El paraiso de las mujeres - 01

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EL PARAÍSO DE LAS MUJERES


VICENTE BLASCO IBAÑEZ


EL PARAÍSO
DE LAS
MUJERES

(NOVELA)


Copyright 1922.


AL LECTOR

Considero necesario dar una explicación sobre el origen de este libro.
Una casa editorial cinematográfica de los Estados Unidos me pidió hace
un año una novela para convertirla en _film_, recomendándome que fuese
muy «interesante» y se despegase por completo de los convencionalismos y
rutinas que hasta ahora vienen observándose en las historias presentadas
por medio del cinematógrafo.
Yo admiro el arte cinematográfico--llamado con razón el «séptimo
arte»--, por ser un producto legítimo y noble de nuestra época. Como
todo progreso, ha encontrado numerosos enemigos, que fingen
despreciarlo; especialmente entre los escritores faltos de las
condiciones necesarias para servir á este arte, aunque lo deseasen. La
llamada República de las Letras es un estado conservador y misógeno, que
se subleva instintivamente ante toda novedad y la repele con sarcasmos
que cree aristocráticos.
Cuando se inventó la imprenta, una gran parte de los literatos de
entonces también la consideraron como algo populachero y ordinario, que
nunca podría gustar á los espíritus escogidos. Fué preciso el transcurso
de algunas decenas de años para que todos se convenciesen de que el
libro impreso, aunque menos hermoso que el códice escrito á mano y con
letras capitulares artísticamente iluminadas, servía mejor á la difusión
de las ideas y al mejoramiento intelectual de la humanidad.
Dentro de un siglo las gentes se asombrarán tal vez al enterarse de que
hubo escritores que presenciaron el nacimiento de la cinematografía y no
hicieron caso de ella, apreciándola como una diversión pueril y frívola,
buena únicamente para el vulgo ignorante.
Conozco todas las objeciones contra el cinematógrafo y su creciente
difusión. Son las mismas que todavía á estas horas formulan algunas
devotas, en el fondo de las provincias, contra la novela y contra el
teatro, creyéndolos la perdición de la humanidad y la causa de todas las
inmoralidades existentes.
Si la cinematografía no hubiese de dar en el curso de su desarrollo
otras cosas que el sainete grotesco é inverosímil que hace reir con
payasadas de _clown_, ó las historias de ladrones y detectives, yo
abominaría de ella, como lo hacen muchos. Pero el nuevo arte está
todavía en los primeros vagidos de su infancia; no tiene más allá de
veinticinco años de existencia--que equivalen á veinticinco minutos en
la historia de un invento útil--, y nadie sabe hasta dónde pueden llegar
el desarrollo de su juventud y el esplendor de su madurez.
También la novela dió en distintos períodos de su vida una floración de
libros que tuvieron por héroes á bandidos «simpáticos» ó tenebrosos y á
policías «providenciales», y á nadie se le ocurre decretar por ello la
supresión de dicho género literario. Al lado de la novela psicológica y
de observación directa existirá siempre la novela de folletín. Y lo
mismo puede decirse del teatro. Juntos con el drama y la comedia,
atraerán siempre á una gran parte del público el melodrama espeluznante
ó la farsa grotesca.
La cinematografía no iba á librarse de esta división impuesta por los
dos gustos diversos y antitéticos que se reparten la gran masa del
público. Como ocurre en la infancia de todo arte, el primer producto del
cinematógrafo ha sido el melodrama terrorífico y la farsa que hace reir
hasta desquijararse, géneros que con más rapidez atraen á las
multitudes. Pero ahora, después de dos docenas de años de existencia,
los que nos preocupamos del desarrollo cinematográfico vamos viendo cómo
se afina el gusto del público en las naciones más instruidas y cómo al
lado de las historias para reir y las tragedias detectivescas surgen las
primeras manifestaciones de la verdadera novela cinematográfica, con
caracteres extraídos de la realidad, observaciones psicológicas y una
fábula que mantiene despierto al mismo tiempo el interés del espectador.
