El paraiso de las mujeres - 08

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--¿Y no sufre la vanidad femenil al verse dominada en la calle por un
hombre á caballo y con armas, lo mismo que en los tiempos de la tiranía
masculina?
--¡Oh, gentleman!--dijo el profesor con acento de reproche--. En la vida
no puede ser todo perfecto y lógico. También entre ustedes, según he
leído, hubo pueblos que encargaron su policía á gentes de otros países,
y el extranjero podía perseguir y pegar al nacional en nombre del orden.
Igualmente, en la tierra de los gigantes, cuando ocurran choques
sociales, el rico no guarda con sus brazos la propia riqueza, puesta en
peligro por la envidia revolucionaria de los pobres, sino que paga á
otros pobres vestidos con un uniforme para que repelan y maten á sus
compañeros de miseria.
Gillespie, desconcertado por esta lógica, quedó silencioso por algunos
momentos. Luego añadió, con un deseo de tomar el desquite:
--Pero los guerreros masculinos están mandados por oficiales hembras,
sin duda para mantener los privilegios del sexo. ¿No temen ustedes que
esos atletas brutales falten al respeto á sus jefes y atenten contra
ellos?
El profesor Flimnap se ruborizó y dijo con apresuramiento:
--No tema eso, gentleman. Ya le he hablado de nuestra ciencia, y con la
misma ligereza que extirpa la voluntad y la memoria á los esclavos
forzudos, puede extirpar también otras cosas. Crea usted que esos
hombres de la cimitarra, á pesar de su aspecto terrible, sólo piensan en
comer y en conservar su caballo limpio y brillante.
--Usted me ha hablado, profesor, de su flota, compuesta de buques que
navegan sobre el agua y debajo del agua. Recuerdo que la escuadra del
Sol Naciente remolcó mi bote hasta el puerto.
--Así es--contestó el catedrático--. Los Estados Unidos de la Felicidad
tienen una flota numerosa, dividida en tres escuadras: la del Sol
Naciente, que navega á lo largo de estas costas; la del Sol Poniente,
que guarda el otro lado del mar, y la de las Islas. Los nuevos buques
son un resultado del triunfo de la Verdadera Revolución. Al quedar
suprimidos los cañones y los torpedos por los «rayos negros», nuestros
navíos, cuando están sobre el agua, emplean las flechas, las piedras y
otras armas arrojadizas de los tiempos remotos. Si pudiesen existir
guerras bajo nuestro gobierno, éstas se desarrollarían en las
profundidades submarinas, y para tales combates nuestros buques cuentan
con un aparato poderoso, un cable metálico en forma de lazo, que se
mueve á través de las aguas con la agilidad de una serpiente, subiendo,
bajando, retorciéndose, hasta que envuelve al barco enemigo en sus
anillos y lo inmoviliza, arrastrándolo prisionero.
Como todo buque tiene la misma arma agresiva, un combate naval es á modo
de una lucha de pulpos en los abismos marítimos, entrelazando la maraña
de sus patas metálicas, tirando el uno del otro, hasta que el más hábil
ó el más forzudo consigue paralizar al adversario. Además, los navíos
están armados con unos aparatos que hacen oficio de tijeras para cortar
los cables metálicos del enemigo.
Adivino sus nuevas preguntas, gentleman. Quiere usted saber para qué
sirve nuestra flota, y yo le diré que para lo mismo que sirve nuestro
ejército. La juventud entusiasta, que no gusta de los uniformes de las
tropas terrestres y desea viajes y aventuras, entra á prestar sus
servicios en las tres escuadras de nuestra Federación ó en la flota
aérea.
Si pregunta usted lo mismo á uno de nuestros gobernantes, le dirá que
todos esos buques sirven para mantener la libertad de los mares. Pero yo
me río un poco de ello. Cuando triunfó la Verdadera Revolución y los
«rayos negros» volaron los navíos de guerra de entonces ó los
acorralaron en los puertos, existió la libertad de los mares, á pesar de
la falta de buques armados, lo mismo que ahora que mantenemos tres
escuadras.
La supresión del armamento moderno ha acabado con las guerras, pero no
con la profesión militar. Si no hubiese ejércitos, mucha gente joven se
encontraría desorientada, no sabiendo qué hacer de sus actividades.
