El paraiso de las mujeres - 12

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victoria?... Cada vez la veo más lejana. Las mujeres triunfaron tal vez
para siempre al apoderarse de la fuerza.
Las palabras de Popito hicieron que Ra-Ra saliese de su abstracción.
Tomó un aspecto de inspirado, de conductor de muchedumbres, una actitud
heroica, que contrastaba con sus vestiduras femeniles.
--Nuestro triunfo llega--dijo con voz sorda--. Están contados los días
de la tiranía de las mujeres. Anoche recibí grandes noticias. Un esclavo
de la servidumbre de nuestro gigante me entregó un papel que le había
dado otro esclavo venido de una de las ciudades más remotas de la
República. El número de nuestros adeptos aumenta. Tal vez somos ya un
millón.
Pero el número representa poco. Lo que vale es el trabajo de los hombres
inteligentes que desean emanciparse de una vida de harén y apelan al
estudio como único medio de conseguir la libertad.
Hemos encontrado á un octogenario que de joven hizo la guerra con el
generalísimo Ra-Ra, mi heroico abuelo. Este anciano conoce el mecanismo
de todos los aparatos de combate que se conservan en las universidades.
Acuérdate, Pepito, que tú y yo, cuando éramos muchachos y vivíamos en la
Universidad, nos hemos deslizado ocultamente en los almacenes de la
Facultad de Historia para ver de cerca las bestias de acero, gloriosas y
mudas, sin poder adivinar cómo funcionaron en otros tiempos....
--Pues bien--continuó Ra-Ra con entusiasmo después de una larga pausa--,
ese anciano lo sabe; ese guerrero escapado á la venganza de las mujeres
prepara la resurrección de un mundo de honor caballeresco y de heroísmo,
comunicando sus conocimientos á los jóvenes.
--¿Y de qué puede servirles todo eso?--interrumpió Gillespie--. Yo
conozco la historia de este país, que usted parece haber olvidado.... ¿Y
los rayos negros?
Ra-Ra levantó los hombros con una expresión de menosprecio.
--¡Oh, los rayos negros!--dijo al fin--. El invento de una mujer bien
puede sobrepujarlo el invento de un hombre. Nuestros sabios trabajan....
y no quiero decir más. Vamos á encontrar algo que nos dará la victoria,
y yo vendré á salvarle, gentleman, antes de que ordene su muerte el
gobierno de las mujeres.


X
En el que se ve cómo el Hombre Montaña conoció al fin la Ciudad-Paraíso
de las Mujeres, y la deplorable aventura con que terminó esta visita

Después de numerosas peticiones al municipio de la capital y de no menos
entrevistas con los personajes allegados al gobierno, consiguió Flimnap
ver aceptado el programa de diversiones que había ido formando para
recreo de su amigo el gigante.
Una noche guió al Gentleman-Montaña hasta una colina desde cuya cumbre
se podían contemplar verticalmente dos grandes avenidas de la capital.
Gillespie encontró interesante el hormiguero que rebullía y centelleaba
bajo sus pies.
Un resplandor de aurora ligeramente sonrosado iluminaba las calles, sin
que él pudiese descubrir los focos de donde procedía. Tal vez emanaba de
misteriosos aparatos ocultos en los aleros de los edificios. Pero lo que
más admiró fué el continuo tránsito de los vehículos automóviles. Todos
afectaban formas un poco fantásticas del mundo animal ó vegetal,
llevando en su parte delantera faros enormes que fingían ser ojos y
cruzaban el iluminado espacio con chorros de un resplandor todavía más
intenso.
La Ciudad-Paraíso de las Mujeres le pareció muy grande y digna de ser
visitada.
--No tardará usted en verla toda--dijo el profesor--. Ya tengo el
permiso del gobierno. Aprovecharemos la gran fiesta de los rayos negros.
Y fué explicando á Gillespie sus gestiones para conseguir esta
autorización y el motivo de que el gobierno hubiese fijado para dos días
después la visita del Hombre-Montaña á la capital.
