El paraiso de las mujeres - 06

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rugidos, é inmediatamente descendía de lo alto un cable con dos ganchos
que sujetaban automáticamente el plato. Una grúa fija en el borde de la
mesa subía el enorme redondel de metal repleto de viandas humeantes.
Varios hombres de fuerza se agarraban á sus bordes al verlo aparecer,
empujándolo hasta las manos del coloso.
Gillespie tuvo la esperanza de que esta alimentación abundante sería
acompañada con algún vino del país; pero en las tres comidas que llevaba
hechas, la grúa sólo subió un tonel, que podía servirle de vaso, lleno
de agua. Al ver su gesto de extrañeza, la mujer que prestaba servicios
de mayordomo hizo subir un segundo tonel, pero sólo contenía leche.
Todas las funciones de su vida estaban previstas y atendidas por la
comisión encargada de su cuidado. Detrás de la eminencia en cuya cumbre
había sido construída la Galería de la Industria se deslizaba un río que
iba á desembocar cerca del puerto. En este río anchísimo, que para el
gigante era un riachuelo, podía lavarse y satisfacer otras necesidades
corporales.
Por el frente de la Galería gozaba á todas horas de un hermoso
espectáculo. Los organizadores de su existencia habían echado abajo la
vidriera que servía de fachada, convirtiéndola en una puerta siempre
abierta.
Gillespie admiró en las horas de sol la blanca arquitectura de la
capital, á la que podía llegar con sólo varios saltos, y durante la
noche sus espléndidas iluminaciones. Veía entrar y salir en el puerto
los buques, que parecían juguetes de estanque, y llegar por el aire,
sobre la llanura oceánica ó sobre las montañas, innumerables máquinas
voladoras llevando sobre sus lomos y sus pintarrajeadas alas pasajeros y
mercancías procedentes de misteriosos países.
Estos navíos aéreos anunciaban su llegada nocturna con los rayos de sus
ojos, entrecruzándolos con los rayos de otros aviones, así como de los
vehículos terrestres, de las torres de la ciudad y de los navíos del
puerto.
Cuando sentía cansancio, después de esta contemplación nocturna, se iba
al fondo del edificio para tenderse en un blando colchón formado con dos
mil ochocientos colchones del país. También podía envolverse en una
manta cuyo grueso estaba formado con cinco de las que empleaban las
muchachas del ejército cuando salían de maniobras. Esta envoltura había
consumido el material de abrigo de tres regimientos.
Vivía en una aparente libertad. Todos los pigmeos instalados en la
Galería para su servicio procuraban evitarle molestias, y hasta
pretendían adivinar sus deseos cuando estaba ausente el traductor. Pero
le bastaba ir más allá de la puerta para convencerse de que sólo era un
prisionero. Día y noche permanecían inmóviles en el espacio, sobre la
vivienda del gigante, dos máquinas voladoras, que se relevaban en este
servicio de monótona vigilancia.
Si intentaba ir hacia la capital, ó si avanzaba por el lado opuesto más
allá del río, sentiría inmediatamente en su cuello el enroscamiento de
uno de aquellos hilos de platino que le amenazaban con la decapitación.
Imposible también salir durante la noche, pues los ojos de las bestias
aéreas partían incesantemente la sombra con sus cuchillos luminosos.
La única satisfacción de Gillespie era ver aparecer sobre un borde de su
mesa el abultado cuerpo, la sonrisa bondadosa, los anteojos redondos y
el gorro universitario del profesor Flimnap. Era el único pigmeo que
hablaba correctamente el inglés y con el que podía conversar sin
esfuerzo alguno. Los otros personajes, así los universitarios como los
pertenecientes al gobierno, conocían su idioma como se conoce una lengua
muerta. Podían leerlo con más ó menos errores; pero, cuando pretendían
hablarlo, balbuceaban á las pocas frases, acabando por callarse.
El profesor temía las escaleras y las cuestas á causa de su obesidad de
sedentario dedicado á los estudios; pero, á pesar de esto, acometía
valerosamente cualquiera de las rampas en torno á las patas de la mesa,
llegando arriba congestionado y jadeante, con su honorífico gorro en una
mano, mientras se limpiaba con la otra el sudor de la frente, echando
atrás la húmeda melena.
