El paraiso de las mujeres - 02

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siendo pobres y ahora eran millonarios, se imaginó que esta era
inevitablemente la historia de todos los humanos y que á Edwin le
llegaría su turno.
Pero la madre velaba, y cortó con una enérgica resolución esta rebeldía
mansa. La señora y la señorita Haynes desaparecieron de su hotel. El
ingeniero, después de disimuladas averiguaciones entre las familias
amigas de ellas residentes en Pasadena y en Los Ángeles, llegó á saber
que se habían trasladado á San Francisco. Fué allá, y consiguió una
tarde hablar con Margaret en el Gran Parque, cuando paseaba con su
maestra de español.
La entrevista resultó grata para el joven, porque le dió la seguridad de
que Margaret le amaba siempre; mas no por eso sacó de ella un resultado
positivo.
Miss Haynes era una buena hija y no se declararía nunca en rebelión
contra su madre. Pero como en sus afectos sólo podía mandar ella, juró á
Edwin que le esperaría un año, dos, tres, todos los que fuesen
necesarios, hasta que él encontrase una situación verdaderamente
lucrativa ó un medio indiscutible de hacer fortuna. Con esto era seguro
que la madre cejaría en su resistencia.
El ingeniero juró también con el entusiasmo de una juventud enérgica. Él
conseguiría esta fortuna. Ignoraba completamente, al formular su
juramento, de qué modo puede obtenerse la riqueza; pero una nueva
voluntad, más fuerte que la que hasta entonces le había guiado en la
vida, empezaba á despertar en su interior.
--¡Adiós, Margaret! Antes de un año seré rico, y nos casaremos....
Luego, al verse solo, sin la dulce embriaguez que parecía invadirle
cuando estaba al lado de su novia, volvió á contemplar la realidad tal
como era, hostil y repelente. ¿Cómo puede un hombre ganar unos cuantos
millones en un año cuando los necesita para casarse con la mujer que
ama?... Quiso ver otra vez á Margaret, para que su voluntad adquiriese
nuevas fuerzas, pero no pudo encontrarla. La viuda de Haynes, que sin
duda había tenido noticias de esta entrevista por la profesora de
español, se marchó de San Francisco con su hija, y esta vez Edwin no
pudo averiguar nada acerca de su paradero.
Le era preciso, después de esto, tomar una resolución. Su vida en Los
Ángeles, siguiendo los pasos de una muchacha millonaria, había
disminuído considerablemente los contados miles de dólares que
representaban todo su capital. Necesitaba lanzarse cuanto antes á un
nuevo trabajo para no verse en la indigencia.
Creyó, como todos, que la fortuna únicamente puede esperarnos en un
lugar de la tierra muy apartado de aquel en que nacimos, casi en los
antípodas, y por eso aceptó con verdadera fe los informes de un amigo
que le aconsejaba ir á Australia, ofreciéndole para allá varias cartas
de recomendación.
Gillespie acabó embarcándose con rumbo á Melbourne, pero antes escribió
á una amiga de Margaret para que ésta conociese su resolución y el lugar
de la tierra adonde le encaminaba su nueva aventura.
La larga navegación fué muy triste para él. La soledad voluntaria en que
se mantuvo entre los pasajeros sirvió para excitar sus recuerdos
dolorosos. Durante la primera escala en Honolulu tuvo la esperanza, sin
saber por qué, de recibir un cablegrama de Margaret animándole á
perseverar en su resolución. Pero no recibió nada.
Luego vino la interminable travesía hasta Nueva Zelandia, siguiendo la
curva de más de una mitad del globo terráqueo, á través de los numerosos
archipiélagos esparcidos en el Pacífico. En Auckland tampoco le salió al
encuentro ningún cablegrama.
Varias familias de Nueva Zelandia tomaron pasaje para ir á Sidney ó á
Melbourne. El joven americano evitaba toda amistad con los compañeros de
viaje. Prefería la melancolía de sus recuerdos, entregándose á ellos ya
que no le era posible el placer de la lectura. Durante la larga travesía
había leído todos los volúmenes que llevaba con él y los de la
biblioteca del buque, que por cierto no eran nuevos ni abundantes.
