Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2 - 7
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De ciudad en ciudad, de roca en roca,
Se difundió por el país bien presto;
Y al resplandor que á pelear convoca,
El peligro de Alhama manifiesto,
De Cristo por los campos andaluces
Avanzaron las lanzas y las cruces.
Alonso de Aguilar, el compañero
De armas de Ponce de León, la gente
De sus estados allegó el primero;
Y cruzando los montes diligente,
Como una estatua de bruñido acero
Asomó sobre un cerro del Oriente.
Y el sol, como un fantasma de luz y oro
La presentó á la vista del Rey moro.
Los hermanos Girón, de Calatrava
Con la legión ecuestre aparecieron
Por un valle de sauces: con su brava
Infantería por el Sur salieron
Los Córdobas de Cabra, y por la caba
De un monte que al cruzarle descubrieron,
Asomaron, los dos bajo una enseña,
El Conde de Alcaudete y el de Ureña.
Mirábalos Muley considerando
Su fuerza escasa para serios fines,
Y se aprestaba á cometerlos, cuando
Del montuoso horizonte á los confines
Vió de peones numeroso bando,
Y en el agudo són de sus clarines
Conoció y en sus cárdenos pendones
De Enrique de Guzmán los escuadrones.
Con ira entonces comprendió que junto
Un ejército entero en su mal era,
É impío blasfemó, viendo en un punto
Venir sobre él la Cristiandad entera;
Y mirando avanzar en buen conjunto
Los jinetes cristianos por doquiera,
Cual jabalí acosado por los perros
Alzó su campo y se acogió á los cerros.
Desde ellos vió con cólera impotente
Sus postigos abrir á los de Alhama;
Y echando al corazón la mano ardiente,
Á contener la hiel que se derrama
En sus hinchados vasos, y la frente
Al peso del baldón que se la infama
Doblando, con ahogado y ronco grito
Exclamó: «¡Alahú akbar! estaba escrito.»
Entonces silencioso y cabizbajo
De sus gentes cubrió la retirada,
Rechazando por sí, no sin trabajo,
De las huestes de Ureña una avanzada.
Cuando en salvo la vió, por un atajo
Se encaminó otra vez hacia Granada,
Seguido de unos pocos caballeros
De su aciaga fortuna compañeros.
Mas ¡ay! su estrella en la gentil Granada
Para siempre su luz obscurecía,
Y era ya aquella la postrer jornada
Que hacer por ella como Rey debía.
Ya en la Alhambra, de rayos coronada,
Estrella más feliz resplandecía,
Y á otro pendón que al de Muley su gloria
Otorgaba versátil la victoria.
En la vega al entrar, de una colina
Al revolver el áspero sendero,
De la luna á la lumbre mortecina
Vió correr hacia él un caballero.
Era un doncel de raza granadina
Que, ante él parando el fatigado overo,
Dijo con voz por la carrera ahogada:
--«Tente, Señor: no vuelvas á Granada.»
--«¿Por qué?»--dijo Muley.--«Porque ya llegas
Tarde: de ella Abdilá se ha apoderado.»
--«¿Y mi Wazir Abú-l'Kasín-Ben-Egas?»
--«Está en los Alixares encerrado.»
--«¿Y mi Zoraya?»--«De las turbas ciegas
Por milagro no más se ha libertado:
Los pocos fieles que te quedan vivos,
Te buscan por la sierra fugitivos.»
--«¿Todo pues lo perdí?--La honra te queda.
--Te engañas, infeliz; sin ella vengo.
--La puedes recobrar mientras que leda
Se conserve tu fe.--Ya no la tengo
Tampoco: es fuerza que al destino ceda;
Su ley fatal á obedecer me avengo.
--Aún te resta, señor, una esperanza.
--¿Cuál?--La mejor de todas: la venganza.
--Tienes razón. ¿Podemos todavía
En el alcázar penetrar?--Acaso:
Si te ayuda tu intrépida osadía,
Yo puedo abrirte hasta la Alhambra paso
En las tinieblas de la noche.--Guía:
Y si á ella subo, como frágil vaso
Quebrantaré de Aixa y de su hijo
La existencia fatal que Aláh maldijo.»
Y el Rey, á la venganza decidido,
Á los que son con él la faz volviendo
Les dijo: «Á este mancebo habéis oído;
Uniros á mi suerte no pretendo;
Abandonad, si os place, al Rey vencido.»
Mas la mano los Árabes poniendo
De los corvos alfanjes en los pomos,
Respondieron resueltos: «Tuyos somos.»
Metió Muley á su corcel la espuela,
Y echando por delante al Granadino,
Pensando en sorprender su ciudadela
Hacia Granada continuó el camino.
Mas ¡ay! en vano el hombre se rebela
Contra la ley de su fatal destino,
En vano avasallar quiere á la suerte:
La voluntad de Dios siempre es más fuerte.
Era la hora en que entregado al sueño
Abú-Abdil, en la Alhambra aposentado,
Soñaba con el bien de que era dueño,
Con el cetro que á Hasán había robado.
Aixa también, desarrugado el ceño,
Su saña habiendo y su ambición saciado,
Al fin vengada de su infiel esposo,
Entregábase en brazos del reposo.
Era todo silencio en el recinto
Del regio alcázar de la corte mora:
Reinaba en su dorado laberinto
Del descanso la paz reparadora,
Cuando el eco de un ¡ay! claro y distinto
De sala en sala retumbó á deshora,
Y el joven Rey, de sus estancias dueño,
Al eco de aquel ¡ay! rompió su sueño.
Oyólo al par la varonil Sultana
Su madre, y fuera del suntuoso lecho
Lanzándose veloz, á la ventana
Escuchó atentamente largo trecho.
Sus sentidos sutiles de Africana
Y el velador instinto de su pecho
La revelaron el terrible arcano
De aquel ¡ay! eco del dolor humano.
Escuchaba el Rey moro todavía
El eco de aquel lúgubre gemido,
Cuando su madre con vigor le asía
Por el brazo en que estaba sostenido.
--«Levántate, hijo mío, le decía,
Levántate, Abdilá: ¡Nos han vendido!
--¿Qué pasa, madre? preguntó el mancebo.
--Tu padre busca á la venganza cebo.»
Su alfanje Abú-Abdil blandió desnudo,
Y asiendo de un clarín con gran coraje,
En los senos lanzó del aire mudo
Una sonata de África salvaje.
De aquel bárbaro són al eco agudo
Se estremeció su guardia Abencerraje,
Y de su riesgo próximo avisada
Acudió junto al Rey precipitada.
Y á tiempo fué. Su yatagán sangriento
Muley blandiendo apareció á sus ojos
Por la puerta del próximo aposento,
Rebosando sacrílegos enojos.
Feroz vampiro, de su carne hambriento,
Sus brazos muestra con su sangre rojos,
Y con los ojos en su sangre fijos
La sangre anhela de sus propios hijos.
Helóse de terror á su presencia
Toda la guarnición de la alcazaba:
Aixa, empero, abrasada de impaciencia,
Empuñó un arcabuz gritando brava:
«¡Muera el tirano!» Al punto con violencia
Lid fratricida sin cuartel se traba:
En el mismo aposento en que nacieron
Los hijos con los padres se batieron.
