el viejo capitán de Loja:
Tal es el padre de Moraima; amparo
De los Muslimes, vencedor doquiera,
Jamás vencido y por doquier temblado.
Mas ¡ay! ¿Quién fía en su feliz estrella,
Ciego imprudente junto á sí llevando
La fortuna de un Rey de quien los cielos
Abrieron un abismo entre los pasos?
¿Para quién resplandece estrella alguna
Á través de los lóbregos nublados?
Alahuakbar ¡Dios grande! Hacia Lucena
Marcha Aly-Athár de Abú-Abdil al lado.
Va la saña de Dios delante de ellos:
De Santaella y de Aguilar los pastos
Quedan sin hoja verde, y como lluvia
Corre á sus pies el oro y el ganado.
De Montilla y la Rambla las moradas
Son humo nada más, y el viento vano
Se lleva sus cenizas, de sus dueños
Sin tumba los cadáveres dejando.
¡Allí van! ¡allí van! Como un torrente
Bajan de las montañas, y su rastro
Siguen manadas de voraces lobos,
Y los buitres sobre ellos van volando.
Allí van: ya las torres de Lucena
Blanquean á lo lejos: espantados
Huyeron los fronteros, ó dormidos
Yacen sin verlos descender al llano.
Todo reposa en la extensión desierta:
Las sombras de la noche condensando
Se van, y de los Árabes protegen
La marcha lenta con que avanzan cautos.
De un silencioso valle en la espesura
Donde abrieron las lluvias un barranco,
Siguiendo de Aly-Athár un buen consejo
El rey Abú-Abdil mandó hacer alto.
Alzáronse las tiendas: en el centro
Metieron el botín, reses y esclavos,
Y esperando la luz del nuevo día
Se dieron unas horas al descanso.
«Nadie se mueve, dijo el Bey: sin duda
Aláh por nuestro bien les ha cegado:
Mañana somos dueños de Lucena,
Cuando no por sorpresa, por asalto.
--Así lo espero, Amir; pero reposa
Para lidiar mejor, dijo el anciano
Aly-Athár á Bu-Abdil: duerme tranquilo
Y deja lo demás á mi cuidado.»
Entró Abdilá en su tienda, y apagadas
Las luces que pudieran delatarlos,
Sumidos en silencio y en tinieblas
Los emboscados Árabes quedaron.
Del valle á la salida, en una altura,
Un hombre se apostó tras un peñasco,
Mudo y quieto como él permaneciendo:
Era Aly-Athár que vigilaba el campo.
Mas ¿cuyos son los ojos que penetran
De la mente de Dios el denso cäos?
¿Cuya la inteligencia que sorprende
De sus hondos designios el arcano?
Mientras el viejo vigilante guarda
El campamento moro, confiando
En la tranquilidad del enemigo
Su empresa audaz para llevar á cabo,
En el confín del horizonte obscuro,
En una torre que cual punto blanco
Vió Aly-Athár con el día, una luz roja
Brilló toda la noche. El africano
La vió, mas sola y sin aumento viéndola,
La contempló brillar sin sobresalto,
Pues vió que no era seña ni atalaya,
En avisos de guerra ejercitado.
Á la lejana luz continuamente
Volvíanse sus ojos sin embargo,
No por fundado y racional recelo,
Mas por tenaz presentimiento vago.
«¿Quién allí velará?» Se preguntaba
Á sí mismo Aly-Athár. «Si no me engaño,
Aquel es el castillo de Baena,
Pero ausente está de él su castellano.
Si aquella luz fuera señal, seguía
Consigo propio el Musulmán hablando,
Ya hubieran las cristianas atalayas
Con otros á su fuego contestado.
¿Quién velará en Baena?» Así pensaba
El viejo Moro al resplandor lejano
Mirando; pero Dios solo pudiera
Ver en tiniebla tal, y á tal espacio.
Y á poder ver el Moro, hubiera visto
Á un castellano capitán que armado
Se asomaba al balcón del aposento
Donde brillaba aquella luz. Debajo
De aquel balcón y tras los gruesos muros
De aquel castillo y en su extenso patio,
Hubiera visto á combatir dispuestos
Trescientos caballeros: y, apoyados
Los arcabuces en el muro, hubiera
Visto hasta mil peones castellanos,
Que aguardaban las órdenes del hombre
Que estaba en el balcón iluminado.