Una tarde, cuando el paquebote debía hallarse cerca de la antigua Tierra
de Van Diemen, el ingeniero, que dormitaba tendido en un sillón del
puente de paseo, vió un libro abandonado en el sillón inmediato. Le
bastó la primera ojeada para darse cuenta da que debía pertenecer á los
niños de una familia subida al buque en Nueva Zelandia.
La cubierta del libro era en colores, y el dibujo de ella le hizo
conocer su título antes de leerlo. Vió un hombre con sombrero de tres
picos y casaca de largos faldones, que tenía las piernas abiertas como
el coloso de Rodas y las manos apoyadas en las rótulas. Por entre las
dos columnas de sus pantorrillas desfilaba, á pie y á caballo, llevando
tambores al frente y banderas desplegadas, todo un ejército de enanos
tocados con turbantes y plumeros, á estilo oriental.
--Las _Aventuras de Gulliver_--murmuró el ingeniero--. El gracioso libro
de Swift ... ¡Cuánto tiempo hace que no he leído esto!... ¡Qué feliz era
yo en los años que podía interesarme tal lectura!...
Y Gillespie, tomando el volumen, lo abrió con una curiosidad risueña y
algo desdeñosa. Primeramente fué mirando las distintas láminas; después
empezó la lectura de sus páginas, escogidas al azar, dispuesto á
abandonarla, pero retardando el momento á causa de su curiosidad, cada
vez más excitada. Al fin acabó por entregarse sin resistencia al interés
de un libro que resucitaba en su memoria remotas emociones.
Pero esta lectura, empezada contra su voluntad, fué interrumpida
violentamente.
Tembló el piso de la cubierta bajo sus pies. Todo el buque se estremeció
de proa á popa, como un organismo herido en mitad de su carrera, que se
detiene y acaba por retroceder á impulsos del golpe recibido.
El ingeniero vió elevarse sobre la proa un gran abanico de humo negro y
amarillento atravesado por muchos objetos obscuros que se esparcían en
semicírculo. Esta cortina densa tomó un color de sangre al cubrir el
horizonte enrojecido por la puesta del sol.
Sonó una explosión inmensa, ensordecedora, y después se hizo un profundo
silencio en la dulce serenidad de la tarde, como si el infinito del mar
y el horizonte hubiesen absorbido hasta la última vibración del
atronador desgarramiento. Pero el silencio fué corto. A continuación,
todo el buque pareció cubrirse de aullidos de dolor, de gritos de
sorpresa, de carreras de gentes enloquecidas por el pánico, de órdenes
enérgicas. Por las dos chimeneas del paquebote se escaparon torrentes
mugidores de humo negro, al mismo tiempo que debajo de la cubierta
empezaba un jadeo ruidoso, igual al estertor de un gigante moribundo.
A partir de este momento, el ingeniero creyó haber caído en un mundo
irreal, en una vida distinta de la ordinaria. Los hechos se sucedieron
con una rapidez desconcertante.
Se vió hablando con un oficial que corría á lo largo de la cubierta
dando gritos á los marineros para que echasen los botes al agua.
--Hemos tocado con la proa una mina flotante--dijo contestando á las
preguntas de Gillespie--. Y si no es una mina, será un torpedo
abandonado por alguno de los corsarios alemanes que navegaron en el
Pacífico.
Respondió el ingeniero con un gesto de incredulidad. ¿Cómo podían las
corrientes oceánicas arrastrar una mina flotante hasta Australia?...
¿Por qué raro capricho de la suerte iban ellos á chocar con un torpedo
abandonado por un corsario en la inmensidad del Pacífico?... Oyó que le
hablaban; pero esta vez era un pasajero con el que sólo había cambiado
algunos saludos durante el viaje.
--No creo en la mina ni en el torpedo--dijo este hombre--. Deben haber
embarcado dinamita en Nueva Zelandia ó alguna otra materia explosiva. Lo
cierto es que nos vamos á pique irremediablemente.
Gillespie se dió cuenta de que este pasajero decía verdad. El buque
empezaba á hundir su proa y á levantar la popa lentamente. Las olas
invadían ya la parte delantera del buque, llevándose los objetos rotos
por la explosión y los cadáveres despedazados.
