El paraiso de las mujeres - 11

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universitarios se encogían y achicaban para lanzar carcajadas con toda
libertad al amparo de las espaldas de sus vecinos. Querían aprovechar la
ocasión para reirse sin peligro del temible Momaren. Este, con las
mejillas enrojecidas y la nariz más encorvada que nunca, arañó los
brazos de su sillón, mientras el buen Flimnap, avergonzado por el
incidente, balbucía sus explicaciones.
--Le pregunto, gentleman, si después de haber escuchado lo que dije
sobre los diversos períodos de nuestra literatura no cree usted que el
poeta Momaren resulta el más eminente de todos en el género sentimental.
--Es indiscutible--respondió el coloso--, y sólo los ignorantes pueden
opinar lo contrario.
Esta respuesta devolvió en parte su tranquilidad al Padre de los
Maestros, pero todavía sonaron algunas risas entre la gente joven,
aunque menos audaces por ir dirigidas concretamente contra la persona
del jefe supremo.
--Vámonos, profesor--ordenó á Flimnap--. Estamos cansando con una visita
demasiado larga á este pobre gigante, que no parece de un vigor
intelectual en armonía con su estatura. Despídame de él; dígale que he
tenido mucho gusto en conocerle.
Y se puso de pie, acudiendo inmediatamente los dos aspirantes á profesor
que sostenían la cola de su toga. También corrieron los portadores de su
litera para empuñar los brazos de esta caja portátil. Todo el cortejo
universitario, que ya empezaba á fatigarse de una visita larga y sin
incidentes, se aglomeró en los escotillones para deslizarse por las
cuatro rampas arrolladas á las patas de la mesa.
Flimnap se despidió de su protegido con breves palabras:
-Vendré mañana, gentleman. El Padre de los Maestros le saluda y agradece
su atención.
Lo que el catedrático deseaba era volver al lado de Momaren. El
entrecejo de éste y su boca tirante y desdeñosa le infundían terror. Se
inclinó ante él cuando iba a entrar en su litera, y el eminente
personaje le dijo con frialdad:
-Me parece un buen hombre su Gentleman-Montaña, pero sin ningún sentido
crítico. En cuanto á sus versos, ya sabe mi opinión: muy flojos; casi
diría que son malos.
Fué á meterse en la caja portátil, pero todavía retrocedió para
comunicar á su inferior el gran descubrimiento que acababa de hacer. Una
cólera sorda y fría había registrado su memoria más profundamente que la
vanidad halagada.
-Ya sé á quién se parece su gigante: acabo de descubrirlo. Es un retrato
exacto de Ra-Ra, ese loco peligroso, nieto de aquel asesino de las
guerras antiguas que se creía un grande hombre. No es una semejanza que
haga simpático á su Gentleman-Montaña.
Y después de decir esto se metió en su litera, satisfecho de la
confusión y la alarma en que dejaba al buen profesor.
Gillespie, mientras tanto, había levantado el brazo que servía de
refugio á los dos amantes. Al ver Popito que el cortejo universitario
había abandonado ya la planicie de la mesa, se dirigió hacia uno de los
escotillones, despidiéndose antes de Ra-Ra con varios besos.
--Volveré--dijo apresuradamente, ahora que conozco tu escondrijo.
Pretextaré un deseo de estudiar de cerca el modo de vivir del gigante.
Después de tales palabras quiso correr, pero se vió detenida en mitad de
su carrera por un obstáculo. El Hombre-Montaña había colocado una de sus
manos sobre la mesa, manteniéndola en posición vertical, con el pulgar
en alto.
Tropezó la joven con los almohadillados carnosos de su palma, y al mismo
tiempo una voz enorme que se esforzaba por ser dulce llegó á sus oídos
desde lo alto:
-Doctor Popito, puede usted volver cuando quiera: el Hombre-Montaña la
invita. Si Momaren es el Padre de los Maestros, yo deseo ser el Padre de
los Enamorados.


IX
Donde el gigante va de caza y Popito expone sus ideas sobre el gobierno
de las mujeres
Cuando el bondadoso Flimnap se presentó al día siguiente, Edwin le hizo
una pregunta que tenía preparada desde la tarde anterior.