Hubiera visto luego que otro jefe
Con otros cien jinetes de su bando
Llegaba, y abrazando al que esperaba
Tocaron bota-silla sus soldados.
Todo esto, á poder ver, hubiera visto
Aly-Athár, ó lo hubiera imaginado,
Si su clara y sagaz inteligencia
No obscureciera Dios para estorbárselo:
Mas no vió más que lo que ver podía;
Y viendo el día á clarëar cercano,
Dejó su puesto y de Abdilá en la tienda
Entró, diciendo respetuoso: «Vamos:
Levántate, Señor: ya está la aurora
Próxima, está el camino solitario,
Y es fuerza que á las puertas de Lucena
Á un tiempo con el sol amanezcamos.»
Cabalgó Abú-Abdil: en breve tiempo
Los escuadrones moros se aprestaron
Á partir y partieron, á Lucena
En su poder el Rey imaginando.
Alahuakbar ¡Dios grande! No sin causa
Llaman á Abú-Abdil desventurado;
Ni sin razón Moraima el fatalismo
Lloró de sus horóscopos infaustos.

III
Llora, esposa infeliz: tu amor es ido
Para más no volver; preso en Lucena
Se dejará su corazón tu esposo,
Y volverá sin alma cuando vuelva.
Sultana de las flores de Granada,
Llora; porque en verdad ya no te queda
Más consuelo que el llanto que derrames
En los amargos días que te esperan.
Arranca, pues, tristísima Moraima,
Tus rizos de oro y sin piedad cercena,
Para hacerte un dogal, de tus cabellos
La rica y aromática madeja.
¡Llora, madre sin par desventurada!
Ese hijo hermoso á quien con ansia besas
Nació cautivo para ser: su cuello
Tiene ya la señal de la cadena.
¿Por qué uniste tu amor y tu fortuna
De Abú-Abdil á la fortuna adversa?
¿Por qué tu padre te arrancó de Loja,
Blanca y olorosísima azucena?
¡Feliz de ti si nunca le dejaras!
¡Feliz si nunca, de amistad en prenda,
Tu padre del Monarca granadino
Al oriental alcázar te trajera!
Tal vez entonces Aly-Athár, contrario
Al hijo de Muley, sólo á la guerra
Le dejara partir, y no quedaras,
Cuando su amparo necesitas, huérfana.
¿Qué has hecho tú, paloma enamorada,
Víctima para ser de tales penas?
¿Qué has hecho á Dios para atraer los rayos
De su furor á tu gentil cabeza?
¡Ay! harto has hecho respirando el aire
Que de tu Rey el hálito envenena.
Nada esperes del Cielo que maldijo
La raza de Bu-Abdil: nada te resta.

IV
¡Pálida sombra de Moraima! escucha:
Oye mi voz que te habla en las tinieblas,
Y verás con placer que todavía
Hay quien contigo de tu mal se duela.
Ven, triste sombra, ven: Dios, compasivo,
Alas me ha dado como á ti, y la lengua
Me ha permitido hablar que hablan las sombras
Para ir á su región y hablar con ellas.
Ven ¡oh Moraima! El universo duerme:
Desciende en una ráfaga á la tierra:
Yo sé que está tu espíritu en la Alhambra
Y vengo á consolártele: no temas.
¡Gracias, hermosa sombra! Ya te veo
Que sobre un rayo de la luna llegas
Á estos escombros que la Alhambra fueron.
¡Ay! ¡sombras sólo en su recinto quedan!
Ven; yo te haré de mi ignorada vida
La misteriosa relación secreta,
Y tú se la dirás á tus hermanas
Cuando al imperio de las sombras vuelvas.
Yo más tarde que tú nací tres siglos:
Mas no que vivo en mi centuria creas,
No: enamorado de las sombras, vivo
Como tú en el país de las quimeras.
He venido esta noche á estas mansiones
De soledad y de silencio llenas
Y, aunque tú te creías invisible
Para mí, yo vagar te vi por ellas.
¿Sabes, dulce y quimérica Moraima,
Cuál es la ocupación de mi existencia?
Pues es no más la de contar al mundo
De los pasados tiempos las leyendas.
