El paraiso de las mujeres - 14

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hoy existen, y después de esto casi resulta inútil que os diga su
nombre. Todos habéis adivinado que es Golbasto.... Con razón llaman á
los poetas _videntes_. Golbasto ha _visto_ lo que ninguno de nosotros
había logrado ver.
Se hizo un silencio profundo en toda la asamblea. Lo mismo los senadores
que el público de las tribunas, esperaban anhelantes la revelación del
gran descubrimiento del poeta, transmitido por el más temible de los
oradores. Más de mil pechos jadeaban oprimidos por la emoción; el
interés hacía respirar á todos con dificultad. Nadie apartaba sus ojos
del tribuno, que parecía haber crecido repentinamente. Al fin, después
de una larga pausa dramática, su voz resonó en el majestuoso silencio.
--Fíjese bien el honorable Senado en lo que representa el espectáculo
antisocial y subversivo que presenció ayer el vecindario de nuestra
ciudad. El Hombre-Montaña es un hombre, como lo indica su título.... ¡y,
sin embargo, usa pantalones!
Una exclamación ahogada de todos los oyentes saludó este descubrimiento.
--¡Es verdad!... ¡Es verdad!--murmuraron los senadores y el público con
asombro, como si pasase ante sus ojos un relámpago deslumbrante.
--Imagínese el ilustre Senado--continuó Gurdilo--qué efecto tan
desastroso habrá producido ayer en el pueblo, y sobre todo en la
juventud estudiosa de los colegios, ver á un hombre vestido de un modo
que parece desafiar á la moral y á las conveniencias. Hace muchos años
que en nuestras calles no se ha visto nada tan indecente.
»Bien sabido es que en el seno de nuestra sociedad algunos jóvenes
insensatos y mal aconsejados pretenden trastornar el orden social con la
utopía ridícula de que los hombres puedan sustituir á las mujeres en la
dirección de los negocios públicos. Estos locos, enemigos de lo
existente, deben haber gozado mucho ayer viendo á un hombre con
pantalones, y los hombres prudentes y virtuosos de nuestras familias se
habrán escandalizado con harto motivo al contemplar á uno de su sexo sin
la túnica y sin los velos que corresponden á una matrona virtuosa. El
traje de ese Hombre-Montaña significa el «varonismo» en acción, que
desafía á todas nuestras leyes y costumbres, á todo nuestro glorioso
pasado, á todas las hazañas y sacrificios de nuestros antecesores.
»Si se deja continuar este espectáculo subversivo, si no se le pone
remedio, el llamado «partido masculista», insignificante y ridículo en
el presente, crecerá hasta convertirse en una gran fuerza; los hombres
querrán llevar pantalones, y nosotros, las mujeres que somos senadores,
guerreros, funcionarios, en una palabra, todos los que desempeñamos un
cargo público ó contribuímos á la buena marcha del Estado, todos los que
somos cabeza de una familia, tendremos que vestirnos con faldas.
La suposición de que las mujeres pudieran alguna vez llevar faldas
resultaba tan extravagante é inaudita, que todo el respetable Senado
empezó á reir, y, animados por su hilaridad, los ocupantes de las
tribunas lanzaron igualmente grandes carcajadas.
Hasta algunas señoras masculinas que, envueltas pudorosamente en sus
velos, ocupaban la tribuna destinada á las esposas de los senadores
encontraron muy original la paradoja de Gurdilo, celebrándola con
discretas risas.
El orador continuó su discurso con arrogancia, seguro ya de que la
asamblea en masa iba á apoyarle con sus votos.
Por el momento, no pedía nada contra el Consejo Ejecutivo. Su
responsabilidad sería objeto de otro discurso. Lo que él solicitaba,
como patriota, era que cesase cuanto antes el escándalo y el peligro
para las buenas costumbres que significaba el modo de vestir del
gigante. Los pantalones correspondían á las mujeres, y era un atentado
contra las conquistas heredadas de la Verdadera Revolución que este
intruso, siendo un hombre, se empeñase en vestir de modo diferente á
todos los de su especie.
--Pido al Senado--terminó diciendo el orador--que le quiten al
Hombre-Montaña lo que no le corresponde usar y que se envíe al Consejo
Ejecutivo una ley para que mañana mismo lo vista con el recato y la
decencia que exige su sexo.
