Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2 - 1

Total number of words is 3936
Total number of unique words is 1673
25.9 of words are in the 2000 most common words
39.8 of words are in the 5000 most common words
46.9 of words are in the 8000 most common words
Each bar represents the percentage of words per 1000 most common words.

GRANADA
POEMA ORIENTAL

PRECEDIDO DE LA
LEYENDA DE AL-HAMAR

POR
DON JOSÉ ZORRILLA

TOMO SEGUNDO
NUEVA EDICIÓN

MADRID
IMPRENTA Y LITOGRAFÍA DE LOS HUÉRFANOS
Juan Bravo, 5.--_Teléfono 2.198._
1895


INVOCACIÓN
Dixit autem Dominus: si habueritis
fidem, sicut granum sinapis,
dicetis huic arbori moro: Eradicare,
et transplantare in mare:
et obediet vobis.
EVANG. SEG. LUC., CAP. XVII

Fe, de toda virtud inspiradora,
Manantial del valor y el heroísmo,
Del tiempo y de la muerte vencedora,
Espanto de los genios del abismo,
El sér en quien tu fuego se atesora
Lleva el poder de Dios consigo mismo:
Los prodigios, las glorias, las hazañas,
Herencia son de los que tú acompañas.
Nada en el mundo tu poder resiste;
Á la luz de tu antorcha luminosa
El Edén á los mártires abriste:
De Oriente á la región caliginosa
Las legiones de Cristo condujiste,
Y, á través de la mar tempestüosa
Alumbrando su espíritu profundo,
Descubriste á Colón un nuevo mundo.
Nada hay grande sin ti, nada completo;
Desde Nembrod á Napoleón, tu esencia
Del genio ha sido el talismán secreto:
Nadie logró sin ti grande existencia,
Ni fué grande sin ti ningún objeto:
Polvo fué cuanto fué sin tu asistencia:
De la fuerza de Dios tu fuerza viene
Y en tus hombros el orbe se sostiene.
Tu soplo es impetuoso torbellino
Que, al alma ardiente á quien su impulso lleva,
Hasta la eternidad abre camino
Y sobre el polvo terrenal la eleva.
Del fuego santo manantial divino
Que en el fuego de Dios sus fuentes ceba,
Tú das irresistible atrevimiento
Á sér á quien inflamas con tu aliento.
Para ese son efímeras empresas
Las más peligrosísimas hazañas:
Disípanse á su voz como pavesas
Las torres, las ciudades, las montañas:
Las marcas de su pie conserva impresas
La tierra para siempre, y sus entrañas
Cobran fecundidad bajo su paso,
Y un reino brotan donde había un raso.
Alma del universo, cuanto existe
Con tu poder se crea y robustece:
Cuanto á tu influjo creador resiste,
Como leve vapor desaparece:
Á la nación do tu favor no asiste
Sorbe otra á quien tu mano favorece:
Y así es como del tiempo en los misterios
Pasan unos sobre otros los imperios.
¡Desdichada nación la que te olvida!
Su esencia mina la carcoma lenta,
Y no siente que se hunde carcomida
La débil base que su pie sustenta;
Otra nación que aguarda su caída
La empuja al fin y en su lugar se asienta:
Y así Castilla, por su fe amparada,
Pasó como un turbión sobre Granada.
Dame ¡oh potente fe! tu auxilio santo:
Tú por quien pudo rescatar á España
La ilustre Reina cuya gloria canto,
Dame su fe para ensalzar su hazaña:
Y, el himno rudo que en su honor levanto
Al entonar, mi espíritu acompaña,
Porque me escuche en la celeste esfera
La augusta sombra de ISABEL PRIMERA.