Yo he venido á Granada á demandaros
No más que á solas me contéis las vuestras,
Para que yo en mis versos harmoniosos
Á mi egoísta edad contarlas pueda.
Y ahora escucha, Moraima, otro secreto,
Que mi callado corazón encierra
Desde el instante en que pisé la Alhambra;
Pero que tus hermanas no lo sepan.
Oye: de todas las hermosas sombras
Que los recintos de Granada pueblan,
Tú eres la más gentil, la mas simpática,
Y la de que mi edad menos se acuerda.
Pues bien, Sultana de las sombras, oye:
Yo adoro tu fantástica belleza;
Yo, que he puesto en las sombras mis amores,
Te amo, y mi tierno amor quiero que sepas.
Cuando, mujer, en la región vivías
De los mortales, en mortal tristeza
De los pesares víctima viviste,
Calumniada te viste con afrenta
De tu estirpe y virtud, vendida esposa,
Madre apartada de tus hijos, sierva
Más que reina en tu casa, y del más noble
Y más valiente de los padres huérfana;
Pues bien, Moraima, ahora que, fantasma,
Vives con otro sér otra existencia,
En tu vida de sombra, yo, que te amo,
Una vida mejor quiero que tengas.
Tú serás la Sultana de mis cuentos,
Yo en mi laúd lamentaré tus penas,
Enjugaré tus lágrimas con flores
Y regaré tu lecho con esencias;
Te llevaré conmigo á los alcázares
En donde tiene su morada regia
La noble, omnipotente poesía,
Que sobre el mundo soberana impera.
Entonces tomarás, como las auras
De la montaña, transparente aérea
Y luminosa forma, y será obscura
Á par de ti la nieve de la sierra,
La claridad del alma menos limpia
Que de tu vaga faz la transparencia,
Y la del sol poniente menos rica
Que tu rubia y flotante cabellera.
Y entonces con desdén verás que el mundo
Te reconoce de las sombras reina,
Tu pavorosa aparición adora
Y de tu velo azul las orlas besa.
Mas ya comienza á amanecer: al cielo,
Sombra gentil de mis amores, vuela:
¡Adiós, Sultana de las sombras! huye:
Yo me quedo cantándote en la tierra.

V
Ya por el horizonte blanquecino
Comienza á despuntar la luz primera
Del sexto día en que con hueste brava
El Rey Abú-Abdil partió á Lucena;
Y ya, envuelta en un schal de cachemira
Desde la parda torre de la Vela
Tiende su madre los avaros ojos
Por la extensión de la tranquila Vega.
Todo es silencio, el campo todavía
Iluminado por el alba apenas;
Duermen aún las aves en las ramas
Y cerradas están todas las puertas.
Ningún viviente sér en lontananza
Comienza el punto de su sombra negra
Á acrecentar, sobre el sendero blanco
Por donde de Abdilá se aguardan nuevas.
Fría, impasible al parecer la Mora,
Pero de angustia inexplicable presa,
Silenciosa y sombría se mantiene,
Inmóvil, apoyada en una almena.
Dentro del triste corazón materno
Fiera aunque oculta tempestad fermenta,
Y á sus ojos las lágrimas no suben
Porque en el hondo corazón gotean.
Alguna vez su pie, que el suelo hiere
Con ímpetu, delata su impaciencia,
Y algún suspiro, que fugaz exhala,
La realidad de su aflicción revela.
Nadie parece aún: el sol brillante
De un día de temprana primavera
Extiende ya sus purpurinos rayos
Por el verde tapiz de las laderas.
Las cristalinas gotas del rocío,
Que se columpian en la móvil hierba
Mecidas por el aura matutina,
Del sol á los reflejos reverberan.
Ya abandonando su caliente nido
Bulliciosos los pájaros gorjean,
Y estremeciendo de placer sus plumas,
Á Dios bendicen y su luz celebran.
¡Cuán hermosa en los campos de Granada
Se ostenta la feraz naturaleza,
Cuando del seno de las sombras sale
Virgen, florida, perfumada y fresca!
Aixa desde la torre su hermosura
Callada y melancólica contempla,
Sin ver en la extensión de la campiña
Más que de Loja la torcida senda.
«¡Alahuakbar! clamó, sola creyéndose;
¡Ya la tardanza de Abdilá me aterra!»