Adivinó que el profesor hembra le traía buenas noticias, a juzgar por la
expresión alegre de su rostro; pero antes de que se enfrascase en su
relato y tal vez en la manifestación de sus tiernos sentimientos, quiso
satisfacer la propia curiosidad.
-Dígame, doctor: ¿Momaren tiene una hija?
Al oir estas palabras, Flimnap perdió su alegre gesto. No se acordaba en
aquel momento del mencionado personaje, y la pregunta del gigante
resucitó en su memoria las molestias y los temores del día anterior.
-Sí, gentleman; tiene una hija, como usted dice, o como nosotros
decimos, un hijo, que pertenece á la Universidad y podría ser una de sus
mejores glorias. Pero el doctor Popito, además de proporcionar al Padre
de los Maestros abundantes molestias en el presente, le recuerda un
pasado de sucesos muy tristes.
Viendo que Flimnap callaba, el gigante indicó con un gesto su deseo de
saber algo más; pero el universitario se negó á seguir hablando si no se
colocaba antes en una oreja aquel aparato que permitía oir las voces más
tenues. Temía contar á gritos la historia de las desgracias familiares
de su poderoso jefe. Una indiscreción de tal clase aumentaría la
frialdad que le mostraba Momaren después de lo ocurrido en la tarde
anterior.
Sólo al ver que Gillespie hacía uso del micrófono, siguió diciendo en
voz baja:
--La historia del Padre de los Maestros es la historia de todas las
mujeres que concentran su felicidad y su porvenir en un hombre,
entregándose á esa pasión absorbente y martirizadora que llaman amor.
Hace veinticinco años, cuando aún no era jefe de la Universidad, pero
ocupaba un asiento por primera vez en el Senado y una cátedra de
Historia política, se enamoró de un hombre.
No crea usted, gentleman, que este hombre era un intelectual, digno del
afecto de Momaren. Por el contrario, apenas sabía leer y escribir, pero
era un buen mozo y disponía á su capricho de todas las artes que
cultivan los varones metidos en sus casas para atraer y dominar á las
pobres mujeres. Como la mujer vive preocupada por sus negocios y vuelve
á su domicilio rendida de tanto trabajar, ignora el modo de precaverse
de tan diabólicas asechanzas.
Momaren, que aspiraba á ser un asceta del estudio, dedicando á la
ciencia su vida entera, sin las preocupaciones de familia, que estorban
la concentración silenciosa del pensamiento, fué débil, y cayó vencido,
como cualquiera de esas muchachas del casco con aletas que estudian para
oficiales en nuestra Escuela militar. Durante tres años se consideró el
profesor más feliz de la República porque tenía á su lado á este hombre
seductor y diabólico.
No era aún Padre de los Maestros, pero fué padre de Popito, que nació al
año de esta unión.
El caprichoso joven no pudo acostumbrarse á la gravedad amorosa del
profesor, á la calma de su casa, y un día se fugó con una cómica,
célebre por su belleza, para vagar por los diversos Estados de nuestra
patria, llevando una existencia de aventuras y privaciones.
Debe haber muerto hace tiempo; nadie ha sabido más de él. Pero el
ilustre Momaren quedó herido para siempre después de esta traición, y
muy pocos le han visto sonreir.
El dolor es el agua que riega los jardines de la poesía y hace crecer
sus árboles más lozanos. (Esta imagen, gentleman, siempre que la uso en
una conferencia arranca murmullos de entusiasmo.) Quiero decir que la
mala acción de aquel aventurero sirvió para que Momaren produjese sus
mejores obras. Como usted notó durante la lectura de sus versos, este
gran poeta sólo canta armoniosamente al recordar sus dolores.
La educación de Popito le entretuvo durante los años de su infancia y su
adolescencia. Pero ahora Popito es una mujer completa, un doctor de gran
porvenir, y si el Padre de los Maestros puede darle órdenes como jefe en
los asuntos universitarios, no le puede imponer su voluntad dentro de la
familia.
