El paraiso de las mujeres - 10

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y después la segunda pierna, hasta quedar de pie en el patio central.
Pero el arquitecto universitario se ha opuesto, temiendo por la
integridad de los techos, que son algo viejos. Seguramente se habría
llevado usted con sus rodillas algunos aleros, y en este momento la
Universidad no está para nuevos gastos. Como Momaren es amigo del
gobierno, el implacable Gurdilo se opone en el Senado á todo proyecto de
aumento de nuestra subvención. Además, yo he demostrado al Padre de los
Maestros que es mucho más cómodo subir en su litera hasta lo alto de
esta mesa, donde podrá conversar con el Gentleman-Montaña horas enteras.
También resulta mejor para usted que obligarle á permanecer encogido en
un patio, sin atreverse á hacer el más leve movimiento por miedo á
irrogar perjuicios costosos.
Gillespie aceptó con gusto la visita. Había oído hablar tantas veces á
su traductor de la influencia omnipotente del Padre de los Maestros y de
su inmensa sabiduría, que consideró interesante conocer á tan alto
personaje. Además se acordó de Ra-Ra y del odio concentrado y misterioso
que mostraba contra el ilustre Momaren.
--Debe usted no olvidar--continuó Flimnap--que nuestro jefe es un gran
poeta, el segundo poeta nacional, el que figura después de Golbasto,
aunque este versificador sublime, cuando sufre algún apuro pecuniario ó
desea un empleo para alguna amiga suya, no tiene inconveniente en
declarar á gritos que Momaren es mil veces superior. Yo di á leer al
Padre de les Maestros las poesías inglesas que encontré en su cuaderno
de bolsillo. Las traduje á nuestro idioma, y creo que no resultan mal.
Si lo dudase, me hubiese convencido anteanoche de que la traducción es
buena viendo el entusiasmo con que acogió su lectura el inmenso público
de mi conferencia.
Ahora, gentleman, en justa reciprocidad, espero que usted se dignará
leer otra traducción que he hecho de las poesías de mi eminente jefe
pasándolas del idioma nacional al inglés.
En vista de la conformidad del gigante, el catedrático fué hasta el
borde de la mesa dando órdenes á gritos, y los atletas que maniobraban
la grúa para subir los alimentos pusieron en actividad otra vez el plato
que servía de ascensor. Una vez llegado éste arriba, seis de los hombres
forzudos cargaron con un libro del mismo tamaño que el cuaderno empleado
por Gillespie para sus notas.
Tenía el volumen unas tapas multicolores, cubiertas de diversas piezas
de cuero formando mosaico. Sus hojas eran de triple pergamino, y las
traducciones de Flimnap habían sido trazadas con brochas gordas, dando á
cada letra el tamaño de la cabeza de un habitante del país.
Gillespie, poniéndose la rodaja de cristal sobre uno de sus ojos, empezó
á leer. Los atletas sostenían abierto el libro con visible esfuerzo,
pues resultaba este trabajo una empresa digna de su vigor. Mientras
tanto, Flimnap iba pasando las hojas y daba explicaciones para que su
amigo no tuviese la menor duda sobre el texto.
--¿Qué le parecen estos versos, gentleman?--preguntó cuando estaban ya
en la mitad del volumen.
Hizo Gillespie un gesto evasivo. Machas de las imágenes del poeta no
podía comprenderlas, aun después de las aclaraciones del traductor.
Otras le parecían extravagantes, y tuvo que hacer esfuerzos para no
saludarlas con una carcajada. Pero temiendo molestar al buen Flimnap, se
apresuró á decir:
--Me parecen excelentes. Lo único que me extraña es ver en la mayor
parte da estos versos algo así como una decepción amorosa, una
melancolía de pasión sin esperanza. ¡Quién hubiese creído que el
respetable Padre de los Maestros fuera capaz de tan frívolos
sentimientos!...
El profesor sonrió levemente.
