El aprendiz de conspirador - 04

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los ojos redondos y desdeñosos, la nariz de loro, encarnada, y el ademán
retador, hacía un efecto muy cómico.
Graciosa creyó que había conseguido un gran éxito, y para completarlo,
después del diálogo espeluznante recitó aquel parlamento de Calderón que
comienza diciendo:
Difícilmente pudiera
conseguir, señora, el sol...
Graciosa recitaba esta lluvia de piropos calderoniana como si se
estuviera enjuagando, de tal manera, que la hacía perfectamente odiosa;
pero ella pensaba que no sólo sabía darle acentos admirables, sino que
además su recitado era una lección para los jóvenes del pueblo, que eran
incapaces de declararse a una mujer, llamándola sol, girasol, acero,
norte, etc.
Algunos notaron que cuando terminó su tirada de versos Graciosa, el que
aplaudió con más entusiasmo fué el capitán Herrera; pero otros afirmaban
que al tiempo de aplaudir se veía una sonrisa mefistofélica en los
labios del capitán andaluz.
A las muchachas jóvenes, amigas de Corito, Luisita Galilea, Cecilia
Bengoa, Pilar Ribavellosa, Antoñita Piscina, todas las señoras y
Graciosa las consideraban como niñas. Sin embargo, no era raro verlas
mandar cartitas o recados a algún joven, que la mayoría de las veces era
oficial de la guarnición.


III
LAS OTRAS TERTULIAS

SI la tertulia tradicionalista aristocrática era una e indivisible, como
la República de Robespierre, las tertulias liberales, por el contrario,
eran múltiples, cambiantes, de varios matices, representación de las
nuevas ideas, por entonces mal conocidas y deslindadas, sin un credo
completamente claro y definido.

LA CASA DE SALAZAR
La primera y más importante de estas reuniones era la del señor Salazar.
El señor Salazar, rico propietario, había sido jefe político con Zea
Bermúdez, el ministro partidario del despotismo ilustrado, y aunque esto
no abonaba mucho las ideas progresivas del señor Salazar, era liberal a
su manera. Se encontraba, según decía, conforme con el moderantismo de
Martínez de la Rosa, aunque no lo acompañaba en sus exageraciones
sectarias, porque él era, sobre todo, monárquico y católico, y añadía
que estaba tan lejos de los procedimientos odiosos de Calomarde como de
los delirios insanos de los revolucionarios.
El señor Salazar creía que la sociedad es una máquina que debe marchar;
pero consideraba necesario ponerle de cuando en cuando una piedra lo más
grande posible, para que se detuviera y reflexionara. El señor Salazar
quería que el mundo entero reflexionara, dictaminara y pesara sus actos.
Dictaminar, reflexionar y pesar. En estos verbos estaba reconcentrada
toda su filosofía.
El señor Salazar era tan religioso o más que los contertulios de las
Piscinas. Se hallaba colocado, con relación a su época, en el puesto más
seguro y más fuerte; así que ejercía una gran influencia en Laguardia.
Los oficiales, de comandante para arriba, iban casi siempre de tertulia
a su casa; las autoridades que llegaban al pueblo le dedicaban la
primera visita.
Sabidos su preponderancia y su influjo, todo el mundo acudía a él en un
caso apurado, y la misma gente de la tribu de las Piscinas solía
presentarse al señor Salazar con el traje y la sonrisa de los días de
fiesta, pidiendo protección cuando la necesitaba.
La tertulia de este hombre importante era trascendental para el pueblo;
allí se resolvía lo que había que hacer en Laguardia; se daban destinos,
se repartían cargos. El señor Salazar, como todos los políticos y
caciques españoles antiguos y modernos, distribuía las mercedes con el
dinero del Estado.
Salazar tenía más simpatía por los absolutistas que por los
revolucionarios. Con aquéllos se sentía a sí mismo joven y ágil de
espíritu; en cambio, con los liberales exaltados se mostraba hosco y
displicente.