LIBRO CUARTO


AZAEL

I
Zahara cayó: sus tristes moradores
Víctimas van de tan fatal jornada
Esclavos de los Moros vencedores,
De ganado rüin como manada.
Muley envió delante corredores
De su victoria nuncios á Granada,
Y, con victoria tal alegre y fiera,
Al vencedor Hasán Granada espera.
Preparan las familias principales,
Á los guerreros y sangrientos fines
Del anciano monarca más parciales,
Zambras, saraos, himnos y festines,
Unas en sus salones orientales,
Otras en sus balsámicos jardines:
Prodigando sin duelo sus tesoros
Para ensalzar el triunfo de los Moros.
Los cadís á su vez tienen dispuestas
De fuegos, de pandorgas y de cañas,
De sortija, de toros y de apuestas,
De bohordos, de gallos y cucañas,
Para la plebe revoltosa fiestas
Cual nunca alegres, como nunca extrañas:
Porque deje tal triunfo en su memoria
Largo recuerdo de placer y gloria.
Engalanan los altos miradores
Lujosas colgaduras y doseles,
Flotantes plumas, enredadas flores,
Lazos de palmas, arcos de laureles,
Damascos de vivísimos colores,
Tapices festonados de caireles,
Y ocupan ajimeces y ventanas
Nobles, jeques, walíes y sultanas.
Viejos, mancebos, niños y mujeres
Abandonan curiosos sus hogares:
Dejan los artesanos sus talleres,
Olvidan los sederos sus telares,
Cierran su mostrador los mercaderes,
Los armeros sus fraguas: los lugares
Vecinos se despueblan, y doquiera
Bulle la muchedumbre novelera.
Corren plazas y calles tañedores
De sonajas, adufes y panderos,
_Rawíes_ de romances narradores
Al compás de la guzla, cuadrilleros
De diversas comparsas conductores
Y parejas de enanos, y gaiteros
De Marruecos y Fez, cuyos cantares
Recuerdan del desierto los aduares.
Circulan por doquier profusamente
Roscones de Jaén, tortas de Alhama,
El alhajú de Ronda, largamente
Saturado de especias, á quien llama
El mostillo su hermano, y el caliente
Buñuelo hinchado que la sed inflama:
Y, pese al libro del Korán divino,
Templa la sed el malagueño vino.
En la jornada de tan fausto día
De fiesta real y universal holganza,
La ley á la licencia da franquía
Y destierra el placer á la templanza:
Y la plebe, sin coto en su alegría,
Canta ruidosa, descompuesta danza:
Pues nada hay que desdore ó avergüence
Al celebrar sus triunfos á quien vence.
Es ley universal. ¡Ay del vencido!
Cantad, pues, ¡oh triunfantes Africanos!
¡Ignominia y baldón para el rendido!
¡Mengua y esclavitud á los Cristianos!
Mas no olvidéis que encomendada ha sido
De la venganza á las sangrientas manos
La ley de los vencidos inhumana.
¡Ay de vosotros si lo sois mañana!
¡Gloria á Muley! La multitud que llena
Las torres y alminares ve á lo lejos,
Á través de la atmósfera serena,
De las moriscas armas los reflejos.
Un grito inmenso de placer resuena
Con nueva tal: mujeres, niños, viejos,
Se agolpan á las puertas de la Vega
Á recibir al Rey que en triunfo llega.
Ya avanzando en hileras ondulantes
Se ven los ordenados escuadrones:
Parecen con el sol cintas brillantes
Las filas de los árabes peones:
Sobre el blanco montón de sus turbantes
Tremolan sus enseñas y pendones,
Y desgarran la atmósfera sonoros
Los atabales y clarines moros.
He allí á Muley Abul-Hasán. Su frente
Sombrean los flotantes lambrequines
De su penacho real: cuelga esplendente
Su escudo del arzón: y, hasta las crines
Embarrado, el caballo bufa ardiente
Y piafa, conociendo los confines
De los cotos rëales y la dehesa
Donde, potro, pació la hierba espesa.
«¡Alahú akbar! ¡Loor al Rey valiente!»
Gritó la multitud al divisarle,
Y aglomeróse atropelladamente
Bajo su estribo mismo á vitorearle:
Mas la mano de Dios omnipotente
Que hasta este día se dignó ampararle
Le retiró su auxilio, y en su seno
Del infortunio derramó el veneno.
Tornóse contra él cuanto en pro era:
Cambióse en vencimiento su victoria,
Su popularidad en pasajera
Fama de un día, y en baldón su gloria.
La muchedumbre, en su verdad entera
Al leer de Zahara la sangrienta historia,