--Ha acertado usted, gentleman. El ilustre Momaren ha sido joven, como
todos, y guarda la tristeza de un gran desengaño amatorio. Por eso
muchos considerarnos á Golbasto como el primero de nuestros poetas
heroicos y á Momaren como el más exquisito de nuestros poetas de
amor.... Yo quisiera que usted le manifestase esta tarde la admiración y
el entusiasmo que ha sentido al leer sus versos. Piense que es mi jefe;
piense que tan poderoso personaje ha ordenado la producción de este
hermoso volumen sólo por serle grato, haciendo trabajar en él durante
cuatro días á todos los pintores y encuadernadores que dependen de la
Universidad, y piense finalmente que el Padre de los Maestros es quien
puede influir sobre los altos señores del Consejo Ejecutivo para que le
permitan viajar por toda la República acompañándome en mis conferencias,
medio seguro de que los dos ganemos riquezas enormes.
Prometió Edwin á su traductor cumplir exactamente tales recomendaciones,
y después de la comida de mediodía aguardó, con los codos en la mesa y
la cabeza entre las manos, la llegada del jefe de la Universidad y su
cortejo.
Durante tan larga espera se entretuvo escuchando, gracias á su aparato
auditivo, los gritos y las canciones de los servidores, que se movían
como insectos en el fondo de la Galería. Después que toda esta gente
hubo comido cerca de las cocinas, el estrépito fué en aumento,
cortándose de vez en cuando el vocerío de los pigmeos con las órdenes
que gritaban sus diversos jefes. Al fin se cansó de este zumbido de
colmena en desorden, y sacándose de la oreja el microfónico aparato,
quedó envuelto en un dulce silencio, estremecido apenas por lejanos é
indefinibles murmullos.
Se iba adormeciendo Gillespie, cuando le estremeció un gran ruido de
muchedumbre, haciéndole volver á la realidad.
Vió cómo una masa de curiosos formaba semicírculo en torno á la fachada
de cristal del edificio, completamente abierta, que le servía á él para
entrar y salir.
Numerosos jinetes contenían á estos curiosos para que dejasen paso
franco al ilustre visitante.
Avanzó primeramente un grupo de doctores jóvenes, que eran muchachas en
traje masculino, llevando como único emblema de su grado el gorro
universitario. Algunas de ellas, esbeltas y gallardas, tenían un andar
marcial que revelaba su afición á los deportes, pero las más mostraban
cierto parentesco físico con el doctor Flimnap. Las había enjutas de
cuerpo, con un gesto ácidamente triste, como si el fuego del saber
hubiese consumido en su interior toda gracia femenina. Otras eran
gruesas, pesadas y miopes, contemplándolo todo con asombro infantil, lo
mismo que si hubiesen caído en un mundo extraño al levantar su cabeza de
los libros.
Detrás de este escuadrón estudioso apareció la litera en forma de
lechuza, dentro de la cual iba el ilustre Momaren. El profesor Flimnap
marchaba junto á la portezuela de la derecha, conversando con su ilustre
jefe, honor público gozado por primera vez, que le hacía caminar
titubeante, con el rostro empalidecido por la emoción. Cerraban la
marcha graves matronas universitarias, con togas negras. Todas ellas
ostentaban en sus birretes los varios colores de las catorce Facultades
que clasifican la sabiduría entre los pigmeos.
El cortejo fué desapareciendo lentamente bajo la mesa. Sintió el gigante
una ruidosa agitación junto á sus pies, pero hizo esfuerzos por
mantenerlos inmóviles, temiendo provocar una catástrofe. La avalancha de
visitantes se había fraccionado para tomar los cuatro caminos en espiral
arrollados á las patas de la mesa.
Gillespie vió surgir por los escotillones á muchos servidores suyos,
hombres y mujeres, que se colocaron en uno de los lados de la planicie
de madera, esperando órdenes. Luego fueron saliendo de dos en dos los
doctores jóvenes, yendo á situarse en el borde de la mesa, frente al
gigante. Muchos de ellos llevaban lentes de disminución para examinarlo
detenidamente. Otros, los más gallardos y de buen ver, reían y se
empujaban con el codo, mirando á ojos simples la cara de Gillespie y
haciendo suposiciones sobre sus enormidades ocultas, que provocaban el
escándalo y la protesta de sus compañeras más graves y virtuosas.