Había que aprovechar una conmemoración histórica, porque en tal fecha la
mayor parte del vecindario abandonaba sus viviendas para visitar cierto
templo de las inmediaciones. Era el glorioso aniversario de la invención
de los rayos negros, considerada como el origen de la Verdadera
Revolución. Todos en dicho día querían ver la casita y el laboratorio
donde la benemérita sabia había hecho su descubrimiento: modestos
edificios cubiertos ahora por la techumbre de un templo majestuoso, en
torno del cual se extendían vastísimos jardines.
La capital casi quedaba desierta después de mediodía. Únicamente las
personas de distinción continuaban en sus casas ó se reunían en
aristocráticas tertulias, para no mezclarse con la gente popular. El
resto del vecindario acudía á la peregrinación patriótica, y hasta los
hombres se agregaban á la fiesta, sin acordarse de que la inventora de
los rayos negros había sido su peor enemigo.
Una gran feria, abundante en diversiones para la muchedumbre, ocupaba
los jardines del templo. De lejanas ciudades llegaban por el espacio
flotillas de aparatos voladores, depositando en el lugar sagrado nuevos
grupos de peregrinos.
El profesor Flimnap, de acuerdo con los individuos del gobierno
municipal, había compuesto un programa dando á la vez satisfacción á la
curiosidad del gigante y á la curiosidad del pueblo. Gillespie debía
colocarse en las primeras horas de la mañana á la entrada de la ciudad,
en el camino conducente al templo de los rayos negros. Así le podría ver
todo el vecindario mientras marchaba á la peregrinación nacional. Cuando
la muchedumbre se hubiese alejado, el gigante podría entrar por las
calles casi desiertas, sin riesgo de aplastar á los transeuntes.
Así fué. El día señalado, Gillespie, siguiendo á una máquina terrestre
montada por su traductora y varios individuos de su Comité, llegó al
citado lugar. La muchedumbre había emprendido ya su marcha hacia el
templo, y la presencia del gigante produjo enorme desorden. En vano los
jinetes de la cimitarra dieron varias cargas para dejar un espacio libre
de gente en torno de Gillespie. A estas horas de la mañana la
muchedumbre era de los barrios populares, y mostró un regocijo agresivo
y rebelde. Bailaba al son de sus instrumentos, obstruyendo el camino, y
se negaba á obedecer á la fuerza pública cuando ésta pretendía alejarla
del Hombre-Montaña.
Todos querían tocarle después de haberle visto. Se subían sobre sus
zapatos, se metían en el doblez final de sus pantalones. Algunos
curiosos que eran de gran agilidad, por exigirlo así sus oficios,
intentaron subirse por las piernas agarrándose á las asperezas que
formaba el entrecruzamiento de los hilos del paño.
Hubieron de intervenir finalmente las autoridades que vigilaban esta
salida de la ciudad. Un destacamento de la Guardia gubernamental,
llegando en auxilio de la policía, libró al gigante del asalto de la
muchedumbre. Al fin se encontró el medio de que todos pudieran
contemplar al Hombre-Montaña sin que el desfile se cortase y sin que el
templo de los rayos negros se viera abandonado por primera vez desde su
fundación.
Como el gigante, colocado en medio del camino, era á modo de un dique
que contenía el curso de la gente, le hicieron alejarse un poco de la
ciudad, hasta llegar á una fortaleza antigua situada al borde de un
barranco, la cual había servido para la defensa de esta ruta en tiempo
de los emperadores.
Edwin se sentó sobre la tal ciudadela, que no llegaba á tener dos varas
de alta, y en este sillón de piedra descansó mucho tiempo, mientras
seguía el desfile del vecindario.
Varias líneas de infantes y jinetes extendidas ante sus pies le
separaban de la inquieta muchedumbre, evitando nuevas familiaridades.
A la gente popular de la primera hora sucedieron otros grupos menos
bulliciosos y de mejor aspecto, que pasaban en automóviles propios ó en
grandes vehículos de servicio público.
Los establecimientos de enseñanza habían enviado á sus alumnos en
formación militar para que visitasen la tierra de donde surgió la
liberación femenil. Las tropas pasaban también, con sus músicas al
frente, para desfilar ante la tumba de aquella mujer de laboratorio que
se había ido del mundo sin sospechar su gloria.
Cerca de mediodía el profesor Flimnap volvió en busca de su protegido.