Retrocedió, por Dios iluminada,
El porvenir leyendo de Granada.
Con repugnante ostentación impía,
Un gigantesco negro de Baeza,
Del pelo asida, junto al Rey traía
Del buen Arias la lívida cabeza.
Un escuadrón entero le seguía,
En cuyas lanzas con brutal fiereza
Se ostentaba sangriento igual trofeo,
Medroso al alma y á la vista feo.
En medio de los árabes soldados
Y los Gomeles negros, lastimeros
Suspiros arrancaban despechados
Los cautivos Cristianos, por sus fieros
Vencedores heridos y arrastrados
En confuso tropel como carneros:
Y á marchar ó morir les obligaban,
Y dichosos al fin los que expiraban.
Las fuerzas de los viejos no bastando
Á soportar ultrajes tan crüeles,
Al Dios de las venganzas invocando
Caían á los pies de los corceles:
Sin compasión sobre ellos, espoleando
Sus caballos, pasaban los Gomeles,
Apresurando su postrer instante
La aguda lanza y yatagán cortante.
Traían muchas madres en los brazos
Los hijos muertos, y ocultar querían
Su fin bajo los sórdidos retazos
De los rotos harapos que vestían,
Pues sus tiernos cadáveres pedazos
Los guardias negros de Muley hacían,
Y con horror de los maternos ojos
Quedaban insepultos sus despojos.
La mora multitud, aunque villana
Civilizada, á compasión movida,
Del Rey maldijo la impiedad tirana y
En odio la alegría convertida.
Circundó á la feroz guardia africana
Con agresivo impulso, y, encendida
La furia popular, por un instante
El paso barreó del Rey triunfante.
Arrebatando las mujeres moras
Sus hijos á los míseros cautivos,
«Dádnosles, los dijeron: sus señoras
Os les tendrán esclavos, pero vivos.»
Comenzaron cien manos vengadoras
De las bridas á asirse y los estribos,
Y á brillar comenzaron los puñales
Debajo de los jaiques y almaizales.
Á cundir comenzó la infausta nueva
Entre las turbas y á crecer la ira:
Doquier la multitud, que se renueva
Y que sus fuerzas acrecienta, gira
Del Rey en torno, quien sus olas prueba
Con su caballo á hender y torvo mira
Venir la tempestad y acrecentarse
El popular furor, pronto á inflamarse.
Sus feroces Gomeles, que le vieron
Afirmarse en la silla, adivinaron
Su resuelta intención: se rehicieron,
Y á sostenerle fieles se aprestaron.
«¡Adelante!» gritó: tras él vinieron
Á alinearse y las lanzas enristraron.
Se abrió la plebe: y, rota ya la valla,
Dijo Hasán: «Dispersad esa canalla.»
La multitud, compuesta de artesanos
Inermes, de mujeres sin defensa,
De cobardes ociosos y de ancianos,
Tan débil é impotente como densa,
Se abrió ante los jinetes africanos,
Retrocediendo en oleada inmensa
Como el círculo que abre el haz del río
Ante la quilla corva del navío.
Turba que ceja un pie, fuerza vencida.
La hueste de Muley siguió adelante
Y en la ciudad entró; mas, convertida
La alegría en terror, fué con semblante
Sombrío y en silencio recibida
Por el vulgo, ó medroso ó inconstante:
Y Hasán, seguido de sus negros fieles,
Subió al trote la cuesta de Gomeles.
Deshízose del pueblo; mas siguióle
Hasta el recinto real su descontento,
Y á par con él su indignación mostróle
De modo asaz visible el firmamento.
Repentino nublado encapotóle,
Se negreció su azul, rebramó el viento,
Con la fortuna de Muley en guerra
Declarándose á un tiempo cielo y tierra.
En la Alhambra rëal los cortesanos
Le vitorearon al llegar; empero
¡Ay del Rey á quien guardan los villanos
Odio ó temor! Apenas el postrero
De los temidos guardias africanos
Transpuso el Bib-Leujar, el pueblo entero
Rompió en inmenso sedicioso grito
Que en el espacio azul vibró infinito.
Aparecieron por doquier audaces
Cabezas de motín: gestos feroces
Que revelaban ánimos capaces
De realizar los planes más atroces.
Santones venerados y sagaces
Dervichs alzaron por doquier sus voces:
Y el populacho, en grupos dividido,
Dió á sus discursos por doquier oído.
Y he aquí que, en el centro de la plaza,
Se alzó sobre las turbas de repente
Viejo santón de venerable traza,