La ovación al tribuno fué larga. El presidente tuvo que hacer sonar
varias veces la sirena eléctrica de su mesa para conseguir que se
restableciese el silencio.
--¿Acuerda el Senado--preguntó--que el Hombre-Montaña sea vestido como
corresponde á su sexo inferior?
Algunos senadores rutinarios que veneraban el reglamento hablaron de
votación, pero los más se opusieron, considerando que era inútil cuando
todas las opiniones se mostraban unánimes. Y levantando una mano,
votaron todos por aclamación la urgencia de quitarle los pantalones al
Hombre-Montaña.
Flimnap abandonó la tribuna con el ánimo desorientado, no sabiendo
ciertamente si debía entristecerse ó alegrarse por lo que acababa de
oir. La intervención de Gurdilo le había hecho sospechar en el primer
momento que tenía por objeto pedir la muerta de Gillespie. Pero al
convencerse de que el senador sólo deseaba cambiar su vestidura, sin
hablar para nada de hacerle perder la existencia, casi sintió gratitud
hacia él. Le importaba poco que Gurdilo le hubiera llamado pedante y le
aludiese con otras frases despectivas, sin hacerle el honor de citar su
nombre. Los enamorados son capaces de los más grandes sacrificios á
cambio de que la persona amada no sufra. Para él lo interesante era
saber que el gentleman no iba á morir. Hasta pensó que ofrecería un
aspecto más gracioso vestido con arreglo á las indicaciones del tribuno.
Siempre le había causado un malestar indefinible verlo con pantalones,
lo mismo que una mujer, contra todas las conveniencias establecidas por
las costumbres y la gloriosa historia del país.
Al caer la tarde se dirigió á la vivienda del Gentleman Montaña. Después
de salir del Senado había pretendido sin éxito alguno hablar con el
presidente del Consejo Ejecutivo. Su personalidad gloriosa parecía
disolverse así como iba decreciendo la curiosidad simpática por el
gigante. Las gentes volvían á no conocerle. Varios periodistas pasaron
junto á él sin pedirle su opinión. Los que antes le detenían en la calle
haciéndole preguntas sobre el Hombre-Montaña casi lo atropellaban ahora
con sus máquinas terrestres. La mujer de negocios que le había propuesto
un viaje triunfal por toda la República dando conferencias en compañía
del coloso volvió la cabeza al cruzarse con él.
En los salones de espera del jefe del Consejo aguardó inútilmente unas
dos horas. Los empleados le ignoraban voluntariamente. Vió á Momaren que
salía del despacho del presidente. Al cruzarse con el profesor, que le
saludó con una profunda reverencia, el Padre de los Maestros sólo tuvo
para él una mirada fría y un murmullo ininteligible. Al fin, Flimnap,
convencido de que había pasado su período de gloria y de influencia,
salió del palacio del gobierno.
Cerca de la altura en cuya cumbre estaba la Galería de la Industria,
notó un movimiento extraordinario. Llegaban por diversas avenidas
batallones de mujeres armadas con arcos y lanzas. Vió presentarse además
un escuadrón de la Guardia gubernamental y numerosos destacamentos de la
policía masculina y barbuda, que abandonaban la vigilancia de las calles
para acudir á esta concentración guerrera.
Su corazón se oprimió con el presentimiento de que todo este aparato
bélico era á causa de alguna otra inconveniencia cometida por el
gigante. Sobre la cumbre de la colina flotaban varias máquinas
voladoras. Otras iban aproximándose á toda fuerza de sus motores,
viniendo de distintos puntos del horizonte. Una alarma reciente había
puesto, sin duda, sobre las armas á todas las tropas que guarnecían la
capital.
Flimnap consideró una gran suerte su encuentro con varios individuos del
gobierno municipal que le habían acompañado el día anterior en la fiesta
de los rayos negros. Todos estaban aún bajo la influencia de su triunfo
oratorio, y le saludaron con afabilidad. Hasta parecieron alegrarse del
encuentro.