Los tripulantes echaban los botes al agua. Los oficiales, ayudados por
algunos pasajeros, todos con su revólver en la diestra, iban
reglamentando el embarco de la gente. Las mujeres y los niños ocupaban
con preferencia las grandes balleneras; luego embarcaban los hombres por
orden de edad.
Se abstuvo Gillespie de unirse á los grupos que esperaban sobre la
cubierta el momento de huir del buque. Sabía que él, por su juventud y
su vigor, debía ser de los últimos. Un tranquilo fatalismo guiaba ahora
sus acciones. La muerte se le aparecía como algo dulce y triste que
podía solucionar todas las contrariedades de su existencia.
Automáticamente se metió en su camarote, tomando muchos objetos de un
modo instintivo, sin que su razón pudiese definir por qué hacía esto.
Al volver á la cubierta, ya no vió á los grupos de pasajeros. Todos
estaban en los botes. Sólo quedaban algunos tripulantes, y el mismo
oficial que le había hablado corría ahora de una borda á otra, dando
órdenes en el vacío.
--¿Qué hace usted aquí?--le preguntó severamente--. Embárquese en
seguida. El buque va á hundirse en unos minutos.
Así era. La proa había desaparecido enteramente; las olas barrían ya la
mitad de la cubierta; el interior del paquebote callaba ahora con un
silencio mortal. Las máquinas estaban inundadas. Un humo denso y frío,
de hoguera apagada, salía por sus chimeneas.
Gillespie tuvo que subir á gatas por la cubierta en pendiente, lo mismo
que por una montaña, hasta llegar á un sitio designado por el oficial,
del que colgaba una cuerda. Se deslizó á lo largo de ella con una
agilidad de deportista acostumbrado á las suertes gimnásticas, hasta que
tuvo debajo de sus plantas el movedizo suelo de madera de un bote.
Unos pies golpearon su cabeza, y tuvo que sentarse para dejar sitio al
oficial, que descendía detrás de él.
El bote no era gran cosa como embarcación. Lo habían despreciado, sin
duda, los demás tripulantes y pasajeros que llenaban varias balleneras
vagabundas sobre la superficie azul. Todas estas embarcaciones se
alejaban á vela ó á remo del buque agonizante.
Por fortuna, este bote, en el que podían tomar asiento hasta ocho
personas, sólo estaba ocupado por tres: Gillespie, el oficial y un
marinero.
El paquebote, acostándose en una última convulsión, desapareció bajo el
agua, lanzando antes varias explosiones, como ronquidos de agonía. La
soledad oceánica pareció agrandarse después del hundimiento de esta isla
creada por los hombres. Las diversas embarcaciones, pequeñas como
moscas, se fueron perdiendo de vista unas de otras en la penumbra
vagorosa del crepúsculo. El mar, que visto desde lo alto del buque sólo
estaba rizado por suaves ondulaciones, era ahora una interminable
sucesión de montañas enormes de angustioso descenso y de sombríos
valles, en los que el bote parecía que iba á quedarse inmóvil, sin
fuerzas para emprender la ascensión de la nueva cumbre que venía á su
encuentro.
Los tres hombres remaron varias horas. Luego la fatiga pudo más que su
voluntad, y acabaron tendiéndose en el fondo de la embarcación.
La lobreguez de la noche abatió sus energías. ¿Para qué seguir remando á
través de las sombras, sin saber adonde iban? Era mejor esperar la luz
de la mañana, economizando sus fuerzas.
Acabó Gillespie por dormirse con ese sueño pesado y profundo, de una
densidad animal, que sólo conocen los hombres cuando están en vísperas
de un peligro de muerte.
Le pareció que este sueño y la misma noche sólo habían durado unos
minutos. Una impresión cáustica en la cara y en las manos le hizo
despertar.
Era la caricia del sol naciente. El bote se agitaba con movimientos más
suaves que en la noche anterior. El cielo no tenía sobre sus ojos una
nube que lo empañase; todo él estaba impregnado de oro solar. Las aguas
se extendían más allá de las bordas del bote, formando una llanura de
azul profundo y mate que parecía beber la luz.
Se incorporó, y al tender su vista de un extremo á otro de la
embarcación, no pudo retener un grito de sorpresa. Se llevó una mano á
los ojos, restregándoselos para ver mejor.
