El paraiso de las mujeres - 09

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trepadores y del peligro que arrostraban. Podían matarse si perdían pie
á tan enorme altura.
Un gran personaje distrajo momentáneamente la atención de los curiosos.
Se abrió ancho camino en la muchedumbre para dejar paso hasta el espacio
descubierto á un carruajito de dos ruedas, en figura de concha, tirado
por tres esclavos melancólicos que llevaban por toda vestidura un trapo
en torno á sus vientres. Estas bestias humanas iban guiadas por una
mujer, seca de cuerpo, con nariz aquilina, ojos imperiosos y un látigo
en la diestra. La corona de laurel que adornaba sus sienes sirvió para
que la reconociesen hasta aquellos que habían llegado recientemente á la
capital.
--Es Golbasto; es el poeta--decían todos mirándola con admiración.
Ella atravesó el gentío sonriendo protectoramente como un dios, pasó
igualmente entre los oficiales hembras, que la saludaban como á una
gloria nacional, y consideró que debía colocarse por su rango á la
cabeza de todos los vehículos privilegiados, ó sea junto á las piernas
del gigante.
Las gentes distinguidas dejaron de mirar al Hombre-Montaña para fijarse
en el gran poeta, y esto hizo que Golbasto creyese necesario murmurar
algunas palabras, como si fueran dirigidas á ella misma, para
corresponder al homenaje mudo de sus admiradores. Sus ojos,
acostumbrados á las vertiginosas alturas de la sublimidad ideal, se
remontaron por los perfiles de la masa grosera del gigante hasta llegar
á la cúspide donde trabajaban los barberos hembras.
--¡Qué audacia! ¡Qué seguridad!--dijo con una voz cantante que parecía
exigir acompañamiento de liras--. Únicamente las mujeres son capaces de
realizar un trabajo tan arriesgado.
Así como los barberos iban cortando la vegetación capilar, la
amontonaban en haces, atando éstos con un cabello suelto, lo mismo que
si fuesen gavillas de trigo. Ya eran tantos, que los segadores se movían
con dificultad, y uno de ellos empujó involuntariamente uno de los
haces, haciéndolo rodar por las laderas del cráneo.
Gritó, agitando su sable, para avisar el peligro; pero la pesada gavilla
fué más rápida que su voz, y vino á caer sobre la poetisa, doblándola
bajo su fardo asfixiante. Corrieron á salvarla los oficiales que habían
echado pie á tierra y muchos de los curiosos privilegiados. La gloriosa
mujer daba chillidos creyéndose herida de muerte, y la muchedumbre, á
pesar de su admiración, acabó por reir de ella con alegre irreverencia.
Al verse sentada otra vez en su carruaje, libre de aquella avalancha
fustigadora, igual á un haz enorme de cañas, el susto que había sufrido
se convirtió en orgullosa cólera.
--¡Animal grosero!--gritó enseñando el puño á Gillespie, como si éste
fuese el autor del atentado contra su divina persona--.
¡Hipopótamo-Montaña!... ¡Hombre habías de ser!... ¡Y pensar que un gran
pueblo se interesa por ti!...
Enardeciéndose con sus propias palabras, dió un fuerte latigazo á una de
las pantorrillas del gigante. Después envolvió en otro latigazo á sus
tres corceles humanos, y éstos, que conocían el idioma de la
flagelación, salieron al trote, haciendo pasar el carruajito entre la
muchedumbre.
La agresividad de la poetisa casi originó una catástrofe.
El Hombre-Montaña, al sentir el escozor del latigazo en una pantorrilla,
se llevó á ella ambas manos, inclinándose. Los que trabajaban en la
cúspide de su cráneo perdieron el equilibrio, agarrándose á tiempo á las
fuertes malezas capilares para no derrumbarse de una altura mortal. Dos
hombres forzudos que estaban sobre un hombro cayeron de cabeza, y se
hubieran hecho pedazos en el suelo de no quedar detenidos por un pliegue
de la enorme lona que cubría el pecho del gigante.
La escala apoyada en una de sus rodillas perdió el equilibrio,
derribando de sus corceles á tres de los jinetes barbudos y dejándoles
mal heridos. Varios de sus compañeros desmontaron para llevarlos al
hospital más próximo.