Para Momaren, la mejor de las esperanzas era que su hijo viviese como él
no supo vivir: observando el celibato, que conviene á toda mujer de
estudios, pensando únicamente en la gloria propia y en el porvenir de la
humanidad, sin caer nunca bajo la tiranía del hombre. Un sabio que desea
ser verdaderamente fuerte necesita despreciar el amor. Pero Popito ha
resultado completamente distinta á las ilusiones de su padre. Debe tener
un alma igual á la de aquel aventurero enamoradizo y caprichoso que
abandonó al más alto de nuestros sabios para irse con una cómica. Es de
las pobres mujeres que consideran necesarios para su vida el hombre y el
amor.
De seguir los consejos de su padre, la veríamos antes de pocos años
sucederle en el alto cargo de Padre de los Maestros. Pero tiene un alma
débil y contemporizadora, como la de aquellas hembras que en los
primeros días de la Verdadera Revolución lloraban é intercedían por los
varones. Por eso desprecia la más eminente posición universitaria de
nuestro país, prefiriendo vivir con un hombre amado, en cariñosa
servidumbre, adivinando sus deseos para cumplirlos y dejándose despojar
de los derechos de superioridad que le confirió, por ser mujer, nuestra
victoria revolucionaria.
Su detuvo el profesor para añadir con timidez, bajando aún más el tono
de su voz:
--Por desgracia, gentleman, yo tengo cierta culpa de la frialdad con que
acoge Popito los sabios consejos de su padre. Esta muchacha ama á un
hombre, y yo, sin darme cuenta, hice que los dos se conociesen.
La interrumpió Gillespie con una voz que para él era casi un susurro:
--Lo sé, profesor; el hombre se llama Ra-Ra....
--¡Más bajo, gentleman!--dijo el traductor--. Ese nombre no le conviene
á nadie repetirlo en los presentes momentos. Digamos «él» simplemente, y
nos entenderemos lo mismo. ¿Cómo le ha conocido usted?
Gillespie inventó una historia para hacer creer al profesor que por un
azar había conocido á Ra-Ra, contra la voluntad de éste, llegando al fin
á ver su rostro.
--¡Imprudente!--murmuró Flimnap, refiriéndose á su protegido--. Hay que
ver cómo lo buscan por toda la capital. Muchas veces quise abandonarlo á
su suerte, en vista de sus absurdas predicaciones contra el excelente
gobierno de las mujeres, ¡pero le quiero tanto!... Lo conozco desde
niño. Además, en los últimos días ha aumentado mucho mi afecto hacia él.
¿Se ha fijado, gentleman, cómo se le parece á usted?...
Gillespie siguió contando el encuentro de Ra-Ra y Popito sobre su mesa
en la tarde anterior, y cómo, extendiendo uno de sus brazos, creó un
refugio para que los dos amantes se hablasen entre caricias.
--¡Imprudentes!--volvió á repetir Flimnap--. Ahora comprendo por qué se
mostraba usted tan distraído y no contestó á mis preguntas. ¡Qué
atrevimiento!... Tener una entrevista de amor á corta distancia del
Padre de los Maestros, que odia á Ra-Ra y desea suprimirle, pues cree
que es el único culpable del despego que le muestra su hija....
A pesar de las grandes muestras de escándalo que provocaba en Flimnap la
audacia de los dos amantes, se notó en su voz cierta admiración. Unos
días antes su protesta hubiese sido sincera, pero después de conocer á
Edwin pensaba de distinto modo, mostrando veneración por todos los que
sacrificaban la seguridad y las comodidades de su existencia en pro de
un amor.
--Me asombro de su atrevimiento, gentleman, pero ¡quién sabe si estos
enamorados valerosos ven la realidad mejor que nosotros y conocen los
goces de la vida más que los prudentes!... Yo, gentleman, tal vez
hubiese sido como ellos, pero nunca tuve ocasión de conocer el amor. Mi
mundo no me daba facilidades para enamorarme. Siempre he soñado con
dedicar mi ternura á algo muy alto, muy extraordinario, que estuviera
por encima de las cabezas de los demás mortales.... Pero antes de que
usted viniese esto equivalía á soñar con lo imposible.
Se ruborizó Flimnap, creyendo haber dicho demasiado, y miró á través de
su lente el rostro del gigante. Este permanecía impasible, como si no la
hubiese entendido, y el profesor juzgó oportuno no insistir. Por el
momento bastaba esta insinuación; más adelante se expresaría con mayor
claridad. Y pasó á hablar de aquellas noticias que dilataban de gozo su
cara bonachona cuando entró en la antigua Galería de la Industria.