Empezaba á aclararse la muchedumbre de peregrinos.
--Ya puede entrar usted en la capital. El jefe de la policía dice que
las calles están casi desiertas. Un pelotón de jinetes marchará delante
para que se alejen los curiosos, si es que verdaderamente queda alguno.
Además van con ellos numerosos trompeteros, que anunciarán ruidosamente
el paso de usted para evitar accidentes. Cuando se sienta cansado, puede
hacer una seña á la escolta y volverse á casa. Usted sabe el camino.
El Gentleman-Montaña se extrañó de estas palabras.
--¿Me abandona usted, profesor?... Yo me imaginaba que sería mi guía á
través de la capital.
--Inconvenientes de la gloria--dijo Flimnap, bajando los ojos como
avergonzado de su deserción--. Mi deseo era acompañarle, pero ahora soy
un personaje popular; según parece, estoy de moda gracias á usted, y los
señores del gobierno municipal quieren que vaya con ellos al templo de
los rayos negros para pronunciar un discurso en honor de nuestra sabia
libertadora. Todos los años escogen á la mujer más célebre para que haga
este panegírico. Ahora me toca á mi, y no me atrevo á renunciar á una
distinción tan extraordinaria.
Flimnap afirmó al coloso que acababa de dar órdenes para que lo
acompañase un buen traductor en su visita á la capital. Una hora antes
había enviado un mensajero á la Galería de la Industria avisando á Ra-Ra
que viniese á esperar á Gillespie en la puerta más próxima. Tal vez era
esto una imprudencia, pero ya no había tiempo para disponer algo mejor.
El Gentleman-Montaña debía cuidar de que Ra-Ra conservase oculto su
rostro y no incurriese en las audacias de otras veces.
Marchó Gillespie hacia la ciudad, precedido de un escuadrón de jinetes y
numerosos trompeteros. Las murallas de la capital, levantadas en tiempos
de los viejos emperadores, habían sido destruidas años antes para el
ensanche urbano. Pero quedaba en pie una de las antiguas puertas,
flanqueada por dos torres de una arquitectura elegante y original, que
había contribuído á que la respetasen.
El Hombre-Montaña se fijó en varias mujeres que estaban en lo alto de
dicha puerta para verle pasar, y en un hombre, el único, envuelto en
púdicos velos.
--Gentleman, soy yo--dijo á gritos, agitando sus blancas envolturas.
El gigante extendió la mano sobre las torres, y tomando entra dos dedos
á Ra-Ra, lo puso delicadamente en la abertura del bolsillo alto de su
chaqueta. El joven le guiaría en su excursión, como el cornac que va
sentado en la testa del elefante.
Siguiendo sus indicaciones, se metió entre las dos torres y las casas
para seguir una amplia avenida.
Durante varias horas Gillespie visitó la capital, admirando la audacia
constructiva de aquellos pigmeos. La mayor partes de los edificios eran
de numerosos pisos, y algunos palacios tenían sus azoteas altas al nivel
de su cabeza. Las casas, de nítida blancura, estaban cortadas por fajas
rojas y negras, y muchos de sus muros aparecían ornados con frescos,
gigantescos para los ojos de sus habitantes, que representaban sucesos
históricos ó alegres danzas.
Entre las masas de edificios vió el gigante abrirse floridos jardines,
que á él le parecían no más grandes que un pañuelo, y en cuyos senderos
se detenían las mujeres para levantar la vista, admirando la enorme
cabeza que pasaba sobre los tejados. A pesar de que los trompeteros iban
al galope y soplando en sus largos tubos de metal por las calles que
seguía Gillespie, los ojos de éste tropezaban á cada momento con
agradables sorpresas que le hacían sonreir. Los diarios habían anunciado
su visita á la ciudad; nadie la ignoraba, pero la fuerza de la costumbre
hacía que machos olvidasen toda precaución y siguieran viviendo en las
habitaciones altas sin miedo á los curiosos.
Edwin vió que se cerraban algunas ventanas con estruendo de cólera.