Peleaba Muley como un demente,
Y á Aixa los suyos de la lid sacaron:
Hallarse no lograron frente á frente
Los dos Reyes por más que se buscaron.
Llamaba á Abdil con cólera estridente
El viejo Rey, cuando sobre él cargaron
Tantos al par, que sin lograr su objeto
Cejó y huyó por corredor secreto.
En el versátil vulgo confiando
Descendió á la ciudad por una cueva,
Juntar creyendo poderoso bando
Con que arruinar la monarquía nueva.
Metióse, pues, por la ciudad, llevando
Audaz á cabo tan osada prueba,
Y en un momento la ciudad entera
Campo sangriento de batalla era.
Doquier, se escuchan con pavor lamentos,
Ayes de muerte y gritos de pelea:
Á salvarse no más todos atentos,
Sólo en salvarse cada cual se emplea:
No hay nadie que en tan críticos momentos
Presa de los cristianos no se crea:
Nadie á juzgar la realidad se para,
Nadie ve dónde ni de quién se ampara.
En tanta confusión, en duelo tanto,
Abandonando Hasán la lid confusa,
Va á los umbrales á llamar de cuanto
Moro por su parcial la fama acusa;
Mas, al reconocerle, con espanto
Seguirle todo musulmán rehusa,
Porque se hundieron su prestigio y fama
Bajo su triste expedición de Alhama.
Su nombre con horror de boca en boca
Rápidamente en las tinieblas pasa,
Y por doquiera contra él evoca
Ira sin compasión, rencor sin tasa:
Cobra valor la muchedumbre loca,
Y al correr la verdad de casa en casa,
Por rejas, ajimeces y balcones,
Comienzan á asomar luces y hachones.
Comiénzase á ordenar la gente fiera
Del Albaycín: tremólanse estandartes
Que atraen á sí la juventud guerrera,
Y conócense al fin por ambas partes.
¡Aláh por Bu-Abdil! gritan doquiera;
Y descubriendo las traidoras artes
Á que echa Hasán para vengarse mano,
Gritan dando sobre él: ¡muera el tirano!
Desengañado el viejo vengativo
Abandonó su despechada empresa,
Dándose por feliz en salir vivo
Favorecido por la sombra espesa:
Y con veinte jinetes fugitivo
Que aún le seguían, caminó con priesa
Muley hacia los altos alijares
Donde aún tiene Zoraya sus hogares.
Allí la favorita con Ben-Egas
Le aguardaba á caballo: á marchar prestos,
Sus guardias negros como estatuas ciegas
Por él se hallaban á morir dispuestos.
--«Vamos, dijo Muley.--Á tiempo llegas,
Repuso Abú-l'Kasín: Aixa mis puestos
Descubrió ya, y á su merced estamos.
--¡Maldita sea! dijo el Rey: huyamos.»
Y entrando por las lóbregas laderas
De la sierra fragosa y escarpada,
Aprovecharon cautos las postreras
Sombras para alejarse de Granada:
Y del alba siguiente á las primeras
Luces, el que fué Rey ya no era nada:
El reino se le huyó de entre los brazos
Y su cetro al caer se hizo pedazos.
¡Clemente Aláh, que como aristas secas
Las más robustas fábricas quebrantas,
Los pueblos hundes, y las razas truecas
Bajo el polvo que en pos dejan tus plantas!
Del hombre vil las vanidades huecas
¿Cómo han de interrumpir tus leyes santas?
De Hasán tocó tu soplo en la corona,
Y fué... ¡Dios bueno, lo que fué perdona!
II
Llena al fin de su enojo la medida,
Abrió el Señor la urna en que atesora
De las naciones la acotada vida:
De ella arrojó la de la estirpe mora,
Y al caer en la nada desprendida
De su mano, con voz imperadora
Dijo Dios á Isabel: «He aquí tu día:
Parte, rayo de fe: tu empresa es mía.»
Y por el fuego de la fe abrasada,
Por la celeste mano compelida,
Los brazos Isabel tendió á Granada,
Que por sus brazos se sintió ceñida
Con angustia mortal: y al punto armada
Y con el sayo de la cruz vestida,
Aparición marcial salió á campaña
La fe invocando y el honor de España.
Á su inspirado y vigoroso acento,
La nobleza leal de Andalucía
Pareció ante Isabel en un momento,
Rebosando valor y bizarría.
Llenas de emulación con su ardimiento
Cuantas provincias en su reino había,
Su gente enviaron de pelea en planta
En derredor de su bandera santa.
Encendida en sus bélicos deseos,
Desde Córdoba envió con gran premura
Numerosos y rápidos correos
Á Toledo, León y Extremadura.
Cuantos gozaban en su nombre empleos
Ó de su autoridad investidura,
Su intimación de guerra recibieron
Y en campaña obedientes se pusieron.
Cartas atentas escribió á sus damas
Para que á sus amantes y maridos,
De los troncos más nobles y sus ramas
La enviasen á la lid apercibidos;
Y por los pueblos esparció proclamas,
Llamando á los mancebos atrevidos
Á romper una lanza en la campaña
Por el honor y libertad de España.
De su entusiasmo el religioso influjo
Derramó el entusiasmo por doquiera,
Y cuanto noble su nación produjo
En redor acudió de su bandera.
Sus vasallos á Córdoba condujo
Todo varón que diez tuvo siquiera,
Y en cada hora nueva que sonaba
Un valiente á Isabel se presentaba.
Ella entretanto en vastos almacenes
Depositó profusas provisiones
De granos, vinos y cecinas, bienes
De que abundan sus fértiles regiones:
Acopió ropas y armas: montó trenes
De batir, con lombardas y cañones:
Soldados instruyó que los sirvieran,
Y acémilas compró que los movieran.
No se excusó ni un noble castellano
De acudir de Isabel á la cruzada,
Y no quedó un solar en monte ó llano
De que no hubiese en Córdoba una espada.
Todas las joyas del valor hispano
Fueron parte á tomar en la jornada,
Sombreando sus bizarros escuadrones
De sus casas más ricas los pendones.
Vino el primero el Cardenal de España
Con escolta lucida y numerosa:
Desde el campo feraz que el Ebro baña,
El buen Duque llegó de Villa-hermosa.
Trajo el Conde de Cabra de montaña
Ballestería diestra y vigorosa;
Y á los suyos el Conde de Cifuentes
Trajo armados de hierro hasta los dientes.
Vinieron los del pródigo Infantado
Armados de broquel, puñal y clava,
Con rico arnés azul empavonado:
Vino la gente de Alburquerque brava
Con ancho escudo y espadón pesado,
Y la Orden militar de Calatrava
Llegó, con su Maestre á la cabeza,
En caballos de indómita fiereza.
Trajo Medinaceli sevillanos
Sobre pintadas yeguas caballeros,
Y el de Ureña jinetes jerezanos
En potros como el céfiro ligeros;
Vinuesa de leales castellanos
Trajo gran pelotón de espingarderos,
Y leoneses con enormes mazas
Que hendían los broqueles y corazas.