Famoso asaz entre la mora gente.
Era el severo Aly-Mazer, de raza
Noble, de vida austera y penitente,
Quien por causas recónditas y extrañas
Retirado vivía en las montañas.
Hombre á quien solamente se veía
En los grandes peligros y ocasiones,
Y de quien siempre el pueblo recibía
Oportunos consejos y lecciones.
Siniestra aparición que precedía
Siempre á las populares convulsiones
Que, en su postrera edad desventurada,
Estremecerse hicieron á Granada.
Hombre doquier temido y respetado
Por su severidad y por su ciencia,
De la virtud muslímica dechado,
Sincero amparador de la indigencia,
Leal consolador del desdichado,
Prosternóse la plebe en su presencia:
Y callaron ante él respetüosos
Los demás oradores sediciosos.
Tomando entonces por mimbar la fuente
Que el centro de la plaza decoraba,
Paseó sus miradas tristemente
Sobre la multitud que le cercaba;
Y con lúgubre voz, cuyo doliente
Tono en el hondo corazón vibraba,
Profética, inspirada, lastimera,
El discurso rompió de esta manera:
«¡Ay del pueblo muslim! ¡ay de Granada!
»Para escarnio y baldón de las edades
»Será no más su historia consignada.
»¡Regia ciudad; sultana de ciudades,
»Estás por tus cimientos horadada!
»¡Va sobre ti á llover calamidades
»El cielo sin piedad á quien provocas,
»Y contra ti se volverán las rocas!
»Musulmanes, Hasán está hechizado
»Por el nefando amor de una cristiana:
»Aixa, de fe cual de virtud dechado,
»Es esclava en su harén y no sultana;
»El Príncipe legítimo, encerrado
»Llora en los hierros de prisión lejana.
»¿Y en provecho de quién tal tiranía?
»De una extranjera, renegada impía.»
»Ya lo veis: impolítico atropella
»Cuantos derechos y principios fijos
»Hasta hoy se respetaron, y degüella
»Los rendidos y esclavos. Tan prolijos
»Crímenes ¿á qué fin? Sólo por ella:
»Por coronar á sus bastardos hijos,
»Que, lobeznos de raza castellana,
»Como ella al fin renegarán mañana.
»¿Comprendéis? ¡oh muslimes!--Esa impía
»Que ni cree en Jesucristo ni en Mahoma,
»De nuestra desdichada monarquía
»Es con sus hijos la mortal carcoma.
»Ella al Cristiano os venderá algún día
»Si en sus proyectos incremento toma:
»Porque en el odio universal que encierra
»Incendiará, á poder, toda la tierra.
»Pero ¿creéis tal vez que los Cristianos
»La sangre olvidarán vertida en Zahara?
»Como Hasán en sus triunfos inhumanos,
»Vendrán con sed de vuestra sangre avara.
»La que hoy vertieron sus inicuas manos
»Del pueblo moro goteará en la cara:
»Y en todas ocasiones y parajes
»Nos considerarán como á salvajes.
»¿Oís ese huracán? Horrorizada
»De tan inútil y brutal fiereza,
»Truena contra nosotros indignada
»La madre universal Naturaleza.
»¡Ay del pueblo muslim! ¡ay de Granada!
»El rayo amaga su imperial cabeza,
»La ponzoña mortal hierve en su seno,
»Y Aláh se torna en pro del Nazareno!»
Dijo así Aly Mazer. Como evocados
Al són de sus fatídicos acentos,
La tierra conmovieron desatados
En furioso huracán los elementos.
Torrentes de las nubes desgajados
Inundaron las calles, y los vientos
Arrebataron arcos y doseles,
Lazos, flores, damascos y caireles.
Huyó la población supersticiosa,
Siempre en agüeros á creer dispuesta,
Y encerróse en sus casas pavorosa,
La ira de Dios creyendo manifiesta.
Desierta la ciudad y silenciosa
Quedó en redor, se interrumpió la fiesta:
Y en vez de los aplausos y canciones,
Doquier se oyeron ayes y oraciones.
Duró la tempestad la tarde entera,
Y entre el rugido cóncavo del trueno
Y el estridor de la tormenta fiera,
De los obscuros barrios en el seno
Una voz incesante y lastimera
Exclamaba aterrando al agareno:
«Aláh torna á su grey la faz airada.
¡Ay del pueblo muslim! ¡ay de Granada!»
Campo desierto de olvidadas ruinas,
Medroso despoblado cementerio
Parecían las calles granadinas
De tal desolación bajo el imperio:
Y cual si se efectuara en las divinas
legiones algún lóbrego misterio
Fatal para los Moros, agobiada
De pánico terror quedó Granada.