Estaba solo.


II
Noche de misterios y despertar asombroso

No pudo comprender la desaparición de sus compañeros. Es más: presintió
que este misterio no lo aclararía nunca. Tal vez se habían precipitado
sin quererlo en el mar, al hacer una maniobra de la que él no se dió
cuenta durante su sueño. Luego pensó que, al encontrarse en el curso de
la noche con alguna de las grandes balleneras procedentes del paquebote,
el oficial y el marinero habían querido pasar á ella por considerarla
más segura, abandonando á Edwin á su suerte para no cargar á la repleta
embarcación con un pasajero más.
El joven olvidó pronto esta felonía. Necesitaba trabajar para salir de
su angustiosa situación. Durante algunas horas remó y remó, siguiendo el
rumbo que le aconsejaba su instinto.
Se había sentido en muchas ocasiones orgulloso de su vigor corporal,
pero jamás sus fuerzas se mostraron tan poderosas é incansables como en
la presente aventura. De vez en cuando se ponía de pie, esparciendo su
vista por todo el círculo del horizonte, sin distinguir la más pequeña
embarcación. Los fugitivos del naufragio estaban ya muy lejos, ó los
había tragado el mar durante la noche.
A mediodía descansó para comer. En el bote había abundantes provisiones,
así como numerosos y diversos objetos en disparatado amontonamiento. Era
una suerte que sus compañeros no hubiesen pensado en llevarse tantas
cosas preciosas.
Algunas horas después, Edwin presintió la proximidad de la tierra. El
mar tranquilo, sin más alteración que algunas leves ondulaciones, mugía
sordamente en el horizonte, formando una línea de espumas. Debía ser una
barrera de obstáculos submarinos, en torno á los cuales se revolvían las
aguas, hirviendo en incesantes espumarajos.
El ingeniero remó directamente hacia estos escollos, adivinando que eran
las crestas de invisibles murallas formadas por el coral. Más allá
existirían tal vez tierras firmes. Avanzó con precaución á través de las
aguas alborotadas, sufriendo violentas sacudidas sobre tres líneas de
olas, que casi le hicieron zozobrar. Pero una vez pasado tal obstáculo,
se vió en un inmenso y tranquilo circo de agua.
En todo lo que abarcaba su vista, el mar ofrecía la tersura de un lago,
teniendo por orla la línea de rompientes, y por el lado opuesto, una
sucesión de tierras bajas que debían ser islas.
Edwin siguió bogando. Varias veces hundió un remo verticalmente en el
agua con la esperanza de tocar fondo. No pudo conseguirlo; pero adivinó
que su bote se deslizaba sobre una extensión acuática que sólo tenía
algunos metros de profundidad.
Media hora después, al volver á hundir el remo, creyó tocar una roca;
pero siguió avanzando mucho tiempo, sin que la quilla del bote rozase
ningún obstáculo. Empezaba á ocultarse el sol cuando llegó cerca de
tierra, y fué siguiendo su contorno á unos cincuenta metros de
distancia. Iba en busca de una bahía pequeña ó de la desembocadura de un
riachuelo para poder desembarcar, conservando su bote.
Como empezaba á anochecer, aceleró su exploración antes de que se
extinguiese por completo la incierta luz del crepúsculo. Vió que la
costa avanzaba formando un pequeño cabo y que, en torno de su punta, las
aguas se mantenían tranquilas, con una pesadez que denunciaba cierta
profundidad. Llegó á tocar con la proa esta tierra, relativamente alta
entre las tierras inmediatas. Apoyando sus manos en el reborde de la
orilla, dió un salto y quedó de pie sobre el reducido promontorio.
Lo primero que pensó fué buscar una piedra, un árbol, algo donde atar la
cuerda del bote, que sostenía con su diestra. Tuvo miedo de que durante
la noche la resaca se llevase mar adentro esta embarcación, que
representaba su única esperanza.
Buscando en la penumbra, dió con un grupo de arbustos vigorosos cuyas
ramas llegaban á la altura de su cabeza. Fijándose en ellos, pudo ver
que tenían la forma de árboles altísimos, contrastando su aspecto con su
relativa pequeñez.