Apareció, al fin, la litera del Padre de los Maestros, sostenida por
ocho universitarios jóvenes, que jadeaban sudorosos después de esta
ascensión en espiral. Se abrió la portezuela de la caja portátil y salió
Momaren, con su birrete de cuatro borlas y una toga de cola larguísima,
que se apresuraron á sostener dos aprendices de profesor.
Fué avanzando solemnemente sobre la mesa, y detrás de sus pasos todo el
acompañamiento final de graves doctores, que no ocultaban las arrugas y
las canas de sus rostros matroniles.
El profesor Flimnap corrió á colocar en el centro de la mesa un sillón,
que era el mismo que él había ocupado al dar al gigante su lección de
Historia. El alto personaje se sentó en él, teniendo á un lado al
obsequioso traductor. Todo el cortejo universitario permaneció detrás,
rígido y en profundo silencio, esperando que sonase la voz autorizada
del maestro de los maestros. Hasta los doctores revoltosos cesaron en
sus risas juveniles y sus atrevidos comentarios al sentarse Momaren.
Este se llevó á un ojo la lente facilitada por Flimnap, y al ver de
cerca el rostro del gigante, reducido casi á las proporciones de un ser
de su misma especie, no pudo reprimir un movimiento de sorpresa. Quedó
contemplándole con una expresión reflexiva que revelaba intenso trabajo
mental. Al fin murmuró, dirigiéndose á Flimnap, pero sin apartar su
mirada del gigante:
--¿A quien se le parece, profesor?... Yo he visto esta cara en alguna
parte.... No puedo recordar con exactitud, pero es absolutamente igual á
una persona que he visto muchas veces.... ¿Quién será?
Flimnap murmuró palabras vagas para excusar su ignorancia. Lamentaba no
poder ayudar á su ilustre jefe en este trabajo de la memoria. Pero
aunque su voz era reposada y su gesto tranquilo, la inquietud hizo
correr por su cuerpo ondas nerviosas de diversas temperaturas. Sabía
perfectamente á quién se asemejaba el gigantesco gentleman, pero tuvo
buen cuidado de no revelarlo al Padre de los Maestros.
Por su parte, Gillespie se mostraba tan impresionado como el traductor.
Al ver que el poderoso visitante se ponía un vidrio ante un ojo para
conocerle con más exactitud, él creyó del caso hacer lo mismo, por
cortés reciprocidad.
Tomó la gran redondela de cristal que estaba sobre la mesa, y al
colocarla en uno de sus ojos fué tal su emoción, que faltó muy poco para
que el disco duro y transparente cayese como un proyectil, matando á
varios doctores del cortejo.
--Debo estar soñando--se dijo el ingeniero--. Esto no puede ser.
Resultan demasiadas sorpresas juntas para que yo acepte como realidad lo
que veo en este momento.
Dos días antes se había contemplado á sí mismo en forma de pigmeo y
vestido de mujer. Aquel Ra-Ra era otro Edwin Gillespie; tan exacta
resultaba la semejanza. Y ahora....
--No hay duda; estoy durmiendo--volvió á decirse--. Esto es imposible.
Pero no necesitó de largas reflexiones para dar por falsa la idea del
ensueño. Había que aceptar todos los caprichos de una realidad que
parecía complacerse en provocar su asombro, ofreciéndole maravillosas
semejanzas.
Al convencerse de que estaba despierto y bien despierto, encontró cierto
placer en examinar todos los detalles físicos del ilustre Momaren, que
hacían de su persona una reproducción exacta, aunque en escala
reducidísima, de otra persona existente en el mundo de los gigantes
humanos.
El Padre de los Maestros era mistress Augusta Haynes, la madre de
Margaret.
Gillespie se imaginó verla, á través de unos gemelos puestos del revés,
vestida con un traje de doctor estrafalario y magnífico para asistir á
un baile de máscaras. Las dos tenían la misma majestad dura y áspera, un
perfil idéntico de ave de presa, igual volumen y una solemnidad
orgullosa en las palabras y los gestos.
Edwin creyó durante algunos momentos que aquella miniatura de mistress
Augusta Haynes iba á erguirse en su sillón para negarle por segunda vez
la mano de Margaret, afirmando que ella no podía transigir con los
hombres de espíritu novelesco que ignoran el medio de hacer dinero. Pero
la voz del profesor Flimnap le arrancó de su asombro.