II
Era en verdad así: que en tal momento,
De la fortuna y la existencia mora
En la esfera inmortal del firmamento
Íbase á señalar la última hora:
Y el arcángel que rige el movimiento
De la aguja fatal, niveladora
De los tiempos, el fin del reino moro
Iba á marcar en su cuadrante de oro.
No en vano entre los cielos y Granada
Un velo de nublados se extendía:
Con la luz á sus ámbitos negada
Otra región feliz resplandecía.
Su cresta secular Sierra Nevada
Con una aureola de fulgor ceñía,
Y el misterio que Dios obra en la Sierra
Permitido sondar no es á la tierra.
En el seno glacial de aquellas cumbres
Cuya paz no turbó la voz mundana,
Lloraba celestiales pesadumbres
Ser de divina estirpe soberana.
Lanzado de las cólicas techumbres
Siglos hacía á la región humana,
Para su habitación labró en la nieve
De su helado cristal palacio leve.
Lejos de su alma patria luminosa
Fué condenado, expiación de un yerro,
Su forma pura, celestial y hermosa
Á sepultar en terrenal encierro,
Dando cima á tarea misteriosa
Por Dios impuesta en su mortal destierro;
Mas ya á su fin la expiación tocaba
Y su tarea al concluir estaba.
Treinta afanosas décadas había
En preparar el ángel empleado
Su difícil labor, y ya veía
Su éxito misterioso asegurado:
Y, para darla fin, en este día
Iba por Jehováh purificado
Á recobrar su blanca sobreveste,
Su sér divino y su poder celeste.
Tal es, en suma, el celestial portento
Que va el Señor á obrar sobre la Sierra,
Y cuya vista vela en tal momento
El nublado á los ojos de la tierra.
La tempestad que entolda el firmamento
Es un crespón que sus espacios cierra:
Y tras aquellas fulgurantes nubes
Cantan un himno santo los Querubes.
Sobre sus alas con rumor sonoro
Las cohortes angélicas descienden,
Y al dulce són de su celeste coro
Troncos y rocas de placer se hienden.
Los serafines en mecheros de oro
De la divina fe la luz encienden,
Sobre el alcázar místico de hielo
Rasgado el seno cóncavo del cielo.
Del zenit en el punto culminante,
En medio de una luz deslumbradora,
Del sumo Dios apareció el semblante
Y tronó la palabra creadora.
Al eco inmenso de su voz gigante
La celestial cohorte voladora,
Con las alas cubriéndose los ojos,
Para escuchar se prosternó de hinojos.
«¡Azäel!»--dijo Dios, al sér divino
Desterrado en la tierra interpelando,
Y al umbral de su alcázar cristalino
El ángel bello pareció temblando;
Y el eco gigantesco y montesino
De las cóncavas peñas, despertando
Al acento de Dios, volvió medroso
El nombre del espíritu glorioso.
«¡Azäel!--repitió el Omnipotente;--
»Torna á tu antiguo sér y poderío,
»Cobra tu vestidura refulgente
»Y obra sobre la tierra en nombre mío.
»Toda á tu voluntad está obediente:
»Sus destinos gobierne tu albedrío:
»Completa mis designios soberanos:
»Yo bendigo la obra de tus manos.»
Dijo el Señor. El ángel desterrado,
Recobrando su gracia primitiva,
Levantóse á su voz transfigurado,
Revestido de gloria y de luz viva.
Orna su cuerpo ceñidor alado,
Ciñe su sien inmarcesible oliva,
Y de la fe la luminosa tea
En su diestra purísima flamea.
Un séquito de espíritus potente,
Que deja sometidos á sus santas
Ordenes el Altísimo, obediente
Y á su voz pronto se ordenó á sus plantas;
Ante el Señor el ángel reverente
Se prosternó tres veces, y otras tantas
El eco del hosanna y los salterios
Conmovió con su són los hemisferios.
Tornó Dios á sumirse en su santuario:
Tornaron los arcángeles el vuelo
Á tender, el vacío solitario
Transponiendo y los límites del cielo:
Y de la eternidad en el horario
Brillando el fatal número, hacia el suelo
Moro, dijo, la mano nacarada
Extendiendo Azäel: «¡Ay de Granada!»
¡Ay! repitió en el cóncavo y profundo