De buena gana hubiese ordenado la instalación de un ascensor; pero el
pensamiento de que sus cuentas podían ser examinadas y discutidas en
pleno Senado le hizo desistir de tal deseo.
Al fin se decidió á emplear en sus visitas la grúa montadora de
alimentos. Silbaba desde abajo para que los trabajadores hiciesen
descender el cable, y sentándose en uno de los platos más pequeños
empleados en el servicio, subía sin fatiga hasta la gran planicie donde
apoyaba sus codos el gigante amigo.
Éste la vió llegar en la mañana del segundo día de su instalación
acompañada de varios objetos, que los siervos masculinos fueron sacando
del plato-ascensor.
Después colocaron ante el Hombre-Montaña una mesita y un sillón, que
sobre la mesa enorme parecían juguetes infantiles. También depositaron
en la mesita muchos libros.
Llegaba el profesor vestido de ceremonia, con su mejor toga y su birrete
de gran borla, lo mismo que si fuese á leer una tesis ante la
Universidad en pleno.
--Gentleman--dijo--, hoy no vengo como amigo ni como administrador de su
vida material. El gobierno me envía para que ilustre su entendimiento, y
he creído del caso vestir mis mejores ropas universitarias y traer lo
necesario para una buena explicación.
Ocupó solemnemente su pequeña poltrona, ordenó sobre la mesita los
montones de libros y quedó mirando el rostro gigantesco de su amigo, que
sólo estaba á un metro de distancia de ella.
No necesitaba Flimnap de bocina, como en otras ocasiones. Podía
expresarse sin esforzar su voz, que era naturalmente armoniosa y
contrastaba con su exterior algo grotesco.
--Le confieso, gentleman, que me turba ver su rostro de tan cerca. Me
infunde espanto. Además, su fealdad aumenta por horas; las cañas de
hierro que surgen de su piel son cada vez más grandes y rígidas. Habrá
que ver cómo los barberos de la capital pueden suprimir esta vegetación
horrible. Permítame que le mire un poco á través de mi lente, para verle
con unas proporciones más racionales y justas, como si fuese un ser de
mi especie.
El dulce profesor contempló al gigante largo rato á través de una
lenteja de cristal sacada de su toga, mientras tenía los anteojos
subidos sobre la frente. Su rostro se contrajo con una sonrisa de
doncella feliz, como si estuviese contemplando algo celestial. Al fin se
arrancó á este deleite de los ojos para cumplir sus deberes de maestro.
--Va usted á saber--dijo--lo que tanto desea desde que nos conocimos.
Vengo para explicarle la historia de este país y lo que fué la Verdadera
Revolución. Los misterios y secretos que le preocupan van á
desvanecerse. Escuche sin interrumpirme, como hacen las jóvenes que
asisten á mi cátedra. Al final me expondrá sus dudas, si es que las
tiene, y yo le contestaré.
Después de este preámbulo, el profesor empezó su lección.
--Usted sabe, gentleman, quién fué el primer Hombre-Montaña que visitó
este país. Hasta creo que el tal gigante dejó escrito un relato de su
viaje, y usted debe haberlo leído, indudablemente.
Como ya le dije, otros gigantes vinieron detrás de él en diversas
épocas; pero esto sólo tiene una relación indirecta con los sucesos que
quiero relatarle. Ya sabe usted también, aunque sea de un modo vago,
cómo era la vida de mi país en aquella época remota. Nuestro pueblo
estaba gobernado por los emperadores, que se creían el centro del mundo
y de una materia divina distinta á la de los otros seres. La vida de la
nación se concentraba en la persona del soberano. Los más altos
personajes saltaban sobre la maroma y hacían otros ejercicios
acrobáticos para divertir al monarca del Imperio, que entonces se
llamaba Liliput. La gran ambición de todo liliputiense era conseguir
algún hilo de color de los que regalaba el déspota para cruzárselo sobre
el pecho á guisa de condecoración. En resumen: mi país vivía sometido á
una autoridad paternal pero arbitraria, y los hombres llevaban una
existencia monótona y soñolienta, al margen de todo progreso. De las
mujeres de entonces no hablemos. Eran esclavas, con una servidumbre
hipócrita disimulada por el cariño egoísta del esposo y la falsa dulzura
del hogar.