Descendieron los barberos de la cabeza del gigante, declarando terminada
la operación. La caballería dió una carga para ensanchar el trozo de
terreno libre y que el Hombre-Montaña pudiera levantarse, volviendo á su
vivienda sin aplastar á los curiosos.
Así terminó el trabajo barberil, y la muchedumbre empezó á retirarse
satisfecha de lo que había visto y proponiéndose volver á presenciarlo
tan pronto como lo anunciasen los periódicos.
Comió Gillespie á mediodía, sin que el profesor Flimnap apareciese sobre
su mesa. Varias veces giró su vista en torno, buscando al hombrecito de
vestiduras femeniles que tan semejante era á él. Alcanzó á distinguir en
diversos lugares de la Galería, entre los esclavos ligeros de ropas que
formaban su servidumbre, otros varones encargados de labores menos rudas
y que iban con trajes de mujer, lo mismo que el protegido del profesor
Flimnap. Pero sentado á la mesa como estaba, por más que puso la lente
aumentadora ante uno de sus ojos, no pudo reconocer al tal joven en
ninguno de los hombres envueltos en velos que pasaban por cerca de él,
ni tampoco entre los que se movían en el fondo del edificio, donde
estaban las enormes despensas para su manutención.
Deseoso de verle, empezó á gritar lo mismo que en la mañana, seguro de
que el traductor vendría en su auxilio.
--¡Profesor Flimnap!... ¡Que busquen al profesor Flimnap!
Los numerosos pigmeos se miraron inquietos al oir este trueno que hacía
temblar el techo, profiriendo palabras incomprensibles. Al fin, por uno
de los cuatro escotillones que daban salida á los caminos en rampa
arrollados en torno á las patas de la mesa, vió aparecer al mismo
hombrecillo que le había hablado horas antes.
Llegaba con el rostro oculto por sus tocas, y sin esperar á que
Gillespie le preguntase, explicó á gritos la larga ausencia de Flimnap.
Este había tenido que salir en las primeras horas de la mañana para la
antigua capital de Blefuscú, pero volvería al día siguiente. Con las
máquinas voladoras era fácil dicho viaje, que en otras épocas exigía
mucho tiempo. El gobierno municipal de la citada ciudad le había llamado
urgentemente para que diese una conferencia sobre el Hombre-Montaña,
explicando sus costumbres y sus ideas.
--Esta conferencia--terminó diciendo el pigmeo--se la pagan
espléndidamente, y como el doctor es pobre, no ha creído sensato
rechazar la invitación. Parece que en otras ciudades importantes desean
oirle también, y le retribuirán con no menos generosidad. Celebro que el
ilustre profesor gane con esto más dinero que con sus libros. ¡Es tan
bueno y merece tanto que la fortuna le proteja!...
Pero Gillespie no sentía en este momento ningún interés por su primitivo
traductor. Lo que le preocupaba era enterarse de la verdadera
personalidad del hombrecillo que tenía ante él.
Como si adivinase sus deseos, apartó el joven los velos que le cubrían
el rostro, y Gillespie se llevó inmediatamente á un ojo la lente
regalada por Flimnap.
Pudo ver entonces con dimensiones agrandadas, casi del tamaño de un
hombre de su especie, á este pigmeo tan interesante para él. Era,
efectivamente, un Edwin Gillespie igual al que meses antes vivía en
California, pero grotescamente disfrazado con vestiduras femeniles. El
gigante, después de contemplar tan maravillosa semejanza, dejó sobre su
mesa la gran rodaja de cristal y puso un gesto severo, como si
pretendiese intimidar al hombrecillo.
--¿Se ha fijado usted--le dijo--en la semejanza que existe entre
nosotros dos?
--Sí, gentleman; al principio fué para mí un presentimiento más que una
realidad. Las facciones de usted resultan tan enormes para nuestra
vista, que la tal semejanza parecía diluirse en el espacio, y mis ojos
no llegaban á abarcarla. Pero el doctor Flimnap tuvo la atención de
prestarme una mañana la lente que usa, y pude apreciar el rostro de
usted como si fuese el de un hombre de mi especie. Le confieso que
nuestro parecido me causó un asombro igual al que usted muestra ahora.