Yo creo próximo el nacimiento de muchas novelas cinematográficas que
serán al mismo tiempo grandes obras literarias. Pero estas novelas
resultan de más difícil producción que una novela en forma de libro, ya
que en ellas no es posible lo que en la jerigonza literaria llamamos el
«relleno».
* * * * *
La cinematografía no es el teatro mudo, como creen muchos; es una novela
expresada por medio de imágenes y frases cortas.
El teatro tiene convencionalismos de lugar y de tiempo, impuestos por
los breves límites de un escenario, y de los cuales no puede librarse.
En cambio, la acción de la novela no reconoce limites; es infinita, como
la del cinematógrafo, y puede componerse de tres ó cuatro historias
diversas, que se desarrollan á la vez, y al final vienen á confundirse
en una sola; puede tener por escenario los lugares más diversos de
nuestro planeta.
Una obra teatral llegará, cuando más, hasta siete actos y cambiará sus
decoraciones quince ó veinte veces: pero le es imposible ir más allá.
Una novela, lo mismo que una historia cinematográfica, puede disponer de
tantos escenarios como capítulos, tener por fondo los más diversos
paisajes y por actores verdaderas muchedumbres.
Repito que el «séptimo arte» es novela y no teatro, y tal vez por esto
todas las obras teatrales célebres que fueron trasladadas al
cinematógrafo pasaron inadvertidas, mientras las novelas famosas, al ser
filmadas, obtuvieron grandes éxitos, agrandándose el interés de su
fábula con la plasticidad de los personajes que el lector sólo había
podido imaginarse vagamente á través de las líneas impresas.
Hoy empieza á aumentar considerablemente en todas las naciones el número
de los novelistas que nos preocupamos del arte cinematográfico.
La multiplicidad de los idiomas con que expresan los hombres su
pensamiento representa para el artista literario un obstáculo que no
conocen el pintor, el escultor, ni el músico. Es cierto que los
traductores se encargan de salvar este obstáculo; pero por grande que
sea su pericia y la conciencia con que realicen su trabajo, ¡resulta
siempre tan diversa la novela traducida de la novela original, y se
pierden tantas cosas en el traslado de una á otra!...
En cambio, la expresión cinematográfica puedo proporcionar á la novela
la universalidad de un cuadro, de una estatua ó de una sinfonía. Los
rótulos del _film_ y la necesidad de traducirlos representan poca cosa
en esta clase de obras. Lo importante es la imagen vivida, la acción
interpretada por seres humanos, valiéndose del gesto, que ignora el
estrecho molde de las sílabas.
Gracias á este nuevo medio de expresión, el novelista que por su
nacimiento pertenece á un país determinado puede tener por patria
intelectual la tierra entera y ponerse en comunicación con los hombres
de todos los colores y todas las lenguas, hasta con los que viven en los
límites de un salvajismo recién abandonado. Por medio del «séptimo
arte», un autor puede en la misma noche contar su historia imaginada á
los públicos de Nueva York, Londres y París, á las muchedumbres
cosmopolitas de los grandes puertos del Pacífico á los árabes que llegan
á caballo al aduar del desierto donde funciona el modesto aparato del
cinematografista errante, á los marineros que invernan en una isla del
Océano Glacial y entretienen sus noches interminables con el relato mudo
de las novelas luminosas.
Yo puedo decir que una de mis mayores satisfacciones literarias la tuve
hace dos años, estando en California, al conversar con un japonés que
había viajado por toda Asia.
Este hombre me habló de una de mis novelas, contándome su «argumento»
del principio al desenlace para convencerme de que la conocía bien. No
la había leído, por no estar traducida aún al idioma de su país, y
pensaba comprar la versión inglesa.
Pero la había «visto» en un cinema de Pekín.
* * * * *
Además hay que hacer una confesión. La novela está en crisis actualmente
en todas las naciones.
El siglo XIX fué el siglo de la música y de la novela. Resulta tan
enorme la producción novelesca de los últimos cien años y tan diversas
las actividades de sus novelistas, que autores y público viven ahora
como desorientados.