--Es el Hombre-Montaña, que se ha vuelto loco--dijo uno de ellos--. Ha
atacado á un destacamento de policía que fué esta tarde á registrar su
vivienda en busca de un terrible criminal y ha matado á no sé cuántos
con un tronco de árbol. Usted, doctor, puede hablarle; tal vez le haga
caso. Si no le atiende, la guarnición dará un asalto á su vivienda.
Correrá mucha sangre, pero le mataremos.... ¡Un gigante que parecía tan
simpático!...
El profesor se adelantó al ejército, que ascendía poco á poco, con
grandes precauciones, conservando su organización táctica para poder dar
la batalla al coloso, y á los pocos momentos llegó á la Galería á todo
correr del automóvil en que iba sentado.
Fuera del edificio estaba toda la servidumbre, aterrada aún por la
tempestuosa explosión de cólera del Hombre-Montaña. Muchos de los
atletas semidesnudos se aproximaron á Flimnap con los brazos en alto.
--¡No entre, doctor!--gritaban--.¡Le va á matar!
Vió también á un grupo de hembras membrudas y malencaradas,
reconociéndolas como pertenecientes á la policía. Eran los agentes que
habían intentado examinar los bolsillos del gigante después de haber
registrado toda la Galería en busca de Ra-Ra.
Algunas de ellas tenían manchas de sangre en el rostro y en las ropas;
otras, sentadas en el suelo, se quejaban de tremendos dolores en sus
miembros. Pero estos dolores, así como la sangre, eran una consecuencia
de las caídas que habían dado al huir del gigante. Su inmenso garrote,
al chocar contra el suelo, esparcía un temblor igual al de un terremoto.
Flimnap, después de muchas preguntas, sacó la conclusión de que el
gigante no había matado á ninguno de los que consideraba sus enemigos.
Felizmente para éstos, su pequeñez les había hecho escapar del único
golpe que el gigante tiró con su árbol contra el grupo de policías.
Éstos, aterrados aún, repitieron la misma súplica de los servidores.
--No entre, doctor. Deje que llegue el ejército. Él sabrá dar á ese loco
lo que merece.
Pero el doctor se lanzó dentro de la Galería con la confianza del amante
que no puede temer á la persona amada, aunque la vea en un estado de
ferocidad.
Gillespie, cansado de permanecer derecho, con la cachiporra en una mano,
junto á la puerta de la Galería, había vuelto á ocupar su asiento ante
la mesa, pero sin perder de vista la abertura de entrada. Al ver á
Flimnap echó mano instintivamente al tronco enorme que le servía de
bastón.
--¡Soy yo, gentleman!--gritó el profesor con voz temblona.
Y el gigante, al reconocerle, volvió á su actitud tranquila.
Fué para Flimnap una gran desgracia que los atletas de la servidumbre
hubiesen abandonado la grúa monta-platos, pues se vió obligado á
ascender por una de aquellas terribles rampas que le infundían pavor.
Para mayor infortunio suyo, el gigante, al levantarse y empuñar su
garrote contra la policía, había hecho esto con tal violencia, que una
de sus rodillas, chocando contra una pata de la mesa, dejó medio rota y
casi colgante la espiral arrollada en torno de ella.
El doctor, que remontaba, bufando de angustia, esta rampa interminable,
sintió de pronto que crujía bajo sus pies é iba á romperse
definitivamente, haciéndole caer de una altura igual á doce ó quince
veces la longitud de su cuerpo. El terror le hizo pedir socorro con
chillidos de angustia. Fuera del local, los servidores y los maltrechos
policías se miraron con una expresión de inteligencia:
--¡Ya lo mata!... Le está bien, por no haber querido oir nuestros
consejos.
Avisado por los gritos del profesor, Gillespie bajó su cabeza hasta el
nivel de su asiento, sacándole con dos dedos de la espiral cimbreante.
Luego, colocándolo en la palma de la otra mano, lo fué subiendo hasta
cerca de su rostro.
--¿Qué ha hecho usted, gentleman?--preguntaba
Flimnap durante su ascensión, como si intentase reconvenirle.
Pero la cólera del gentleman duraba aún, y el profesor se asustó al ver
la expresión de sus ojos.
Fué contando Gillespie todo lo ocurrido, que era igual, con ligeras
variantes, al relato escuchado por el profesor al pie de la colina.