Gillespie, que después de su primera extrañeza empezaba á sentirse algo
ofendido por el hecho de que este animalejo humano se atreviese á
parecerse á él, dijo con brusquedad:
--¿Quién es usted?... ¿Cómo se llama?...
--Mi nombre es Ra-Ra, y en cuanto á familia, tuve una en otro tiempo y
fué de las más ilustres de este país; pero ahora me conviene no
acordarme de ella.
Hubo tal expresión de melancolía en la voz del pigmeo al decir esto, que
Gillespie no se atrevió á insistir acerca de su familia, y dió otro
curso á su curiosidad.
--¿Cómo sabe usted el inglés? ¿Se lo ha enseñado el profesor Flimnap?
--No; me lo enseñó mi madre, que lo hablaba tan bien como el doctor. En
mi familia era tradicional el conocimiento de esta lengua. El profesor
Flimnap se interesa por mí porque conoció á mi madre y á otros de mi
casa. Pero como el hecho de haber sido amigo de los míos casi representa
un delito, el doctor me protege ocultamente y nunca habla de mis padres.
Calló un instante, como si las tristezas de su vida anterior le
impusieran silencio. Pero vió tal curiosidad en las pupilas del coloso,
que al fin siguió hablando.
--Yo vivía oculto: mi existencia era azarosa; de un momento á otro iba á
caer en manos de los enemigos implacables de mi familia, y en tal
situación llegó usted á este país. El profesor Flimnap se ha convertido,
desde entonces, en un personaje que puede emplear á mucha gente en el
servicio del Gentleman-Montaña, y me llamó, dándome la dirección de los
hombres encargados del lecho y la despensa de usted. En este edificio,
que sólo depende del profesor y del Comité presidido por él, me
considero más seguro que si viviese en el Paraíso de las Mujeres.
Gillespie seguía mostrando la misma curiosidad en sus ojos, pues las
palabras del pigmeo no llegaban á satisfacerla.
--¿Y por qué lo persiguen á usted?--preguntó--. ¿Quiénes son sus
enemigos?
--Ya le he dicho que me llamo Ra-Ra, pero este nombre significa muy poco
para el que no conozca la historia de nuestro país. El generalísimo
Ra-Ra fué el más importante de los caudillos del emperador Eulame. A él
debió éste sus mayores victorias. El generalísimo Ra-Ra fué mi abuelo.
Cuando las mujeres hicieron lo que ellas llaman la Verdadera Revolución,
mi glorioso ascendiente, á pesar da su vejez y de su historia heroica,
fué desterrado á una isla desierta, cerca de la gran barrera de rocas y
espumas, creada por los dioses, que nadie se atreve á pasar. Allí murió
al poco tiempo.
Mi padre, que también era general, anduvo vagabundo por toda la
República, ocultando su nombre y dedicándose á los más bajos oficios
para poder vivir. En esa época de miseria, la madre del profesor Flimnap
y el mismo profesor, que sólo tiene diez años más que yo, protegieron á
mi madre. Abreviaré el relato de nuestras desventuras. Mi padre murió,
mi madre murió también poco después, y yo, gracias al profesor, conseguí
que no me dedicasen á los trabajos forzosos, como tantos otros
desdichados de mi sexo.
No quise ser una máquina de músculos, pero tampoco me plegué á lo que
exigía de mí el nuevo régimen para convertirme más adelante en la esposa
masculina de cualquiera de las mujeres triunfadoras. Flimnap me llevó á
vivir con él por algún tiempo, asegurando que yo era sobrino suyo.
¡Ojalá no hubiese entrado nunca en la Universidad Central!... Hice allí
amistades que sólo han servido para complicar mi vida, dándola mayor
tristeza.... Pero no; me arrepiento de lo que acabo de decir. La única
satisfacción de mi existencia, la sola razón de que aún siga viviendo,
proceden de una amistad que contraje durante mi época universitaria.
Luego mi conducta causó muchos disgustos al bondadoso Flimnap, y me
obligó á huir de su lado. Yo sabía lo que un hombre no debe saber en
este país. Conozco cosas que el gobierno de las mujeres necesita
mantener secretas y que representan un peligro de muerte para aquel que
las aprende.