--Usted no puede estar metido aquí siempre, pues eso acabaría con su
salud. Se lo he dicho al presidente del Consejo Ejecutivo, á muchos
senadores, al gobierno municipal de la ciudad y á todos los periodistas
que conozco, excelentes muchachas, que ahora me prestan alguna atención,
después de no haberme hecho caso nunca, y se dignan repetir en sus
artículos todo lo que me oyen. En una palabra, gentleman: he creado un
movimiento de opinión á favor de usted para que su vida sea más
higiénica y divertida.
El gobierno me ha autorizado para que forme un programa de diversiones.
¿Qué es lo que usted desea?... Yo, espontáneamente, me he atrevido á
proponer varias. Quiero que un día le dejen visitar la capital. Esto es
más difícil que parece á primera vista. Habrá que suspender la
circulación en las calles para que usted, al marchar, no aplaste á unos
cuantos centenares de transeuntes y para que nuestros vehículos
terrestres no le corten los pies con sus ruedas. La gente sólo le verá
desde las ventanas y los tejados.
Como le digo, esto no es fácil, y sólo puede realizarse después que se
reúna el gobierno municipal y decrete la suspensión del tráfico por unas
horas.
También he hablado al ministro de la Guerra, y está dispuesto á enviarle
un batallón de muchachas, las más jóvenes y ágiles, para que hagan
maniobras sobre esta mesa y ejecuten varias danzas guerreras. Otras
diversiones tengo pensadas, pero sólo podrán realizarse más adelante,
pues exigen larga preparación.
El recreo más inmediato será mañana. Usted necesita el aire del campo,
dar un paseo digno de sus piernas, y el gobierno me ha autorizado para
que le lleve al parque secular, donde nuestros antiguos emperadores se
dedicaban á la caza durante sus veraneos. Tres días de viaje echaban
aquellos déspotas en sus pesadas carretas para llegar á dicha selva,
poblada de toda clase de animales feroces. Ahora, con nuestros vehículos
automóviles, vamos en tres horas, y usted, gentleman, tal vez haga el
camino en menos tiempo.
Verá usted cosas maravillosas en aquellas frondosidades, que, según la
credulidad de nuestros remotos abuelos, fueron habitadas por los
primeros dioses. Encontrará árboles casi de su estatura y tal vez
bestias de caza muy interesantes.
Edwin aceptó la invitación con entusiasmo. Deseaba conocer algo más que
el eterno espectáculo de la capital vista por los tejados, y el río, en
el que únicamente le permitían moverse dentro de un reducido espacio.
Pasó la noche inquieto por esta novedad, despertándose con frecuencia, y
apenas hubo empezado á apuntar el alba salió de la Galería,
encontrándose con que el profesor Flimnap le aguardaba ya acompañado por
dos individuos más del _Comité de recibimiento del Hombre-Montaña_. Un
destacamento de amazonas armadas con arcos llenaba tres vehículos
enormes, sin duda para recordar al gigante que no era mas que un
prisionero.
Las dos máquinas voladoras que permanecían día y noche sobre el enorme
edificio abandonaron su inmovilidad, lanzándose á través del aire como
para indicar la dirección al cortejo terrestre.
Caminó el gigante unas tres horas en pos del automóvil donde iba su
traductor, rodando detrás de él los otros vehículos llenos de soldados.
Al entrar en la selva se hundió en una arboleda que tenía siglos y sólo
le llegaba á los hombros, pasando muy contadas veces sus ramas por
encima de su cabeza. Los vehículos marchaban por caminos abiertos entre
las filas de troncos, pero el gigante, al seguirlos, tropezaba con el
ramaje en forma de bóveda, acompañando su avance con un continuo crujido
de maderas tronchadas y lluvias de hojas.
La escolta tuvo que quedarse en el antiguo palacio de caza de los
emperadores, que casi era una ruina, y Gillespie se lanzó á través de lo
más intrincado de la selva, aspirando con deleite el perfume de
vegetación prensada que surgía de sus pasos.