Es casi imposible encontrar un camino virgen de huellas. Cuando el
novelista cree seguir un sendero completamente inexplorado, se entera á
los pocos pasos de que otros avanzaron por el mismo sitio antes que él.
Todos los resortes de la maquinaria novelesca parecen flojos y
mortecinos de tanto funcionar; todas las situaciones emocionantes, todos
los caracteres salientes, todos los tipos de humanidad, están casi
agotados. La originalidad novelesca va siendo cada vez más ilusoria. Por
eso sin duda, muchos autores violentan la serena sencillez de su idioma,
obligándole á producir una florescencia atormentada, de invernáculo, y
hacen de ello su mayor mérito. Buscan ocultar de tal modo, bajo la
frondosidad forzada del lenguaje, la anémica pobreza de la historia que
cuentan.
Los novelistas se agitan infructuosamente en busca de novedad; el
público exige igualmente novedad; pero la novela actual, cuando pretende
en Francia y otros países ser verdaderamente nueva, no tiene nada de
novela, y aburre al lector.... Y en esta crisis, que es universal, nadie
columbra la solución.
Yo no afirmo que el cinematógrafo sea un remedio único y decisivo;
reconozco además como indiscutible que la novela impresa será siempre
superior á la novela expresada por el gesto, pues esta última no puede
disponer con la misma amplitud que la otra de la sugestión inmaterial
del «estilo»; pero creo que si los novelistas empiezan á intervenir
directamente en el desarrollo del «séptimo arte», monopolizado hasta
hace poco por personas sin competencia literaria, su esfuerzo servirá
cuando menos para reanimar la novela, comunicándola una segunda juventud
y haciendo más extensos sus dominios actuales.
Sin embargo, no á todos los países les es fácil adaptarse con éxito al
nuevo medio de expresión literaria.
La cinematografía depende del desarrollo industrial de un país y de su
riqueza.
El libro también necesita sujetarse á la influencia de estos dos
factores; pero un editor de novelas impresas puede establecerse en
cualquier parte donde existan imprentas y almacenes de papel, y le
bastan unos cuantos miles de pesetas para publicar sus primeros
volúmenes.
Las casas editoriales de cinematografía necesitan capitales de millones
y crear por su propia cuenta inmensos talleres. Además, les es
indispensable tener á sus espaldas la grandeza de una de esas naciones
que son primeras potencias industriales, para encontrar con facilidad
energías eléctricas gigantescas, fábricas capaces de producir nuevas
maquinarias: en una palabra, para disponer de poderosos aliados y
servidores.
Por este motivo, el más enorme de los pueblos americanos es y será
siempre el primer productor cinematográfico de la tierra. Francia, que
inventó la cinematografía, figura actualmente como una simple
importadora de _films_ facturados desde Nueva York.
El cinematógrafo ocupa en los Estados Unidos el quinto lugar entre los
productos nacionales. Avanza á continuación del acero, el trigo y otros
artículos indispensables para la vida.
Hay en aquella República veinticinco mil salas de cinematógrafo, algunas
de ellas con lugar para más de seis mil espectadores.
En los miles de ciudades donde viven agrupados sus ciento veinte
millones de habitantes, los teatros se mantienen en una situación
estacionaria, mientras los cinemas son cada vez más numerosos.
De una obra cinematográfica americana que obtiene éxito en el mundo
entero llegan á venderse por término medio doscientas copias. Es lo que
se llama, en lenguaje de librería, «una mediana tirada». De estas copias
Francia compra tres ó cuatro para «pasarlas» en sus diversos cinemas;
España tres; Italia tres ó dos, etc. La Gran Bretaña, que es la mayor
compradora de Europa, adquiere once ó quince para la metrópoli y sus
colonias.
En total: de las doscientas copias, los Estados Unidos consumen ellos
solos ciento veinte, y las ochenta restantes son para los demás pueblos
de la tierra. Así se comprende que los cinematografistas americanos, sin
salir de su país, puedan cubrir todos sus gastos, que son inauditos, y
realizar ganancias. El producto del resto del mundo es para ellos á modo
de una propina.