Sería difícil viajar entonces por los caminos. Los que nacieron para
héroes, cuando no pueden ser héroes acaban dedicándose á ladrones de
carretera.
Hubo un largo silencio. Gillespie estaba pensativo, y al fin preguntó:
--¿Y nadie guarda memoria de cómo fueron los poderosos medios
destructivos antes del triunfo de las mujeres?...
El profesor pareció dudar, pero al fin dijo con entereza:
--Nadie. Y si alguno lo supiera, aparte de nosotros los estudiosos,
procuraría olvidarlo, por ser un secreto cuya revelación acarrea la
muerte. No todos los armamentos fueron destruidos por los «rayos
negros». Era tan enorme el material de guerra, que permanecieron
intactas grandes cantidades en muchas poblaciones de la República. Estos
cañones, fusiles, ametralladoras y demás herramientas mortíferas, así
como grandes montañas de proyectiles, están guardados en los vastos
gabinetes históricos de las universidades, y únicamente nosotros los
conocemos.
Algunos gobernantes tímidos hablaron diversas veces de destruir todo
esto, pero desistieron al fin, pensando que van transcurridos cincuenta
años y la explosión é inutilización de tales materiales serviría para
despertar la curiosidad de las gentes de ahora, que no tienen la menor
idea de su existencia. Usted no sabe lo bien que ha trabajado nuestra
instrucción pública para borrar el pasado.
Yo creo además que no representa peligro alguno la conservación de dicho
armamento. ¿Qué podrían hacer con él los que intentasen utilizarlo? Dos
mujeres con un pequeño aparato de «rayos negros» bastarían para destruir
todas las armas antiguas, y con ellas á los imprudentes que pretendiesen
usarlas.
El gigante todavía quiso saber algo más.
--¿Y los hombres se resignarán eternamente á su decadencia? ¿No temen
ustedes que algún día surja entre ellos otro Eulame que los lleve á la
reconquista de su antigua superioridad?...
Le parecieron tan disparatadas estas preguntas al profesor, que las
acogió con grandes risas.
--Imposible, gentleman--dijo al fin--. Sólo puede emitir esa hipótesis
el que no conozca cómo hemos organizado nuestra sociedad después de la
Verdadera Revolución. Todos los malvados principios inventados por el
egoísmo de los varones, cuando éstos dominaban á las hembras, los hemos
resucitado nosotras ahora para su esclavitud moral. Las mujeres
intelectuales que influyen en la organización presente (nuestros poetas,
nuestros filósofos, nuestros moralistas) se muestran acordes en absoluto
al enumerar y definir las virtudes masculinas. Un hombre honesto y de
buena familia debe salir poco de casa, preocuparse únicamente de su
administración, educar á los hijos pequeños, oir en silencio á su esposo
femenino, sin contradecirle nunca; evitar las conversaciones sobre cosas
públicas, que corresponden únicamente á las mujeres.
Así son los hombres de nuestras familias distinguidas, únicos varones
que resultan temibles porque conservan íntegra su inteligencia. Dos
generaciones educadas con arreglo á nuestro sistema han bastado para que
los hombres no guarden el menor recuerdo de lo que fué su dominación en
otros tiempos y se resignen á su estado actual, encontrando dulces
placeres dentro de la vida doméstica y una felicidad pasiva en sentirse
dirigidos por la mujer....
No le ocultaré, gentleman, que recientemente se nota cierta
transformación en los hombres. Hay una juventud masculina que se burla
de la mansedumbre de sus padres, de su falta de aspiraciones, de su
esclavitud doméstica. Estos muchachos pretenden ir solos por las calles
y miran á las mujeres audazmente, sin bajar los ojos ni cubrirse con el
manto. Carecen de recato y de modestia. Los hay que hasta dan citas á
los oficiales de la Guardia y pasean con ellos por las afueras de las
ciudades.
Ahora empiezan á fundar círculos hombrunos, en los que discuten sobre su
estado presente y forjan planes de emancipación, hablando pestes contra
las mujeres. Ya existen dos clubs de esta clase, sólidamente
constituidos uno de solteros y otro de casados.
