El paraiso de las mujeres - 03

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aumento. Se presentía la llegada incesante de nuevos grupos. Por entre
los cuatro aeroplanos inmóviles al extremo de sus cables volaban otros
completamente libres, que se complacían en pasar y repasar sobre la
nariz del prisionero. Eran dragones rojos y verdes, serpientes de
enroscada cola, peces de lomo redondo, todos con alas, con escamas de
diversos colores y con ojos enormes. Gillespie adivinó que eran las
luciérnagas que en la noche anterior lanzaban mangas de luz por sus
faros, ahora extinguidos.
Una de las naves aéreas detuvo su vuelo para bajar en graciosa espiral,
hasta inmovilizarse sobre el pecho del coloso. Asomaron entre sus alas
rígidas los cuatro tripulantes, que reían y saltaban con un regocijo
semejante al de las colegialas en las horas de asueto.... Al mismo
tiempo otros monstruos de actividad terrestre se deslizaron por el
suelo, cerca del cuerpo de Gillespie. Eran á modo de juguetes mecánicos
como los que había usado él siendo niño: leones, tigres, lagartos y aves
de aspecto fatídico, con vistosos colores y ojos abultados. En el
interior de estos automóviles iban sentadas otras personas diminutas,
iguales á las que navegaban por el aire.
Parecían venir de muy lejos, y la muchedumbre pedestre abría paso
respetuosamente á sus vehículos. Estos recién llegados también reían al
ver al gigante, con un regocijo pueril, mostrando en sus gestos y sus
carcajadas algo de femenino, que empezó á llamar la atención de
Gillespie.
Iba ya transcurrida una hora, y el prisionero empezaba á encontrar
penosa su inmovilidad, cuando se hizo un profundo silencio. Procurando
no moverse, torció á un lado y á otro sus ojos para examinar á la
muchedumbre. Todos miraban en la misma dirección, y Gillespie se creyó
autorizado para volver la cabeza en idéntico sentido. Entonces vió, como
á dos metros de su rostro, un gran vehículo que acababa de detenerse.
Este automóvil tenía la forma de una lechuza, y los faros que le servían
de ojos, aunque apagados, brillaban con un resplandor de pupilas verdes.
Dentro del vehículo, un personaje rico en carnes estaba de pie, teniendo
ante su boca el embudo de un portavoz. Al fin alguien iba á hablarle.
Por esto sin duda acababa de hacerse un profundo silencio de curiosidad
y de respeto en la muchedumbre.
Sonó la voz del abultado personaje, que era dulce y temblona como la de
una dama sentimental, pero con el agrandamiento caricaturesco de la
bocina.
--Gentleman: queda usted autorizado para mover la cabeza, para
levantarla, si es que puede, y para cambiar de postura con cierta
suavidad, sin poner en peligro á la muchedumbre justamente curiosa que
le rodea. En cuanto á mover los brazos ó las piernas, le aconsejo una
completa abstención hasta nueva orden. Ya habrá visto usted que su
primer intento dió mal resultado. Le ruego que no insista.
Da todas las sorpresas experimentadas por Gillespie desde que despertó,
ésta fué la más estupenda. El exiguo personaje hablaba su mismo idioma,
pero con un tono afectado, con un esfuerzo por conseguir la corrección,
detallando las sílabas, lo mismo que hablan ciertos profesores.
--¿Cómo sabe usted el inglés?--preguntó Edwin--. ¿Dónde ha podido
aprenderlo?...
Una risa aflautada del gordo personaje fué la primera respuesta. Luego
pareció arrepentirse de su falta de corrección al contestar con risas á
las preguntas, y dijo gravemente:
--¡Oh, Gentleman-Montaña!... ¡Va usted á encontrar en mi patria tantas
cosas extraordinarias dignas de su asombro!...


III
De cómo Edwin Gillespie fué llevado á la capital de la República

Hubo un largo silencio. El ingeniero, absorto por el carácter
inverosímil de su aventura, no supo qué decir. ¡Eran tan numerosos los
pensamientos que bullían en su cabeza y las preguntas que iba
amontonando su curiosidad!...
El personaje subido en la lechuza rodante interpretó este silencio como
una muestra de timidez.