Del fondo de la arboleda se elevaban nubes de pájaros, unas veces en
forma de triángulo, otras en forma de corona, siendo las más grandes de
estas aves del volumen de una mosca. Todos los habitantes de la selva
adormecida escapaban asustados al sentir la aproximación de este
monstruo inmenso. Bajo sus pies morían á miles las flores y los
insectos; cada una de sus huellas era un cementerio vegetal y animal.
Las grandes bestias de caza, del tamaño de ratas, capaces de poner en
peligro la vida de un cazador pigmeo, corrían en galope furioso,
temerosas y encolerizadas á la vez por la intrusión de esta montaña
andante, que podía aplastarlas con sus piernas, tan gruesas como los
troncos de los árboles más antiguos.
Gillespie vió jabalíes de erizado pelaje y ciervos de complicadas y
altísimas astamentas, que parecían datar de los tiempos en que cazaban
los emperadores. Estas bestias de terrorífico aspecto hacían temblar de
emoción al profesor Flimnap, á pesar de que las contemplaba desde una
altura prodigiosa. El gigante, al salir del palacio ruinoso para correr
la selva, había creído prudente llevar con él á su traductor.
--Así me acompañará alguien de la Comisión encargada de velar por mi
seguridad.
Y puso al catedrático sobre su pecho, aposentándolo en el bolsillo
superior de su chaqueta, donde antes guardaba el pañuelo perfumado que
había sido el asombro de las damas masculinas en el palacio del
gobierno.
Flimnap, asomado al borde del bolsillo, casi lloraba de miedo cada vez
que el gigante extendía una mano pretendiendo apresar en plena carrera á
alguna de aquellas bestias amenazantes dominadoras de la selva.
--¡No, gentleman!--gritaba--. ¡Tenga cuidado! En este momento recuerdo
que uno de nuestros viejos cronistas relata cómo una fiera de esta clase
mató, hace quinientos años, al emperador Deffar Plune, valeroso cazador.
Pero el gigante, excitado por los perfumes silvestres y sintiendo
renacer su vigor con este deporte extraordinario á través de una selva
que tal vez tenía mil años y no era más alta que su cabeza, rió del
miedo de la traductora y de los emperadores de cinco siglos antes.
En una replaza abierta entre espesos árboles persiguió á un jabalí, que,
al verse acorralado, le acometió con espumarajos de rabia, pretendiendo
hundir sus colmillos en el cuero de sus zapatos. Pero una patada del
gigante lo envió por alto, yendo á estrellarse contra un árbol copudo y
robusto semejante á un cedro. Luego, en un sendero, agarró á un ciervo
en mitad de su fuga veloz y lo subió á la altura de su pecho,
colocándolo á corta distancia de Flimnap, de modo que el asustado
animal, al mover la cabeza, casi le tocaba con las puntas de su
cornamenta.
El profesor cayó desmayado de miedo en el fondo del bolsillo, mientras
el gigante volvía á inclinarse sobre la tierra para dejar al ciervo en
libertad.
Tuvo que atender á su traductora, sacándola de su refugio, después de
esta broma un poco ruda. Se sentó en el suelo, rompiendo bajo su peso
varios árboles. Luego metió una mano en un arroyo próximo, pasando dos
dedos sobre la cara de su acompañante. Esta empezó á despertar bajo la
caricia húmeda.
--¡Oh, gentleman!--suspiró con acento de reproche--. ¿Por qué me ha dado
ese susto?... ¡Yo que le amo tanto!
A pesar de este tono de queja, se notaba en su voz y en sus ojos una
expresión adorativa, como si estuviese dispuesta á sufrir nuevos
terrores á cambio de contemplar la majestuosa autoridad que ejercía su
amigo sobre una selva donde habían temblado de emoción tantos cazadores
valerosos.
El gigante la dejó por unos momentos sentada al borde del arroyo, para
meterse otra vez entre los árboles.--Quiero llevarme un recuerdo de
esta visita--dijo á Flimnap.
Y el profesor vió cómo cogía con ambas manos un árbol que le llegaba á
la cintura, empezando á moverle á un lado y á otro, cual si pretendiese
arrancarlo del suelo.