Y á sus palabras contestó un gemido
Hondo, angustioso: de Moraima era.
Tornó los ojos la Sultana madre
Hacia la esposa pálida, y al verla
Con la vista y la faz desencajadas,
Siguió de su visual la línea recta.
¡Presentimiento de su amor sin duda!
Un punto negro y móvil va con lenta
Vacilación su forma acrecentando
Sobre el camino que hacia Loja lleva.
Käel, que á los pretiles no alcanzando,
Por la hendidura ve de una aspillera,
Fué el primero que un árabe jinete
Reconoció en el punto que negrea,
Y á Moraima con muda pantomima
Explicó la verdad, que aun no penetra
La vista de las Moras, menos clara
Por la edad y las lágrimas en ellas.
«Tiene razón Käel, es un jinete,»
Dijo la madre al fin, sobre las cejas
Formando una pantalla con la mano
Para ver más sin que la luz la ofenda.
«Es un guerrero, sí», dijo Moraima
Á su enano Käel que la hace señas:
«Es un guerrero de Granada, dijo
Aixa á Moraima, tus colores lleva.»
Es, en efecto, un caballero moro,
Que á escape las campiñas atraviesa
Sobre un caballo del desierto, y rápido
Como una nube á la ciudad se acerca.
Dos ó tres veces se perdió cubierto
Por los árboles altos de las huertas,
Y apareció otras tantas, más distinto
Cada vez y más próximo. Las cercas
Dobló de los jardines exteriores,
Cruzó las intrincadas callejuelas
Del arrabal y entró por Bib-Elvira,
Por el vigía al conocerle abierta.
«Vamos á recibirle»,--exclamó Aixa.
«Vamos», dijo Moraima: y, la escalera
Tomando de la torre, las Sultanas
Bajaron de la Alhambra hasta la puerta.
Un momento después, bajo del arco
De la justicia, la rendida yegua
Del caballero moro desplomóse
Ante los pies de su jinete muerta.
Era el bizarro Cid-Kaleb, amigo
De Abú-Abdil, quien respirando apenas
Dobló ante las Sultanas la rodilla,
Mas sin poder hablar. En su impaciencia
Hirió Aixa el suelo con la planta y dijo:
«Habla: ¿qué es de Bu-Abdil?--Hacia la tierra
Cristiana con la mano señalando,
Respondió Cid-Kaleb:--¡Allá se queda!
--¿Muerto?--Cautivo.--¿Y Aly-Athár?--Sin vida,
Su cuerpo el agua del Genil se lleva.
¡Cayó sobre los Árabes el cielo
Y yacen sin sepulcro en tierra ajena!»
Lanzó un grito Moraima, íntimo, agudo,
Honda expresión de su profunda pena,
Y cayó sin aliento entre los brazos
De Aixa, que la abrazó por vez primera.
Lívida, silenciosa, sosteniendo
Á la infeliz Moraima con la fuerza
Nerviosa del dolor, quedó Aixa un punto
Los ojos con horror fijos en tierra.
«¡Alahuakbar! ¡Dios grande!» exclamó al cabo:
Y de su rostro por la tez morena
Resbalaron dos lágrimas, dos solas:
¡Mas de lava y de hiel dos gotas eran!

VI
Tórtola blanca de azulados ojos,
Perla robada del peñón de Loja,
Flor de la Alhambra, de su bosque ameno
Cándida corza:
Bella Sultana, creación aérea
De mi alma triste que en los aires mora:
¿Dónde me ocultas tus celestes ojos,
Garza paloma?
Pálida estrella cuya luz no veo,
Flor de quien busco el delicioso aroma
¿Dónde eres ida, mi gentil Moraima?
¿Quién te me roba?
¿Qué nube opaca tus estancias ciñe?
¿Qué genio infausto en su mansión se posa?
¿Por qué es hoy luto y soledad lo que antes
Fué luz y gloria?
¿Qué maleficio de silencio y duelo
De tus estancias el recinto colma,
Que hasta la fuente que corría en ellas
Seca está ahora?
Tus frescos patios de arrayanes llenos,
Tus ricos techos de marfil y concha,
Tus camarines de labor morisca
Yacen en sombra.
¿Dónde tus ojos que alumbrar solían
Tus regias salas, imperial señora?