--Lo que siento--terminó diciendo el gigante--es no haber aplastado á
toda esa canalla que pretendía registrarme. Pero otros llegarán; les
espero, y van á tener peor suerte.
--¿Y Ra-Ra?--dijo el profesor.
Esta pregunta amenguó un poco la cólera de Gillespie. Después de haber
hecho huir á los policías, y mientras su servidumbre medrosa escapaba
también fuera de la vivienda, Ra-Ra le habló desde el fondo del bolsillo
que le servía de refugio. Consideraba prudente no quedarse allí. Ya
había hecho bastante el gigante para defenderle de sus enemigos. Debía
dejarlo escapar antes de que llegasen fuerzas más considerables.
Necesitaba mantenerse libre para la continuación de sus trabajos.
Y el Gentleman-Montaña, convencido por sus razones, le había dejado en
el suelo para que huyese, aprovechando la confusión que reinaba en torno
de la Galería.
Flimnap se abstuvo de recriminaciones. Lo urgente era evitar un combate
entre el ejército asaltante y el coloso, todavía irritado. Y empezó á
contar á éste lo que había visto.
De pronto, Gillespie, que escuchaba ceñudo las palabras del profesor,
lanzó una ruidosa carcajada. Fué el relato del discurso de Gurdilo en el
Senado lo que le hizo pasar sin transición de la cólera á la hilaridad.
La idea de que toda la República confederada de los pigmeos se estaba
ocupando de sus pantalones como de una manifestación subversiva y la
seguridad de que iban á ponerle faldas iguales á las de Ra-Ra, hicieron
que su risa se prolongase mucho tiempo.
Los grupos de afuera se imaginaron que el coloso feroz estaba saludando
con carcajadas el cadáver del sabio.
Mientras tanto, Flimnap se esforzaba por que el gentleman le admitiese
como mediador.
--Por fortuna, usted no ha matado á nadie, y los señores del gobierno
municipal, que están abajo, me atenderán si yo les pido la paz en su
nombre. ¿Qué es lo que usted deseaba? ¿Salvar á Ra-Ra?... Éste se ha
ido, librando á usted del compromiso de protegerlo. Ahora lo interesante
es conseguir que no le miren á usted como un rebelde. ¿Me autoriza para
que trate en su nombre?...
El Gentleman-Montaña contestó con un gesto indiferente, y Flimnap quiso
aceptarlo como si fuese de aprobación. Luego suplicó á su poderoso amigo
que bajase la mano lentamente hasta depositarlo en el suelo, y salió
corriendo de la Galería.
Cuando las gentes que estaban en las inmediaciones le vieron avanzar
hacia ellas, mostraron el mismo asombro que si contemplasen un
aparecido. ¡No lo había matado el gigante!...
El profesor siguió corriendo ladera abajo en busca de los señores del
gobierno municipal. No tuvo que ir muy lejos. Las tropas habían formado
un círculo en torno á la colina y ascendían, estrechando cada vez más su
anillo para que el enemigo no pudiera escapar.
Los del gobierno municipal acogieron al profesor con frialdad. Debían
haber recibido órdenes superiores durante su ausencia, cambiando de
opinión respecto á su persona. Sin embargo, cuando Flimnap les dijo que
el gigante ya no haría resistencia, dejándose registrar y obedeciendo á
cuanto quisieran ordenarle las autoridades, todos se mostraron algo más
efusivos con el mediador, agradeciendo sus buenos oficios.
Por indicación de Flimnap, el ejército cesó en su movimiento ascendente,
manteniéndose lejos de la Galería. Su presencia podía excitar de nuevo
la irritabilidad del coloso.
Un simple destacamento de la Guardia acompañó á las autoridades y al
profesor cuando se aproximaron al edificio. Flimnap empezó á dar gritos
á la servidumbre para que volviesen todos á ocupar sus puestos, como si
no hubiese ocurrido nada. Detrás del rebaño doméstico entró él con sus
ilustres acompañantes y la escolta.