--Gentleman--dijo el traductor--: nuestro ilustre Padre de los Maestros
se ha dignado venir á visitarle á causa del gran interés que siente por
su persona. Si desea conocerle no es por la curiosidad que inspira al
vulgo la grandeza material, sino porque sabe que usted ha sido en su
patria un hombre de Universidad, un poeta, y considera deber de
compañerismo darle la bienvenida á su llegada á este gran país gobernado
por el más inteligente de los sexos.
Siguió el profesor hablando en tono de conferencista, pues todo su
auditorio entendía el inglés con más ó menos facilidad y era capaz de
apreciar las florescencias de su estilo.
Cuando terminó la enumeración de los méritos de Momaren, de las glorias
del gobierno femenil y de los grandes adelantos intelectuales de su
raza, el gigante contestó á su vez con otro discurso, agradeciendo las
atenciones de que había sido objeto desde su llegada involuntaria á esta
República y las que esperaba recibir en adelante, pero aludiendo de paso
con suavidad al disimulado encierro en que le tenían.
Luego, levantando una mano, que pasó como la sombra de una nube sobre
los birretes de los doctores, señaló el libro multicolor traído por
Flimnap en la mañana, y que estaba ahora caído sobre la mesa. Hizo un
elogio vehemente de las poesías de su ilustre visitante, declarando que
jamás en su existencia había conocido nada comparable á ellas, y que
ninguno de los poetas de su país podría igualarse con Momaren.
Aunque el Padre de los Maestros no era muy fuerte en el idioma sagrado
de los hombres de ciencia y entendía con dificultad el inglés articulado
por aquella voz de trueno, comprendió perfectamente la última afirmación
del gigante, que le hizo agitarse de emoción en su asiento.
--Dígale--apuntó por lo bajo á Flimnap--que sus poesías también son
magníficas y me gustaron mucho cuando las leí traducidas por usted.
Jamás había experimentado un orgullo profesional ni una satisfacción de
amor propio comparables á los de este momento. Todos los que admiraban
sus versos, incluso el glorioso Golbasto, tenían voces iguales á las de
los otros humanos, y sus elogios eran siempre idénticos. Pero oirse
alabar ahora por este trueno que venía de lo alto y que en el caso de
ponerse el gigante de pie podía resonar hasta por encima de las nubes,
representaba para Momaren una glorificación casi divina.
En los primeros momentos, la semejanza de Gillespie con un ser
indeterminado y misterioso le hizo pensar en todos sus enemigos,
considerando esta semejanza hostil para él. Ahora creía, por el
contrario, que debía parecerse el gigante á algo muy superior, y hasta
llegó á pensar si su rostro sería el recuerdo de un dios entrevisto por
él en sus ensueños.
El profesor Flimnap le obedeció, dirigiendo al gigante un segundo
discurso para repetir los elogios con que el Padre de los Maestros
contestaba á las alabanzas de Gillespie. Pero éste empezó á fatigarse de
la monotonía de una entrevista en la que la vanidad literaria de Momaren
daba el tono á la conversación.
Mientras fingía escuchar el discurso de Flimnap, sus ojos vagaron de un
lado á otro examinando los diversos grupos situados sobre la planicie de
la mesa. De pronto su atención caprichosa se concentró en el lado donde
se aglomeraba la gran masa de sus servidores.
Creyó reconocer á Ra-Ra en uno de los hombres con vestidura femenil que
estaban al frente de los siervos medio desnudos. Debía ser
indudablemente el propagandista del «varonismo», el rebelde acosado,
que, oculto bajo sus velos, se daba el placer de pasar y repasar con
diversos pretextos cerca de Momaren, al que parecía tener por el mayor
de sus perseguidores.
Le siguió Gillespie con los ojos en todas sus evoluciones alrededor del
inmóvil cortejo universitario. Por un momento sospechó si se propondría
hacer algo contra el Padre de los Maestros. Luego una luz nueva pareció
extenderse por el pensamiento de Edwin.
Se explicó de pronto el motivo de que Ra-Ra odiase al severo Momaren.
Este joven resultaba una reducción exacta de su misma persona, y era
natural que se mostrase enemigo irreconciliable de aquel personaje igual
en todo á la viuda de Haynes.