Trajo Fernando de Aragón sus huestes,
Y con ellas vinieron de Navarra
Los montañeses ásperos y agrestes,
Al tiro afectos del balón y barra;
Los de Aza y Urgel, jamás contextes,
Armados de morisca cimitarra,
Y los deudos de Pedro de Velasco
De abigarrado y penachudo casco.
Desde el muro hasta la árabe alcazaba,
De los Kalifas oriental palacio,
Córdoba un campamento semejaba,
De sus plazas y calles el espacio
El aparato militar llenaba,
Y de lejos brillar como un topacio
La veían los vecinos montañeses
Alfombrada de auríferos arnases.
Y he aquí que de un balcón que la domina,
Contemplaba Isabel la roja hoguera
Del sol arder tras la postrer colina,
Cuando dobló tendido á la carrera
La falda de la loma más vecina
Un corredor cristiano de Antequera,
Que en nombre de los héroes de Alhama
Bastimentos y víveres reclama.
Su mensaje al oir Fernando, al punto
Convocando en su estancia su Consejo,
Pidió opinión sobre tan grave asunto.
Pedro de Vargas, Capitán ya viejo,
Frontero en territorio á Alhama junto
Y del país conocedor, espejo
De los cristianos jefes fronterizos,
Dijo, mostrando al Rey sus blancos rizos:
«Mi existencia, Señor, pasé en la guerra.
Y aún no esquivo por débil la batalla,
Ni el viejo corazón que aquí se encierra
Late aún con temor bajo la malla;
Pero conozco bien aquella tierra:
Alhama es un peñasco que se halla
Cercado por doquier de plazas moras
Que le tendrán en riesgo á todas horas.
«Mantenerla no pudo vuestro abuelo
San Fernando, Señor, y es necesario
Que para conservar su inútil suelo
Empleéis la mitad de vuestro erario.
Con cinco mil jinetes aún recelo
Que será su destino bien precario,
Porque cada convoy que hasta allí llegue
Fuerza es con sangre que el camino riegue.
«Sólo quien tenga guarnición en Loja
La podrá conservar, y aun así un día
Puede que el Moro por traición la coja:
Si yo fuera que vos, la quemaría,
Y de su incendio con la lumbre roja
Á Granada una noche alumbraría,
Dejando en su ceniza al Rey pagano
Un testimonio del furor cristiano.»
Dijo el anciano Vargas. Los prudentes
Y graves consejeros que le oyeron,
Sus razones hallando suficientes,
Á su opinión unánimes se unieron:
«De Alhama retirad á vuestras gentes
Y quemadla, Señor,» al Rey dijeron:
Mas Isabel, que los escucha y mira,
Llena exclamó de generosa ira:
«No permita el Señor que se abandone
Prenda de tal valor de esa manera,
Ni que vileza tal nos ocasione
Escarnio ser de la morisma entera.
No quiera Dios que entre ellos se pregone
Que, del peligro en la ocasión primera,
Ni en Dios ni en nuestro brío fe tenemos.
Ni lo nuestro á guardar nos atrevemos.
»No se hable, pues, de abandonar á Alhama:
Cuando á lidiar mis gentes he traído,
No para empresas sin peligro y fama,
Para las dignas de renombre ha sido:
Auxilio Alhama de su Rey reclama,
Y yo se le daré, que á eso he venido;
No ha de cejar ni descansar mi gente
Sino cuando en la Alhambra se aposente.»
Dijo Isabel: y á la ciudad bajando,
Cabalgando en su rápida hacanea
«¡Á Alhama!... dijo al castellano bando,
¡Conmigo á Alhama quien valiente sea!»
¡Á Alhama! las banderas desplegando
Clamó toda la gente de pelea;
Y tras la Reina, que su ardor inflama,
Se encaminó el ejército hacia Alhama.
¡Mísero Abú-Abdil! con luz incierta
Ya tu estrella fatal sobre ti brilla:
Recuerda tus horóscopos: despierta.
¡Apresta tu corcel y tu cuchilla!
Ya de la Alhambra á la dorada puerta
Va á llamar con ejércitos Castilla,
Y á echar van sobre ti los españoles
De siete siglos los sangrientos soles.
III
Dejó Isabel á Alhama guarnecida,
Sus muros y baluartes la repuso,
Y, en templo su mezquita convertida,
Segura guarnición en ella puso.
Á Luis Portocarrero á su salida
Por su alcaide nombró, quien, según uso
De los fronteros jefes castellanos,
Conservarla ó morir juró en sus manos.
El Católico Rey, dejar queriendo
Á los moros señal de aquella entrada,
En sus fronteras con estrago horrendo
Se corrió por su tierra amedrentada,
Y su bizarro ejército metiendo
Por la fecunda vega de Granada,
Incendió mieses, arrasó olivares,
Robó ganados y asoló lugares.
Los moros que estos daños achacaron
Del furioso Muley á la imprudencia,
Partido al punto por Abdil tomaron
Y Rey le proclamaron en su ausencia.
Las tropas de Muley le abandonaron,
El vulgo le mofó con insolencia,
Y á Málaga, frustrada su esperanza,
Huyó por fin sin alcanzar venganza.
Aixa, empero, temiendo la inconstancia
Del pueblo, y conociendo que en el trono
No tendría Abdilá segura estancia
Sino haciendo venir de él en abono
Alguna empresa ó triunfo de importancia
Que al vulgo deslumbrara, y que su encono
Contra Hasán aumentara, con secreto
Se preparó para lograr su objeto.
Congregó los más diestros capitanes
De todas las opuestas banderías,
Y desechando y rehaciendo planes,
Oyendo escuchas y escuchando espías,
Realizó sus solícitos afanes
Aprontando por fin en breves días
Numerosa y segura cabalgada,
De espléndido botín esperanzada.
«Probemos á los Reyes castellanos
Que aprovechar sabemos sus lecciones,
(Dijo á su hijo Abdilá). Pues nuestros llanos
Talan, sal á talar sus posesiones.
En nuestras tierras por llenar sus manos,
Sus castillos están sin guarniciones;
Lo que hallan, pues, en nuestra vega amena
Busca tú por sus campos de Lucena.»
Comprendió el joven Rey á la Sultana;
Y ganoso de gloria, y con deseos
De probar en la tierra castellana
El valor que ha ostentado en los torneos,
Con gallardía juvenil y ufana
Resolución, sus bélicos arreos
Vistiendo, mostró el joven Soberano
Su alma de Rey y origen africano.
IV
¡Qué hermosas son las noches de Granada!
¡Cuánto placer la atmósfera respira!
¡Con qué rumor tan grato perfumada
Susurra el aura que en sus huertos gira!
Su misteriosa soledad, poblada
De árabes genios, languidez inspira,
Y no encierran los senos de su sombra
El vago miedo que en la noche asombra.
El canto de los pájaros canoros
Que anidan en sus bosques embebece;
El ruido de sus árboles sonoros
Y de sus frescas aguas adormece;
De la brisa en los pliegues incoloros
Extasiado el espíritu se mece:
Todo reposa allí bajo el imperio
De un oriental incógnito misterio.