LA TIENDA DE ECHALUCE
Menor en prestigio aristocrático, pero mayor en entusiasmo liberal, era
la tertulia de Echaluce. Las de Echaluce, cuatro hermanas, una viuda y
tres solteras, tenían en la plaza un pequeño bazar, en cuya trastienda
se reunían varias personas en verano a tomar el fresco, y en invierno,
alrededor de la mesa camilla, a calentarse y a charlar.
Las cuatro hermanas, inocentes como palomas, se creían muy liberales y
muy emancipadas; su vida era ir de casa a la tienda, y de la tienda a
casa; los domingos, a la iglesia, y cada quince días, a confesarse con
el vicario.
Entre los contertulios de la casa de Echaluce había algunos audaces que
encontraban bien las disposiciones de Mendizábal, lo que entonces era lo
mismo que encontrar bien los designios del demonio.
A esta tertulia había trasladado su campamento el capitán Herrera desde
que llegó a Laguardia una sobrina de las de Echaluce.
Esta chica, una riojana muy guapa y muy salada, escandalizaba a la gente
laguardiense con sus trajes, que no tenían más motivo de escándalo que
algún lazo verde o morado, colores ambos que se consideraban en esta
época completamente subversivos y desorganizadores de la sociedad.
La plebe de Laguardia, que era toda carlista, miraba como una ofensa
personal estos lazos y tiraba a la chica patatas, tomates y otras
hortalizas.
Al principio lo hacían con impunidad; pero cuando apareció Herrerita con
su sable, al lado de la muchacha, y vieron que el oficialito estaba
dispuesto a andar a trastazos con cualquiera, la lluvia de hortalizas
disminuyó, y sólo algún chico, desde un rincón inexpugnable, se atrevía
a lanzar a la riojana uno de aquellos obsequios vegetales.

EL CAFÉ DE POLI Y EL FIGÓN DEL CALAVERA
La tertulia de Echaluce, que notaba sobre su cabeza los manejos de la de
Salazar, sentía bajo sus pies las tramas del café de Poli.
El café de Poli estaba en el primer piso de una casa de la calle Mayor.
Era un sitio grande, destartalado, con dos balcones. Junto a uno de
ellos se reunían, por las tardes y por las noches, algunos obreros de la
ciudad y del campo que, sin saber a punto fijo por qué, simpatizaban con
las nuevas ideas y se habían alistado como nacionales.
Haciendo la competencia a este café, y en el mismo plano social, o algo
más abajo, estaba el figón del Calavera, punto de cita del elemento
reaccionario rural, ignorante y bárbaro, el más abundante del pueblo.

LA BOTICA
Por encima del armazón visible de Laguardia, casi fuera del mundo de los
fenómenos, que diría un filósofo, existía el centro del
intelectualismo, del enciclopedismo, de la ilustración: la botica. Allí
se discutía sin espíritu de partido; se examinaban los acontecimientos
desde un punto de vista más amplio, como si hubiera vivido en Laguardia
aún don Félix María Samaniego y sus amigos; allí se llegaba a defender
la república como la forma de gobierno más barata, y algunos se
arriesgaban a encontrar la religión católica arcaica y reñida con la
razón natural.
Estos intelectuales de Laguardia tenían su masonería; hablaban fuera del
cenáculo con gran reserva de sus discusiones; decían que no querían
perder por alguna imprudencia la hermosa libertad que disfrutaban en la
botica.
Todos estos diversos centros de Laguardia se espiaban, se entendían,
conspiraban, y desde la alta y aristocrática tertulia de las Piscinas
hasta el obscuro y sucio figón del Calavera, y desde la prepotente
camarilla de Salazar hasta el tenebroso club del café de Poli, había una
cadena de confidencias, de delaciones, de complicidades.