Hasta hay jóvenes que escriben, usurpando la pluma a las mujeres. Esto
indigna á nuestros venerables personajes del tiempo de la Verdadera
Revolución que aún no han muerto, los cuales son partidarios del método
antiguo y proclaman la necesidad de que el hombre, para ser virtuoso,
debe vivir metido en su casa y no saber leer.
Algunos jovenzuelos audaces forman agrupaciones con el nombre de Partido
Masculista. Su doctrina la titulan el Varonismo. Pero debo añadir que
las mujeres se ríen de esto, y los diarios lo aprovechan como un tema de
burlas é ironías para divertir á sus lectores.
Dentro de las casas la rebelión de los «varonistas» suele tener más
importancia. A veces, la mujer, dueña absoluta del hogar, como lo exigen
las buenas costumbres, se ve obligada á poner mal gesto y á infundir un
poco de miedo á su compañero masculino, pues éste pretende usurparle sus
funciones y grita que no quiere ser esclavo.
Me dirá usted que así empezaron las mujeres antes de la Verdadera
Revolución; pero el caso no es el mismo. Solamente puede soñar con la
conquista del poder quien posea las armas, y mientras los «rayos negros»
hagan su trabajo destructor, nuestros antiguos déspotas no llegarán á
conseguir que renazca el pasado.


VII
El más grande de los asombros de Gillespie

Siempre que el doctor Flimnap se presentaba con algún retraso en el
alojamiento del gigante, creía necesario explicar el motivo de su
tardanza.
--Esta mañana no pude venir, gentleman, porque asistí á una reunión de
autores de la _Gran Historia de las Mujeres Célebres._ Necesitaba dar
cuenta del estado actual del tomo cincuenta y cuatro, de cuya redacción
estoy encargado. Falta poco para que lo termine, pero con la llegada de
usted tuve que suspender tan importante trabajo.
Y como Gillespie mostrase cierta curiosidad por la enorme obra, el
profesor le dió explicaciones sobre su carácter y sus tendencias.
Era el Padre de los Maestros el que la había ideado, con la noble
ambición de hacer olvidar hasta los más remotos vestigios de la soberbia
masculina. Momaren consideraba necesario demostrar al mundo actual que
los grandes benefactores de la humanidad y del progreso habían sido
siempre mujeres. Los creadores de religiones, los filósofos, los santos,
los inventores, todos habían pertenecido al género femenino; pero los
hombres, para apropiarse su gloria, falseaban las viejas crónicas,
incorporando á su sexo estas hembras gloriosas.
Gracias á la revisión histórica ideada por Momaren, todo iba á quedar en
su verdadero lugar, y las generaciones futuras se enterarían de que en
ningún tiempo había existido un hombre verdaderamente célebre, pues los
que aparecían en la Historia como tales eran mujeres que los varones
habían cambiado de sexo.
Edwin, al oir mencionar al Padre de los Maestros, quiso saber por qué
razón su máquina rodante y su litera tenían la forma de una lechuza.
--En nuestro país, gentleman--continuó el profesor--, procuramos dar á
todos los objetos una forma artística y simbólica, de acuerdo con los
gustos ó la profesión de sus dueños. La lechuza es el emblema de nuestra
ciencia. A semejanza de este animal nocturno, el sabio vela mientras los
demás seres duermen.
Flimnap quiso hacer un regalo á su protegido. Del mismo modo que ella
gustaba de contemplar á Gillespie á través de una lente de disminución,
deseó que éste emplease una lente de aumento para verla.
--Temo, gentleman, que sus ojos, acostumbrados á abarcar únicamente las
cosas enormes, no lleguen á distinguir los detalles y delicadezas de una
mujer pequeña como yo.
Y el profesor, al decir esto, se ruborizaba, bajando los ojos.
Al fin, una tarde, al salir del plato-ascensor, recomendó á dos
servidores que cargasen con un disco de cristal llegado con ella. Era
del tamaño de una rueda de carreta, y había sido labrado en el Palacio
de Ciencias Físicas de la Universidad Central. Flimnap se excusó de
traer con retraso esta lente, que había prometido para el día anterior.