Encantada ciudad, cuyas historias
Piden del Rey profeta el arpa de oro;
Sultana del Genil, cuyas memorias
Evoco á solas y en silencio adoro;
Alcázar oriental, de cuyas glorias
Envidioso está el mundo: bien el Moro
Dijo al decir que la mansión divina
Está sobre tu tierra peregrina.
Tras el cendal da tu estrellado cielo
Se ve la faz de Dios que centellea;
No hay quien detrás de tu flotante velo
La omnipotencia de su Sér no vea;
No hay quien escrita en tu fecundo suelo
La realidad de su poder no lea;
No hay quien contemple tu nocturna calma
Sin alzarte un altar dentro del alma.
¡Tierra de bendición! ¿Quién no te adora?
¡Tierra de amor, en que el placer se anida,
En tus dulces recuerdos se atesora
Toda la gloria de mi inquieta vida!
¿Quién de ti, si te ve, no se enamora?
¿Quién tus noches espléndidas olvida?
Bien hizo el que á tus pies por no perderte
Peleando tenaz buscó la muerte.
Es una noche azul de primavera:
Millones de lucientes luminares
Dan tibia luz á la terrestre esfera;
De flores aromáticas millares
Alfombran ya la tierra, y la ligera
Brisa en la regia estancia de Comares
Introduce sus vírgenes olores
Á través de los áureos miradores.
Sobre cojín morisco reclinada,
Los pies doblados sobre escasa alfombra,
Yace la que de la árabe Granada
Al fin Sultana sin rival se nombra.
Rico dosel de seda cairelada
Da á su lánguida faz templada sombra,
Y pantalla chinesca en su penumbra
Guarda el mechero que el salón alumbra.
Es la azucena pálida de Loja;
Es de Aly-Athár la tímida gacela;
Es la mujer, que trémula cual hoja
De triste sauce, duda, ama y recela:
Moraima es, cuyo ánimo acongoja
Pesar secreto que la tiene en vela.
Es la Sultana de cabellos de oro,
Que el alma hechiza del Monarca moro.
Käel, su negro y perspicaz Nubiano,
Yace á sus pies con languidez tendido;
La frente apoya sobre la ancha mano
Fatigado tal vez, tal vez dormido;
Mas la mirada fija del enano
Y la abierta nariz y atento oído,
Al que su instinto y lealtad comprende
Advierten que sagaz á todo atiende.
En el obscuro camarín, formado
Por la maciza fábrica del muro,
Y en donde se abre el ajimez dorado
Que da aire y luz al aposento obscuro
Al estilo de Oriente fabricado,
Contempla el cielo otra mujer; su duro
Contorno sobre el cielo se destaca,
Pues fuera del balcón el cuerpo saca.
Es Aixa, la despótica Sultana,
El genio protector del Islamismo,
Que desde aquella arábiga ventana
Mide del porvenir el hondo abismo.
Genio tenaz, encarnación humana
De la fe, del valor y el heroísmo,
Genio que, á aparecer en otra era,
Mentir á los horóscopos hiciera.
Con el rumor del bosque confundidos
Que sombrea la torre de Comares,
Trae el aura fugaz á sus oídos
Del bullicioso pueblo los cantares.
Á sus vasallos quiere entretenidos
Tener el nuevo Rey en sus hogares,
Y el mal que sus horóscopos predicen
Cantando olvidan y á su Rey bendicen.
Pero Aixa, que jamás en ilusiones
Se adormeció y á quien la edad avisa
De que las populares ovaciones
Tan efímeras son como la brisa
Que su murmullo trae á sus balcones,
Con desdeñosa y lúgubre sonrisa
Su són escucha, que al rayar el día
Ser puede amotinada vocería.
Todo en la regia cámara reposa:
Ajenos al turbión de los placeres
De la morisca corte voluptuosa,
Aquellos tres tan diferentes seres
Tristes meditan. Á la fin la esposa,
La más inquieta de las dos mujeres,
Dando sin duda al pensamiento giro
Distinto, débil exhaló un suspiro.
Llamó de Aixa la atención el eco
De aquella exhalación enamorada,
Y del balcón dejando el fondo hueco
Fijó en Moraima su glacial mirada;
Y con el tono desabrido y seco
De su voz, á mandar acostumbrada,
La dijo: «Afrenta de las Reinas moras,
Espíritu cobarde, ¿por qué lloras?»
No lloraba Moraima todavía,
Mas tan duras palabras la preñaron
De lágrimas los ojos. Muda, fría,
Aixa las vió cuando á la faz brotaron
De la débil mujer que las vertía.
Las vió, mas conmoverla no lograron,
Y con regio desdén, á paso lento
Comenzó á atravesar el aposento.
Mas al llegar del arco á los umbrales,
De la alberca en el patio embaldosado
Anunciaron los roncos atabales
Al Rey por las Sultanas esperado.
Seguido de sus deudos más leales
Llegó Abdilá para el combate armado:
Sonrió al verle con su arnés más bello
Aixa, y Moraima se abrazó á su cuello.
--«¡Tan pronto! dijo la afligida esposa.
--Ya tarda, dijo la valiente madre.
--¡Aláh te vuelva!... murmuró la hermosa:
--Mas si no vences: volverá tu padre,
Añadió la Africana vigorosa.
--¡Antes cristiana lanza me taladre!»
Dijo el mancebo rebosando enojos,
Y un rayo de rencor brilló en sus ojos.
Entonces la Sultana:--«En paz os dejo:
(Añadió con voz grave) despedíos
Á solas, pero ved que no me alejo;
No me le quites con tu amor los bríos
Que necesita.» Y, torvo el entrecejo,
Se sumió en los tortuosos y sombríos
Corredores, dejándoles á solas
Del mar de su aflicción entre las olas.
En silencio abrazados los esposos
Largo espacio quedaron: el exceso
De su dolor en ayes angustiosos
Exhalaba Moraima, mientras preso
Mantenía en sus brazos cariñosos
Á Abú-Abdil: dióla él un tierno beso
De su cariño en la efusión sincera,
Diciéndose los dos de esta manera:
BU-ABDIL.
No llores, alma mía: cobra aliento:
Llevo todo mi ejército conmigo.
MORAIMA.
Abdil, tengo el fatal presentimiento
De que no has de volver: yo te lo digo.
He soñado, mi bien, tu vencimiento,
Y mi sueño es lëal. Mi dulce amigo,
Manda tus capitanes á la guerra:
Tú eres el Rey; no salgas de tu tierra.
BU-ABDIL.
Moraima de mi vida, ¿no comprendes
Que tu congoja mi valor me quita?
Esta salida que evitar pretendes
Es nuestra salvación. Se necesita
Que el pueblo crea en mi valor ¿entiendes?
El Rey ha de ser Rey. Ve á la mezquita
Á orar; mas oye ¡oh flor de mis amores!
Delante de mi madre nunca llores.
Mi madre es una Reina verdadera,
Cuyo orgullo jamás ha concebido
Que un Rey pueda llorar. Tu amor modera
Ante ella y muestra del dolor olvido:
Porque ella, aunque á sus pies morir nos viera,
No exhalara, Moraima, ni un gemido;
Se difundió por el país bien presto;
Y al resplandor que á pelear convoca,
El peligro de Alhama manifiesto,
De Cristo por los campos andaluces
Avanzaron las lanzas y las cruces.