Una nube de hojas envolvió al gigante. Varios pájaros se escaparon
lanzando chillidos. El árbol crujía cada vez más ruidosamente, hasta que
al fin se rompió junto á las raíces. Gillespie fué tronchando sus ramas,
y así pudo fabricarse un bastón que más bien era una cachiporra, gruesa
de abajo, delgada de arriba y con varias púas que marcaban el ramaje
roto.
Hizo un molinete con el tal bastón, que estremeció á los árboles
inmediatos, extendiendo una brisa ondulatoria sobre gran parta de la
selva. Se sentía con esta cachiporra en la diestra menos esclavo de los
pigmeos. Sonrió pensando que hasta era capaz de echar abajo el par de
máquinas aéreas que le vigilaban haciendo evoluciones sobre su cabeza.
Un simple garrotazo podía acabar con las dos si es que volaban, como
otras veces, cerca de él para tenerle al alcance de su lazo metálico.
Al cerrar la noche volvió el Hombre-Montaña á su alojamiento. Tanta era
su alegría después de esta excursión, que durante el camino de regreso,
influenciado por la dulzura del atardecer, empezó á cantar mientras
marcaba el paso, llevando sobre un hombro el árbol convertido en
garrote.
Su canción era una marcha belicosa de las que entonaba el ejército
americano durante la guerra en Francia. Cuando se fatigaba de cantar
silbaba, y todos los del cortejo, contagiados por su alegría, intentaban
imitarle. Las muchachas de la escolta, no menos regocijadas y
enardecidas por la excursión, acompañaban el canto del gigante golpeando
sus casquetes con sus espadas. Las aviadoras de larga pluma coreaban la
canción ó los silbidos desde sus máquinas aéreas, que flotaban muy cerca
de Gillespie. Los habitantes de las cabañas y de los pueblecitos corrían
hacia el camino, atraídos por esta música ruidosa que parecía venir de
las nubes.
Aquella noche el profesor Flimnap escribió un largo informe dirigido á
sus superiores, en el que relataba la alegría del prisionero,
insistiendo sobre la necesidad de proporcionarle diversiones para que
gozase de buena salud. Así los sabios del país podrían enterarse,
gracias á sus confidencias, de la civilización de los Hombres-Montañas.
Después de redactar este documento sólo durmió unas horas. Debía partir
al amanecer en la máquina volante que hacía el viaje á una de las
ciudades más lejanas de la República. Le aguardaban allá para que diese,
ante un público inmenso, otra de sus conferencias sobre el coloso.
Éste, fatigado por su excursión del día anterior, y sabiendo que Flimnap
no vendría á verle, se levantó tarde. Pasó dos horas en el río, dedicado
á su limpieza corporal, divirtiéndose al mismo tiempo en arrojar
manotadas de agua á la orilla de enfrente, donde los curiosos se
arremolinaban y huían riendo de estas trombas líquidas.
Cuando subió á su vivienda, vió que la servidumbre trabajaba ya en torno
de las cocinas, preparando el gigantesco almuerzo.
Ocupó Edwin su escabel, apoyando los codos en la mesa; pero al abarcar
con su vista la planicie de madera, tuvo un agradable encuentro. Había
alguien más que los atletas que dormitaban junto á la grúa. Sentados en
el lomo del libro de poesías traído por Flimnap, y que hacía ahora
oficio de banco, vió á Popito y á Ra-Ra. Los dos amantes conversaban con
las manos unidas y mirándose á corta distancia.
--No se molesten ustedes--dijo el gigante--. Continúen.
Pero estas palabras resultaban irónicas, pues ninguno de los dos se
había movido al llegar el Hombre-Montaña ni parecieron enterarse de su
presencia.
Gillespie no pudo ofenderse por este egoísmo, propio de enamorados.
También él cuando había conseguido una entrevista con miss Margaret en
un paseo de Nueva York ó en un jardín de California, era capaz de no
mostrar el menor interés ni llevarse la mano al sombrero aunque pasase
por su lado el presidente de la República. El amor tiene bastante con
sus propios asuntos y no deja espacio á las otras curiosidades de la
vida.
--Ha hecho usted bien, doctor Popito--continuó alegremente--, en
aprovecharse cuanto antes de mi permiso. Hablen todo lo que quieran.