--No es mía la culpa, gentleman. El profesor de Física tuvo esta mañana
un hijo, y esto le ha hecho retrasar unas cuantas horas la entrega del
cristal.
Aprovechó la ocasión Gillespie para preguntar algo que le traía
preocupado desde que supo la gran victoria de las mujeres. ¿Cómo habían
conseguido las vencedoras, dedicadas la mayor parte del tiempo á los
asuntos públicos, emanciparse de la servidumbre de la maternidad?
--¡Oh, gentleman!--dijo Flimnap--. Eso podía ser un problema en otra
época, cuando la ciencia estaba aún en sus descubrimientos elementales.
La maternidad entre nosotros no representa ya mas que una corta
molestia. Un simple resfriado da más que hacer y obliga á mayores
pérdidas de tiempo. Este progreso de la ciencia es el que más ha
favorecido nuestra emancipación. Las mujeres sólo tienen que preocuparse
por unas horas del acto maternal, é inmediatamente vuelven á sus
trabajos, sin guardar huella alguna del accidente. Mi colega el profesor
de Física debe estar á estas horas trabajando en su laboratorio.
--Pero ¿quién cuida á los hijos?--preguntó el gigante.
--Les cuidan los varones, como es su deber. Antes de venir aquí he
visitado á la esposa masculina de mi colega el profesor de Física, que
estaba en la cama con su pequeño. Son los hombres los que se acuestan
para dar calor al recién nacido, mientras las mujeres vuelven á sus
funciones, momentáneamente interrumpidas, para ganar el dinero que
necesita la familia.
El gigante lanzó una carcajada que hizo temblar el techo de la Galería,
levantando un eco tempestuoso. Después, al serenarse, contó al profesor
que muchos pueblos salvajes, allá en la tierra de los gigantes, habían
seguido la misma costumbre.
--Es que esas pobres gentes--dijo el sabio con sequedad--presentían sin
saberlo el triunfo de las mujeres.
Su enfado por las risas del Gentleman-Montaña no duró mucho. Además,
Gillespie, queriendo desenojarla, se colocó bajo una ceja la lente que
le había regalado para que la contemplase. El enorme cristal estaba
pulido con una perfección digna de los ojos de los pigmeos, los cuales
podían distinguir las más leves irregularidades de su concavidad.
Vió Edwin á su amiga, á través del nítido redondel, considerablemente
agrandada. A pesar de su obesidad era relativamente joven, sin una
arruga en el plácido rostro ni una cana en la corta melena. Gillespie,
que la creía de edad madura, no le dió ahora más de treinta años, y
acabó por sonreir, agradeciendo la mirada de simpatía y admiración que
el profesor le enviaba á través de sus anteojos de miope.
Luego se dió cuenta de que el profesor, á pesar de la severidad de su
traje, llevaba sobre su pecho un gran ramillete de flores. Flimnap acabó
por depositarlo en una mano del gigante, acompañando esta ofrenda con
una nueva mirada de ternura.
Lo único que turbaba su dulce entusiasmo era ver que la cara del coloso
se hacía más fea por momentos. Aquellas lanzas de hierro que iban
surgiendo de los orificios epidérmicos tenían ya la longitud de la mitad
de uno de sus brazos. Había dirigido en las últimas veinticuatro horas
dos memoriales al Consejo que gobernaba la ciudad pidiendo que le
facilitase una orden de movilización para reunir á todos los barberos y
hacerles trabajar en el servicio de la patria. Pensaba dividirlos en
varias secciones que diariamente cuidasen de la limpieza del rostro del
Gentleman-Montaña, así como de la corta del bosque de sus cabellos.
Al fin su tenacidad había vencido la pereza tradicional de las distintas
oficinas por las que tuvo que pasar su demanda.
--Mañana, gentleman, vendrán á afeitarle y á cortarle el pelo. ¿Dónde
quiere usted que se realice la operación?...
El prisionero prefirió el aire libre. Era un pretexto para permanecer
más tiempo fuera de aquel local, cuyo techo parecía agobiarle, á pesar
de que se levantaba un metro por encima de su cabeza. Flimnap dió
órdenes para la gran operación del día siguiente, poniendo en movimiento
á la servidumbre del gigante. Pero estas órdenes, aunque el profesor
recomendó á su gente el mayor secreto, circularon por la ciudad.