Alonso de Aguilar, el compañero
De armas de Ponce de León, la gente
De sus estados allegó el primero;
Y cruzando los montes diligente,
Como una estatua de bruñido acero
Asomó sobre un cerro del Oriente.
Y el sol, como un fantasma de luz y oro
La presentó á la vista del Rey moro.
Los hermanos Girón, de Calatrava
Con la legión ecuestre aparecieron
Por un valle de sauces: con su brava
Infantería por el Sur salieron
Los Córdobas de Cabra, y por la caba
De un monte que al cruzarle descubrieron,
Asomaron, los dos bajo una enseña,
El Conde de Alcaudete y el de Ureña.
Mirábalos Muley considerando
Su fuerza escasa para serios fines,
Y se aprestaba á cometerlos, cuando
Del montuoso horizonte á los confines
Vió de peones numeroso bando,
Y en el agudo són de sus clarines
Conoció y en sus cárdenos pendones
De Enrique de Guzmán los escuadrones.
Con ira entonces comprendió que junto
Un ejército entero en su mal era,
É impío blasfemó, viendo en un punto
Venir sobre él la Cristiandad entera;
Y mirando avanzar en buen conjunto
Los jinetes cristianos por doquiera,
Cual jabalí acosado por los perros
Alzó su campo y se acogió á los cerros.
Desde ellos vió con cólera impotente
Sus postigos abrir á los de Alhama;
Y echando al corazón la mano ardiente,
Á contener la hiel que se derrama
En sus hinchados vasos, y la frente
Al peso del baldón que se la infama
Doblando, con ahogado y ronco grito
Exclamó: «¡Alahú akbar! estaba escrito.»
Entonces silencioso y cabizbajo
De sus gentes cubrió la retirada,
Rechazando por sí, no sin trabajo,
De las huestes de Ureña una avanzada.
Cuando en salvo la vió, por un atajo
Se encaminó otra vez hacia Granada,
Seguido de unos pocos caballeros
De su aciaga fortuna compañeros.
Mas ¡ay! su estrella en la gentil Granada
Para siempre su luz obscurecía,
Y era ya aquella la postrer jornada
Que hacer por ella como Rey debía.
Ya en la Alhambra, de rayos coronada,
Estrella más feliz resplandecía,
Y á otro pendón que al de Muley su gloria
Otorgaba versátil la victoria.
En la vega al entrar, de una colina
Al revolver el áspero sendero,
De la luna á la lumbre mortecina
Vió correr hacia él un caballero.
Era un doncel de raza granadina
Que, ante él parando el fatigado overo,
Dijo con voz por la carrera ahogada:
--«Tente, Señor: no vuelvas á Granada.»
--«¿Por qué?»--dijo Muley.--«Porque ya llegas
Tarde: de ella Abdilá se ha apoderado.»
--«¿Y mi Wazir Abú-l'Kasín-Ben-Egas?»
--«Está en los Alixares encerrado.»
--«¿Y mi Zoraya?»--«De las turbas ciegas
Por milagro no más se ha libertado:
Los pocos fieles que te quedan vivos,
Te buscan por la sierra fugitivos.»
--«¿Todo pues lo perdí?--La honra te queda.
--Te engañas, infeliz; sin ella vengo.
--La puedes recobrar mientras que leda
Se conserve tu fe.--Ya no la tengo
Tampoco: es fuerza que al destino ceda;
Su ley fatal á obedecer me avengo.
--Aún te resta, señor, una esperanza.
--¿Cuál?--La mejor de todas: la venganza.
--Tienes razón. ¿Podemos todavía
En el alcázar penetrar?--Acaso:
Si te ayuda tu intrépida osadía,
Yo puedo abrirte hasta la Alhambra paso
En las tinieblas de la noche.--Guía:
Y si á ella subo, como frágil vaso
Quebrantaré de Aixa y de su hijo
La existencia fatal que Aláh maldijo.»
Y el Rey, á la venganza decidido,
Á los que son con él la faz volviendo
Les dijo: «Á este mancebo habéis oído;
Uniros á mi suerte no pretendo;
Abandonad, si os place, al Rey vencido.»
Mas la mano los Árabes poniendo
De los corvos alfanjes en los pomos,
Respondieron resueltos: «Tuyos somos.»
Metió Muley á su corcel la espuela,
Y echando por delante al Granadino,
Pensando en sorprender su ciudadela
Hacia Granada continuó el camino.
Mas ¡ay! en vano el hombre se rebela
Contra la ley de su fatal destino,
En vano avasallar quiere á la suerte:
La voluntad de Dios siempre es más fuerte.
Era la hora en que entregado al sueño
Abú-Abdil, en la Alhambra aposentado,
Soñaba con el bien de que era dueño,
Con el cetro que á Hasán había robado.
Aixa también, desarrugado el ceño,
Su saña habiendo y su ambición saciado,
Al fin vengada de su infiel esposo,
Entregábase en brazos del reposo.
Era todo silencio en el recinto
Del regio alcázar de la corte mora:
Reinaba en su dorado laberinto
Del descanso la paz reparadora,
Cuando el eco de un ¡ay! claro y distinto
De sala en sala retumbó á deshora,
Y el joven Rey, de sus estancias dueño,
Al eco de aquel ¡ay! rompió su sueño.
Oyólo al par la varonil Sultana
Su madre, y fuera del suntuoso lecho
Lanzándose veloz, á la ventana
Escuchó atentamente largo trecho.
Sus sentidos sutiles de Africana
Y el velador instinto de su pecho
La revelaron el terrible arcano
De aquel ¡ay! eco del dolor humano.
Escuchaba el Rey moro todavía
El eco de aquel lúgubre gemido,
Cuando su madre con vigor le asía
Por el brazo en que estaba sostenido.
--«Levántate, hijo mío, le decía,
Levántate, Abdilá: ¡Nos han vendido!
--¿Qué pasa, madre? preguntó el mancebo.
--Tu padre busca á la venganza cebo.»
Su alfanje Abú-Abdil blandió desnudo,
Y asiendo de un clarín con gran coraje,
En los senos lanzó del aire mudo
Una sonata de África salvaje.
De aquel bárbaro són al eco agudo
Se estremeció su guardia Abencerraje,
Y de su riesgo próximo avisada
Acudió junto al Rey precipitada.
Y á tiempo fué. Su yatagán sangriento
Muley blandiendo apareció á sus ojos
Por la puerta del próximo aposento,
Rebosando sacrílegos enojos.
Feroz vampiro, de su carne hambriento,
Sus brazos muestra con su sangre rojos,
Y con los ojos en su sangre fijos
La sangre anhela de sus propios hijos.
Helóse de terror á su presencia
Toda la guarnición de la alcazaba:
Aixa, empero, abrasada de impaciencia,
Empuñó un arcabuz gritando brava:
«¡Muera el tirano!» Al punto con violencia
Lid fratricida sin cuartel se traba:
En el mismo aposento en que nacieron
Los hijos con los padres se batieron.
Peleaba Muley como un demente,
Y á Aixa los suyos de la lid sacaron:
Hallarse no lograron frente á frente
Los dos Reyes por más que se buscaron.