Pero no creyó oportuno perder el tiempo en la contemplación de este
fenómeno vegetal, y se limitó á pasar la cuerda en derredor de tres de
los árboles enanos, dejando sujeto de este modo su bote para que no se
alejase de la costa. Después siguió adelante por el promontorio,
metiéndose tierra adentro.
La noche había cerrado ya completamente, y Gillespie tuvo que desistir á
la media hora de continuar esta marcha sin rumbo determinado. No se veía
una luz ni el menor vestigio de habitación humana. Tampoco llegó á
descubrir la existencia de animales bajo la maleza, en la que se hundía
á veces hasta la cintura.
Quiso volver atrás, convencido de la inutilidad de su exploración.
Prefería pasar la noche en el bote, por ofrecerle mayores comodidades
para su sueño que esta tierra desconocida. Pero al poco tiempo de
marchar en varias direcciones se dió cuenta de que estaba completamente
desorientado. Aquel mar tranquilo como una laguna, sin rompientes y sin
olas, no podía guiarle con el ruido de sus aguas al chocar contra la
orilla.
Un silencio absoluto envolvió á Edwin. La profunda calma de la noche
solamente se turbaba con el crujido de los arbustos, que tenían forma de
árboles. Sus ramas, al partirse bajo sus pies, lanzaban chasquidos de
madera vigorosa.
Al salir á una llanura abierta en la selva enana, se sentó en el suelo,
admirando la suavidad del césped. Lo mismo era pasar allí la noche que
en la embarcación. No hacía frío, y además él estaba abrumado por el
cansancio y por las tremendas emociones sufridas en el mar. Comió varias
galletas y un pedazo de chocolate encontrados en sus bolsillos y acabó
por tenderse, reconociendo que este lecho algo duro no le privaría del
sueño.
Iba á dormirse, cuando notó algo extraordinario en torno de él.
Adivinaba la proximidad invisible de pequeños animales de la noche,
atraídos sin duda por la novedad de su presencia. Bajo los matorrales
inmediatos sonaba un murmullo de vida comprimida y susurrante, igual á
un revoloteo de insectos ó un arrastre de reptiles.
--Deben ser ratas--pensó el ingeniero.
Al extender, desperezándose, uno de sus brazos, dió contra los
matorrales más próximos, é inmediatamente sonó bajo el ramaje un rumor
medroso de fuga.
Gillespie sonrió, satisfecho de no estar solo en esta tierra misteriosa.
No se había equivocado: eran ratas ú otros roedores del bosque de
arbustos.
De nuevo empezaba á adormecerse, cuando un zumbido, que parecía sofocado
voluntariamente, pasó varias veces sobre su rostro. Al mismo tiempo le
abanicó las mejillas cierta brisa dulce, semejante á la que levantan
unas alas agitándose con suavidad.
--Algún murciélago--volvió á decirse.
Sus ojos creyeron ver en la lobreguez algo más obscuro aún que pasaba,
flotando en el aire, por encima de su rostro. De este pájaro de la noche
surgieron repentinamente dos puntos de luz, dos pequeños focos de
intensa blancura, iguales á unos ojos hechos con diamantes. Un par de
rayos sutiles pero intensísimos se pasearon á lo largo de su cuerpo,
iluminándole desde la frente hasta la punta de los pies. El ingeniero,
asombrado por el supuesto murciélago, levantó un brazo, abofeteando al
vacío. Instantáneamente, el misterioso volador apagó los rayos de sus
ojos, alejándose con un chillido de velocidad forzada que le hizo
perderse á lo lejos en unos cuantos segundos.
Esta visita quitó el sueño á Edwin, obligándole á sentarse sobre la
pequeña pradera que le servía de cama. Sus ojos pudieron ver entonces
por encima de los matorrales varios puntos de luz que se movían con una
evolución rítmica, cambiando la intensidad y el color de sus
resplandores.
--Indudablemente son luciérnagas--murmuró--; luciérnagas de este país,
distintas á todas las que conozco.
Las había de una blancura ligeramente azul, como la de los más ricos
diamantes; otras eran de verde esmeralda, de topacio, de ópalo, de
zafiro. Parecía que sobre el terciopelo negro de la noche todas las
piedras preciosas conocidas por los hombres se deslizasen como en una
contradanza. Volaban formando parejas, y sus rayos, al cruzarse, se
esparcían en distintas direcciones.