Cuando los carpinteros, poco después de la salida del sol, colocaron el
taburete del Hombre-Montaña en medio de la meseta, al pie de la cual se
extendía el caserío de la Ciudad-Paraíso de las Mujeres, una muchedumbre
llenaba ya todo el declive, avanzando poco á poco hacia lo alto, á pesar
de los jinetes que intentaban mantenerla inmóvil y á cierta distancia.
Los periodistas, siempre á caza de novedades, habían averiguado en la
noche anterior las disposiciones de Flimnap, y todos los diarios de la
capital anunciaron por la mañana el primer rasuramiento y la primera
corta de cabellos del gigante después de su llegada á las costas de la
República, lo que hizo que los desocupados acudiesen en grandes masas
para presenciar tan curioso espectáculo.
Gillespie mostró extrañeza al salir de su alojamiento y ver á esta
muchedumbre inesperada. Pero el día era hermoso, dentro de su encierro
había una penumbra glacial, y creyó preferible sentarse al sol, teniendo
en torno á su taburete un espacio completamente libre de gente.
El alarido con que le saludó la muchedumbre extendida colina abajo fué á
modo de un saludo risueño. Sobre los miles de cabezas empezó á subir y
bajar una nube de gorras echadas en alto.
--¡Excelente y simpático pueblo!--dijo Gillespie, saludándole con una
mano.
Y mientras una nueva ovación acogía estas palabras, ruidosas como un
trueno é incomprensibles para el público, el gigante fué á sentarse en
su escabel.
La divertía contemplar cómo aquellos jinetes masculinos, barbudos y con
cimitarra, mandados por oficiales hembras, repelían á la muchedumbre
para que no avanzase hasta las puntas de sus zapatos. A un lado del gran
espacio completamente libre vió Gillespie un grupo de hombres que iba
descargando de cinco carretas varios cubos llenos de una materia blanca,
así como ciertos aparatos misteriosos envueltos en fundas y una gran
tela arrollada lo mismo que un toldo. Debía ser el primer grupo de
barberos que entraba á prestar sus servicios.
Gillespie se sintió inquieto al darse cuenta de que el universitario no
había llegado aún, á pesar de las promesas hechas el día anterior.
--¡Profesor Flimnap!--gritó varias veces.
La muchedumbre pretendió imitar su voz, lanzando varios rugidos
acompañados de risas. El bondadoso traductor permanecía invisible.
Gillespie, irritado por esta ausencia, empezó á agitarse con una
nerviosidad amenazante para los pigmeos que se hallaban cerca de él.
De pronto se tranquilizó al ver que un hombre de larga túnica y envuelto
en velos, que había permanecido hasta entonces inmóvil en la puerta de
la Galería, se aproximaba á su asiento. Cuatro esclavos le seguían,
llevando á hombros una larga escala de madera. La aplicaron á una
rodilla del gigante, y el hombre subió sus peldaños con agilidad, á
pesar de las embarazosas vestiduras, procurando que los velos
conservasen oculto su rostro.
Al quedar de pie sobre un muslo del Hombre-Montaña, indicó con gestos su
deseo de colocarse más en alto para hablarle. El gigante lo tomó
entonces con dos dedos de su mano izquierda, lo depositó en la palma
abierta de su mano derecha y lo fué subiendo lentamente, hasta muy cerca
de su rostro. Esta ascensión desordenó las envolturas del hombre velado,
quedando su rostro al descubierto.
--Gentleman--dijo en un inglés tan perfecto como el del profesor--, yo
pertenezco á su servidumbre, y creo que de todos los presentes soy el
único que conoce su idioma. No sé dónde está el doctor Flimnap; también
me extraña su tardanza. Pero si el gentleman desea algo, aquí estoy para
traducir sus deseos.
El hombrecito de los velos blancos tuvo que callar repentinamente para
afirmarse sobre sus pies y no caer de una altura tan enorme.