IV
LAS MUJERES POLÍTICAS

HABÍA, además, de las tertulias, centros casi oficiales de la opinión,
gente rebelde, indisciplinada, que guerreaba a su manera. Estos
merodeadores sueltos eran los más intolerantes. Entre los carlistas se
distinguían el Chato de Viñaspre, el Riojano y el Charrico, y entre los
liberales, el Tirabeque y Teodosio el Nacional.
La intransigencia agresiva de los dos bandos no la representaban los
hombres, sino las mujeres, dos viejas solteronas, que se odiaban a
muerte: Dolores Payueta y Saturnina Treviño.
Las dos tenían apodo; a la Dolores la llamaban la Montaperras, y a la
Saturnina, la Gitana.
Estas solteronas llevaban la voz cantante de la chismografía de carácter
chabacano; propalaban noticias falsas, traían canciones, inventaban
frases y apodos; Dolores, contra los carlistas, y la Satur, contra los
liberales. Para ellas la cuestión no salía de Laguardia; el liberalismo
o el tradicionalismo del resto de España las tenía casi sin cuidado.
Estas dos arpías representaban la parte turbia que hay en todas las
sectas y en todos los partidos; en ellas, el odio al enemigo era lo
principal; un odio frenético, sin cuartel. Cuando estas mujeres se
encontraban juntas en la calle, se esforzaban en demostrarse su
desprecio; volvían la cabeza, escupían al suelo. Se hubieran lanzado una
contra otra como perros de presa a morderse, a desgarrarse, si hubieran
tenido buena dentadura.
Dolores era de posición regular, y se trataba con la gente acomodada del
pueblo. Era fea, antipática, marisabidilla, con una voz de falsete que
parecía que tenía que salir por detrás de una careta; vestía con trajes
claros y ridículos e iba con asiduidad a la tertulia de Echaluce. Cuando
reñía, que solía ser con frecuencia, dejaba chiquita a una rabanera.
Vivía con tres o cuatro perros, y de aquí debía proceder el apodo de
Montaperras, adjudicado por su rival la Satur.
Dolores tenía una adoración especial por el Ejército; los militares le
parecían una raza de hombres superiores. Este entusiasmo por la milicia
le hacía sentir un odio grande por los carlistas, que se le figuraban no
defensores del trono y del altar, sino canalla mal vestida, que
intentaba interrumpir el orden y la armonía de una cosa tan bella como
la tropa.
Satur la Gitana era más violenta, y quizá por esto menos grotesca.
Vestía siempre de negro; tenía una cara morena y enérgica, y el pelo de
ébano, lleno de mechones blancos. La Satur era partidaria de la
tradición. Tenía algo de iluminada; los enemigos decían que esto era
debido al alcohol; pero no era cierto del todo.
Vivía esta mujer en una casa pequeña, sin criada, completamente sola.
Los vecinos solían verla pasar con una cesta; pero en la cesta no se
advertía más que el cuello de una botella.
La Satur andaba de noche de casa en casa y de taberna en taberna,
propalando sus noticias e intrigando.
Era valiente, atrevida y fanática.
El Chato de Viñaspre, el Raposo, el Caracolero, el Riojano y otros
carlistas la obedecían.
Si llegaba a Laguardia algún papel o alguna canción contra el Gobierno,
contra María Cristina, o contra algún general liberal, ya se podía
apostar que había pasado por las manos de la Satur.
Una vez la denunciaron, ante la autoridad militar, como carlista y
propaladora de noticias falsas, y al acudir a presencia del coronel, la
Satur no sólo no se turbó ni negó sus ideas, sino, por el contrario,
dijo que era carlista a mucha honra, y que María Cristina era una
piojosa, que estaba enredada con el hijo de un estanquero, y que los
soldados liberales no valían nada.
El coronel, que era hombre inteligente, se rió, y la dejó suelta.
La Satur era una revolucionaria por temperamento: sentía la demagogia
negra; creía que el pueblo, su pueblo, formado por pobrecitos aldeanos,
todos buenos, infelices, hasta los que pegaban puñaladas, deseaban con
ardor el rey absoluto, y que bastaba quitar la Constitución y el
Gobierno liberal para que España fuera dichosa y se viviera bien.