Así era el Imperio de Liliput, cuando siglo y medio después de la
llegada del primer Hombre Montaña se inició la serie de acontecimientos
históricos que acabaron por cambiar su fisonomía.
Un náufrago gigante que había pasado algún tiempo entre nosotros tuvo
ocasión de volver á su tierra natal valiéndose de un bote en armonía con
su talla que la marea arrastró hasta nuestras costas.
Al emprender su viaje de regreso no iba solo. Un liliputiense se marchó
también; unos dicen que de acuerdo con el gigante; otros, y son los más,
suponen que se escondió en la enorme barca con el deseo de conocer el
mundo de los Hombres-Montañas.
Este viajero extraordinario es célebre en nuestra historia. Su nombre
fué Eulame. Yo tengo compañeros en la Universidad que suponen que Eulame
era una mujer, pues no pueden explicarse de otro modo tanta inteligencia
y tanto heroísmo reunidos en una sola persona. Han escrito varios libros
para probar que Eulame fingió ser hombre porque en aquellos tiempos sólo
dominaban los hombres, y casi lo demuestran plenamente. Pero yo nunca me
he apasionado por este misterio de nuestra historia. Bien puede Enlame
haber sido hombre, como creyeron los de su época. Una excepción no
altera la regla, y reconozco que el débil sexo masculino es capaz de
producir de tarde en tarde algún personaje célebre, sin que esto le
saque de su inferioridad....
Digo que Eulame se marchó al país de los gigantes y permaneció allá
algunos años. También este período de su existencia ha dado lugar á
muchos estudios históricos y críticos. Unos dicen que anduvo por aquel
mundo monstruosamente grande, de feria en feria, siendo exhibido en
circos y barracas como una curiosidad nunca vista, y que sus viajes le
sirvieron para conocer los diversos pueblos en que se hallan divididos
los colosos.
Otros autores afirman, basándose en el testimonio de personas que
trataron á Enlame y pudieron oir sus confidencias, que el audaz
liliputiense apenas fué conocido por la generalidad de los gigantes. Él
y el marinero en cuyo bote se escapó fueron recogidos por un gran barco,
y, al llegar á la tierra donde todo es monstruosamente enorme, los
navegantes lo vendieron á un sabio, y con él vivió, en el ambiente de
una soledad estudiosa, aprendiendo con rápidas síntesis todo lo que el
ilustre gigante había buscado en los libros y en las experiencias de
laboratorio durante muchos años.
Tampoco en esta cuestión me decido ni por unos ni por otros. En
realidad, no se sabe nada sobre el primer período de la vida de Eulame,
que fué tan misterioso como la juventud de muchos fundadores de
religiones. Todo lo que dicen mis compañeros de Universidad y lo que
dijeron igualmente muchos sabios anteriores está fundado en hipótesis.
Lo único cierto es que Eulame volvió á Liliput, pero no en una simple
barca, como la que le trajo á usted, Gentleman-Montaña. Al otro lado de
la gran barrera de rocas y espumas levantada por nuestros dioses quedó,
según cuentan los cronistas de aquella época, un buque de proporciones
inmensas, un verdadero navío de gigantes. Un simple bote salvó el
obstáculo de la muralla divina, trayendo hasta nuestras costas á Eulame
y á un Hombre-Montaña viejo, seco de cuerpo, con barba blanca, que
supongo debió ser su estudioso protector.
Éste tenía el propósito de ir trayendo en la lancha hasta nuestra tierra
todos los inventos de su mundo, de que venía repleto el navío enorme;
pero nuestros dioses, como aman poco á los gigantes, agitaron el mar sin
límites con una furiosa tempestad, y el buque se estrelló contra la
barrera de rocas y de espumas.