Pero el gigante olvidó tales pensamientos, atraído por una nueva
evolución de Ra-Ra. Retrocedía ahora con lentitud hacia un extremo de la
mesa ocupado únicamente por gentes de baja condición: atletas de los que
manejaban la máquina monta-platos. Un doctor se fué despegando
lentamente del grupo que había precedido á la litera de Momaren y
pareció seguir de espaldas, fingiéndose distraído, la retirada de Ra-Ra.
El gigante sospechó que este universitario era la mujer amada de la que
había hablado el proscrito en varios pasajes de su historia. Tal vez no
se habían visto en muchos meses. El joven doctor acababa de adivinar
indudablemente el rostro misterioso que ocultaban aquellos velos
púdicos, y parecía conmovido por la primera sorpresa de su
descubrimiento.
Sintió Edwin una tierna conmiseración por los dos amantes, un deseo de
protegerlos, de facilitar su entrevista, y para ello dejó caer sobre la
mesa uno de sus brazos, colocándolo de modo que fuese como una barrera
entre el ángulo donde quedaba la pareja con el grupo de servidores
forzudos y todo el resto de la planicie.
Los enamorados, al verse protegidos por esta muralla de carne y de
lienzo, sin miedo ya á la curiosidad del cortejo universitario,
corrieron el uno hacia el otro. El hombre echó atrás sus velos
femeniles. Efectivamente, era Ra-Ra. Los dos se abrazaron y empezaron á
besarse, sin prestar atención al grupo de atletas, que presenciaban sus
arrebatos con impasible estupidez.
Edwin creyó ver que era el doctor quien había tomado la iniciativa, de
estas caricias, con una impetuosidad varonil. Pero esto no le produjo
extrañeza alguna. Ya estaba acostumbrado á las tergiversaciones de este
mundo dominado por las mujeres. Lo que él deseaba era conocer el rostro
de la joven universitaria y oir lo que se decían ambos, pero no
resultaba empresa fácil.
El profesor Flimnap seguía hablándole. Dulcemente, de los pálidos
elogios á sus versos ingleses había ido pasando á una segunda serie de
alabanzas para las obras de Momaren, y explicaba con profusión el rango
que correspondía á este autor en la historia literaria del país.
Gillespie movió la cabeza afirmativamente para indicar que aceptaba
todas las palabras del orador. Luego fijó en el Padre de los Maestros
una mirada de vehemente admiración, gracias á la cual pudo recobrar otra
vez su prestigio, pues Momaren parecía algo molestado por sus
distracciones anteriores.
Con el pretexto de querer oir mejor la luminosa disertación de Flimnap,
buscó sobre la mesa el aparato microfónico, introduciéndolo en uno de
sus pabellones auriculares. Inmediatamente un huracán aullador chocó
contra su tímpano. Era la voz oratoria de su amigo, en torno de la cual
parecían enroscarse como suaves lianas las dos voces prudentes y tímidas
de la pareja amorosa. Luego, fingiendo interesarse mucho por lo que
decía el conferencista, se llevó á un ojo la lente de aumento.
Vió con enormes dimensiones la cara de mistress Augusta Haynes, rematada
por su honorífico gorro, y que le sonreía protectoramente, como nunca le
había sonreído la verdadera en el lejano país de su nacimiento. Poco á
poco fué ladeando la cabeza, y desaparecieron de su redondel de vidrio
el Padre de los Maestros, el orador y los grupos universitarios. Como si
pretendiese cambiar de postura en su asiento, volvió la cabeza más á la
derecha, quedando bajo su radio visual el extremo de la plataforma donde
estaban los dos amantes.
Ahora pudo ver con claridad, considerablemente agrandado y en todos sus
detalles, al joven doctor que estaba con Ra-Ra. De haberlo descubierto
una hora antes, estaba seguro de que la lente se habría caído de su
rostro empujada por la sorpresa, siéndole imposible al mismo tiempo
contener un grito de asombro. Pero después de haber conocido
personalmente á Momaren, se consideraba á salvo de toda clase de
emociones.
Entre todas las maravillas vistas en el país de los pigmeos, el rostro
de este joven doctor representaba la más enorme y la más grata para él.