Muchos puños crispados le amenazaron cuando ya había pasado. Por estas
aberturas completamente desprovistas de cortinas sorprendió sin quererlo
las desnudeces matinales de numerosas mujeres que se acostaban tarde y
se levantaban tarde igualmente, procediendo á sus operaciones de higiene
con la ventana abierta, sin acordarse de que había gigantes en el mundo.
Delante y detrás de él evolucionaba la caballería, dando trompetazos y
agitando sus sables. Los transeuntes y los vehículos que se habían
quedado en la ciudad huían delante de estas cargas, y más aún de los
inmensos pies, que con un simple roce se llevaban detrás de ellos la
parte baja de una esquina.
Ra-Ra creyó estar gozando anticipadamente una parte del triunfo con que
soñaba á todas horas. Asomado al bolsillo del gigante, se consideraba
tan enorme como éste, viendo empequeñecidos á todos sus adversarios.
Siempre que el Hombre-Montaña pasaba junto á un edificio público, él
escupía desde la altura, como si pretendiese con esto consumar su
destrucción. Varias veces rió viendo moverse abajo, como despreciables
insectos, á los que estaban encargados de perseguirle. Como su voz sólo
podía oirla el gigante, se expresaba con una insolencia revolucionaria.
--Gentleman--dijo designando con una mano el palacio del gobierno--,
éste es el antro de la venganza femenina.
Edwin dió una vuelta en torno á la enorme construcción, asomándose por
encima de los tejados á sus patios y jardines. Lo mismo hizo en varios
edificios públicos. Vió de lejos otro palacio grandioso, y como
adivinase que era la Universidad por las grandes lechuzas doradas que
coronaban las techumbres cónicas de sus torres, quiso ir hacia él; pero
Ra-Ra le disuadió.
--Más tarde, gentleman. Allí descansará usted.
Y dirigió su marcha hacia el puerto.
A pesar de que el día era festivo, los buques anclados en él empezaron á
hacer funcionar los aparatos mugidores que usaban en los días de niebla,
dedicando al gigante un saludo ensordecedor. En los navíos de la
escuadra del Sol Naciente, las tripulaciones, formadas sobre las
cubiertas, agitaron sus gorros, aclamándole. El Hombre-Montaña contestó
á este saludo general moviendo sus dos manos y luego se inclinó
cortésmente.
--¡Cuidado, gentleman! ¡Acuérdese que estoy aquí!--gritó Ra-Ra.
Con el inesperado movimiento de su conductor, el pigmeo había saltado
fuera del bolsillo y se mantenía agarrado al borde.
La mano misericordiosa del coloso le volvió á su seguro refugio; pero
después de esta aventura mortal parecía haber perdido las ganas de
prolongar el paseo y guió á su protector hacia la Universidad.
Siguiendo sus consejos, Gillespie marchó lentamente para fijarse en
todas las particularidades del edificio que Ra-Ra le iba explicando.
Por su parte, el proscrito, sin dejar de hablar, examinaba los tejados,
las terrazas y las galerías cubiertas de este palacio, grande como un
pueblo, en el que había pasado su adolescencia.
Hizo que el gigante detuviera su marcha, y echando medio cuerpo fuera
del bolsillo, empezó á dar gritos para que acudiese el jefe de la
escolta. Cuando éste, conteniendo la nerviosidad de su caballo, que se
encabritaba al husmear la proximidad del coloso, pudo colocarse al fin
junto á los enormes pies, Ra-Ra le habló desde arriba en el idioma del
país. El Hombre-Montaña deseaba hacer alto, empleando como asiento uno
de los pabellones bajos de la Universidad. La escolta, podía descansar
igualmente durante una hora echando pie á tierra.
El guerrero aceptó con alegría la orden. Su tropa llevaba varias horas
de correr las calles, luchando con la rebelde curiosidad del público y
repeliendo á los transeuntes y las máquinas terrestres. Cesaron de sonar
las trompetas y los jinetes se desparramaron en las vías inmediatas.
Cuando todos desaparecieron, Ra-Ra volvió á examinar la parte alta y
sinuosa del palacio universitario, donde estaban las habitaciones de los
doctores jóvenes. Los más de ellos se habían ido á la peregrinación
patriótica, y así se explicaba que las terrazas y las galerías
permaneciesen silenciosas, sin el ordinario rumor de peleas dialécticas.