Aquí tienen al Padre de los Enamorados, que los defenderá del Padre de
los Maestros y de todos los Consejos que intenten su persecución. Sobre
esta mesa pueden considerarse más seguros que sobre la más alta montaña.
Me basta dar un puntapié á sus patas para demoler todos los caminos de
subida, cortando el paso á los perseguidores.
Los dos amantes agradecieron al Gentleman-Montaña su protección. Pero á
pesar de esta gratitud, se adivinaba en ellos que hubiesen preferido
verse solos, sin la obligación de conversar con el gigante.
Gillespie también excusó tal egoísmo; lo mismo le ocurría á él cuando
hablaba con miss Margaret. Pero aquella mañana sentía un vivo deseo de
ponerse en comunicación con estos dos seres que reproducían su propia
existencia como una miniatura reproduce un rostro humano.
--Desde que tuve el gusto de conocerle, doctor Popito--continuó--,
llevo en mi memoria una pregunta, y aprovecho la oportunidad para que me
la conteste. ¿Cómo usted, una mujer, ama á este hombre terrible que
desea la derrota del gobierno femenino y que la sociedad vuelva á estar
constituída como antes de la Verdadera Revolución?...
--Le amo--dijo Popito--por lo mismo que soy mujer y quiero continuar
siéndolo. No crea, gentleman, que todas las de mi sexo en este país
estamos contentas de la tiranía de nuestro gobierno y de la situación
abyecta en que mantiene al hombre, haciendo de él un vencido. Del mismo
modo que entre los varones se va formando el partido masculista, entre
nosotras surge un movimiento de protesta dirigido por las mujeres que
aspiran á una vida dulce y de concordia entre los sexos: una vida sin
violencias, sin que ninguno de los dos grupos en que se divide la
humanidad impere sobre el otro ni abuse de él. No queremos que el hombre
sea el déspota de la mujer, como en otros tiempos; pero tampoco que la
mujer sea el tirano del hombre, como en la actualidad. ¿Por qué no
pueden ser iguales los dos, manteniéndose en inalterable armonía gracias
á la dulzura y, sobre todo, á la tolerancia?...
Además, gentleman, yo, como dice mi padre y otras mujeres
intransigentes, tengo un alma de esclava, porque á todas ellas les
parece una esclavitud no ser las primeras en cualquier momento y no
poder dominar y maltratar al ser que marcha á su lado. A mí, la libertad
á solas, la independencia áspera y egoísta, no me seducen. Necesito
vivir acompañada, verme protegida, apoyarme en alguien, y sólo pido que,
á cambio de mi sumisión cariñosa, me respeten, se muestren ciegos para
mis defectos y, sobre todo, me amen.
Somos ya muchas las que pensamos así. Tres generaciones de mujeres han
vivido como embriagadas por su triunfo, vengándose de un largo pasado de
esclavitud con disposiciones atroces. Nosotras no tenemos nada que
vengar; hemos nacido dentro de unas familias en las que el hombre ocupa
una situación inferior y humillante, y esto nos hace ver el presente con
más claridad y más independencia que pueden verlo nuestros progenitores.
Es la reacción inevitable después de un período de violencias, el
retroceso al buen sentido después de un avance exagerado.
--Pero su Ra-Ra--dijo el gigante--tiene otros pensamientos. Sueña con
repetir á favor de los hombres todas las violencias que realizaron las
mujeres al ocurrir la Verdadera Revolución.
--No crea usted sus palabras--dijo Popito con dulzura--. Ra-Ra es
bueno, aunque parezca amargado y cruel por las persecuciones de que se
ve objeto.... Yo estoy á su lado, y cuando el amor une verdaderamente á
dos seres, el hombre sólo es perverso si la mujer se lo consiente.
Hubo una larga pausa. Mientras Popito hablaba, su amante, con la vista
baja, parecía reflexionar.
--Además--continuó ella--, ¿cuándo triunfará Ra-Ra?... Yo lo deseo,
aunque esta victoria signifique la desgracia de mi padre y la
desaparición del gobierno de las mujeres. Así podría vivir tranquila,
sin las angustias que sufro actualmente, pues temo de un momento á otro
ver preso y condenado á muerte al hombre que amo. Pero ¿es posible esa
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