V
CORITO Y PELLO LEGUÍA

EN este ambiente de odio político y de enemistades personales, Pello
Leguía y Corito Arteaga se dedicaban a mirarse, a hablar de mil cosas
insignificantes, que para ellos eran trascendentales, y a escribirse
cartas por cualquier motivo.
Seguramente, ninguno de los dos encontraba en la atmósfera de Laguardia
los rayos del rencor y de la maldad que cruzaban el aire. Como en el
mundo físico hay interferencias, las hay también en el mundo moral para
los enamorados y para los que viven en el sueño y en la ilusión.
Corito traía, desde su llegada, trastornados a los jóvenes y a algunos
viejos verdes de Laguardia.
Entre los oficiales de la guarnición tenía fervientes adoradores; pero
ninguno llegaba a interesarle de verdad como Pello Leguía.
--¿Qué le encuentras a ese muchacho?--le decían sus amigas--. Es guapo,
sí; pero tan serio, tan soso.
--Pues a mí me es muy simpático--contestaba ella.
Siempre que salían a pasear con varias personas, Corito y Leguía venían
a reunirse y a marchar juntos hablando.
Corito le preguntaba muchas veces si era verdad que iba a casarse con su
prima Anita, como decían en el pueblo.
--No. ¡Ca!--contestaba él.
--Pues es una chica bonita y rica.
--Sí; pero ya tiene su novio.
La gente decía que al padre de la muchacha, a Gateluzmendi el cosechero,
no le disgustaría casar a su hija con su sobrino Pedro.
Corito coqueteaba con Pello; quería sacarle de su impasibilidad
habitual, y lo conseguía; pero al mismo tiempo que él se iba enamorando,
ella también se interesaba cada vez más.

ANTONIO ESTÚÑIGA
Uno de los muchachos que se había hecho amigo de Pello, buscando su
arrimo, era Antonio Estúñiga, el hijo de un rico hacendado de Viana.
Antonio Estúñiga era un mozo acostumbrado a imponer su voluntad,
violento y cerril; hacía la corte a Luisita Galilea, pero con un amor un
poco bárbaro y plebeyo.
Luisita era romántica; estaba bajo la influencia de Graciosa de San
Mederi, y ésta le había convencido de que era indispensable someter a
prueba al joven Estúñiga. Según Graciosa, para conseguir el amor de una
señorita distinguida había que hacer grandes méritos, soportar fatigas,
penalidades, y hablar del Norte, del imán, del girasol; no basta decir:
«tengo tanto para vivir»; esto era una cosa grosera, vulgar, impropia de
gente delicada.
Luisita Galilea estaba convencida de que Graciosa tenía muchísima razón,
y, además, y esto era lo principal, le gustaba más uno de los oficiales
de Laguardia que el joven Estúñiga, malhumorado y tosco.
--Pero, ¿tú crees que a lo bruto se consigue el cariño de una señorita
como yo?--decía Luisita--. Pues estás equivocado.
Antonio tenía, con tal motivo, un malhumor constante. Los melindres de
Luisita le indignaban.
Varias veces confesó a Leguía que iba a dejarlo todo y a marcharse al
campo carlista.
Pello y Corito, mientras tanto, cantaban el eterno dúo de amor.
Laguardia les parecía un lugar lleno de encantos.
Muchas veces Pello tenía que salir a los pueblos próximos para los
negocios; había que pasar por entre las tropas y oir el silbar de las
balas.
El peligro hacía que Corito se interesase más y más por su novio. Cuando
desde las alturas de Laguardia, Pello indicaba por dónde había andado,
Corito temblaba y se estrechaba contra él.


LIBRO TERCERO
EL VIAJERO EXTRAÑO


I
LA SILLA DE POSTAS

UNA tarde de a principios de Junio, antes de anochecer, una silla de
postas llegó a Laguardia, y se detuvo a la entrada del parador del
Vizcaíno.
Pello Leguía y el capitán Herrera, que charlaban y paseaban por delante
de la muralla, en el espacio comprendido entre el cuartelillo y la
puerta de San Juan, abandonaron el raso que servía, y sirve, de paseo a
los curas y desocupados del pueblo y avanzaron hasta el parador del
Vizcaíno.
En esta época la llegada de una silla de postas a Laguardia era un
acontecimiento que por sí solo servía de motivo de conversación para
varios días, cuando no tenía ulteriores consecuencias. No era cosa de
dejar pasar un suceso de esta clase sin sacarle algún jugo, y Leguía y
Herrera se acercaron a la silla de postas. El mayoral comenzaba a
desenganchar los caballos y el viajero acababa de saltar del coche.