--Puede usted hablar sin miedo, Gentleman-Montaña. De todos los miles de
seres que están aquí presentes, los únicos que conocen el inglés somos
usted y yo. Los demás sólo hablan el idioma de nuestra raza.... Y para
aplacar su curiosidad, le diré cuanto antes que el inglés es la lengua
particular de nuestros sabios; algo semejante á lo que fué el latín,
según mis noticias, durante algunos siglos, en los países habitados por
los Hombres-Montañas. Yo soy el profesor de inglés en la Universidad
Central de nuestra República.
Edwin quedó silencioso ante esta revelación.
--Entonces, ¿estoy verdaderamente en Liliput?--dijo al fin--. ¿No es
esto un sueño?
La risa del profesor volvió á sonar con la misma vibración femenil,
considerablemente agrandada por el portavoz.
--¡Oh, Liliput!--exclamó--. ¿Quién se acuerda de ese nombre? Pertenece á
la historia antigua; quedó olvidado para siempre. Si usted pudiese
hablar nuestro idioma, preguntaría por Liliput á los miles de seres que
nos escuchan en este momento sin entendernos, y ninguno comprendería el
significado de tal palabra. Nuestra tierra se ha transformado mucho.
Calló un momento para reflexionar, y luego dijo con orgullo:
--Antes éramos nosotros los que nos asombrábamos al recibir la visita de
un Hombre-Montaña. Ahora son los Hombres-Montañas los que deben
asombrarse al visitar nuestro país. Hemos hecho triunfar revoluciones
que ellos seguramente no han intentado aún en su tierra.
Gillespie sintió desviada su curiosidad por estas palabras del profesor.
--Pero ¿han venido aquí otros hombres después de Gulliver?
--Algunos--contestó el sabio--. Recuerde usted que la visita de ese
Gulliver fué hace muchos años, muchísimos, un espacio de tiempo que
corresponde, según creo, á lo que los Hombres-Montañas llaman dos
siglos. Imagínese cuántos naufragios pueden haber ocurrido durante un
período tan largo; cuántos habrán venido á visitarnos forzosamente de
esos hombres gigantescos que navegan en sus casas de madera más allá de
la muralla de rocas y espumas que levantaron nuestros dioses para
librarnos de su grosería monstruosa.... Nuestras crónicas no son claras
en este punto. Hablan de ciertas visitas de Hombres-Montañas que yo
considero apócrifas. Pero con certeza puede decirse que llegaron á esta
tierra unos catorce seres de tal clase en distintas épocas de nuestra
historia. De esto hablaremos más detenidamente, si el destino nos
permite conversar en un sitio mejor y con menos prisa. El último gigante
que llegó lo vi cuando estaba todavía en mi infancia; el único que hemos
conocido después del triunfo de la Verdadera Revolución. Era un hombre
de manos callosas y piel con escamas de suciedad. Babia un líquido
blanco y de hedor insufrible, guardado en una gran botella forrada de
juncos. Este líquido ardiente parecía volverle loco. Nuestros sabios
creen que era un simple esclavo de los que trabajan en los buques
enormes de los mares sin límites. Como el tal líquido despertaba en él
una demencia destructiva, mató á varios miles de los nuestros, nos causó
otros daños, y tuvimos que suprimirle, encargándose nuestra Facultad de
Química de disolver y volatilizar su cadáver para que tanta materia en
putrefacción no envenenase la atmósfera. Creo necesario hacerle saber
que desde entonces decidimos suprimir todo Hombre-Montaña que apareciese
en nuestras costas.
Gillespie, á pesar de la tranquilidad con que estaba dispuesto á aceptar
todos los episodios de su aventura, se estremeció al oir las últimas
palabras.
--Entonces, ¿debo morir?--preguntó con franca inquietud.
--No, usted es otra cosa--dijo el profesor--; usted es un gentleman, y
su buen aspecto, así como lo que llevamos inquirido acerca de su pasado,
han sido la causa de que le perdonemos la vida ... por el momento.
Las palabras del sabio le fueron revelando todo lo ocurrido en esta
tierra extraordinaria desde el atardecer del día anterior. Los escasos
habitantes de la costa le habían visto aproximarse, poco antes de la
puesta del sol, en su bote, más enorme que los mayores navíos del país.