Después de saber esto, reconocerá el lector que el cinematógrafo sólo
puede ser americano, y que la suprema aspiración de todo novelista que
desee triunfos en el «séptimo arte» consiste en abrirse paso allá ... si
es que puede, pues la empresa no resulta fácil.
* * * * *
Pero volvamos á la explicación del origen de este libro.
Como mi novela _Los cuatro jinetes del Apocalipsis_ ha sido convertida
en _film_--más extenso y costoso de todos los que se conocen hasta el
presente, y el cual obtiene en los Estados Unidos un éxito que durará
años--, recibí de Nueva York, como ya he dicho, el encargo de escribir
un relato novelesco que pudiera servir para una obra cinematográfica de
«interés y novedad».
Así produje EL PARAÍSO DE LAS MUJERES.
Esta historia fantástica, que se despega por completo de mis novelas
anteriores, no ha nacido verdaderamente ahora, pues data de los tiempos
de mi infancia.
Desde que leí, siendo niño, los _Viajes de Gulliver_, el recuerdo de
Liliput y sus pequeños habitantes se fijó para siempre en mi memoria.
Muchas veces me pregunté, en aquellos años ya remotos: «¿Qué habrá
ocurrido en Liliput después que se marchó el héroe de Swift?...» Y me
entretenía imaginando á mi modo los diversos episodios de la historia
contemporánea de los pigmeos.
Ahora, en la madurez de mi vida, he intentado otra vez rehacer la
historia moderna de Liliput, pero como puede realizarlo la fantasía de
un hombre, menos optimista y generosa que la de un niño.
Esto de imaginarse una humanidad más pequeña que la nuestra, con
nuestros mismos defectos y preocupaciones, como si fuese contemplada á
través de un microscopio, es algo que halaga la vanidad de los hombres,
y por lo mismo resulta tan antiguo como su existencia.
Swift, el humorístico deán irlandés, fué el creador de Gulliver y del
reino de Liliput; pero cien años antes, Rabelais, que indudablemente le
sirvió de modelo, había descrito con no menor humor las costumbres de
enanos y gigantes.
Tengo la certeza de que en todas las literaturas antiguas fueron muchos
los relatos sobre países de pigmeos y países de colosos. ¿Qué pueblo no
contó historias de gnomos minúsculos, de vida misteriosa, y gigantes que
para contemplar á uno de nuestra especie necesitan colocarlo sobre la
palma de una mano?... Voltaire se inspiró en Swift para crear su
_Micromegas_, y sería muy largo el relato de todos los novelistas y
cuentistas que imitaron más ó menos directamente este género de
fantasías.
Yo escribí la presente novela creyendo que únicamente iba á servir para
la producción de una cinta cinematográfica, y jamás aparecería en forma
de libro. En realidad, la casa editorial de Nueva York no me pidió una
novela, sino lo que llaman en lenguaje cinematográfico un «escenario»,
un relato escueto y de pura acción, para que sirva de guía al director
de escena, á los encargados de las tramoyas y á los actores que
interpretan los personajes.
Pero excitado por la novedad del trabajo y á impulsos también de mis
hábitos de novelista, empecé á escribir y á escribir, sin darme cuenta
de que en vez de un «escenario» producía una novela, y en veintiuna
tardes terminé EL PARAÍSO DE LAS MUJERES.
Nunca he trabajado tan aprisa y con tanto fervor. Creo que si me pusiera
ahora á hacer una copia del presente libro emplearía más tiempo.
Repito que jamás pensé que mi novela cinematográfica pudiera convertirse
en volumen impreso; y mi sorpresa fué grande al ver que el «escenario»
era un libro al que algunos pretendían encontrar cierta intención
filosófica y política. Hasta en los Estados Unidos--país donde las
mujeres ejercen una enorme y legítima influencia--creen algunos,
equivocadamente, que mi novela es á modo de una sátira del feminismo
norteamericano.