¿Dónde los sones de tus ya olvidadas
Cántigas moras?
¡Ay! muda oprimes en letargo yerto
Los almohadones de tu umbría alcoba:
Sólo tu esclavo te sostiene, sólo
Käel te llora.
Duerme, Moraima, en tu letargo, duerme;
No vuelvas nunca á las amargas horas
Que las vigilias de tu vida aguardan
Tempestüosas.
Duerme y no vayas al salón sombrío,
Donde Aixa escucha de Kaleb á solas
Las de tu padre y de tu esposo aciagas
Negras historias.
Duerme y no vayas: á Kaleb no escuches,
Hija sin padre, sin esposo esposa;
Su voz aterra, su relato eriza:
Duerme: no le oigas.
Sér vaporoso, creación de un alma
Que en sombras leves su pasión coloca,
Hada que hechizas de mi amor poético
La fe recóndita:
Ven á mis brazos, de mis sueños hija;
Ven: dame tu alma que el pesar desola,
Y yo del sueño la hundiré en la sima
Lóbrega y honda.
Yo, que comprendo de las sombras vagas
La lengua pura y la mortal congoja,
Traeré á tu alma aletargada menos
Fieras memorias.
Ven: yo no quiero que tu sér errante
Vague esta noche por las frías bóvedas
De este palacio, que sangrientos sueños
Sólo atesora.
Sé que en la angustia de tu afán doliente
Hasta el consuelo de mi amor te enoja;
Mas ven al campo de las almas tristes
Y melancólicas.
Allí dormida soñarás quimeras
Tristes y vagas, pero no angustiosas,
Mientras relatan la fatal leyenda...
Ven: no la oigas.
Mas ¡ay! ¿quién puede interrumpir los daños
De los pesares que al mortal acosan?
Sufre y delira, vagarosa hija
De mi alma loca.
Tórtola triste que en el sauce umbrío
Tu amor perdido solitaria lloras:
Ráfaga helada que el ciprés gimiendo
Lúgubre azotas:
Són temeroso con que el mar airado
Fiero amedrenta la desierta costa:
Eco del viento que las huecas ruinas
Cóncavo asordas,
Dadme de vuestros funerales ruidos
Las más siniestras y dolientes notas,
Para que en torno de la Alhambra eleve
Fúnebre trova.

VII ORIENTAL
Sultana de la alegre Andalucía,
Alcázar de la luz y de las flores,
¿Qué fué de la alegría
De tus Señores?
Encanto de los ojos,
¿Quién causa tus enojos?
Espejo de la luz del medio día,
Kiosko oriental de excelsos alminares,
¿Qué fué de la harmonía
De tus cantares?
Bellísima Granada,
Tu luz está apagada,
Los ojos celestiales
Están bajo sus schales
Su pecho dolorido
Su voz es un gemido
del cielo favorita,
tu gloria está marchita:
de tus doncellas moras
llorando largas horas:
suspira sin amores;
su lecho ayer de flores
Es lecho de agonía...
Encanto de los ojos,
¿Quién causa tus enojos?
Rosal del medio día,
Nidal de ruiseñores,
¿Qué fué de la alegría
De tus Señores?
La Alhambra está desierta
Cerrada está su puerta,
Su fábrica altanera
Y en ella la bandera
No anuncian la victoria
Los cánticos de gloria,
y obscuros sus salones:
cerrados sus balcones:
la tempestad azota
de Abú-Abdil no flota:
sus áureos alminares:
placer de sus hogares,
Son ayes de agonía...
Encanto de mis ojos,
¿Quién causa tus enojos?
Rosal de Alejandría,
Remedio de pesares,
¿Qué fué de la harmonía
De tus cantares?
¡Oh mísera Granada!
¡Oh madre desolada!
Tus hijos los más bravos,
Ó muertos son, ó esclavos
Abdil, flor de tus flores,
Y están tus defensores
¡oh triste reina mora!
¡llora sin tregua, llora!
amor de tus entrañas,
detrás de tus montañas;
no habita ya en Comares,
sin tumba ó sin hogares.
¡Lamenta tu agonía,
Sultana de la hermosa Andalucía!
Mirab sin alminares,
¿Quién te dará harmonía
Sin tus cantares?
Espejo de la luz del medio día,
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2 - 9