La alarma había sido dada al interior, llegando la noticia á los pocos
minutos hasta la misma capital da la República. Los miembros del Consejo
Ejecutivo habían acordado rápidamente la manera de recibir al visitante
inoportuno, haciéndole prisionero para suprimirlo á las pocas horas. Los
aparatos voladores del ejército salían á su encuentro una vez cerrada la
noche. El Hombre-Montaña pudo vagar á lo largo de la costa sin
tropezarse con ningún habitante, porque todos los ribereños se habían
metido tierra adentro por orden superior.
Al verle tendido en el suelo, empezó el asedio de su persona. El
manotazo á la primera máquina volante que le había explorado con sus
luces, así como la curiosidad de Gillespie, que le permitió descubrir
por encima del bosque todas las evoluciones de la flotilla luminosa,
aconsejaron la necesidad de un ataque brusco y rápido.
Dos sabios de laboratorio y su séquito de ayudantes, llegados de la
capital en varios automóviles, se encargaron del golpe decisivo,
pinchándole en las muñecas y en los tobillos con las agudas lanzas de
unas mangas de riego. Así le inocularon el soporífico paralizante.
--Es verdaderamente extraordinario--continuó el profesor--que haya
conocido usted el nuevo sol que ve en estos instantes. Estaba acordado
el matarle, mientras dormía, con una segunda inyección de veneno, cuyos
efectos son muy rápidos. Pero los encargados del registro de su persona
se apiadaron al enterarse de la categoría á que indudablemente pertenece
usted en su país. Le diré que yo tuve el honor de figurar entre ellos, y
he contribuído, en la medida de mi influencia, á conseguir que las altas
personalidades del Consejo Ejecutivo respeten su vida por el momento.
Como la lengua de todos los Hombres-Montañas que vinieron aquí ha sido
siempre el inglés, el gobierno consideró necesario que yo abandonase la
Universidad por unas horas para prestar el servicio de mi ciencia. Ha
sido una verdadera fortuna para usted el que reconociésemos que es un
gentleman.
Gillespie no ocultó su extrañeza ante tan repetida afirmación.
--¿Y cómo llegaron ustedes á conocer que soy un gentleman?--preguntó,
sonriendo.
--Si pudiera usted examinarse en este momento desde los bolsillos de sus
pantalones al bolsillo superior de su chaqueta, se daría cuenta de que
lo hemos sometido á un registro completo. Apenas se durmió usted bajo la
influencia del narcótico, empezó esta operación á la luz de los faros de
nuestras máquinas volantes y rodantes. Después, el registro lo hemos
continuado á la luz del sol. Una máquina-grúa ha ido extrayendo de sus
bolsillos una porción de objetos disparatados, cuyo uso pude yo adivinar
gracias á mis estudios minuciosos de los antiguos libros, pero que es
completamente ignorado por la masa general de las gentes. La grúa hasta
funcionó sobre su corazón para sacar del bolsillo más alto de su
chaqueta un gran disco sujeto por una cadenilla á un orificio abierto en
la tela; un disco de metal grosero, con una cara de una materia
transparente muy inferior á nuestros cristales; máquina ruidosa y
primitiva que sirve entre los Hombres-Montañas para marcar el paso del
tiempo, y que haría reir por su rudeza á cualquier niño de nuestras
escuelas.
También he registrado hasta hace unos momentos el enorme navío que le
trajo á nuestras costas. He examinado todo lo que hay en él; he
traducido los rótulos de las grandes torres de hoja de lata cerradas por
todos lados, que, según revela su etiqueta, guardan conservas animales y
vegetales. Los encargados de hacer el inventario han podido adivinar que
era usted un gentleman porque tiene la piel fina y limpia, aunque para
nosotros siempre resulta horrible por sus manchas de diversos colores y
los profundos agujeros de sus poros. Pero este detalle, para un sabio,
carece de importancia. También han conocido que es usted un gentleman
porque no tiene las manos callosas y porque su olor á humanidad es menos
fuerte que el de los otros Hombres-Montañas que nos visitaron, los
cuales hacían irrespirable el aire por allí donde pasaban. Usted debe
bañarse todos los días, ¿no es cierto, gentleman?... Además, el pedazo
de tela blanca, grande como una alfombra de salón, que lleva usted sobre
el pecho, junto con el reloj, ha impregnado el ambiente de un olor de
jardín.