Calló Ra-Ra, como si le turbasen los pavorosos recuerdos de su vida de
perseguido; pero el gigante tenía los ojos fijos en él, animándole á que
continuase su historia.
--Con usted, gentleman, me atrevo á hablar de lo que no hablaría con
ninguno de mi especie. Este parecido inexplicable que nos une, á mí tan
pequeño y á usted tan enorme y poderoso, me inspira confianza. Además,
¿qué interés puede tener usted en perderme? Los dos pertenecemos al
mismo sexo; usted es hombre, y no creo que encuentre muy aceptable el
gobierno de las mujeres.
Ya conocerá usted más adelante lo que es ese gobierno. Todas ellas aman
lo nuevo, y como la llegada de usted está reciente, encuentran todavía
cierto interés á su persona. Pero cuando transcurra algún tiempo, ¡quién
sabe si su suerte será peor que la mía!...
A pesar de todo lo que le cuente el bondadoso y entusiasta Flimnap, este
gobierno se muestra cruel con frecuencia, y el pueblo femenil es más
inconstante que el de los hombres en sus entusiasmos y sus adoraciones.
Yo soy de los pocos que conocen la verdad, y por lo mismo veo la tiranía
femenina tal como es.
Se interrumpió un momento para mirar con inquietud en torno de él. No
vió á nadie en la vasta planicie da la mesa; pero, á pesar de esto, le
molestaba tener que expresarse á gritos para que le entendiese el
gigante.
Ninguno de la servidumbre hablaba inglés, pero temió que anduviese por
debajo de la mesa algún universitario vagamente conocedor del idioma y
se apresurase á llevar una delación al Comité encargado de suprimir
todos los recuerdos del viejo régimen.
El gigante, para tranquilizarle, lo tomó de nuevo sobre la palma de una
mano, subiéndolo hasta la altura de sus ojos. Allí, Ra-Ra, á caballo en
un dedo y con las piernas colgantes, pudo continuar su relato.
--Yo supe la verdad sobre los tiempos anteriores al gobierno de las
mujeres por los documentos de mi familia. Mi padre dejó á mi madre un
cuaderno en el que había descrito cómo era la vida antes de lo que
llaman la Verdadera Revolución, y cómo el mundo, gobernado por los
hombres, resultaba mejor y más noble que el mundo actual.
El cuaderno estaba redactado en inglés, que era la lengua sabia en los
tiempos de Eulame, la que empleaban sus generales para los estudios
secretos, la que mi abuelo había enseñado á mi padre y éste y mi madre
me enseñaron á mí. Gracias á estar escrito en un idioma sagrado no
pudieron enterarse de su contenido las gentes ordinarias entre las
cuales pasó mi padre sus últimos años.
Mi madre nunca quiso dejármelo leer. La pobre adivinaba que su lectura
acabaría con mi tranquilidad, haciéndome infeliz por todo el resto de
mis años. Al morir ella lo recogí como única herencia, y sin saber por
qué, á impulsos de un confuso instinto, no quise enseñárselo al profesor
Flimnap.
Recuerdo aún las impresiones que experimenté cuando, viviendo al lado
del doctor, leí por primera vez sus páginas. La verdad me deslumbró: un
mundo nuevo fué abriéndose ante mis ojos. Era mentira que las mujeres
hubiesen gobernado siempre el mundo; su triunfo databa de algunos años
nada más. En cambio, ¡qué historia tan enorme y tan gloriosa la de la
dominación masculina!...
A partir de aquel momento mostré la terrible franqueza de los neófitos.
Como poseía la verdad, consideraba necesario proclamarla á gritos, y
bastó que un día, conversando con varios estudiantes hembras, dijera
solamente una pequeña parte de lo que yo sabía, para que cayese sobre mí
una serie de persecuciones que aún no ha terminado.
Momaren, el Padre de los Maestros, habló indudablemente del nieto de
Ra-Ra al _Comité de supresión del antiguo régimen._ Es un Consejo
secreto, que desde los tiempos de mi padre persigue todo aquello que
puede hacer recordar las épocas pasadas, anulándolo con una crueldad
fría ó implacable.