Llamaba á Abdil con cólera estridente
El viejo Rey, cuando sobre él cargaron
Tantos al par, que sin lograr su objeto
Cejó y huyó por corredor secreto.
En el versátil vulgo confiando
Descendió á la ciudad por una cueva,
Juntar creyendo poderoso bando
Con que arruinar la monarquía nueva.
Metióse, pues, por la ciudad, llevando
Audaz á cabo tan osada prueba,
Y en un momento la ciudad entera
Campo sangriento de batalla era.
Doquier, se escuchan con pavor lamentos,
Ayes de muerte y gritos de pelea:
Á salvarse no más todos atentos,
Sólo en salvarse cada cual se emplea:
No hay nadie que en tan críticos momentos
Presa de los cristianos no se crea:
Nadie á juzgar la realidad se para,
Nadie ve dónde ni de quién se ampara.
En tanta confusión, en duelo tanto,
Abandonando Hasán la lid confusa,
Va á los umbrales á llamar de cuanto
Moro por su parcial la fama acusa;
Mas, al reconocerle, con espanto
Seguirle todo musulmán rehusa,
Porque se hundieron su prestigio y fama
Bajo su triste expedición de Alhama.
Su nombre con horror de boca en boca
Rápidamente en las tinieblas pasa,
Y por doquiera contra él evoca
Ira sin compasión, rencor sin tasa:
Cobra valor la muchedumbre loca,
Y al correr la verdad de casa en casa,
Por rejas, ajimeces y balcones,
Comienzan á asomar luces y hachones.
Comiénzase á ordenar la gente fiera
Del Albaycín: tremólanse estandartes
Que atraen á sí la juventud guerrera,
Y conócense al fin por ambas partes.
¡Aláh por Bu-Abdil! gritan doquiera;
Y descubriendo las traidoras artes
Á que echa Hasán para vengarse mano,
Gritan dando sobre él: ¡muera el tirano!
Desengañado el viejo vengativo
Abandonó su despechada empresa,
Dándose por feliz en salir vivo
Favorecido por la sombra espesa:
Y con veinte jinetes fugitivo
Que aún le seguían, caminó con priesa
Muley hacia los altos alijares
Donde aún tiene Zoraya sus hogares.
Allí la favorita con Ben-Egas
Le aguardaba á caballo: á marchar prestos,
Sus guardias negros como estatuas ciegas
Por él se hallaban á morir dispuestos.
--«Vamos, dijo Muley.--Á tiempo llegas,
Repuso Abú-l'Kasín: Aixa mis puestos
Descubrió ya, y á su merced estamos.
--¡Maldita sea! dijo el Rey: huyamos.»
Y entrando por las lóbregas laderas
De la sierra fragosa y escarpada,
Aprovecharon cautos las postreras
Sombras para alejarse de Granada:
Y del alba siguiente á las primeras
Luces, el que fué Rey ya no era nada:
El reino se le huyó de entre los brazos
Y su cetro al caer se hizo pedazos.
¡Clemente Aláh, que como aristas secas
Las más robustas fábricas quebrantas,
Los pueblos hundes, y las razas truecas
Bajo el polvo que en pos dejan tus plantas!
Del hombre vil las vanidades huecas
¿Cómo han de interrumpir tus leyes santas?
De Hasán tocó tu soplo en la corona,
Y fué... ¡Dios bueno, lo que fué perdona!
II
Llena al fin de su enojo la medida,
Abrió el Señor la urna en que atesora
De las naciones la acotada vida:
De ella arrojó la de la estirpe mora,
Y al caer en la nada desprendida
De su mano, con voz imperadora
Dijo Dios á Isabel: «He aquí tu día:
Parte, rayo de fe: tu empresa es mía.»
Y por el fuego de la fe abrasada,
Por la celeste mano compelida,
Los brazos Isabel tendió á Granada,
Que por sus brazos se sintió ceñida
Con angustia mortal: y al punto armada
Y con el sayo de la cruz vestida,
Aparición marcial salió á campaña
La fe invocando y el honor de España.
Á su inspirado y vigoroso acento,
La nobleza leal de Andalucía
Pareció ante Isabel en un momento,
Rebosando valor y bizarría.
Llenas de emulación con su ardimiento
Cuantas provincias en su reino había,
Su gente enviaron de pelea en planta
En derredor de su bandera santa.
Encendida en sus bélicos deseos,
Desde Córdoba envió con gran premura
Numerosos y rápidos correos
Á Toledo, León y Extremadura.
Cuantos gozaban en su nombre empleos
Ó de su autoridad investidura,
Su intimación de guerra recibieron
Y en campaña obedientes se pusieron.
Cartas atentas escribió á sus damas
Para que á sus amantes y maridos,
De los troncos más nobles y sus ramas
La enviasen á la lid apercibidos;
Y por los pueblos esparció proclamas,
Llamando á los mancebos atrevidos
Á romper una lanza en la campaña
Por el honor y libertad de España.
De su entusiasmo el religioso influjo
Derramó el entusiasmo por doquiera,
Y cuanto noble su nación produjo
En redor acudió de su bandera.
Sus vasallos á Córdoba condujo
Todo varón que diez tuvo siquiera,
Y en cada hora nueva que sonaba
Un valiente á Isabel se presentaba.
Ella entretanto en vastos almacenes
Depositó profusas provisiones
De granos, vinos y cecinas, bienes
De que abundan sus fértiles regiones:
Acopió ropas y armas: montó trenes
De batir, con lombardas y cañones:
Soldados instruyó que los sirvieran,
Y acémilas compró que los movieran.
No se excusó ni un noble castellano
De acudir de Isabel á la cruzada,
Y no quedó un solar en monte ó llano
De que no hubiese en Córdoba una espada.
Todas las joyas del valor hispano
Fueron parte á tomar en la jornada,
Sombreando sus bizarros escuadrones
De sus casas más ricas los pendones.
Vino el primero el Cardenal de España
Con escolta lucida y numerosa:
Desde el campo feraz que el Ebro baña,
El buen Duque llegó de Villa-hermosa.
Trajo el Conde de Cabra de montaña
Ballestería diestra y vigorosa;
Y á los suyos el Conde de Cifuentes
Trajo armados de hierro hasta los dientes.
Vinieron los del pródigo Infantado
Armados de broquel, puñal y clava,
Con rico arnés azul empavonado:
Vino la gente de Alburquerque brava
Con ancho escudo y espadón pesado,
Y la Orden militar de Calatrava
Llegó, con su Maestre á la cabeza,
En caballos de indómita fiereza.
Trajo Medinaceli sevillanos
Sobre pintadas yeguas caballeros,
Y el de Ureña jinetes jerezanos
En potros como el céfiro ligeros;
Vinuesa de leales castellanos
Trajo gran pelotón de espingarderos,
Y leoneses con enormes mazas
Que hendían los broqueles y corazas.
Trajo Fernando de Aragón sus huestes,
Y con ellas vinieron de Navarra
Los montañeses ásperos y agrestes,
Al tiro afectos del balón y barra;
Los de Aza y Urgel, jamás contextes,
Armados de morisca cimitarra,
Y los deudos de Pedro de Velasco
De abigarrado y penachudo casco.