Quedó entre nosotros el gigante viejo tan desamparado y falto de medios
cual se ve usted ahora. Además, como sus años no le permitían vivir en
un mundo tan nuevo para él y tan falto de las comodidades que necesita
la vejez, murió al poco tiempo. Yo sospecho que los emperadores de la
última dinastía se sintieron inquietos tal vez por la frecuencia con que
llegaban á nuestras costas huéspedes de la misma talla, y trataron al
viejo con brusquedad, sin considerar que el pobre venía atraído por los
relatos de Eulame para establecer generosamente su civilización entre
nosotros.
Su cadáver dió poco trabajo para ser anulado. Era un esqueleto
recubierto de piel nada más, y sus huesos se emplearon como ricos
materiales en numerosas obras de arte. Todavía conservamos en la
Universidad varios libros de él, que me sirvieron muchísimo para el
estudio de la lengua que usted habla y para el conocimiento de las
costumbres de los Hombres-Montañas.
Pero volvamos á Eulame. Al verse solo, se lanzó á predicar entre sus
compatriotas las ventajas de la civilización de los gigantes. Los
descontentos del Imperio, que eran muchos, vieron en él un jefe que
podía sustituir á la dinastía reinante. Los sabios le escucharon como un
maestro divino, y todas las universidades fueron declarándose discípulas
suyas. De entonces data la introducción del inglés en este país como
idioma secreto y sagrado, que sirvió para entenderse á las personas de
clase superior.
¡Las cosas que hizo Eulame en poco tiempo! Jamás se conoció en nuestra
historia una actividad como la suya. El pueblo no pudo creer que fuese
un hombre igual á los demás, y le tuvo por hijo de los dioses. Hasta la
industria del país la modificó radicalmente en pocos meses. Implantó
entre nosotros todos los progresos mecánicos que había visto en el mundo
de los colosos. Nuestros ingenieros, que hasta entonces habían marchado
á ciegas, moviéndose siempre dentro del mismo círculo, luego de escuchar
las lecciones de Eulame vieron nuevos caminos abiertos ante sus ojos, y
se lanzaron por ellos, haciendo descubrimientos con una rapidez
vertiginosa, inventando casi instantáneamente lo que había costado tal
vez largos años de meditación en el país de los gigantes.
El último emperador intentó asesinar al profeta; pero éste poseía la
fuerza, y creyó llegado el momento de pasar de las palabras á la acción.
Había traído del otro mundo los explosivos y las armas de fuego. Los
ricos industriales partidarios del eulamelismo fabricaron secretamente
un material de guerra igual al de los Hombres-Montañas, y bastó que mil
discípulos con fusiles y cañones marchasen contra el palacio del
emperador para que éste huyese, acabando en un momento la dinastía
secular.
Las viejas tropas, armadas con arcos y lanzas, se desbandaron, dando
vivas á Eulame, al recibir la primera granizada de balas de sus
partidarios. El Regenerador fué elevado entonces á la dignidad imperial,
y empezó el período más agitado, más sangriento é interesante de nuestra
historia.
Debo advertir que como entonces dirigían los hombres la marcha del país,
tuvieron el cinismo de dar el nombre de _época gloriosa_ á un período en
el que murieron millones de personas, siendo además incendiadas muchas
ciudades, que aún no están reconstruidas, y devastadas provincias
enteras.
Al verse Eulame en el poder, se creyó investido de una misión
sobrehumana.
Esta misión consistía en llevar á todas las naciones próximas pobladas
por seres de nuestra especie los beneficios de la civilización
implantada por él. Además, como disponía de una fuerza superior,
necesitaba usarla, lo mismo que el atleta, incapaz de vivir
tranquilamente sin dar golpes contra algo para ejercitar sus músculos.
Las tropas irresistibles de Eulame marcharon contra Blefuscú, el pueblo
que durante siglos había sido nuestro adversario. Resultó una guerra
fácil por la gran desigualdad entre los respectivos armamentos; pero los
de Blefuscú se defendieron con esa tenacidad irracional que la Historia
llama heroísmo, dejándose matar en cantidades enormes.