Como EL PARAÍSO DE LAS MUJERES ha sido traducida ya á varios idiomas, me
decido á publicarla igualmente en español, aunque no pensase en ello
cuando la escribí.
Será una obra más dentro del marco de la novela española, la cual desde
hace algunos años no peca ciertamente por exceso de variedad. Los más de
los novelistas marchan en fila india, uno tras otro, y sólo de tarde en
tarde se les ocurre saltar un poco fuera del sendero. Mientras tanto, en
los otros países la novela procura renovarse y los autores cambian con
frecuencia su manera de ver la vida y de expresar sus impresiones, para
que no los «encasille» el público, adivinando de antemano lo que pueden
decir. Además, la novela es un género de variedad infinita, y allí donde
todos los novelistas describen lo mismo, con un lenguaje semejante, la
novela corre peligro de muerte.
Tal vez el presente libro sea considerado por muchos como una
«equivocación» al compararlo con mis anteriores obras; pero yo prefiero
equivocarme yendo en busca de novedad, á conseguir aciertos fáciles, que
muchas veces no son mas que simples repeticiones de triunfos anteriores.
De todos modos, me anima la esperanza de que este relato ligero tal vez
resulte más entretenido para el lector que muchas novelas de moda
reciente, en las que se emplean trescientas páginas sólo para preparar
el encuentro á puerta cerrada de dos personas de distinto sexo, llegando
así á la escena «culminante» de la obra, que es simplemente una escena
de «libro verde», escrita con las precauciones necesarias para bordear
el Código y que el volumen pueda exponerse sin peligro en los
escaparates de las librerías.
Del _film_ que dió origen á esta novela diré que aún está por nacer.
Según parece, fui amontonando en él tales dificultades do ejecución, que
los ingenieros norteamericanos que inventan nuevas «magias» para esta
clase de obras todavía están haciendo estudios y no han podido encontrar
el modo de que aparezcan en el lienzo luminoso, á un mismo tiempo y sin
trampa visible, la enormidad del Gentleman-Montaña y la bulliciosa
pequeñez de las muchedumbres que pueblan la Ciudad-Paraíso de las
Mujeres.
VICENTE BLASCO IBAÑEZ
Villa Fontana Rosa Mentón (Alpes Marítimos) Febrero 1922


EL PARAÍSO DE LAS MUJERES

* * * * *

Frente á la Tierra de Van Diemen

Edwin Gillespie, joven ingeniero de Nueva York, llevaba varias semanas
de navegación á bordo de uno de los paquebotes ingleses que hacen la
carrera entre San Francisco y Australia.
Nunca había conocido un viaje tan triste. Recordaba con dulce nostalgia
su navegación de tres años antes, desde los Estados Unidos á las costas
de Francia, cuando era oficial del ejército americano é iba á guerrear
contra los alemanes. Aquella travesía resultaba peligrosa; reinaba á
bordo una continua vigilancia por miedo á los submarinos y á las minas
flotantes; pero Gillespie tenía entonces como inseparables compañeros la
alegría de una juventud ansiosa de aventuras y el entusiasmo del que va
á exponer su vida por un ideal generoso.
Ahora llevaba como invisibles camaradas de viaje la desesperación y el
aburrimiento, y cuando conseguía huir de uno, caía en los brazos del
otro. Se había embarcado apresuradamente, creyendo encontrar la fortuna
lejos de los Estados Unidos; pero se sentía cada vez más triste así como
iba alejándose de su tierra natal.
Era el amor el que le había aconsejado esta resolución desesperada.
A su vuelta de la gran guerra había visto el mundo transfigurado. Todo
le parecía más hermoso; las cosas adoptaban nuevas formas; el aire
cantaba junto á sus oídos, agitado por las vibraciones de una sinfonía
interminable. Y todo esto era porque acababa de conocer á miss Margaret
Haynes, una persona primaveral, cuyos diez y nueve años, alegres y
graciosos, se desbordaban en risas, palabras musicales y gestos
encantadores.