Se detuvo el profesor un instante para agregar con alguna malicia:
--Y yo pude afirmar además, de un modo concluyente, que es usted un
verdadero gentleman, porque he ordenado á dos de mis secretarios que
volviesen las hojas de un libro más grande que mi persona, con tapas de
cuero negro, que nuestra grúa sacó de uno de sus bolsillos. He podido
leer rápidamente algunas de dichas hojas. En la primera, nada
interesante: nombres y fechas solamente; pero en otras he visto muchas
líneas desiguales que representan un alto pensamiento poético.
Indudablemente, el Gentleman-Montaña ha pasado por una universidad. En
nuestro país, sólo un hombre de estudios puede hacer buenos versos. Los
de usted, gigantesco gentleman, me permitirá que le diga que son
regulares nada más y por ningún concepto extraordinarios. Se resienten
de su origen: les falta delicadeza; son, en una palabra, versos de
hombre, y bien sabido es que el hombre, condenado eternamente á la
grosería y al egoísmo por su propia naturaleza, puede dar muy poco de sí
en una materia tan delicada como es la poesía.
Gillespie se mostró sorprendido por las últimas palabras. Sus ojos, que
hasta entonces habían vagado sobre la enana muchedumbre, atraídos por la
diversa novedad del espectáculo, se concentraron en el profesor,
teniendo que hacer un esfuerzo para distinguir todos los detalles de su
minúscula persona.
Llevaba en la cabeza un gorro cuadrangular con dorada borla, igual al de
los doctores de las universidades inglesas y norteamericanas. El rostro
carilleno y lampiño estaba encuadrado por unas melenillas negras y
cortas. Los ojos tenían el resguardo de unos cristales con armazón de
concha. Cubrían el resto de su abultada persona una blusa negra apretada
á la cintura por un cordón, que hacía más visible la exagerada curva de
sus caderas, y unos pantalones que, á pesar de ser anchos, resultaban
tan ajustados como el mallón de una bailarina.
--¡Pero usted es una mujer!--exclamó Gillespie, asombrado de su
repentino descubrimiento.
--¿Y qué otra cosa podía ser?--contestó ella--. ¿Cómo no perteneciendo á
mi sexo habría llegado á figurar entre los sabios de la Universidad
Central, poseyendo los difíciles secretos de un idioma que sólo conocen
los privilegiados de la ciencia?
Calló, para añadir poco después con una voz lánguida, dejando á un lado
la bocina:
--¿Y en qué ha conocido usted que soy mujer?
El ingeniero se contuvo cuando iba á contestar. Presintió que tal vez
corría el peligro de crearse un enemigo implacable, y dijo evasivamente:
--Lo he conocido en su aspecto.
La sabia quedó reflexionando para comprender el verdadero sentido de tal
respuesta.
--¡Ah, si!--dijo al fin con cierta sequedad--. Lo ha conocido usted, sin
duda, en mis abundancias corporales. Yo soy una persona seria, una
persona de estudios, que no dispone de tiempo para hacer ejercicios
gimnásticos, como las muchachas que pertenecen al ejército. La ciencia
es una diosa cruel con los que se dedican á su servicio.
--Lo he conocido también--se apresuró á añadir Edwin--en la dulzura de
su voz y en la hermosura de sus sentimientos, que tanto han contribuído
á salvar mi vida.
La profesora acogió estas palabras con una larga pausa, durante la cual
sus anteojos de concha lanzaron un brillo amable que parecía acariciar
al gigante. Pensaba, sin duda, que este hombre grosero y de aspecto
monstruoso era capaz de decir cosas ingeniosas, como si perteneciese al
sexo inteligente, ó sea el femenino. Bajó los ojos y añadió con una
expresión de tierna simpatía:
--Por algo he encontrado tantas veces en sus versos la palabra Amor con
una mayúscula más grande que mi cabeza.
Después pareció sentir la necesidad de cambiar el curso de la
conversación, recobrando su altivo empaque de personaje universitario.