Después de haber dominado á esta nación, el conquistador llevó sus armas
á otra, y luego á otra, no quedando continente ni isla que dejase de
reconocer su autoridad imperial. Pero la misma grandeza de su éxito pesó
sobre él, acabando por aplastarle. Sus generales obedecieron á esa ley
de los hombres según la cual todo discípulo, cuando se ve en lo alto,
debe atacar á su maestro.
Llegó un día en que los belicosos caudillos que gobernaban por
delegación las tierras conquistadas se sublevaron contra Eulame. Todo lo
que éste había aprendido en el país de los gigantes lo comunicó
confiadamente á sus allegados: los nuevos medios de destrucción eran ya
del dominio común; sus adversarios sabían lo mismo que él; ya no era un
semidiós, era un hombre como los otros. Y como sus enemigos resultaban
mucho más numerosos, le vencieron en una batalla campal á las puertas de
esta ciudad, que entonces se llamaba Mildendo, reuniéndose después en
congreso diplomático para decidir su futura suerte.
No se atrevieron á matarle porque habían sido sus discípulos; pero como
deseaban verse libres de su presencia, lo confinaron perpetuamente en
una pequeña isla, en un peñón solitario y malsano, lejos de toda vida,
en las inmediaciones de la muralla de rocas y espumas que muy pocos osan
pasar.
El emperador murió á los pocos años en este destierro de un modo
obscuro. Aún vivían las familias de los catorce ó quince millones de
seres que habían muerto á causa de sus guerras y sus ambiciones. Luego,
con el transcurso de los años, el vulgo, que necesita para vivir el
culto de los héroes y cuando no los tiene los inventa, ha glorificado á
Eulame, convirtiendo sus matanzas en hazañas gloriosas y dando un
carácter casi divino á su recuerdo.
Yo puedo enseñarle, gentleman, como unos cincuenta mil libros escritos
para glorificar á Eulame y narrar sus hazañas. Sin embargo, su herencia
no pudo resultar más fatal. Este fabricante de guerras hizo lo necesario
antes de desaparecer para que nuestro mundo se viese condenado
eternamente á la guerra.
El congreso reunido en Mildendo intentó un nuevo reparto de las
naciones, dividiendo las antiguas conquistas de Eulame; pero este
arreglo fué un semillero de futuras peleas. Todos los vencedores
hablaban de la paz á gritos, pero cada uno procuraba vivir más armado
que los otros, y al sentirse con mayores fuerzas exigía una porción más
considerable en el reparto.
Abreviaré mi relato, gentleman, pues me duele recordar este período, el
más vergonzoso de nuestra historia. Los pueblos vivían regidos por los
hombres; las armas estaban en manos de los hombres; el trabajo lo
organizaban y reglamentaban los hombres ... ¿qué otra cosa podía
ocurrir?...
Los herederos del emperador organizaron cada uno á su placer el pedazo
de tierra que les tocó en el reparto. Algunas naciones se constituyeron
en República; otras fueron monarquías; unas cuantas, con el título de
Imperios, restauraron la autoridad despótica y terriblemente paternal de
los antiguos soberanos.
Nuestra nación, al recobrar sus primitivos límites, creyó oportuno
quedarse con dos provincias de Blefuscú, fundándose en confusos derechos
históricos. Durante varios años los de Blefuscú sólo pensaron en
recobrar estas provincias, como si les fuese imposible la vida sin
ellas. Las recordaban en sus cantos patrióticos; no había ceremonia
pública en que no las llorasen; los muchachos, al entrar en la escuela,
lo primero que aprendían era la necesidad de morir algún día para que
las provincias cautivas recobrasen su libertad; los hombres organizaban
su existencia con el pensamiento fijo de que eran soldados de una guerra
futura. Y al fin vino la guerra, y los de Blefuscú nos quitaron las dos
provincias.
Entonces nosotros les imitamos, y durante varios años los niños de
nuestras escuelas aprendieron que había que morir para recobrar estos
territorios, y hubo cánticos iguales á los del país enemigo, y los
hombres fueron todos soldados, y surgió una segunda guerra, en cuyo
transcurso recobramos las dos provincias....