La mano de Gillespie había temblado con la emoción de la sorpresa. El
pigmeo que tenía junto á sus ojos presentaba una rara semejanza con su
propia persona. Era un Edwin Gillespie considerablemente disminuido; sus
mismos ojos, su mismo rostro, igual estatura dentro de las proporciones
de su pequeñez. Hasta creyó que su voz tenía el mismo timbre,
considerablemente debilitado. Parecía que era él mismo quien hablaba
desde una larga distancia.
De todas las maravillas que había visto en la República de los pigmeos,
ésta era la más asombrosa. Lamentó haber dejado dentro de la Galería,
sobre su mesa, la lente de aumento regalo del profesor.
--¿Quién es usted?--preguntó el gigante--. ¿Cómo se llama? ¿A qué
familia pertenece?...
El hombrecillo, á pesar de que estaba en las alturas, miró en torno con
cierta inquietud, temiendo que alguien pudiese escucharle.
--Son demasiadas preguntas, gentleman, para que las conteste aquí--dijo
con una voz extremadamente débil, persistiendo en su miedo de ser
oído--. Bástele saber que mi protector es Flimnap, y que él me colocó
entre sus servidores después de haberle prometido yo que nadie vería mi
rostro. Únicamente al notar la impaciencia del gentleman, y con el deseo
de serle útil, me he atrevido á faltar á mi promesa. Le suplico que no
cuente nunca al profesor que me ha visto sin velos.
Iba á hablarle Gillespie, cuando llegaron á sus oídos los gritos de un
grupo de pigmeos que se agitaba junto á sus pies, mientras otros subían
ya por la escala de madera hasta una de sus rodillas.
Eran los barberos y sus servidores, que, una vez terminados los
preparativos de la operación, querían empezarla cuanto antes. Algunos
tenían tienda abierta en la capital, y deseaban volver pronto á sus
establecimientos, donde les aguardaban los clientes. Estos trabajos
extraordinarios y patrióticos por orden del gobierno no eran dignos de
aprecio, pues se pagaban tarde y mal.
Gillespie habló rápidamente al joven vestido de mujer, para convencerse
de que vivía cerca de él, en el mismo edificio.
--Cuando terminen de afeitarme--le ordenó--suba á mi mesa y
conversaremos solos. Me inspira usted cierto interés y quiero
preguntarle algunas cosas.
Suavemente bajó la mano, no hasta su rodilla, sino hasta el mismo suelo,
procurando, que el joven no sufriese rudos vaivenes en tal descenso.
Luego se entregó á los barberos que invadían su cuerpo. Flimnap no iba á
venir, y era inútil retardar la operación.
Sintió cómo aquellos hombrecillos subían á la conquista de su rostro lo
mismo que un enjambre de insectos trepadores. Tenía ahora una escala
apoyada en cada una de sus rodillas; sobre los muslos se alzaban otras
escalas más grandes, cuyo remate venía á apoyarse en sus hombros, y por
todas ellas se desarrollaba un continuo subir y bajar de seres
diminutos, agitándose como marineros que preparan una maniobra.
En cada uno de sus hombros se colocó un grupo de aquellos siervos medio
desnudos que se dedicaban á los trabajos de fuerza. Manteniéndose sobre
estos lomos, curvos, resbaladizos y cubiertos de tela en la que hundían
sus pies, fueron desenvolviendo dos rollos de cable. Partieron de abajo
unos silbidos de aviso, y poco á poco izaron, á fuerza de bíceps, una
enorme lona cuadrada, que servía de toldo en el patio del palacio del
gobierno cuando se celebraban fiestas oficiales durante el verano. Esta
tela, gruesa y pesada como la vela mayor de uno de los antiguos navíos
de línea, la subieron lentamente, hasta que sus dos puntas quedaron
sobre los hombros del gigante, uniéndolas por detrás con varias espadas
que hacían oficio de alfileres. De este modo las ropas del
Hombre-Montaña quedaban á cubierto de toda mancha durante la laboriosa
operación.
Los barberos eran mujeres y pasaban de una docena. El más antiguo de
ellos, de pie en uno de los hombros y rodeado de sus camaradas, daba
órdenes como un arquitecto que, montado en un andamio, examina y dispone
la reparación de una catedral.