Tuve que huir, y he llevado hasta el presente una existencia vagabunda y
aventurera. De vez en cuando la bondad de Flimnap me ha protegido. En
los últimos días mi situación era angustiosa. El temible Consejo había
averiguado por sus espías que yo estaba de vuelta en Mildendo, ó sea lo
que llaman las triunfadoras Ciudad-Paraíso de las Mujeres. Varias veces
estuve á punto de caer en manos de sus agentes. Si esto ocurre alguna
vez, me llevarán á morir en un islote inmediato á la gran barrera, como
murió mi abuelo. Pero la intervención de Flimnap sirvió, como ya dije,
para que yo encontrase un refugio aquí, donde me considero casi seguro.
Tal vez se preguntará usted, gentleman, por qué razón vuelvo á la
capital y me empeño en vivir en ella, estando aquí el terrible Consejo
que me persigue. Nuestra vida nunca es rectilínea ni la gobierna la
lógica. En el país de los Hombres Montañas es posible que ocurra lo
mismo. Los hombres tenemos un corazón que es á la vez el origen de
nuestras desdichas y de nuestras felicidades. No podemos existir sin la
mujer, y vamos allá donde ella vive, aunque esto equivalga á marchar al
encuentro del peligro.
Gillespie miró con nuevo interés al pigmeo. ¡Quién podía sospechar que
este animalejo tuviese unos sentimientos iguales á los suyos!... Le
pareció verse á sí mismo cuando se lamentaba á solas en Los Ángeles,
después de la desaparición de miss Margaret.
La melancolía de Ra-Ra se transmitió á él. La imagen de su novia
americana pasó por su recuerdo con tal intensidad, que hasta creyó verla
corporalmente, aspirando su perfume. Pero á continuación cayó en una
tristeza desesperada al contemplarse en este país inverosímil, sometido
á una esclavitud ridícula, sujeto á los caprichos de una humanidad
inferior.
Le tembló la mano á causa de tales emociones, y Ra-Ra tuvo que apretar
sus piernas sobre el dedo que le servía de asiento y agarrarse á él para
no caer.
Como Gillespie deseaba olvidar su propia situación, siguió haciendo
preguntas para conocer toda la historia del pigmeo.
--¿Y cómo ha podido usted seguir vagando por esta tierra sin caer en
manos de sus enemigos?... ¿Cómo logró mantenerse sin trabajar?
Ra-Ra, á pesar de la altura inaccesible en que se hallaba, bajó aún más
la voz para decir misteriosamente:
--No soy yo el único que en este país conoce la verdad. Flimnap le contó
el otro día, según creo, que los hombres ya no se muestran tan cobardes
como al principio de la dominación femenina. Se sublevan contra el
despotismo de las mujeres; quieren una existencia propia; desean «vivir
su vida», como dicen los muchachos más rebeldes. Hasta hace poco tiempo
esto era un simple anhelo de emancipación, indeterminado y declamatorio,
que únicamente producía conflictos dentro de las familias. Los
periódicos lo llaman el «varonismo», riéndose de él.
Pero yo, en los últimos años, he ido de ciudad en ciudad visitando los
clubs de hombres y otras asociaciones secretas del «partido masculista».
En mis conferencias les he hecho conocer el cuaderno que dejó mi padre.
Reproducido por prensas clandestinas circula hoy ocultamente, y es leído
como el libro sagrado del porvenir.
Miles y miles de hombres entusiastas, entre los cuales hay muchos que
son esposas é hijas de altos funcionarios, se han encargado de
mantenerme y ocultarme en mis excursiones de propaganda. Mi deber me
ordena continuar estos viajes, pero los hombres nos dejamos esclavizar
por el amor mucho más que las hembras, le concedemos mayor importancia,
y yo hago traición á mi causa para vivir en esta capital, completamente
inactivo durante algunas semanas, con la esperanza de poder hablar á una
mujer.
Como si necesitase buscar una excusa á sus actos, Ra-Ra añadió:
--Pero aunque yo permanezca sin hacer nada, no por esto descansan mis
compañeros. Hay entre nosotros hombres de ciencia que se dedican á
peligrosos estudios; jóvenes abnegados que visitan los barrios populares
para hablar á los embrutecidos siervos que ayudan con sus músculos á
esta sociedad y conseguir que despierte en sus confusas inteligencias el
orgullo del sexo. Contamos, además, con varones respetables y de gran
talento que organizan silenciosamente las fuerzas de una rebelión
futura.