Gillespie encontraba cada vez más interesante este desfile aéreo; pero
de pronto, como si obedeciesen á una orden, todos los fulgores se
extinguieron á un tiempo. En vano aguardó pacientemente. Parecía que los
insectos luminosos se hubiesen enterado de su presencia al tocar con
algunos de sus rayos la cabeza que surgía curiosa sobre los matorrales.
Pasó mucho tiempo sin que la obscuridad volviera á cortarse con la menor
raya de luz, y Edwin sintió el desencanto de un público cuando se
convence de que es inútil esperar la continuación de un espectáculo.
Volvió á tenderse, buscando otra vez el sueño; pero, al descansar la
cabeza en la hierba, oyó junto á sus orejas unos trotecillos medrosos y
unos gritos de susto. Hasta sintió en su cogote el roce de varios
animalejos que parecían haberse librado casualmente por unos milímetros
de morir aplastados.
--Voy á pasar la noche en numerosa compañía--se dijo Edwin--. ¡Y yo que
me imaginaba esta tierra como un desierto!... Mañana, indudablemente,
presenciaré cosas extraordinarias y podré explicarme los misterios de
esta noche. ¡Ahora, á dormir!
Y como si hubiese perdido toda curiosidad, fué sumiéndose en el
sueño.... Pero antes de dormirse completamente sintió un pinchazo en una
muñeca, algo semejante á la mordedura de un colmillo único, una incisión
que pareció llegar hasta el torrente de su sangre.
Quiso mover el brazo en que había recibido esta herida y no pudo. Una
torpeza creciente se fué difundiendo por sus músculos y sus nervios,
paralizando toda acción.
Pensó que tal vez había serpientes bajo los matorrales y que acababa de
recibir su mordedura venenosa. Fué á mover el otro brazo, y, en el
momento que intentaba levantarlo del suelo, recibió una segunda
picadura, igualmente paralizante.
--Ya no hay remedio--se dijo--. Me han mordido las víboras.
Y cayó vencido por el sueño, como si se esparciese por todo su cuerpo el
sopor de un narcótico.
Cuando despertó, tuvo inmediatamente la certidumbre de habar dormido
muchas horas. El sol estaba alto, y al abrir los ojos se vió obligado á
cerrarlos inmediatamente. Ladeó la cabeza, huyendo de la causticidad de
su luz, y poco á poco fué entreabriendo el ojo más inmediato á la
tierra, mientras conservaba cerrado el otro.
Al extenderse esta visión única casi á ras del suelo, fué tal la
sorpresa experimentada por él, que volvió por segunda vez á juntar sus
párpados. Debía estar durmiendo aún. Lo que acababa de ver era una
prueba de que se hallaba sumido todavía en el mundo incoherente de los
ensueños. Dejó transcurrir algún tiempo pura resucitar en su interior
las facultades que son necesarias en la vida real. Después de
convencerse de que no dormía, de que se hallaba verdaderamente
despierto, volvió á abrir sus párpados lentamente, y se estremeció con
la más grande de las sorpresas viendo que persistía el mismo
espectáculo.
Todo el lado de la pradera que llegaba á abarcar con su ojo abierto, así
como la linde de la masa de matorrales y la tierra que quedaba entre sus
troncos, estaban ocupados por una muchedumbre de seres humanos,
idénticos en sus formas á los componentes de todas las muchedumbres.
Pero lo que él creía matorrales eran árboles iguales á todos los árboles
y formando un bosque que se perdía de vista. Lo verdaderamente
extraordinario era la falta de proporción, la absurda diferencia entre
su propia persona y cuanto le rodeaba. Estos hombres, estos árboles, así
como los caballos en que iban montados algunos de aquellos, hacían
recordar las personas y los paisajes cuando se examinan con unos gemelos
puestos al revés, ó sea colocando los ojos en las lentes gruesas, para
ver la realidad á través de las lentes pequeñas.
Gillespie abrió y cerró su ojo repetidas veces, y al fin tuvo que
convencerse de que estaba rodeado de un mundo extraordinariamente
reducido en sus dimensiones. Los hombres eran de una estatura entre
cuatro ó cinco pulgadas. Personas, animales y vegetales,
partiendo reducido tipo minúsculo, guardaban entre ellos las mismas
proporciones que en el mundo de los hombres ordinarios.