Aunque ninguno de los presentes pudiera entenderla, temía haber dicho
demasiado.
--Usted se irá dando cuenta, Gentleman-Montaña--continuó--, de que ha
llegado á un país diferente á todos los que conoce, una nación de
verdadera justicia, de verdadera libertad, donde cada uno ocupa el lugar
que le corresponde, y la suprema dirección la posee el sexo que más la
merece por su inteligencia superior, desconocida y calumniada desde el
principio del mundo.... Deje de mirarme á mí unos instantes y examine la
muchedumbre que le rodea. Tiene usted permiso para moverse un poco; así
hará su estudio con mayor comodidad. Espere á que dé mis órdenes.
Y recobrando su portavoz, empezó á lanzar rugidos en un idioma del que
no pudo entender el americano la menor sílaba. La máquina volante que
descansaba sobre su pecho levantó el vuelo, y los otros cuatro
aeroplanos aflojaron los hilos metálicos sujetos á sus extremidades. La
muchedumbre se arremolinó, iniciando á continuación un movimiento de
retroceso.
Gillespie vió que unos grupos de jinetes repelían al gentío para que se
alejase. Otros soldados acababan de descender de varias máquinas
rodantes que tenían la forma de un león. Estos guerreros jóvenes eran de
aire gentil y graciosamente desenvueltos.
Uno de ellos pasó muy cerca de sus ojos, y entonces pudo descubrir que
era una mujer, aunque más joven y esbelta que la profesora de inglés.
Los otros soldados tenían idéntico aspecto y también eran mujeres, lo
mismo que los tripulantes de las máquinas voladoras. Sus cabelleras
cortas y rizadas, como la de los pajes antiguos, estaban cubiertas con
un casquete de metal amarillo semejante al oro. No llevaban, como los
aviadores, una larga pluma en su vértice. El adorno de su capacete
consistía en dos alas del mismo metal, y hacía recordar el casco
mitológico de Mercurio.
Todos estos soldados eran de aventajada estatura y sueltos movimientos.
Se adivinaba en ellos una fuerza nerviosa, desarrollada por incesantes
ejercicios. Paro, á pesar de su gimnástica esbeltez de efebos vigorosos,
la blusa muy ceñida al talle por el cinturón de la espada y los
pantalones estrechamente ajustados delataban las suaves curvas de su
sexo. Iban armados con lanzas, arcos y espadas, lo que hizo que
Gillespie se formase una triste idea de los progresos de este país, que
tanto parecían enorgullecer á la profesora de inglés.
El cordón de peones y jinetes empujó á la muchedumbre hasta los linderos
del bosque, dejando completamente limpia la pradera. Entonces, la
doctora, desde lo alto de su carro-lechuza, volvió á valerse del
portavoz.
--Gentleman Montaña, puede usted incorporarse.
El ingeniero se fué levantando sobre un codo, y este pequeño movimiento
derribó varias escalas portátiles que aún estaban apoyadas en su cuerpo
y habían servido para el registro efectuado horas antes. Tres enanos que
vagaban sobre su vientre, explorando por última vez los bolsillos de su
chaleco, cayeron de cabeza sobre la tupida hierba de la pradera y
trotaron á continuación dando chillidos como ratones. Sin dejar de huir
se llevaban las manos á diferentes partes de sus cuerpos magullados,
mientras una carcajada general del público circulaba por los lindes de
la selva.
Al fin Gillespie quedó sentado, teniendo como vecinos más inmediatos á
la profesora y sus secretarios, que ocupaban el automóvil-lechuza, y por
otro lado á los tripulantes de las cuatro máquinas aéreas, las cuales se
movían dulcemente al extremo de sus hilos metálicos, flácidos y sin
tensión.
En esta nueva postura Gillespie pudo ver mejor á la muchedumbre. Sus
ojos se habían acostumbrado á distinguir los sexos de esta humanidad de
dimensiones reducidas, completamente distinta á la del resto de la
tierra. Los soldados; los personajes universitarios, mudos hasta
entonces, pero que se habían ocupado en adormecerle y registrarle; los
empleados, los obreros, todos los que se movían dando órdenes ó
trabajando en torno de él, llevaban pantalones y eran mujeres.