Sólo quedaban algunos doctores melancólicos meditando ante un libro
abierto. Al ver la cabeza del gigante distraían su atención estudiosa
por unos segundos; pero luego reanudaban la lectura, como si sólo
hubiesen presenciado un accidente ordinario. Todos ellos recordaban su
visita á la Galería da la Industria, y tenían al Hombre-Montaña por un
animal enorme, cuya inteligencia estaba en razón inversa de su grandeza
material.
Gillespie había empezado por segunda vez la vuelta del edificio.
--Deténgase aquí, gentleman--dijo de pronto Ra-Ra, ahogando su voz.
Edwin no comprendió tales palabras. ¿Qué deseaba este pigmeo, cada vea
más exigente?...
--Digo, gentleman, que me deje aquí, en esa terraza. Dentro de una hora
vuelva á tomarme. Mientras tanto, puede usted descansar sentándose en
cualquiera de los pabellones anexos á la Universidad. No tema, son
fuertes y soportarán bien su peso.
Gillespie comprendió los deseos de Ra-Ra al ver en una terraza interior,
separada de la fachada por los profundos huecos de dos patios, á una
mujer con gorro universitario que agitaba los brazos, sorprendida y
alegre. No pudo reconocerla porque le faltaba su lente de aumento, pero
estaba casi seguro de que era Popito.
--Diviértanse mucho--dijo el gigante.
Y tomando á Ra-Ra otra vez con el pulgar y el índice de su mano derecha,
lo sacó del bolsillo para depositarlo en un alero. Luego rió viendo cómo
corría, con una agilidad de insecto saltador, de tejado en tejado,
agitando sus velos como las alas de una mariposa blanca, bordeando el
abismo de los profundos patios, para llegar hasta la mujercita de
birrete doctoral que le aguardaba llevándose ambas manos al pecho,
henchido de emoción.
Al quedar solo, el gigante se movió con lentos pasos á lo largo de la
Universidad, cuyas balaustradas finales le llegaban á los hombros. No
veía ningún edificio que pudiera servirle de asiento. Apoyó un codo en
un alero mientras descansaba en su diestra la sudorosa frente, y al
momento echó abajo tres estatuas de doble tamaño natural que adornaban
la balaustrada, representando á otras tantas heroínas de la Verdadera
Revolución.
Tuvo miedo de causar nuevos daños en el monumento de la Ciencia, y
continuó su exploración, buscando algo más sólido donde apoyarse.
Siguiendo el contorno del edificio llegó á una plaza sobre la que
avanzaba un palacete anexo á la Universidad. Era una construcción de
tres pisos, cuya altura no pasaba de la mitad de sus muslos, y en cuya
techumbre, libre de emblemas y de barandas, podía sentarse cómodamente.
Así lo hizo Gillespie con suspiros de satisfacción. Llevaba varias horas
caminando, con la atención extremadamente concentrada y moviendo sus
pies entre prudentes titubeos para no aplastar á nadie.
Casi celebró que la audacia de Ra-Ra le hubiese dado motivo para
descansar en esta plaza solitaria, rodeado del silencio de una gran
ciudad desierta. Hasta tuvo la sospecha de que si no venían á buscarle
en su retiro acabaría echando un ligero sueño. Encontraba agradable
tener por asiento una dependencia del enorme palacio donde reinaba sin
límites la autoridad del Padre de los Maestros.
Aquella tarde, Golbasto, el gran poeta nacional, había salido de su casa
apenas notó que las calles empezaban á quedar solitarias. El glorioso
cantor sólo gustaba de las muchedumbres cuando se reunían para aclamarle
y escuchar sus versos. Fuera de estos momentos, encontraba al pueblo
estúpido, maloliente y peligroso.
La fiesta patriótica de los rayos negros sólo había sido notable un año,
según su opinión. Fué el año en que el gobierno le encargó un poema
heroico en honor de la inventora de los rayos libertadores, coronándolo
después de su lectura y dándole el título de poeta nacional. En los años
siguientes, la tal fiesta nunca había pasado de ser una feria
populachera, durante la cual pretendían inútilmente parodiar su gloria
otros poetas escogidos por el favoritismo político. Hasta una vez--¡oh,
espectáculo repugnante!--el designado para cantar tan sublime
aniversario había sido una poetisa, es decir, un hombre, cosa nunca
vista después de la Verdadera Revolución. Este año, el poeta de la
fiesta era una jovenzuela recién salida de la Universidad, un rebelde,
que osaba comparar sus versos con los de Golbasto y además criticaba los
trabajos históricos del grave Momaren, su antiguo maestro.