Seno del monte aterrador el eco;
¡Ay! repitió siniestro el vagabundo
Viento que rueda en el vacío hueco;
¡Ay! repitió el nublado, en tremebundo
Trueno rompiendo desgarrado y seco;
¡Ay! repitió la voz desesperada
Que gemía fatídica en Granada.
Á este medroso universal lamento,
De la voz del Señor eco en la tierra,
Desgarró con estrépito violento
Sus entrañas marmóreas la sierra,
Y abrióse el misterioso monumento
Que su cimiento colosal encierra;
Fábrica de materia indestructible,
Á los humanos ojos invisible.
Es el alcázar de Azäel: divino
Palacio transparente y encantado,
De nácar y de hielo cristalino
Entre nieves eternas fabricado.
En él oculta el ángel peregrino
Un sér, aunque mortal, predestinado
Á que con él su porvenir divida
En la terrena y la celeste vida.
En este alcázar níveo, modelo
De la oriental Alhambra granadina,
Bajo la eterna bóveda de hielo
Que corona la cumbre al sol vecina,
Envuelta yace en encantado velo
La regia sombra de Alhamar divina,
Á quien letargo místico y profundo
Encadena á este límite del mundo.
No tienen á este sér bajo su imperio
La vida ni la muerte: su existencia
Fantástica protege hondo misterio
Que sondea no más la omnipotencia.
Su sér no pertenece á este hemisferio,
Y, ni celeste ni mortal, su esencia
Tiene el poder del ángel defendida
Del poder de la muerte y de la vida.
Misterio incomprensible para el hombre,
Á toda humana explicación resiste
Y á la ciencia mortal fuerza es que asombre;
Obra sabia de Dios, por Dios existe:
No tiene historia, explicación, ni nombre,
Ni mi pluma en buscárselos insiste:
La inspiración divina del poeta
No está á mortal explicación sujeta.
Yace bajo el poder de tal encanto
De Alhamar la fantástica existencia,
De aquel alcázar luminoso y santo
Debajo de la nítida apariencia.
Todavía le cubre el regio manto,
Humean todavía en su presencia
Pebetes de ámbar, y su real persona
Circunda el esplendor de la corona.
En medio de un salón prolijamente
Decorado con cúficas labores,
Á estilo de los reyes del Oriente,
Sobre un tapiz de espléndidos colores
Y en trono de marfil, radia su frente
Bajo un dosel de plumas y de flores:
Y, símbolo del mando soberano,
El cetro abarca aún su augusta mano.
Su vista, empero, inmóvil, que no mira,
Su insensibilidad, que no percibe
Lo que en su rededor resuena ó gira,
Le delatan por sombra que no vive.
Un aura triste en su redor suspira;
Una aureola eléctrica describe
Círculos mil sobre su real cabeza,
Y aún ostenta su faz torva belleza.
Azäel, de sus ángeles cercado,
Llegando ante el Monarca Nazarita,
Sobre su pecho de calor privado
La antorcha puso de la fe bendita;
Al reflejo viviente derramado
Por esta llama que sobre él se agita,
Deshecho el hielo que su esencia pasma y
Movimiento á cobrar volvió el fantasma.
Giraron en las órbitas sus ojos,
Llenó el aire su pecho, su garganta
Paso á un suspiro dió, y, otra vez rojos
Sus labios, sonrió é irguió la planta:
Mas juzgando tal vez del sueño antojos
De aquellos seres la presencia santa
Y del encanto aún preso en los lazos,
Tendió entre él y los ángeles sus brazos.
Entonces Azäel «torna á la vida»
Dijo: «del Cielo la sentencia sabes:
»Tu existencia mortal interrumpida
»En década inmortal fuerza es que acabes.
»Alma sin cuerpo, espectro sin guarida,
»Ve de tu Alhambra á recoger las llaves.
»¡En el nombre de Dios, he aquí tu hora!
»Prevén la tumba de la raza mora.»
Al mandato del ángel obediente,
El sér de los fantasmas adquiriendo,
Incoloro, impalpable, transparente,
Su esencia de la tierra desprendiendo
Elevóse Alhamar en el ambiente:
Y, cual vapor que en él se va meciendo,
Á través de la atmósfera nublada
Se dirigió siniestro hacia Granada.