Gillespie quedó asombrado por estas revelaciones.
--Comprendo, amigo Ra-Ra, que le busquen con tanto ahinco las señoras
del Consejo secreto. Resulta usted más terrible de lo que parece con su
túnica y sus velos de mujer. Ya le veo siendo llevado á morir en un
peñón, sin agua y sin comida, cerca de la gran barrera de los dioses, si
es que yo no le oculto antes en uno de mis bolsillos. Pero ¿por qué se
muestran ustedes tan adversarios del gobierno femenil?... Según dice el
profesor Flimnap, ya no hay guerras ni puede haberlas; las mujeres
administran la fortuna pública con economía; no se nota la miseria ni la
mortalidad de otros tiempos; tampoco hay gobernantes ladrones. ¿Qué más
pueden desear los hombres?...
Ra-Ra, cediendo á sus hábitos de propagandista, se puso de pie sobre la
mano del gigante para hablar con un ardor de tribuno.
--Queremos la libertad; queremos una vida interesante; la embriaguez del
peligro; en una palabra, la gloria.
Deseo ser justo con mis enemigos y reconozco como verdad todo lo dicho
por el profesor. Las mujeres administran bien, su gobierno es el de una
buena dueña de casa que toma con exactitud la cuenta á su cocinera. Las
gentes tal vez comen mejor y viven más tranquilas que en otras épocas;
ya no hay guerras.... Estamos de acuerdo.
Pero el mundo se aburre de un modo mortal. No ocurre nada, nadie sueña,
nadie aspira á cosas imposibles, nadie comete imprudencias. La vida se
extiende ante los ojos como un inmenso campo de plantas alimenticias, en
el que no hay una flor que resulte inútil ni un pájaro que deje de ser
comestible.
Nosotros queremos que el mundo vuelva á su antigua existencia. La vida
es monótona sin aventuras, sin héroes, y no vale la pena de ser vivida
si le falta el condimento del peligro. La amenaza de una muerte
inmediata da mayor sabor á los deleites presentes. Queremos la guerra,
con sus acciones esforzadas y sus abnegaciones sublimes entre compañeros
de armas; queremos la resurrección de las virtudes grandiosas y crueles
que forman el heroísmo.
Usted debe reconocer como yo, gentleman, que únicamente las mujeres
pueden aceptar esta vida de ave de corral, en la que el deseo de vivir
en paz ahoga todo sentimiento noble y elevado, en la que los cacareos
domésticos constituyen la función intelectual de la mayoría. No;
nosotros deseamos conocer, como los hombres de otros tiempos, el vino y
la guerra, los dos placeres divinos de los humanos; queremos vivir en un
minuto todo un siglo de angustias y de orgullos.
¿Quién puede conformarse con esta sociedad que todos los días vive del
mismo modo y al que tiene sed le ofrece agua ó leche?... Venga á
nosotros el alcohol, que hace soñar cosas grandes y es padre del
heroísmo. Venga á nosotros la guerra, madre de las esforzadas
acciones....
En cuanto á mí, gentleman, lo que deseo con más vehemencia es poder
meterle por la cabeza á Momaren, Padre de los Maestros, esta túnica y
estos velos que ahora me cubren, arrebatándole á él para siempre los
pantalones.


VIII
En el que el Padre de los Maestros visita al Hombre-Montaña

Cuando el profesor Flimnap regresó de su viaje á la antigua capital de
Blefuscú, fué sin pérdida de tiempo á visitar al gigante para darle
excusas por su ausencia.
Vivía en perpetuo asombro á causa de la enorme gloria que había caído
sobre él, con acompañamiento de ganancias no presentidas ni aun en sus
momentos de mayor ilusión. De todas las grandes ciudades le llegaban
proposiciones para que fuese á relatar ante auditorios de muchos miles
de personas sus pláticas con el Hombre-Montaña y lo que había podido
averiguar acerca de las costumbres del remoto país de los gigantes.
Los libreros, que nunca habían querido vender sus pesados volúmenes
sobre problemas filológicos é históricos, le pedían ahora que los
enviase en grandes fardos, aprovechando la primera máquina voladora que
saliese para el lugar de su establecimiento.