EL VIAJERO
Era éste un hombre más bien bajo que alto, vestido de negro, con
sombrero de copa. Llevaba en la mano una maleta pequeña y una cartera,
que acababa de sacar del coche, la capa doblada sobre el hombro, y
andaba cojeando.
El viajero, después de dar sus disposiciones al mayoral, entró en el
zaguán del parador y llamó varias veces desde allí, gritando y dando
palmadas. Al cabo de un rato apareció la muchacha en la escalera.
--¿Es que sois sordas en esta casa?--gritó el viajero.
--No, señor; no somos sordas.
--Pues lo parece.
--¿Qué quiere usted?
--Un cuarto.
--No hay ninguno. Están todos ocupados.
--¡Bah!
--Sí, señor. No le engaño a usted; están todos ocupados. Tendrá usted
que ir a la plaza, al parador de la Rosalía.
--No; no me marcho.
--Pues aquí no hay sitio.
--Mira; llámale al amo, que me conoce.
--Le dirá a usted lo mismo que yo.
--No importa; llámale.
La criada se retiró, y poco después salió el amo, un poco fosco, a la
escalera.
--¿Qué es lo que quiere usted?--preguntó--. ¿No le dicen que no hay
sitio?
El recién venido subió unos cuantos escalones, para acercarse al
posadero, y mostró algo que Pello y Herrera no vieron.
El mesonero cambió de aspecto, y saludando respetuosamente al huésped
tomó su maleta y la subió al piso principal.
--Le llevaré a usted a mi cuarto, que es el único que está vacío.
--Bueno.
La deferencia del posadero era bastante extraña, porque no estaba en su
costumbre el ser cortés, y trataba a todo el mundo con malos modos.
Como Pello pensaba ir al día siguiente a casa de las Piscinas, y Herrera
a la tertulia de Echaluce, ambos con el propósito de enterarse y de
llevar una noticia interesante a los amigos, se acercaron al dueño del
parador cuando éste bajó de nuevo al zaguán.
--Qué, ¿ha llegado algún viajero?--preguntó Herrera.
--Así parece.
--¿De dónde viene?
--No sé; el mayoral lo sabrá.
--¿No sabe usted quién es, o a qué viene?
--No.
--Pues él ha dicho que le conocía a usted--interrumpió Leguía.
--¿A mí?--preguntó algo sobresaltado el posadero.
--Sí; es cierto--afirmó Herrera.
--¡Ah!... Es verdad..., creo que ha estado aquí hace años.
El capitán se dió por satisfecho con la respuesta; pero comprendió, lo
mismo que Leguía, que era un subterfugio del mesonero, pues su manera
de recibir al nuevo huésped no era, ni mucho menos, la que acostumbraba
a tener con una persona a medias conocida. Indudablemente, el viajero
era persona de influencia o muy recomendada.

EL HOMBRE DE LA ZAMARRA
Volvieron Leguía y Herrera a dar otros paseos por el raso de la muralla,
desde el cuartelillo a la puerta de San Juan, cuando al ir a meterse en
el pueblo al capitán se le ocurrió acercarse de nuevo al parador a
curiosear un poco. Lo hicieron así, y al llegar delante de la casa
vieron que por el camino venía un hombre montado a caballo, envuelto en
una bufanda.
--¿Quién será este ciudadano que llega a estas horas?--dijo el capitán
Herrera--. Me parece un tipo un tanto sospechoso.
El hombre, que sin duda tenía motivos para no querer ser visto, se
acercó al parador del Vizcaíno y estuvo mirando a derecha y a izquierda,
hasta que entró.
--Vamos a ver quién es--dijo Herrera, decidiéndose rápidamente.
--Vamos.
Se acercaron de nuevo al parador. El hombre sospechoso había entrado en
el zaguán, y, sin llamar a nadie, andaba de un lado a otro, como
buscando algo.
--¡Eh, buen amigo!--le dijo el capitán--. ¿Va usted de viaje?
--Sí, señor.
--¿Tiene usted papeles?
--¿Se necesitan papeles para pasar por aquí?
--Sí, señor; porque hay mucho carlista disfrazado de persona por esta
tierra--contesto el capitán.
El hombre hizo un movimiento brusco; desabotonó su zamarra de piel y,
refunfuñando, sacó del bolsillo interior del pecho unos papeles, y
eligió de entre ellos uno. Herrera lo tomó en la mano y se puso a leerlo
a la luz del farol que alumbraba la entrada de la posada.
Leguía pudo contemplar al tipo sospechoso a su sabor. Era un hombre de
unos cincuenta años, afeitado, bajito, con los ojos negros, el tipo
sacristanesco. Tenía un aire de astucia y de hipocresía poco agradable.
Después de leer el papel. Herrera se lo devolvió al de la zamarra.
--Es posible que no tenga usted sitio aquí en el parador--le dijo.
--A mí me basta un rincón en la cuadra para dormir--contestó el hombre.
Leguía y Herrera se dirigieron al pueblo; las campanas comenzaban a
tocar el Angelus.
--¿Qué clase de pájaro será éste?--preguntó Leguía.
--Algún sacristán carlista de uno de estos pueblos--contestó el
capitán--; tiene la pedantería y la suficiencia de todos esos tipos que
se creen los depositarios de la verdad.
El capitán Herrera y Pello Leguía entraron en el pueblo y fueron juntos
a cenar a la casa de huéspedes. Después de cenar. Pello marchó al
almacén de su tío y se dedicó a escribir y a hacer cuentas. Tenía que
fijar una porción de asientos en los libros.
Se acordó varias veces de que Corito estaría charlando en la tertulia de
las Piscinas; pero no había más remedio, era indispensable tenerlo todo
al día.
Trabajó con ahinco sin levantar la cabeza, y concluyó más pronto de lo
que esperaba. En las noches que tenía que velar, Pello dormía en casa de
su tío.
Al verse libre, cogió la llave, cerró el almacén y se fué a dar una
vuelta.
Al pasar por la calle Mayor, por delante de casa de las Piscinas, vió
que abrían el postigo y salía a la calle el viajero de negro y de
sombrero de copa que había llegado por la tarde, en coche.
El viajero recorrió la calle Mayor; cruzó la plaza; se reunió con un
militar que le esperaba, en quien Pello reconoció al capitán Herrera, y
juntos salieron del pueblo por la puerta de San Juan.