Empezaron los hombres de fuerza á tirar de otras cuerdas para subir al
extremo de ellas grandes cubos llenos de un líquido blanco y espeso. Al
mismo tiempo, por las escalas ascendían nuevos servidores llevando unas
escobas de crin sostenidas por mangos larguísimos. Estas escobas fueron
metidas en los cubos desbordantes de jabón líquido, y los servidores
empezaron á embadurnar con ellas las mejillas del gigante, consiguiendo,
después de una enérgica rotación, dejarlas cubiertas de colinas de
espuma.
La muchedumbre rió al ver la cara del coloso adornada con estas vedijas
blancas, y tal fué su entusiasmo, que, rompiendo con irresistible empuje
la línea de jinetes, llegó hasta muy cerca de los enormes pies.
Mientras tanto, los maestros barberos empuñaban dos largos palos
rematados por hojas férreas, á modo de guadañas bien afiladas, que iban
á limpiar el rostro del gigante de su dura vegetación. Cada uno de los
aparatos era manejado por tres barberos, que rascaban con energía este
cutis humano más grueso que el de un elefante del país, llevándose una
gruesa ola de espuma, con las cañas negras de los pelos cortadas al
mismo tiempo.
Abajo, en torno de las piernas del Hombre-Montaña, el desorden iba en
aumento. Los jinetes eran escasos para contener la creciente muchedumbre
de curiosos. Además hacían mayor la confusión muchas familias de la alta
sociedad, que, al enterarse por los periódicos de un espectáculo tan
inesperado, llegaban ansiosamente sobre sus rápidos vehículos. Estas
gentes privilegiadas se iban colocando junto al coloso, sin que los
oficiales de la policía se atreviesen á hacerles retroceder.
Los barberos que trabajaban en una de las mejillas de Edwin, viendo su
guadaña completamente cubierta de espuma, creyeron necesario limpiarla
con un palo antes de continuar su labor.
--¡Atención los de abajo!--gritó el más prudente.
Y desde la considerable altura de los hombros del gigante se desplomó
una bola espesa de jabón del tamaño de dos ó tres pigmeos. Este
proyectil atravesó el espacio como un bólido semilíquido, cayendo
precisamente sobre uno de aquellos jinetes barbudos y de voz atiplada
que movían su alfanje para que retrocediese la muchedumbre. ¡¡Chap!!...
El caballo dobló sus rodillas bajo el choque, para volver á levantarse
encabritado, emprendiéndola á coces con los curiosos más próximos.
Mientras tanto, el guerrero vestido de mujer hacía esfuerzos por
librarse de aquella envoltura pegajosa, en la que flotaban unos cañones
duros, negros y cortos.
En el lado opuesto ocurría al mismo tiempo una catástrofe semejante.
Acababa de llegar en su litera, llevada por cuatro esclavos, la esposa
masculina del Gran Tesorero de la República: un varón bajo de estatura,
cuadrado de espaldas, barrigudo, y que asomaba su barba de pelos recios
entre blancas tocas.
--¡Ojo con lo que cae!--gritó otro barbero al limpiar su guadaña.
Y la nube de jabón vino á desplomarse precisamente sobre la litera de Su
Excelencia, que se volcó bajo el golpe, derribando á dos de sus
portadores.
Tales incidentes obligaron á los jinetes de la policía á dar una carga,
haciendo retroceder á la muchedumbre. Volvió á abrirse un ancho espacio
en torno al coloso, y sólo quedaron en este lugar descubierto los
vehículos de las gentes distinguidas.
Así pudieron los barberos continuar tranquilamente el rasuramiento de
Edwin, dejando caer sus proyectiles de espuma densa, que al esparcirse
sobre la tierra hacían saltar inquietos y asustados á los corceles de
los guardias. Cuando dieron por terminada esta operación, se dedicaron
al corte de los cabellos del gigante, trabajo más rudo y peligroso.
Armados de un sable corvo que llevaban sostenido entre los dientes, iban
trepando por las laderas del cráneo, agarrándose á los haces de cabellos
como si fuesen los matorrales de una montaña. Luego, apoyándose
solamente en una mano y blandiendo la cimitarra con la otra, daban
golpes á diestro y siniestro en la espesa vegetación. Este trabajo
divirtió más al público que el anterior, á causa de la destreza de los
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