Gillespie olvidó de golpe todo su pasado al hablar con esta adorable
criatura. Creyó que su vida anterior había sido un ensueño. Recordaba
con esfuerzo, como si fuesen pálidas visiones, su ida á Europa; los
combates junto á Saint-Mihiel, de los que salió herido; la ceremonia
guerrera durante la cual á él y á otros compañeros les colocaron sobre
el pecho la roja cinta de la Legión de Honor.
Para Edwin Gillespie la única realidad era miss Margaret, y los días que
no la veía, aunque sólo fuese por unos momentos, se imaginaba que el
cielo era otro y que se desarrollaban en su inmensidad tremendos
cataclismos de los que no podían enterarse los demás mortales.
Toda una primavera se encontraron en los tés de los hoteles elegantes de
Nueva York. Después, durante el verano, siguieron conversando y bailando
en las playas del Atlántico más de moda.
Miss Margaret era la hija única del difunto Archibaldo Haynes, que había
reunido una fortuna considerable trabajando con éxito en diversos
negocios. La sonriente _miss_ iba á heredar algún día varios millones; y
esto no representaba para ella ningún impedimento en sus simpatías por
Gillespie, buen mozo, héroe de la guerra y excelente bailarín, pero que
aún no contaba con una posición social.
El ingeniero se tuvo durante medio año por el hombre más dichoso de su
país. Miss Haynes fué la que se encargó de envalentonar su timidez con
prometedoras sonrisas y palabras tiernas. En realidad, Edwin no supo con
certeza si fué él quien se atrevió á declarar su amor, ó fué ella la que
con suavidad le impulsó á decir lo que llevaba muchos meses en su
pensamiento, sin encontrar palabras para darle forma.
Margaret aceptó su amor, fueron novios, y desde este momento, que debía
haber sido para Gillespie el de mayor felicidad, empezó á tropezar con
obstáculos. Seguro ya del cariño de la hija, tuvo que pensar en la
madre, que hasta entonces sólo había merecido su atención como una dama
de aspecto imponente, muy digna de respeto, pero que siempre se mantenía
en último término, cual si desease ignorar la existencia del ingeniero.
Mistress Augusta Haynes era una señora de gran estatura y no menos
corpulencia, breve y autoritaria en sus palabras, y que contemplaba el
deslizamiento de la vida á través de sus lentes, apreciando las personas
y las cosas con la fijeza altiva del miope. Dotada de un meticuloso
genio administrativo, sabía mantener íntegra la fortuna de su difunto
esposo y acrecentarla con lentas y oportunas especulaciones.
Amaba á su hija única, tanto como detestaba á la juventud actual por su
carácter frívolo y su inmoderada afición al baile. En las reuniones
buscaba siempre á las personas graves, lamentándose con ellas de la
ligereza y la corrupción de los tiempos presentes. Se había fijado en la
asiduidad con que el ingeniero seguía á su hija, en su afición á bailar
juntos y en sus conversaciones aparte. Además, tenía noticias de varios
encuentros, demasiado casuales, en los paseos de la ciudad.
Como si su instinto le avisase la certeza de un amor que hasta entonces
sólo había sospechado, mistress Augusta Haynes, al llegar el invierno,
decidió pasarlo lejos de Nueva York, y fué á instalarse con su hija en
un lujoso hotel de Pasadena. Creyó, sin duda, con egoísta ilusión, que
un hombre que había ido de América á Europa para hacer la guerra era
incapaz de trasladarse igualmente de Nueva York á California detrás de
su amada; pero pronto pudo convencerse de su error.
Una semana después, al bajar por la mañana al parque del hotel, vió á
Margaret jugando al _tennis_ con un _gentleman_ de pantalón blanco,
brazos arremangados y camisa de cuello abierto: el ingeniero Gillespie.
Miss Haynes, que había hecho el viaje malhumorada y nerviosa, sonreía
ahora como si viese revolotear escuadrillas de ángeles por encima de los
naranjos californianos. En cambio, la madre recobró su gesto
inquisitorial, acogiendo con helada cortesía las grandes demostraciones
de afecto del ingeniero.