Los tres caballos humanos del poeta, que soñaban desde muchos días antes
con unas cuantas horas de libertad empleadas en asistir á las fiestas de
los rayos negros, sólo vieron abierta su cuadra para ser enganchados al
carruajito en figura de concha. Como los tres hombres medio desnudos se
mostraban algo reacios y hasta osaron murmurar un poco, Golbasto los
refrenó con varios latigazos. Luego, afirmándose la corona de laurel
sobre las melenas grises, subió al carruajito y dió una orden á su tiro,
acariciándolo por última vez con la fusta.
--Vamos á la Universidad, á la casa del doctor Momaren.
En el camino oyó la trompetería que anunciaba el paso del gigante, y se
vió obligado á dar un largo rodeo por calles secundarias para no
tropezarse con él.
--¿Hasta cuándo nos molestará el animal-montaña?--murmuró
rabiosamente--. El senador Gurdilo tiene razón: hay que desembarazarse
de ese huésped grosero é incómodo.
A pesar de que el poeta vivía de sus continuas peticiones á los altos
señores del Consejo Ejecutivo y de las munificencias de Momaren, que
también era personaje oficial, sentía hoy cierto afecto por el jefe de
la oposición y encontraba muy atinados sus ataques contra un gobierno
que no sabía velar por las glorias establecidas y apoyaba las audacias
de los principiantes.
Entró en la Universidad por la gran puerta de honor; dejó en un patio su
vehículo, amenazando con los más tremendos castigos á los tres
caballos-hombres enganchados á él si no eran prudentes y osaban moverse
de allí. Siguiendo un dédalo de galerías y pasadizos, únicamente
conocidos por los amigos íntimos de Momaren, llegó al pequeño palacio
habitado por el Padre de los Maestros.
Ninguna de las recepciones vespertinas del potentado universitario se
había visto tan concurrida como la de esta tarde. Todos los que
abominaban del contacto de la muchedumbre acudían á una tertulia que
proporcionaba á sus asistentes cierto prestigio literario.
Además, la reunión de esta tarde tenía un alcance político. El Padre de
los Maestros quería darle cierto sabor de protesta mesurada y grave por
la ofensa que Golbasto se imaginaba haber recibido del gobierno.
Momaren, haciendo este alarde de interés amistoso, se vengaba al mismo
tiempo del joven poeta universitario que había osado criticarle como
historiador.
Golbasto, que allá donde iba se consideraba el centro de la reunión,
entró en los salones saludando majestuosamente á la concurrencia. Casi
todos los altos profesores de la Universidad habían venido con sus
familias. Las esposas masculinas y los hijos, con blancos velos,
coronados de flores y exhalando perfumes, ocupaban los asientos. Las
mujeres triunfadoras y de aspecto varonil se paseaban por el centro de
los salones ó formaban grupos junto á las ventanas.
Los universitarios hablaban de asuntos científicos; algunos doctores
jóvenes discutían, con la tristeza rencorosa que inspira el bien ajeno,
los méritos del camarada que en aquel momento estaba leyendo sus versos
á una muchedumbre inmensa sobre la escalinata del templo de los rayos
negros. Varios oficiales de la Guardia gubernamental y del ejército
ordinario se paseaban con una mano en la empuñadura de la espada y la
otra sosteniendo sobre el redondo muslo su casco deslumbrante.
De los grupos masculinos vestidos con ropas de mujer surgía un continuo
zumbido de murmuraciones y pláticas frívolas. Los varones, divididos en
grupos, según las Facultades á que pertenecían sus maridos hembras,
hablaban mal de los del grupo de enfrente. La esposa de un profesor de
leyes provocaba cierto escándalo. Según sus piadosos compañeros de sexo,
debía andar más allá de los sesenta años, y sin embargo tenía el
atrevimiento de rasurarse la cara lo mismo que un muchacho casadero, en
vez de dejarse crecer la barba como toda señora decente que ha dicho
adiós á las vanidades mundanas y sólo piensa en el gobierno de su casa.