Hasta los más grandes diarios, siempre ignorantes de la existencia de
Flimnap, pues se abstenían sistemáticamente de publicar su nombre, le
solicitaban ahora como colaborador, dejando á su arbitrio el fijar la
retribución por sus escritos.
--Todo esto lo debo á usted, gentleman--decía con entusiasmo, mirándole
á través de su lente--.¡Si hubiese visto anoche con qué interés
escucharon la descripción que hice de su persona más de veinte mil
mujeres!...
Y para que olvidase su abandono del día anterior iba describiéndole el
aspecto del enorme público y las salvas de aplausos con que fueron
acogidos sus períodos más elocuentes.
--Gracias á usted--continuaba--soy célebre y tal vez sea rico. ¡Quién
sabe si usted se enriquecerá también, como nunca lo hubiese conseguido
allá en su país!
El buen profesor sentía despierta ahora su ambición, viéndolo todo con
proporciones exageradas. Una mujer de negocios de la capital le había
hablado aquella mañana de una empresa de ganancias fabulosas. Si el
Consejo Ejecutivo dejaba en libertad por algunos meses al
Hombre-Montaña, ésta y el profesor podían realizar una excursión por
toda la República dando conferencias. Flimnap haría un relato de cuanto
supiera sobre el pasado y las costumbres de su gigantesco amigo, y éste
se mantendría á su lado para contestar con reverencias á las
aclamaciones de la muchedumbre. La financiera prometía una verdadera
fortuna para los dos como resultado del viaje.
Estaba tan seguro el profesor de una ganancia pronta y considerable, que
hasta había encargado para él una máquina terrestre en forma de lechuza,
aunque más pequeña que la que le prestó en diversas ocasiones el Padre
de los Maestros.
A la mañana siguiente de su vuelta de la antigua capital de Blefuscú se
presentó con un nuevo regalo para el coloso. Su amigo el profesor de
Física, que apenas si se acordaba ya del accidente maternal de pocos
días antes, le había fabricado un aparato para que Gillespie pudiese
escuchar considerablemente agrandados los ruidos que resultan ordinarios
en la vida de los pigmeos.
Era un cilindro de cristal no más grande que una uña del Hombre-Montaña.
Al penetrar en la oreja aumentaba considerablemente su capacidad
auditiva, haciendo oir la voz de los hombrecillos aunque éstos hablasen
quedamente.
Apenas lo puso Gillespie en el pabellón de uno de sus oídos, la Galería,
que ordinariamente estaba en silencio para él, se pobló de murmullos y
gritos. Ya no vió agitarse á los pigmeos en torno de sus extremidades,
como si fuesen mudos y sólo hablasen por señas; hasta de los términos
más apartados del edificio le llegaron olas rumorosas semejantes á los
murmullos que agitan los bosques, distinguiendo en ellas las palabras
ininteligibles que profería su numerosa servidumbre.
--De este modo, gentleman--dijo el profesor--, podré conversar con usted
sin tener que levantar mucho la voz, lo mismo que si hablase con un ser
de mi especie. A veces siento el deseo de comunicarle cosas muy
importantes para mí, cosas íntimas, cosas tiernas de la amistad, y no me
atrevo. ¿Quién sabe si algún universitario conocedor de nuestro idioma
vaga por debajo de la mesa y puede oirnos?... Ahora, como podré hablar
en voz discreta, tal vez me atreva á decir lo que pienso con algo más de
libertad.
El profesor dijo las últimas palabras mostrando una timidez de muchacha,
lo que dió á su respetable persona cierto aspecto grotesco. Pero tuvo
que abandonar pronto esta actitud para ocuparse de un asunto más
importante que motivaba su visita matinal. Si lo había olvidado al
principio, era á causa de la emoción que sentía siempre al hablar á
solas con el gigante.
--Gentleman--dijo--, tengo que darle una buena noticia. El Padre de los
Maestros, que rara vez se digna visitar á los personajes más importantes
de nuestra República, vendrá esta tarde á verle. No habla bien nuestro
idioma y lo lee también con cierta vacilación; pero yo estaré presente
para servir de traductor entre los dos. Quiso en el primer momento que
la entrevista fuese en la Universidad, y para ello habría tenido usted
que entrar en el edificio pasando una pierna por encima de los tejados,
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