II
EL HOMBRE Y SU SOMBRA

AL día siguiente era domingo, y Pello fué a misa mayor.
Al pasar por cerca de la iglesia vió que el viajero de luto, a quien la
noche antes había visto salir de casa de las Piscinas, entraba en la de
Salazar.
Pello se quedó asombrado. Este salto del tradicionalismo arcaico y
piscinesco al liberalismo oportunista y salazariano, si alguno lo daba
en Laguardia era después de graves vacilaciones, de maduras reflexiones
y de mucho tiempo.

LOS RUBICONES DE LAGUARDIA
El viajero de negro no había necesitado para pasar este Rubicón más que
unas pocas horas. Pello pensó en cómo el contagio de los prejuicios hace
creer muchas veces en la dificultad de cosas que no tienen nada de
difíciles.
Estaba Pello contemplando la casa de Salazar cuando vió al hombre de la
zamarra, al que había llegado al parador al anochecer, que paseaba por
delante de la casa, mirando al portal.
--Este le espía al otro--se dijo Pello--; ¿qué enredos se traerán entre
los dos? No falta más que haya un tercero que le espíe al segundo.
El viajero de traje negro y sombrero de copa salió al poco rato de casa
de Salazar y, dirigiéndose a la plaza, entró en la tienda de las de
Echaluce. El hombre de la zamarra, haciéndose el distraído, se recostó
en uno de los pilares de los arcos de la casa del Ayuntamiento.
De los Piscina a Salazar, de Salazar a los de Echaluce... eran demasiado
Rubicones éstos para no llamar la atención de un hombre solo.
Pello se decidió a dejar la misa mayor y a ver qué lugar nuevo visitaba
aquel hombre, y dónde y cómo terminaba el espionaje del otro.
Todavía el viajero, siempre seguido del hombre de la zamarra, estuvo una
media hora en la botica y un momento en el café de Poli.
Después salió por el portal de San Juan, y el hombre de trazas de
pordiosero le siguió con la mirada hasta que le vió llegar al parador
del Vizcaíno.
Pello entró en su casa, y después de tomar café se fué inmediatamente a
visitar a las Piscinas. Los domingos, la tertulia se celebraba por la
tarde; después, al anochecer, se salía a tomar el fresco, generalmente,
alrededor de la muralla.
--Ayer no vino usted--le dijo inmediatamente Corito al verle.
--No pude. Tuve que trabajar.
--Estaría usted hablando con la primita, ¿eh?
--No; estuve haciendo cuentas. ¿Cree usted que si hubiera podido venir
no hubiera venido?
--Sí, sí; lo creo.
--Pues se engaña usted. Y ustedes, ¿tuvieron alguna visita?
--Sí; ha venido mi padrino.
--¿Su padrino de usted es un señor de negro, bajito, de sombrero de
copa?
--Sí. ¿Cómo lo sabe usted?
--Porque le vi venir al pueblo ayer noche. ¿Va a estar algún tiempo
aquí?
--No; mañana se va a marchar.
--¿Ha venido para algunos asuntos de familia?
--No sé para qué ha venido. Yo no le pregunto nunca nada.
--¿Viaja mucho?
--Sí; mucho.