Desde el muro hasta la árabe alcazaba,
De los Kalifas oriental palacio,
Córdoba un campamento semejaba,
De sus plazas y calles el espacio
El aparato militar llenaba,
Y de lejos brillar como un topacio
La veían los vecinos montañeses
Alfombrada de auríferos arnases.
Y he aquí que de un balcón que la domina,
Contemplaba Isabel la roja hoguera
Del sol arder tras la postrer colina,
Cuando dobló tendido á la carrera
La falda de la loma más vecina
Un corredor cristiano de Antequera,
Que en nombre de los héroes de Alhama
Bastimentos y víveres reclama.
Su mensaje al oir Fernando, al punto
Convocando en su estancia su Consejo,
Pidió opinión sobre tan grave asunto.
Pedro de Vargas, Capitán ya viejo,
Frontero en territorio á Alhama junto
Y del país conocedor, espejo
De los cristianos jefes fronterizos,
Dijo, mostrando al Rey sus blancos rizos:
«Mi existencia, Señor, pasé en la guerra.
Y aún no esquivo por débil la batalla,
Ni el viejo corazón que aquí se encierra
Late aún con temor bajo la malla;
Pero conozco bien aquella tierra:
Alhama es un peñasco que se halla
Cercado por doquier de plazas moras
Que le tendrán en riesgo á todas horas.
«Mantenerla no pudo vuestro abuelo
San Fernando, Señor, y es necesario
Que para conservar su inútil suelo
Empleéis la mitad de vuestro erario.
Con cinco mil jinetes aún recelo
Que será su destino bien precario,
Porque cada convoy que hasta allí llegue
Fuerza es con sangre que el camino riegue.
«Sólo quien tenga guarnición en Loja
La podrá conservar, y aun así un día
Puede que el Moro por traición la coja:
Si yo fuera que vos, la quemaría,
Y de su incendio con la lumbre roja
Á Granada una noche alumbraría,
Dejando en su ceniza al Rey pagano
Un testimonio del furor cristiano.»
Dijo el anciano Vargas. Los prudentes
Y graves consejeros que le oyeron,
Sus razones hallando suficientes,
Á su opinión unánimes se unieron:
«De Alhama retirad á vuestras gentes
Y quemadla, Señor,» al Rey dijeron:
Mas Isabel, que los escucha y mira,
Llena exclamó de generosa ira:
«No permita el Señor que se abandone
Prenda de tal valor de esa manera,
Ni que vileza tal nos ocasione
Escarnio ser de la morisma entera.
No quiera Dios que entre ellos se pregone
Que, del peligro en la ocasión primera,
Ni en Dios ni en nuestro brío fe tenemos.
Ni lo nuestro á guardar nos atrevemos.
»No se hable, pues, de abandonar á Alhama:
Cuando á lidiar mis gentes he traído,
No para empresas sin peligro y fama,
Para las dignas de renombre ha sido:
Auxilio Alhama de su Rey reclama,
Y yo se le daré, que á eso he venido;
No ha de cejar ni descansar mi gente
Sino cuando en la Alhambra se aposente.»
Dijo Isabel: y á la ciudad bajando,
Cabalgando en su rápida hacanea
«¡Á Alhama!... dijo al castellano bando,
¡Conmigo á Alhama quien valiente sea!»
¡Á Alhama! las banderas desplegando
Clamó toda la gente de pelea;
Y tras la Reina, que su ardor inflama,
Se encaminó el ejército hacia Alhama.
¡Mísero Abú-Abdil! con luz incierta
Ya tu estrella fatal sobre ti brilla:
Recuerda tus horóscopos: despierta.
¡Apresta tu corcel y tu cuchilla!
Ya de la Alhambra á la dorada puerta
Va á llamar con ejércitos Castilla,
Y á echar van sobre ti los españoles
De siete siglos los sangrientos soles.
III
Dejó Isabel á Alhama guarnecida,
Sus muros y baluartes la repuso,
Y, en templo su mezquita convertida,
Segura guarnición en ella puso.
Á Luis Portocarrero á su salida
Por su alcaide nombró, quien, según uso
De los fronteros jefes castellanos,
Conservarla ó morir juró en sus manos.
El Católico Rey, dejar queriendo
Á los moros señal de aquella entrada,
En sus fronteras con estrago horrendo
Se corrió por su tierra amedrentada,
Y su bizarro ejército metiendo
Por la fecunda vega de Granada,
Incendió mieses, arrasó olivares,
Robó ganados y asoló lugares.
Los moros que estos daños achacaron
Del furioso Muley á la imprudencia,
Partido al punto por Abdil tomaron
Y Rey le proclamaron en su ausencia.
Las tropas de Muley le abandonaron,
El vulgo le mofó con insolencia,
Y á Málaga, frustrada su esperanza,
Huyó por fin sin alcanzar venganza.
Aixa, empero, temiendo la inconstancia
Del pueblo, y conociendo que en el trono
No tendría Abdilá segura estancia
Sino haciendo venir de él en abono
Alguna empresa ó triunfo de importancia
Que al vulgo deslumbrara, y que su encono
Contra Hasán aumentara, con secreto
Se preparó para lograr su objeto.
Congregó los más diestros capitanes
De todas las opuestas banderías,
Y desechando y rehaciendo planes,
Oyendo escuchas y escuchando espías,
Realizó sus solícitos afanes
Aprontando por fin en breves días
Numerosa y segura cabalgada,
De espléndido botín esperanzada.
«Probemos á los Reyes castellanos
Que aprovechar sabemos sus lecciones,
(Dijo á su hijo Abdilá). Pues nuestros llanos
Talan, sal á talar sus posesiones.
En nuestras tierras por llenar sus manos,
Sus castillos están sin guarniciones;
Lo que hallan, pues, en nuestra vega amena
Busca tú por sus campos de Lucena.»
Comprendió el joven Rey á la Sultana;
Y ganoso de gloria, y con deseos
De probar en la tierra castellana
El valor que ha ostentado en los torneos,
Con gallardía juvenil y ufana
Resolución, sus bélicos arreos
Vistiendo, mostró el joven Soberano
Su alma de Rey y origen africano.
IV
¡Qué hermosas son las noches de Granada!
¡Cuánto placer la atmósfera respira!
¡Con qué rumor tan grato perfumada
Susurra el aura que en sus huertos gira!
Su misteriosa soledad, poblada
De árabes genios, languidez inspira,
Y no encierran los senos de su sombra
El vago miedo que en la noche asombra.
El canto de los pájaros canoros
Que anidan en sus bosques embebece;
El ruido de sus árboles sonoros
Y de sus frescas aguas adormece;
De la brisa en los pliegues incoloros
Extasiado el espíritu se mece:
Todo reposa allí bajo el imperio
De un oriental incógnito misterio.
Encantada ciudad, cuyas historias
Piden del Rey profeta el arpa de oro;
Sultana del Genil, cuyas memorias
Evoco á solas y en silencio adoro;
Alcázar oriental, de cuyas glorias
Envidioso está el mundo: bien el Moro
Dijo al decir que la mansión divina
Está sobre tu tierra peregrina.