Los jóvenes ansiosos de que alguien se fijase en ellos se preguntaban si
habría baile en la tertulia de Momaren. La entrada del poeta nacional
sembró la consternación entre las señoritas masculinas aspirantes al
matrimonio.
--¿Cómo vamos á bailar si ha llegado Golbasto, el más acaparador de los
poetas?... Toda la reunión será para él.
Y las varoniles doncellas se mostraban tristes, resignándose á una larga
inmovilidad en la que sólo verían de lejos á los hermosos militares,
mientras aguantaban un chaparrón interminable de versos.
Al ver entrar al poeta laureado, corrió inmediatamente á su encuentro el
gran Momaren. Ambos se abrazaron, y algunos aduladores del Padre de los
Maestros sintieron que no estuviesen presentes los fotógrafos de los
periódicos para retratar el abrazo de los dos genios más célebres del
país.
--Gracias, amigo mío--dijo Golbasto--. Jamás olvidaré lo que hace usted
por mí en este día.... Los gobiernos se suceden y caen en el olvido,
mientras que nuestra amistad llenará capítulos enteros de la historia
futura.
Luego el poeta se empequeñeció voluntariamente, hasta ocuparse de la
existencia doméstica de su amigo.
--¿Y Popito?--preguntó.
Momaren hizo un gesto de contrariedad y de tristeza.
--Se ha negado á asistir á nuestra fiesta. Prefiere pasar la tarde en
sus habitaciones de estudiante. Tiene allí una terraza, donde cultiva
flores, cuida pájaros y se entretiene con otras cosas fútiles, indignas
de su sexo.
--¡Qué juventud la que viene detrás de nosotros!--exclamó tristemente
Golbasto.
Momaren hizo un gesto igual de melancolía.
--Si no lo hubiese llevado en mis entrañas--murmuró--dudaría que fuese
mi hijo.
Después el gran poeta tuvo que separarse de Momaren para atender á sus
admiradores. Todos protestaban del hecho escandaloso que se estaba
realizando en aquellos momentos sobre las gradas del templo de los rayos
negros.
--¡Ya no hay categorías, ni respeto ... ni vergüenza! El primer
jovenzuelo se cree un genio. ¡Qué escándalo!
Golbasto movía la cabeza aprobando estas protestas, y los admiradores
insistían en sus lamentos, como si fuera á llegar el fin del mundo
aquella misma tarde.
El solemne Momaren cortó á tiempo este concierto de quejas, pues los que
rodeaban al versificador habían agotado ya todas sus palabras de
indignación y no sabían qué añadir.
--Ilustre amigo--dijo el Padre de los Maestros con una voz untuosa--,
las señoras y señoritas aquí presentes me piden que interceda para que
nuestro gran poeta nacional las deleite con algunos de sus versos
inmortales.
Esto era mentira; las señoritas masculinas sólo deseaban bailar, y en
cuanto á las matronas barbudas, odiaban los versos, porque su
declamación las obligaba á permanecer silenciosas, estorbando sus
comentarios y murmuraciones. Pero como todas pertenecían á familias
universitarias dependientes de Momaren, creyeron prudente acoger el
embuste de éste con grandes muestras de aprobación.
--¡Sí, sí!--gritaron--. ¡Que hable Golbasto!... ¡que recite versos!
El poeta nacional se inclinó como si quisiera empequeñecerse delante de
Momaren.
--¡Recitar--dijo con énfasis--mis humildes obras, incorrectas y
anticuadas, en la casa donde vive el más grande de los poetas, al que
reconoceré siempre como maestro!...
Y mientras permanecía con el espinazo doblado, y Momaren, rojo de
emoción, miraba á unos y á otros para convencerse de que todos se daban
cuenta de tan enorme homenaje, dos matronas barbudas murmuraron bajo sus
velos:
--De seguro que piensa pedirle algo mañana mismo para alguna de sus
amigas.
--Y lo que se lleve lo quitará á nuestros maridos--contestó la otra.
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