EL PADRINO DE CORITO
Pronto Pello y Corito dejaron esta conversación y hablaron de otras
cosas más interesantes para ellos. Al ponerse el sol, como era costumbre
la tarde de los domingos, salieron todos a dar el paseo alrededor de la
muralla. Corito iba al lado de Pello, muy animada y alegre; Luisita
Galilea, coqueteando con un oficial, y sin hacer caso de Antonio
Estúñiga, que cada vez estaba más desesperado; Cecilia Bengoa y Pilar
Ribavellosa, del brazo.
Al anochecer volvió todo el grupo a los arcos del Ayuntamiento. En esto
cruzó la plaza el padrino de Corito y se acercó a su ahijada y le dió un
beso en la mejilla.
El viajero saludó a las señoras, y Corito le presentó a sus amigas y a
los muchachos que les acompañaban.
--Este joven es un amigo nuestro, Pedro Leguía--dijo Corito,
ruborizándose--; nos acompañó a Magdalena y a mí desde San Sebastián.
--¡Hombre, Leguía!--murmuró el viajero--. ¿No será usted de Vera, de
Navarra?
--Sí; soy de Vera.
--Y ¿su padre se llamaba como usted, Pedro?
--Sí.
--Entonces le he conocido mucho a él y a su primo Fermín, el
Chapelgorri. Pedro Mari Leguía fué muy amigo mío.
Corito iba a presentar a su padrino a Antonio Estúñiga; pero éste,
naturalmente huraño y de mal humor, hizo un movimiento brusco y se
ocultó detrás de una de las columnas del Ayuntamiento.
Fué una retirada un poco inesperada y cómica, que sorprendió a todos.
--¡Conéjuba!--dijo el viajero, en un vascuence castellanizado,
dirigiéndose a Pello y señalando a Estúñiga con el dedo índice.
Corito y Leguía se echaron a reir. Estúñiga se marchó, incomodado.
--¿Sabe usted vascuence?--preguntó Pello al padrino de Corito.
--Poco.
--Ya veo que poco.
--Hombre, ¿por qué?
--Porque ha dicho usted «conéjuba» para decir conejo.
--Pues, ¿cómo se dice?
--«Unchía».
--¿De manera que tú sabes el vascuence bien?
--Sí, bastante bien.
--Tu padre también lo sabía muy bien. ¡Las veces que le habré oído
cantar zortzicos en Bayona. ¡Ya hace tiempo! Se va uno haciendo viejo de
verdad.
El viajero indicó que se marchaba al parador; estaba enfermo con dolores
reumáticos y no le convenía el aire de la noche. Se despidió de Leguía,
diciéndole que fuera a verle; dió un beso en la mejilla a Corito, y se
marchó renqueando.
Al poco rato, como la sombra, apareció en la plaza el hombre de la
zamarra; cruzó por los arcos del Ayuntamiento y entró en la puerta de
San Juan.

UN HOMBRE ENIGMÁTICO
Antes de despedirse oyó Pello que el señor de la Piscina y el de
Ribavellosa hablaban del padrino de Corito.
--Debe ser hombre inteligente, ¿eh?--dijo él, mezclándose en la
conversación.
--Mucho.
--¿Es del partido?
--Sí; ¡ya lo creo!--contestó el de la Piscina, con su gravedad
acostumbrada--; trabaja infatigablemente por la buena causa.
Sin duda, el padrino de Corito era un carlista acérrimo.
Leguía se despidió de sus amigos; fué a la casa de huéspedes, y después
de cenar estuvo charlando con el capitán Herrera. De pronto se acordó
que el capitán había hablado con el padrino de Corito la noche anterior,
y le preguntó:
--¿Averiguó usted quién era el viajero del otro día?
--Sí.
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