Edwin vió que de un automóvil en forma de clavel que acababa de llegar
descendían unas figuras con largas túnicas blancas y velos en la cabeza.
Eran las primeras hembras que encontraba semejantes á las de su país.
Debían pertenecer á alguna familia importante de la capital; tal vez era
la esposa de un alto personaje acompañada de sus tres hijas. Concentró
su mirada en el grupo para examinarlas bien, y notó que las tres
señoritas, todas de apuesta estatura, asomaban bajo los blancos velos
unas caras de facciones correctas pero enérgicas. Sus mejillas tenían el
mismo tono azulado que la de los hombres que se rasuran diariamente. La
madre, algo cuadrada á causa de la obesidad propia de los años,
prescindía de esta precaución, y por debajo de la corona de flores que
circundaba sus tocas dejaba asomar una barba abundante y dura.
Un oficial de los del casquete alado corrió galantemente á proteger á
las recién llegadas, con el interés que merece el sexo débil, y las tres
señoritas acogieron con gesto ruboroso las atenciones del militar.
Gillespie se dió cuenta de que la doctora seguía sus impresiones con
ojos atentos, sonriendo de su asombro.
--Ya le dijo, gentleman, que vería usted grandes cosas. No olvide que
este es el país de la Verdadera Revolución.
Todavía pudo hacer Edwin nuevas observaciones. Vió con estupefacción
entre el público, repelido y mantenido á distancia por la fuerza armada,
mujeres menos lujosas que la familia recién venida de la capital, pero
igualmente con largas túnicas.... Y sin embargo parecían hombres á causa
de sus barbas ó de sus rostros azulados por el rasuramiento. En cambio,
todos los individuos de aspecto civil que llevaban pantalones y
mostraban ser trabajadores del campo, obreros de la ciudad ó acaudalados
burgueses, venidos para conocer al gigante, tenían el rostro lampiño y
las formas abultadas de la mujer.
Encontró, sin embargo, algunas excepciones, que sirvieron para
desorientarlo en sus juicios. Vió verdaderos hombres, cuyo aspecto
vigoroso no se prestaba á equívocos, y que, sin embargo, marchaban sin
el embarazo de las faldas. Estos hombres iban casi desnudos, al aire su
fuerte musculatura, y sin más vestimenta que un corto calzoncillo. Todos
ellos mostraban la pasividad resignada, la fuerza brutal y sin
iniciativa de las bestias de labor. Algunos acababan de desengancharse
de pesadas carretas, de las cuales habían venido tirando hasta el
lindero del bosque, y se limpiaban el sudoroso cuerpo. Otros lavaban y
secaban los grandes aparatos que habían servido para la narcotización y
el registro del gigante.
Vió además Gillespie que la mayor parte de los jinetes que mantenían en
respeto á la muchedumbre eran hombres igualmente; hombres enormes y
barbudos, con una expresión de estupidez disciplinada, de brutalidad
automática, reveladora de su situación inferior. A pesar de que iban
armados con grandes cimitarras, su traje era una túnica igual á la de
las mujeres. Todos ellos parecían simples soldados. Varias muchachas de
bélica elegancia, llevando sobre sus cortas melenas el casquete alado,
hacían caracolear sus caballos entre las de estos guerreros inferiores,
dándoles órdenes con un laconismo de jefes.
La doctora volvió á interrumpir las reflexiones del prisionero.
--Antes de que emprendamos la marcha á la capital, creo oportuno que
tome usted un ligero refrigerio. Mi gusto hubiese sido prepararle un
desayuno al estilo de nuestro país, pero no hemos tenido tiempo para
ello, pues, como lo dije, su vida estaba en peligro, y nadie piensa en
dar de almorzar á un muerto. Podía haber hecho traer algunas de las
latas de conserva que guarda usted en su embarcación, pero ésta se halla
ya muy lejos.
La noticia hizo perder su calma al gigante.... ¡Verse privado de un bote
que representaba la única probabilidad de volver al mundo de sus
semejantes!...
--Poco después de la salida del sol--continuó la traductora--se han
encargado de remolcarlo hasta el puerto de la capital los navíos de
nuestra escuadra del Sol Naciente.