Y los de Blefuscú se prepararon á su vez para una tercera guerra....
Al mismo tiempo había luchas sangrientas entre los demás países poblados
por gentes de nuestra especie. Ninguna nación podía conformarse con sus
límites actuales. A la adoración de los antiguos dioses había sucedido
la idolatría de unos trapos de colores llamados banderas. Cada uno, con
agresivo fetichismo, consideraba que el trapo de su nación era más
hermoso que los otros y debía ondear triunfante sobre los países
inmediatos. Las gentes separadas por un brazo de mar, un río, una
montaña ó un bosque, llamados fronteras, se odiaban de un modo feroz,
sin haberse visto nunca.
Cada país calumniaba al otro, inventando sobre él las más absurdas
mentiras, y estas mentiras las aceptaban las generaciones siguientes sin
tomarse el trabajo de comprobarlas. De padres á hijos se perpetuaba la
degollina por la simple razón de que los abuelos también se habían
degollado.
Nunca se realizaron inventos con tan asombrosa rapidez; pero todos ellos
servían fatalmente para agrandar el arte de las matanzas. La ciencia se
había hecho servidora de la guerra; los laboratorios temblaban de
patriótico regocijo cuando un descubrimiento proporcionaba la seguridad
de poder exterminar mayor número de hombres. Las fábricas más potentes
eran las de materiales para la guerra. Todos los países rivalizaban en
una carrera loca, buscando adelantarse los unos á los otros en los
medios de destrucción. Los hombres se mataban sobre la tierra y sobre el
mar, y hasta en el último momento llegaron á exterminarse en las
silenciosas alturas de la atmósfera.
Las fortunas más grandes de cada país las poseían los fabricantes de
armamento. La lucha industrial y los egoístas deseos de lucro tomaban un
carácter de abnegación patriótica. Si un país inventaba un cañón enorme,
al año siguiente el país adversario producía otro dos veces más grande.
Sobre las olas todavía era más disparatada esta exageración de los
medios ofensivos. Como Blefuscú y nosotros estamos separados por el mar,
nos lanzamos á una rivalidad devoradora de nuestras riquezas y de
nuestro trabajo.
Estudiábamos ansiosamente su flota para que nuestra flota resultase
superior. Si ellos construían un navío grande, con numerosos cañones,
nosotros al momento empezábamos en nuestros astilleros otros navíos más
enormes, hasta llegar á proporciones inverosímiles, que parecían un reto
al buen sentido y á todas las leyes físicas.
Baste decir, gentleman, que hemos tenido buques de guerra más grandes
que la barca que le trajo á usted; navíos con cien piezas de artillería
iguales al revólver que le sacamos del bolsillo, ó tal vez mucho más
grandes, y llevando tres mil ó cuatro mil hombres de tripulación.... En
fin, verdaderas islas flotantes.
Y lo peor fué que estas construcciones gigantescas y los gastos enormes
que exigían, todo resultó inútil. El continuo invento de medios
destructivos dió vida á nuevas embarcaciones no más grandes que algunos
peces de nuestros mares, pero que, á semejanza de éstos, podían
deslizarse por la profundidad submarina, atacando de lejos á los
monstruos flotantes hechos de acero. A pesar de su humilde aspecto,
muchas veces, en nuestros combates navales, echaron á pique á los navíos
gigantescos, que representaban el valor de una ciudad.
Toda guerra resultaba más mortífera y costosa que la anterior. Las
madres, al dar á luz á sus hijos, sabían que no fabricaban hombres, sino
soldados.
No pretendo hacerle creer, gentleman, que la guerra era algo nuevo en
nuestra historia y sólo la habíamos conocido después que Eulame trajo
sus inventos del país de los gigantes. Habíamos tenido guerras desde las
épocas más remotas, como creo que las tuvieron todos los grupos humanos.