Tras el cendal da tu estrellado cielo
Se ve la faz de Dios que centellea;
No hay quien detrás de tu flotante velo
La omnipotencia de su Sér no vea;
No hay quien escrita en tu fecundo suelo
La realidad de su poder no lea;
No hay quien contemple tu nocturna calma
Sin alzarte un altar dentro del alma.
¡Tierra de bendición! ¿Quién no te adora?
¡Tierra de amor, en que el placer se anida,
En tus dulces recuerdos se atesora
Toda la gloria de mi inquieta vida!
¿Quién de ti, si te ve, no se enamora?
¿Quién tus noches espléndidas olvida?
Bien hizo el que á tus pies por no perderte
Peleando tenaz buscó la muerte.
Es una noche azul de primavera:
Millones de lucientes luminares
Dan tibia luz á la terrestre esfera;
De flores aromáticas millares
Alfombran ya la tierra, y la ligera
Brisa en la regia estancia de Comares
Introduce sus vírgenes olores
Á través de los áureos miradores.
Sobre cojín morisco reclinada,
Los pies doblados sobre escasa alfombra,
Yace la que de la árabe Granada
Al fin Sultana sin rival se nombra.
Rico dosel de seda cairelada
Da á su lánguida faz templada sombra,
Y pantalla chinesca en su penumbra
Guarda el mechero que el salón alumbra.
Es la azucena pálida de Loja;
Es de Aly-Athár la tímida gacela;
Es la mujer, que trémula cual hoja
De triste sauce, duda, ama y recela:
Moraima es, cuyo ánimo acongoja
Pesar secreto que la tiene en vela.
Es la Sultana de cabellos de oro,
Que el alma hechiza del Monarca moro.
Käel, su negro y perspicaz Nubiano,
Yace á sus pies con languidez tendido;
La frente apoya sobre la ancha mano
Fatigado tal vez, tal vez dormido;
Mas la mirada fija del enano
Y la abierta nariz y atento oído,
Al que su instinto y lealtad comprende
Advierten que sagaz á todo atiende.
En el obscuro camarín, formado
Por la maciza fábrica del muro,
Y en donde se abre el ajimez dorado
Que da aire y luz al aposento obscuro
Al estilo de Oriente fabricado,
Contempla el cielo otra mujer; su duro
Contorno sobre el cielo se destaca,
Pues fuera del balcón el cuerpo saca.
Es Aixa, la despótica Sultana,
El genio protector del Islamismo,
Que desde aquella arábiga ventana
Mide del porvenir el hondo abismo.
Genio tenaz, encarnación humana
De la fe, del valor y el heroísmo,
Genio que, á aparecer en otra era,
Mentir á los horóscopos hiciera.
Con el rumor del bosque confundidos
Que sombrea la torre de Comares,
Trae el aura fugaz á sus oídos
Del bullicioso pueblo los cantares.
Á sus vasallos quiere entretenidos
Tener el nuevo Rey en sus hogares,
Y el mal que sus horóscopos predicen
Cantando olvidan y á su Rey bendicen.
Pero Aixa, que jamás en ilusiones
Se adormeció y á quien la edad avisa
De que las populares ovaciones
Tan efímeras son como la brisa
Que su murmullo trae á sus balcones,
Con desdeñosa y lúgubre sonrisa
Su són escucha, que al rayar el día
Ser puede amotinada vocería.
Todo en la regia cámara reposa:
Ajenos al turbión de los placeres
De la morisca corte voluptuosa,
Aquellos tres tan diferentes seres
Tristes meditan. Á la fin la esposa,
La más inquieta de las dos mujeres,
Dando sin duda al pensamiento giro
Distinto, débil exhaló un suspiro.
Llamó de Aixa la atención el eco
De aquella exhalación enamorada,
Y del balcón dejando el fondo hueco
Fijó en Moraima su glacial mirada;
Y con el tono desabrido y seco
De su voz, á mandar acostumbrada,
La dijo: «Afrenta de las Reinas moras,
Espíritu cobarde, ¿por qué lloras?»
No lloraba Moraima todavía,
Mas tan duras palabras la preñaron
De lágrimas los ojos. Muda, fría,
Aixa las vió cuando á la faz brotaron
De la débil mujer que las vertía.
Las vió, mas conmoverla no lograron,
Y con regio desdén, á paso lento
Comenzó á atravesar el aposento.
Mas al llegar del arco á los umbrales,
De la alberca en el patio embaldosado
Anunciaron los roncos atabales
Al Rey por las Sultanas esperado.
Seguido de sus deudos más leales
Llegó Abdilá para el combate armado:
Sonrió al verle con su arnés más bello
Aixa, y Moraima se abrazó á su cuello.
--«¡Tan pronto! dijo la afligida esposa.
--Ya tarda, dijo la valiente madre.
--¡Aláh te vuelva!... murmuró la hermosa:
--Mas si no vences: volverá tu padre,
Añadió la Africana vigorosa.
--¡Antes cristiana lanza me taladre!»
Dijo el mancebo rebosando enojos,
Y un rayo de rencor brilló en sus ojos.
Entonces la Sultana:--«En paz os dejo:
(Añadió con voz grave) despedíos
Á solas, pero ved que no me alejo;
No me le quites con tu amor los bríos
Que necesita.» Y, torvo el entrecejo,
Se sumió en los tortuosos y sombríos
Corredores, dejándoles á solas
Del mar de su aflicción entre las olas.
En silencio abrazados los esposos
Largo espacio quedaron: el exceso
De su dolor en ayes angustiosos
Exhalaba Moraima, mientras preso
Mantenía en sus brazos cariñosos
Á Abú-Abdil: dióla él un tierno beso
De su cariño en la efusión sincera,
Diciéndose los dos de esta manera:
BU-ABDIL.
No llores, alma mía: cobra aliento:
Llevo todo mi ejército conmigo.
MORAIMA.
Abdil, tengo el fatal presentimiento
De que no has de volver: yo te lo digo.
He soñado, mi bien, tu vencimiento,
Y mi sueño es lëal. Mi dulce amigo,
Manda tus capitanes á la guerra:
Tú eres el Rey; no salgas de tu tierra.
BU-ABDIL.
Moraima de mi vida, ¿no comprendes
Que tu congoja mi valor me quita?
Esta salida que evitar pretendes
Es nuestra salvación. Se necesita
Que el pueblo crea en mi valor ¿entiendes?
El Rey ha de ser Rey. Ve á la mezquita
Á orar; mas oye ¡oh flor de mis amores!
Delante de mi madre nunca llores.
Mi madre es una Reina verdadera,
Cuyo orgullo jamás ha concebido
Que un Rey pueda llorar. Tu amor modera
Ante ella y muestra del dolor olvido:
Porque ella, aunque á sus pies morir nos viera,
No exhalara, Moraima, ni un gemido;
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- Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2 - 9Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.Total number of words is 4207Total number of unique words is 163332.0 of words are in the 2000 most common words46.3 of words are in the 5000 most common words54.2 of words are in the 8000 most common words
- Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2 - 10Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.Total number of words is 898Total number of unique words is 42042.5 of words are in the 2000 most common words52.6 of words are in the 5000 most common words58.7 of words are in the 8000 most common words