Gillespie necesitó mostrar su mal humor con palabras ofensivas.
--¿Y qué navíos son esos?... ¿Cómo unos barquitos iguales á juguetes,
con sólo la fuerza de sus velas, van á poder remolcar mi bote, dentro
del cual cabe amontonada toda esa escuadra del Sol Naciente?...
--Gentleman--dijo la profesora con sequedad--, nuestros buques no tienen
velas; eso fué en tiempos remotos. Nuestros navíos navegan á voluntad
sobre el agua y por debajo del agua. La misma energía que mueve nuestras
máquinas terrestres y aéreas agita las colas de ellos con igual fuerza
que las de los peces más veloces.... De su tamaño no creo necesario
hablar. El tamaño no significa nada. Nosotros hemos llegado á poseer
navíos más grandes que el que le trajo á usted, y los suprimimos por
inhábiles para defenderse.
Hubo un largo silencio después de las palabras poco cordiales cruzadas
entre los dos. Pero la doctora no parecía tenaz en sus rencores y siguió
hablando:
--He tenido que improvisar un ligero desayuno con lo que encontré más á
mano. Perdone usted su frugalidad y su monotonía. Cuando estemos en la
capital (si es que los altos señores del Consejo Ejecutivo quieren
concederle la vida á perpetuidad, ó sea hasta que perezca usted de
muerte ordinaria), estoy seguro de que comerá mejor.
Sin separarse el portavoz de la boca, empezó á rugir otra vez una serie
de palabras desconocidas, que despertaron gran actividad en los linderos
del bosque.
Un grupo de aquellos hombres bestiales y semidesnudos, fuerzas ciegas y
sometidas como los constructores de las Pirámides faraónicas, avanzó por
la pradera tirando de un enorme cilindro vertical. Era una bomba
rematada por un largo pistón. Esta bomba la acababan de limpiar los
vigorosos siervos, pues había servido durante la noche para inyectar al
gigante su dosis de narcótico. Poco después empezaron á salir de la
selva rebaños de vacas bien cuidadas, gordas y lustrosas. Parecían
enormes junto á los hombrecillos que las guiaban, pero no tenían en
realidad para Gillespie mayor tamaño que una rata vieja. A los pocos
momentos eran centenares; al final llenaron la mayor parte de la
pradera, siendo más de mil.
Numerosos enanos, que por sus trajes parecían hombres de campo y en
realidad eran mujeres, silbaron y agitaron sus cayados para ordenar y
agrupar á estos animales.
--Es todo lo que hemos podido reunir--dijo la profesora--. El _Comité de
recibimiento del Hombre-Montaña,_ nombrado anoche por el gobierno, no ha
tenido tiempo para preparar mejor las cosas. Sin embargo, en pocas horas
nuestras máquinas terrestres y aéreas han llegado á requisar todas las
vacas existentes en un radio de diez millas, como diría usted. Y ahora,
gentleman, vuelva á tenderse; adopte su primera postura para tomar un
poco de leche.
Pero Gillespie estaba pensativo desde mucho antes. Se dispuso á obedecer
la orden y luego se detuvo para mirar con una expresión interrogante á
la universitaria.
--Una palabra nada más, y en seguida me tiendo.
La doctora le hizo ver con un gesto que estaba dispuesta á escucharle.
El americano mostró con un dedo los automóviles que le rodeaban, después
las máquinas aéreas inmóviles en el espacio, y finalmente las esbeltas
muchachas del casquete alado, armadas con lanzas, arcos y sables.
--No comprendo, profesora....
--Llámeme profesor--interrumpió la dama universitaria--. Profesor
Flimnap.
--Está bien--continuó el americano--. Digo, profesor Flimnap, que no
puedo comprender todas esas armas primitivas al lado de tanta máquina
terrestre y aérea, que me parecen perfectas, y de esa escuadra del Sol
Naciente de que me ha hablado antes.
El doctor hembra sonrió con superioridad.
--Ya le dije que los Hombres-Montañas deben asombrarse cuando nos
visitan, así como nosotros nos asombrábamos al verles en otros tiempos.
Hay cosas que no comprenderá usted nunca si no le damos una explicación
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