Pero eran guerras con pequeños ejércitos, que no alteraban la vida del
país; guerras sostenidas por tropas de combatientes voluntarios y
profesionales; una especie de lujo sangriento, de elegancia mortífera,
que se permitían nuestros viejos emperadores de tarde en tarde. Pero
después de la demencia ambiciosa de Eulame y del perfeccionamiento de
los medios de destrucción, las guerras fueron de pueblo á pueblo, y toda
la juventud de un país, abandonando campos y talleres, corría á matar la
juventud vigorosa del otro país que había hecho lo mismo.
Cada guerra significaba un largo alto en el desenvolvimiento humano, y
luego un retroceso. En la capital de cada país había un arco de triunfo
para que desfilasen bajo su bóveda unas veces el ejército que volvía
victorioso y otras los invasores triunfantes.
Después de toda guerra, el suelo abandonado parecía vengarse del olvido
y de la bestialidad de los hombres restringiendo su producción. Las
grandes empresas militares iban seguidas por el hambre y las epidemias.
Los hombres se mostraban peores al volver á sus casas durante una paz
momentánea. Habían olvidado el valor de la vida humana. Reñían con el
menor pretexto; se encolerizaban fácilmente, matándose entre ellos;
pegaban á sus mujeres. Además, todos eran alcohólicos. Durante sus
campañas, los gobernantes les facilitaban en abundancia el vino y los
licores fuertes, sabiendo que un hombre en la inconsciencia de la
embriaguez teme menos á la muerte.
La riqueza pública ahorrada durante muchos años se derrochaba en unos
meses, convirtiéndose en humo de pólvora, en acero hecho fragmentos, en
escombros de poblaciones y de fábricas.
Cuando, al fin, llegaba la paz, era para que empezase una nueva
miseria....
Los períodos tranquilos resultaban tan peligrosos como los tiempos de
guerra. Siempre han existido descontentos de la organización social;
siempre los que no tienen mirarán con odio á los que poseen. Pero
después de las guerras la falta de concordia social aún era más
violenta. La envidia que siente el de abajo resultaba más amarga. Como
los pobres habían sido soldados á la fuerza, se consideraban con nuevos
derechos á poseerlo todo. Cuando cesaban las guerras, los hombres se
resistían al trabajo y hablaban de un nuevo reparto de la riqueza....
Esta situación absurda no podía durar.
Yo reconozco, como he dicho antes, que existen entre los hombres almas
generosas y superiores, aunque con menos abundancia que entre las
mujeres. Los crímenes originados por los hombres no podían menos de
conmover á algunas de estas almas masculinas, y un gobernante de aquella
época dió una especie de reglamento para la paz humana, dividido en
catorce artículos.
Pero entre los hombres las mejores ideas se transforman y se corrompen.
Hay en ellos un fondo de egoísmo que desfigura toda idea generosa apenas
se encargan de implantarla.
No había un país que dejase de alabar la paz, pero esta paz debía
hacerse de acuerdo con sus gustos y ambiciones. Todos querían que las
cosas fuesen no como deben ser, sino con arreglo á sus conveniencias. Y
los catorce artículos ó puntos se vieron retorcidos y desfigurados de
tal modo, que acabaron por convertirse prácticamente en otras tantas
calamidades. Así ocurre siempre con las leyes hechas por los hombres y
aplicadas por los hombres.
Los pueblos sintieron la necesidad de poner remedio á esta demencia
general. Era preciso suprimir las guerras, resolver las cuestiones entre
los países por medio de tribunales, como se resuelven las diferencias
entre los individuos. Y cada Estado designó varios representantes, que
se reunieron en esta ciudad, formando un organismo llamado Sociedad de
las Naciones.
Mientras los oradores se limitaron á pronunciar elocuentes arengas en
nombre de los más sublimes principios todo marchó bien; pero cuando la
asamblea tuvo que hacer algo práctico, su trabajo resultó infructuoso y
tan temible como el de los gobernantes guiados por la ambición.
Los congresistas, al rehacer el mapa, dieron más terrenos á unos países
y se lo quitaron á otros, fundándose en antecedentes históricos,
geográficos y étnicos. Fué un trabajo de gabinete semejante á los que
hacemos en la Universidad, é inspirado por la mejor buena fe. Pero los
pueblos fuertes y rapaces se reían de sus consejos cuando los
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