--¡Igual que le ocurrió á Gulliver!--se dijo el ingeniero--. Debo estar
soñando, á pesar de que me creo despierto.
Y para convencerse de que no dormía, quiso mover su brazo derecho. Aún
perduraba en él la torpeza sufrida en la noche anterior. Se acordó de
las picaduras y de la parálisis que se había extendido luego por sus
miembros. Al principio, el brazo se negó á reflejar el impulso de su
voluntad; pero finalmente consiguió despegarlo del suelo con un gran
esfuerzo. Iba á continuar este movimiento, cuando notó que una fuerza
exterior, violenta é irresistible, tiraba de su brazo hasta colocarlo
horizontalmente, y lo mantenía de este modo en vigorosa tensión. Al
mismo tiempo sintió en su muñeca un dolor circular, lo mismo que si un
anillo frío oprimiese y cortase sus carnes.
Una explosión de regocijo estalló en torno de la cabeza de Gillespie, un
huracán de gritos, carcajadas y aclamaciones. La muchedumbre enana reía
al verle con el brazo en alto, inmovilizado por el tirón de esta fuerza
incomprensible para él.
Abrió Edwin los dos ojos para mirar su brazo, erguido como una torre,
fijándose en la muñeca, donde continuaba el agudo anillo de dolor. Vió
que de esta muñeca salía un hilo sutil y brillante, que hacía recordar
los filamentos al final de los cuales se balancean las arañas. También
al extremo de este hilo, que parecía metálico, había una especie de
araña enorme y susurrante. Pero no pendía del hilo, sino que, al
contrario, flotaba en el espacio tirando de él.
Era del tamaño de un palomo, pero desarrollaba una fuerza impropia de su
volumen, fuerza que mantenía el hilo de plata con la tensión vibrante de
una cuerda de piano, no permitiendo que el hombre contrajera su brazo.
Edwin se fijó en que esta ave extraordinaria tenía las formas
fantásticas de los dragones alados que imaginaron los escultores de la
Edad Media al labrar los capiteles y gárgolas de las catedrales. Su
cuerpo estaba revestido de escamas metálicas y tenía en su parte
delantera una cabeza de monstruo quimérico, con dos globos de faro á
guisa de ojos. Sus alas eran á modo de cartílagos erizados de púas.
Sobre el lomo del horripilante aeroplano, cuatro hombrecitos iguales á
los que se movían en la pradera asomaban sus cabezas cubiertas con un
casquete dorado, al que servía de remate una pluma larguísima.
Montados en su máquina, que permanecía inmóvil encima de los ojos de
Gillespie, á unos tres metros de altura, estos aviadores acogieron con
un regocijo pueril el gesto de asombro que puso el gigante al sentir el
tirón que aprisionaba é inmovilizaba su brazo. Pero luego adivinaron en
el prisionero una expresión de dolor. Sentía el hilo metálico hundido en
su muñeca como el filo de un cuchillo, y al mismo tiempo un fuerte dolor
en la articulación del hombro. Para evitar este tormento, los
hombrecillos del aeroplano soltaron una cantidad de cable sutil, lo que
permitió á Edwin descender su brazo hasta el suelo.
Sólo entonces se dió cuenta de que alrededor de la otra muñeca, así como
en torno de sus tobillos, debía tener amarrados unos filamentos
semejantes. Tendido de espaldas como estaba y mirando á lo alto, alcanzó
á ver otros tres aeroplanos en forma de animales fantásticos, que se
mantenían inmóviles al extremo de otros tantos hilos de plata, á una
altura de pocos metros. Comprendió que todo movimiento que hiciese para
levantarse daría por resultado un tirón doloroso semejante al que había
sufrido. Era un esclavo de los extraños habitantes de esta tierra, y
debía esperar sus decisiones, sin permitirse ningún acto voluntario.
Mientras permanecía inmóvil fué examinando lo que le rodeaba. La
muchedumbre era cada vez más numerosa en torno de su cuerpo y en las
profundidades del bosque. El zumbido de sus palabras y sus gritos iba en
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