Obedeciendo sus indicaciones, un grupo de atletas había corrido á lo
alto de la mesa para manejar la grúa que subía los alimentos. Ocupando
su plato-ascensor pudo llegar á la vasta planicie de madera, sin
necesidad de trotar por las fatigosas espirales. Los del gobierno
municipal le acompañaron en su ascensión, mientras toda la escolta
avanzaba por las tres patas de la mesa que se mantenían intactas.
Flimnap presentó sus acompañantes á Gillespie; y como éstos no entendían
el inglés, le pudo recomendar al mismo tiempo que fuese prudente.
--Estos señores se contentan con que permita usted el registro de sus
bolsillos.
Accedió el coloso, sonriendo al pensar en la inutilidad de dicho
registro. Además, el catedrático quiso hacerle admitir como un gran
honor el hecho de que iban á ser las hermosas muchachas de la Guardia
las que huronearían en sus bolsillos, en vez de aquellas hembras feas de
la policía á las que había hecho pasar un mal rato.
Cuando los apuestos guerreros de la Guardia hubieron dado fin á su
infructuoso registro, los del gobierno municipal se retiraron con una
expresión de ambigüedad inquietante.
--Que todo continúe aquí lo mismo--dijo uno de ellos al profesor--.
Mañana veremos qué es lo que dispone el Consejo Ejecutivo.
Este «mañana» inquietaba á Flimnap. Creyó prudente pasar la noche bajo
el mismo techo que su amado gentleman, como si con ello pudiese apartar
los peligros todavía indeterminados que le anunciaban sus
presentimientos.
Dió órdenes á la servidumbre para que el gigante cenase como todas las
noches. El desorden originado por la visita de los perseguidores de
Ra-Ra no debía notarse en la buena marcha del servicio doméstico. Luego,
cuando el gentleman iba á acostarse, Flimnap fingió que regresaba á la
Universidad, despidiéndose de él hasta el día siguiente, pero se dispuso
á pasar la noche en la cama del administrador del almacén de víveres,
aunque estaba seguro de no dormir.
--¡Mañana!--pensaba--. ¿Qué pasará mañana?
Fuera de aquel enorme edificio se estaba condensando una nube de
hostilidad que iba á estallar al día siguiente sobre la cabeza del
gigante. Gran parte de las tropas habían quedado al pie de la colina
vivaqueando. En lo alto permanecía inmóvil una escuadrilla de máquinas
voladoras.
Durante la noche vió, al asomarse por tres veces, la fila circular de
hogueras en torno de las cuales dormían los soldados, y sobre la
techumbre del edificio los aviones, que abrían de vez en cuando sus ojos
enormes, paseando sobre la tierra mangas de luz.
Poco después de amanecer, cuando el gigante estaba aún en su cama, se
presentó un empleado del Consejo Ejecutivo, al que seguían varias
mujeres que, á juzgar por sus trajes, pertenecían á la clase industrial
de la ciudad. El funcionario manifestó á Flimnap que venía para
notificar al Hombre-Montaña el acuerdo del gobierno obligándole á
cambiar de traje inmediatamente. Luego presentó á los que le
acompañaban, que eran media docena de sastres encargados de confeccionar
los uniformes del ejército.
Declaró el profesor innecesaria la notificación, pues su gigantesco
amigo había sido advertido por él de las decisiones del gobierno.
--En cuanto á lo del traje--continuó--, estos señores tendrán que
esperar á que el Hombre-Montaña se haya levantado, si es que no
prefieren tomarle medida mientras está tendido en su cama.
Uno del grupo, que parecía ejercer cierta autoridad sobre sus compañeros
de oficio, acogió tal proposición con un gesto despectivo, expresando
luego su extrañeza de que un hombre tan sabio como el profesor Flimnap
creyese aún que los sastres geómetras tomaban medida á sus clientes como
en los tiempos remotos.
--Nos bastará conocer el diámetro de uno de sus tobillos y de una de sus
muñecas. Después, gracias á nuestros cálculos aritméticos, descubriremos
las proporciones del resto de su cuerpo, cortándole un traje exacto.
Además, esto no va á ser un uniforme ajustado, como el que usan los
guerreros de la Guardia; es simplemente un vestido de hombre, con falda
y velo.