Pero existe un encadenamiento lógico entre los sucesos extraordinarios,
igual al que reúne los hechos de la vida corriente. Desde el momento que
Ra-Ra era él, y Momaren era mistress Augusta Haynes, resultaba natural
que el joven universitario sólo pudiera parecerse á una persona....
Y contempló con admiración á miss Margaret Haynes, su novia del otro
mundo, que á través de la lente amplificadora se mostraba casi con su
tamaño ordinario.
Él no había visto nunca á Margaret llevando un gorro de doctor. Tampoco
había tenido ocasión de admirarla con pantalones de hombre; pero creyó
firmemente que, de haberla visto así, ofrecería las mismas formas
esbeltas y atractivas que en el presente momento. En realidad, se sintió
satisfecho por primera vez de su viaje á este país, ya que le
proporcionaba tan agradable visión.
Le gustó menos ver cómo su novia apretaba las manos de Ra-Ra, mirándose
en sus ojos, y cómo interrumpía tan cariñosa contemplación para volver á
besarle. ¡Sufrir esto en su presencia!... Pero después de mirar con odio
á Ra-Ra se dijo que éste era otro Edwin, y los besos recibidos por el
pigmeo le correspondían á él aunque fuese de un modo indirecto.
Con la emoción del encuentro los dos amantes habían olvidado toda
prudencia, y empezaron á hablarse en el idioma del país. Luego se
fijaron en los atletas que permanecían junto á ellos, dentro del retiro
formado por el brazo del gigante, y creyeron prudente valerse de otro
lenguaje.
Gillespie oyó claramente cómo los dos seguían el diálogo en inglés.
--¡Qué alegría sentí al verte!--decía el hermoso doctor empleando el
lenguaje sagrado de la ciencia con tanta facilidad como Ra-Ra--. Te
creía lejos, en uno de esos viajes que tanto me inquietan. Ahora, al
encontrarte, me considero feliz; pero no por eso dejo de pensar en tus
enemigos. Los del _Comité de supresión del antiguo régimen_ no te
olvidan, y sus espías siguen buscándote por la capital. Al venir aquí
esta tarde, presentía confusamente que algo nuevo y grato iba á ver en
el alojamiento del Hombre-Montaña. Por eso me inspiró una simpatía
repentina este gigante. Hasta le encontró en los primeros momentos
cierta semejanza contigo. Era, sin duda, el presentimiento de que te
habías refugiado bajo su protección.... Pero ¡ay, si llegasen á
descubrirte! Cada día preocupas más á esas gentes que te odian.
--No temas, Popito; es difícil que den conmigo. Tu amor y las exigencias
de la gran causa á que he dedicado mi vida me hacen ser prudente. Sólo
cuando supe que el Padre de los Maestros venía á visitar al gigante me
decidí á subir á lo alto de esta mesa con la esperanza de que tú
figurarías en el cortejo.
--¡Y yo que no quería venir!--exclamó Popito--. Tu larga ausencia y la
falta de noticias me tenían desalentada. Prefería pasar la tarde
sumiéndome en el estudio, para no pensar en nuestra situación. Al fin,
la curiosidad de ver al Hombre-Montaña y un indefinible presentimiento
me arrastraron hasta aquí. ¡Qué desgracia si no hubiese venido!...
La suposición de esta ausencia impresionaba de tal modo á Ra-Ra, que
para consolarse volvió á repetir sus abrazos y sus besos.
--¡Oh, Popito!--murmuró con una voz de éxtasis.
Gillespie consideró prudente apartar su mirada de ellos para volverla
hacia el imponente cortejo que había venido á visitarle.
--Miss Margaret se llama ahora Popito--se dijo mentalmente--. ¡Qué
nombre extravagante!
Pero á continuación pensó que él se llamaba Ra-Ra, y la grave viuda de
Haynes era en este país el Padre de los Maestros, jefe supremo de las
universidades, y además escribía versos.