III
Era la hora en que expirando el día,
Con la sombra al luchar breves momentos,
Entre la luz crepuscular envía
Al corazón mortal presentimientos
Funestos: esa hora misteriosa
Que al hombre pensador melancolía
Infunde; al criminal remordimientos.
Y al poeta solemne, religiosa
Inspiración y santa poesía;
Era la hora, en fin, de las historias
Tristes y de las lúgubres memorias.
Tendido en los bordados almohadones
Del rico camarín de Lindaraja,
Cediendo á las sombrías impresiones
De la luz del crepúsculo, que en vano
Por repeler su corazón trabaja,
Á solas con sus negras reflexiones
Yacía de Granada el soberano.
La sombra, más espesa á cada instante,
Su manto de tinieblas desplegando
Por la arabesca estancia, condensando
Iba su obscuridad, y vacilante
La postrimera claridad del día
Al pintado cristal de las ventanas
Trémula se asomaba, y confundía
Cada momento más las africanas
Labores de oro que el cristal tenía.
Los plegados tapices de las puertas,
Los jarrones magníficos de flores,
Todos los muebles que la estancia ornaban,
Con extraña ilusión, formas inciertas
Movimiento y fantásticos colores
Á tomar en la sombra comenzaban;
Y empezaba á girar en el vacío
Recinto opaco de la estancia obscura
Ese turbión fascinador y umbrío
De objetos sin color, forma ni nombre,
Que en la superstición ó la pavura
Hacen en las tinieblas ver al hombre.
El rumor de los árboles vecinos
Y de las fuentes del jardín, los trinos
De las aves en ellos anidadas,
Y los lejanos sones campesinos
Que en revoltoso vuelo descarriadas
Allí traían las nocturnas brisas,
De la cóncava bóveda los huecos,
Los arcos, las acústicas cornisas
Poblaban con las voces exhaladas
Por misteriosos y fugaces ecos.
Por su impresión fatídica evocados,
En su febril meditación sentía
Muley, que en sombra y soledad yacía,
You have read 1 text from Spanish literature.
Next - Granada, Poema Oriental, precedido de la Leyenda de al-Hamar, Tomo 2 - 2