Gillespie, que estaba en los postreros momentos de su sueño, cuando
empiezan á despertar confusamente los sentidos mientras el resto del
organismo yace sin voluntad, creyó que un insecto le estaba
cosquilleando un tobillo y largó una patada, de la que se salvaron
milagrosamente los dos sastres ocupados en tomarle medida.
--¡Quieto, gentleman!--dijo el profesor inclinándose sobre una de sus
orejas--. Son los maestros cortadores, que se preparan á confeccionar
ese nuevo vestido que tanto le divierte.
La comisión de sastres había traído todo lo necesario para hacer sin
pérdida de tiempo el traje femenil del gigante. Tenían orden de no
volver á la capital sin haber cumplido su encargo, y fuera de la Galería
les esperaban varias carretas cargadas de piezas de tela, así como una
numerosa tropa de costureros.
En el vasto declive comprendido entre el edificio y el cordón de tropas
acampado abajo fueron desplegando dichas piezas de tela, que sus
ayudantes cosieron rápidamente gracias á unas máquinas portátiles de
vertiginosa celeridad. Así quedó formada una pieza única y enorme, que
cubría todo un lado de la colina, y el más viejo de los maestros,
consultando un cuaderno cuyas hojas llenaba de cálculos matemáticos,
trazó con un pincel blanco sobre la tela las líneas que debían seguir
los cortadores. Así como iban quedando separadas las diversas piezas del
traje se apoderaban de ellas los ayudantes, haciendo trabajar de nuevo
sus máquinas de coser. Todos los costureros eran hombres, pues las
labores de aguja únicamente se consideraban compatibles con la debilidad
del sexo masculino. En cambio, los maestros cortadores eran mujeres, así
como los empleados del gobierno que vigilaban la operación.
Después de almorzar, Gillespie se asomó á la entrada de la Galería para
ver este trabajo extraordinario. Pero desoyendo las instancias del
profesor, no quiso salir completamente del edificio. Parecía que
presintiese un peligro. Se consideraba más seguro teniendo sobre su
cabeza el techo de la Galería y frente á sus ojos aquella entrada, por
la que tenían que pasar forzosamente los que avanzasen en busca suya.
A media tarde quedó terminado el vestido. La noticia había circulado por
la capital, y más allá de la línea de soldados se fué extendiendo una
muchedumbre de curiosos. Éstos ya no mostraban la alegría ruidosa y
protectora de la mañana en que los barberos de la capital afeitaron al
gigante y le cortaron el pelo.
Circulaban entre los grupos noticias confusas y hasta contradictorias
acerca del Hombre-Montaña; pero todas ellas estaban acordes en
presentarlo como un insolente, enemigo del país que le había dado
hospitalidad y escarnecedor de sus buenas costumbres. Algunos hasta
afirmaban haberle oído horribles blasfemias contra la nación y contra el
sexo que la gobernaba, como si fuesen capaces de entender su idioma.
Cada vez que en el curso del día apareció el coloso junto á la entrada
de su vivienda, no fué saludado por la muchedumbre con alegres
aclamaciones y echando sus gorras en alto, como otras veces. Un silencio
hostil acogía su presencia. Por encima de las cabezas sólo se veían
pasar piedras, y los que las habían arrojado se lamentaban de que éstas
no pudiesen llegar hasta el ser á quien iban dedicadas.
Gillespie adivinó instintivamente la agresividad contra él que parecía
diluida en el espacio. Por esto no quiso escuchar en los primeros
momentos los consejos conciliadores que le daba el profesor.
--Ya está acabado el traje, gentleman--decía Flimnap--. Hay que
ponérselo inmediatamente, y con eso quedará terminado el conflicto con
todo ese pueblo que no le conoce bien. Los empleados del gobierno
quieren que salga usted de la Galería. Le será más fácil vestirse al
aire libre, y los sastres podrán apreciar mejor su obra.
--No, no salgo--contestó Edwin enérgicamente--. El que desee verme que
entre aquí. Me siento más fuerte bajo este techo.
Y al decir esto miraba el tronco enorme apoyado en la mesa.
Los enviados del gobierno, cada vez más sombríos y parcos en palabras,
se consultaron con una mirada cuando salió Flimnap para decirles que el
Hombre-Montaña deseaba cambiar de ropas dentro de su vivienda. Al fin
aceptaron, exigiendo únicamente que el gigante saliese con su nuevo
vestido de hombre, para que la muchedumbre se convenciera de que se
habían cumplido las órdenes gubernamentales.