--Ha sido para mí una agradable sorpresa--dijo el joven--. Yo no sabía
que estaban ustedes aquí....
Y por debajo de la naricita sonrosada de miss Margaret revoloteaba una
sonrisa que parecía burlarse de tales palabras.
Desde entonces, la majestuosa viuda empezó á pensar en lo urgente que
era librarse de este aspirante á la dignidad de yerno suyo. La gallardía
física del buen mozo, su aventura militar, que tanto entusiasmaba á las
jóvenes, y sus destrezas de danzarín, eran para la señora Haynes otros
tantos títulos de incapacidad.
Ella apreciaba en los hombres cualidades más positivas. ¿A cuánto
ascendía su fortuna? ¿Qué es lo que había hecho hasta entonces de serio
en su existencia?...
Era ingeniero; pero esto no representaba mas que un simple diploma
universitario. Había prestado sus servicios en unas cuantas fábricas,
ganando lo preciso para vivir, y cuando llegaba el momento de la guerra,
en vez de quedarse en América para trabajar en un gran centro industrial
é inventar algo que le hiciese rico, prefería ser soldado, debiendo sólo
á un capricho de la suerte el no quedar tendido para siempre sobre la
tierra de Europa.
Su marido había sido otro hombre, y ella deseaba para Margaret un esposo
igual, con una concepción práctica de la existencia, y que supiese
aumentar los millones de la cónyuge aportando nuevos millones producto
de su trabajo.
La viuda no ahorró medios para hacer ver al ingeniero su hostilidad.
Evitaba ostensiblemente el invitarlo á sus fiestas; fingía no conocerle;
estorbaba con frecuentes astucias que su hija pudiera encontrarse con
él.
Miss Margaret se mostraba triste cuando de tarde en tarde conseguía
hablar con Edwin, lejos de la agresividad de su madre y de la
animadversión de todas las familias amigas, igualmente hostiles á él.
Un día, Gillespie, con un esfuerzo supremo de su voluntad y más
conmovido que cuando avanzaba en Francia contra las trincheras alemanas,
visitó á la majestuosa viuda para manifestarle que Margaret y él se
amaban y que solicitaba su mano.
Aún se estremecía en el buque al recordar el tono glacial y cortante con
que le había contestado la señora. Su hija era heredera de una
respetable fortuna, y bien merecía que su esposo aportase, cuando menos,
otro tanto á la asociación matrimonial.
--Además--dijo la viuda--, yo deseo un yerno que sea persona seria y
trabaje con provecho. Nunca me han gustado los hombres que pasan el
tiempo soñando despiertos, leyendo libros ó escribiendo cosas que nada
producen.
Gillespie tuvo que reconocer que la viuda estaba bien enterada de su
existencia; tal vez por la indiscreción de un amigo infiel, tal vez por
las informaciones de algún detective particular. En realidad, este
ingeniero era algo dado al ensueño, gustaba mucho de la lectura, y en
sus cajones, junto con los planos y los cálculos de su profesión,
guardaba varios cuadernos de versos.
Margaret le amaba; pero el amor de una señorita de buena familia y
excelente educación, acostumbrada á las comodidades que proporciona una
gran fortuna, debe tener sus límites forzosamente. No iba ella á
abandonar á su madre y á reñir con todas las familias amigas para
casarse con un novio pobre, dedicado por completo á su amor é ignorante
del camino que debía seguir en el presente momento. Estas resoluciones
desesperadas sólo se ven en las novelas.
Tenía además cierta confianza en el porvenir y consideraba oportuno
dejar pasar el tiempo. Su madre tal vez cediese al ver que transcurrían
los años sin que ella amase á otro hombre. Edwin podía estar seguro de
su fidelidad. Mientras tanto, la Fortuna tal vez se fijase de pronto en
Gillespie, como se había fijado en mister Haynes. Acostumbrada á ver en
los salones de su casa á muchos hombres que habían empezado su carrera
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