Buscó otra vez la mirada protectora de Momaren, quedando medianamente
satisfecho al ver que los ojos de éste parecían amonestarle por su
reciente distracción. Flimnap continuaba dejando correr el chorro de su
oratoria didáctica. Explicaba en estos momentos los diversos y
brillantes períodos de la literatura nacional, aproximándose con la
lentitud de un estratega prudente á la conclusión de que todo lo que
habían producido varias generaciones de escritores era simplemente para
preparar el advenimiento de Momaren. Pero aunque Gillespie hacía
esfuerzos por enterarse de la disertación, inclinaba al mismo tiempo su
cabeza del lado de los amantes, deseoso de oir su diálogo.
La voz de la invisible Popito, algo desfigurada por el aparato
microfónico, evocó en su memoria el recuerdo de la voz dulce y graciosa
de miss Margaret.
--Mi madre se opone--decía--, bien lo sé; pero yo te amo, y verás cómo
al fin triunfaremos, consiguiendo nuestra felicidad.
¡Lo mismo que la otra!... El gigante creyó estar aún en el Gran Parque
de San Francisco escuchando por última vez á miss Margaret, y al ver
bajo sus ojos á tantos ciudadanos de aquel pueblo diminuto que le tenía
sujeto á la más grotesca de las esclavitudes, impidiéndole volver á la
tierra natal, donde á lo menos le era posible admirar de lejos á la
mujer amada, sintió un deseo vehemente de levantar los puños, aplastando
con unos cuantos golpes á toda la universidad femenina.
Su propia voz saliendo de la boca de Ra-Ra le distrajo por algún tiempo.
El joven hablaba con entusiasmo, y Popito, á pesar de que vivía en la
triunfante República de las mujeres, mostraba al escucharle una
supeditación de hembra feliz que desea verse dirigida y únicamente pide
amor. Era igual á las mujeres descritas por el doctor Flimnap que vivían
en las épocas anteriores á la Verdadera Revolución.
Ra-Ra contaba las últimas aventuras de su existencia errante y sus
trabajos para destruir el despotismo femenino. Creía en un triunfo
próximo con la fe de los visionarios, que siempre colocan la victoria de
sus ideales dentro de breve plazo. Tan conmovido estaba por su
vehemencia, que hasta llegó á olvidarse del sexo de su única oyente.
Todas las abominaciones de la época actual las atribuía á las mujeres,
describiendo á continuación el período de justicia y de bienestar que
seguiría al triunfo de los hombres.
Como había sufrido mucho, su rencor de perseguido exigía venganzas. El
nombre de Momaren iba á figurar entre los primeros culpables que
castigaría la futura Revolución.
--No--protestó Popito--. Acuérdate, Ra-Ra, que el Padre de los Maestros
es mi padre.
--Di tu madre, para hablar lógicamente--repuso el joven.
--Sí, mi madre, conforme á los usos del antiguo régimen, y yo te pido
que la respetes. Momaren tiene un alma generosa. Su único defecto
consiste en ser tradicionalista y aceptar todas las ideas de su época.
Gillespie no experimentó extrañeza al oir esto. Le parecía
extremadamente lógico, y hasta se asombró de que no se le hubiera
ocurrido antes. Siendo mistress Augusta Haynes el Padre de los Maestros,
era natural que Popito fuese su hija. ¿Cómo iría á terminar toda esta
historia empezada al otro extremo de la tierra para reproducirse aquí en
proporciones de burlesca exigüidad, pero con un carácter más dramático y
peligroso?...
Un mugido gigantesco penetró por su conducto auricular, haciéndole salir
de su actitud reflexiva. El profesor Flimnap gritaba á toda voz:
--¿Qué opina usted de lo que digo, gentleman?
Había formulado tres veces la misma pregunta, sin obtener respuesta, y
los doctores jóvenes, más revoltosos, empezaban á reir del silencio del
gigante y de la confusión del conferencista.
Engañado por la fijeza de los ojos de Gillespie, el traductor había
osado dirigirle la tal pregunta convencido de que le escuchaba con
atención. Luego tuvo que repetirla dos veces más, mientras á su lado el
ilustre jefe de la Universidad se agitaba en su asiento nerviosamente,
considerando como una ofensa la actitud distraída del gigante.
--¿Qué decía usted, querido profesor?--preguntó Edwin con la expresión
de un hombre que despierta.
Estas palabras aumentaron las risas en el doctorado joven. Algunos
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