Una larga fila de cargadores entró en la Galería llevando á cuestas el
nuevo traje, enrollado como un gran toldo.
Rió Gillespie cuando estos atletas lo extendieron bajo su vista. La
exigencia de los pigmeos resultaba tan cómica, que ahogó en él todo
intento de indignación. Pero volvió á fruncir el ceño cuando el profesor
le pidió que se despojase de su chaqueta y sus pantalones, conservando
únicamente la ropa interior.
--No me diga que no, gentleman--suplicaba Flimnap juntando las manos--.
Siga mis consejos. Esto no es mas que una pequeña molestia, y representa
la tranquilidad para usted y para mí. Los señores del gobierno le
dejarán en paz si le ven sumiso á sus órdenes. Además, el traje viejo
quedará aquí, á su disposición; este nuevo es únicamente para cuando se
presente en público.
Gillespie, conmovido por la vehemencia del doctor, acabó accediendo á
sus deseos. Se despojó de su antiguo traje, que en realidad estaba
maltratado y con numerosas roturas, cubriéndose luego con la suelta
túnica que le habían fabricado los sastres del país. Finalmente se echó
sobre la cabeza un velo hecho de lona de la que fabricaban los pigmeos,
y que más bien parecía la vela de un antiguo navío.
--Ahora debe usted salir, para que le vea la multitud--dijo Flimnap--.
Es necesario; lo exigen así los representantes del gobierno.
--No--dijo rotundamente Gillespie.
Se convenció el profesor de que sería inútil su insistencia. Además, la
negativa del gigante parecía quebrantar su propia credulidad. ¿Sí
pretenderían engañarle á él también los enviados oficialas?... Los buscó
fuera de la Galería, volviendo con uno de ellos, que mostraba un rostro
sombrío, vacilando mucho antes de contestar á sus preguntas.
--Gentleman--gritó Flimnap--: el digno señor que me acompaña, así como
los otros representantes del gobierno, afirman que puede usted salir de
aquí sin miedo y mostrarse al público, pues su vida no corre ningún
peligro. ¿No es así, señor?--añadió, dirigiéndose á su acompañante.
Este le contestó con unas cuantas palabras en el idioma del país, y su
respuesta pareció satisfacer á Flimnap.
Al fin, el gigante, aburrido de tantas mediaciones y no queriendo que
los pigmeos le creyeran miedoso de su poder, accedió á salir de la
Galería.
Un zumbido inmenso se levantó del suelo saludando su presencia. La
muchedumbre lanzó aclamaciones, pero éstas no iban dirigidas á la
persona del Hombre-Montaña, como días antes, sino á su nuevo traje, en
el que veían un símbolo de abdicación y de esclavitud.
Adivinando otra vez la hostilidad que le rodeaba, Gillespie quiso
retroceder hacia su vivienda, pero un leve abejorreo sonó en torno á su
cabeza. Al levantar los ojos, pudo ver las sombras fugaces que
proyectaba en su evolución circular toda una escuadrilla de máquinas
voladoras. Sintió un agudo latigazo en una muñeca y luego otro igual en
la muñeca opuesta. A continuación, una especie de lombriz metálica, fría
y cortante, se arrolló á su cuello. Los aviones arrojaban sus cables
metálicos animados por una vida eléctrica, y éstos iban reptando sobre
su cuerpo, enroscándose á todas las partes salientes en las que podían
hacer presa sus anillos. En un instante se sintió prisionero é
inmovilizado por este manojo de serpientes atmosféricas. Sintió que su
cólera le daba una fuerza sobrehumana, y quiso retroceder para meterse
en la Galería, tirando de sus adversarios aéreos.
Su primer movimiento hacia atrás hizo vacilar á las máquinas inmóviles
en el aire; pero éstas, pasada la sorpresa, tiraron todas á la vez en
dirección opuesta. El pobre gigante no pudo resistirse á las energías
mecánicas conjuradas contra él; se sintió empujado brutalmente, hasta
caer al suelo, y luego arrastrado un largo espacio, derramando sobre la
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