El aprendiz de conspirador - 06

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tenía en el fondo dos alcobas: una, la más interior, sin ningún hueco
hacia afuera; la otra, con una ventana que caía enfrente de la muralla.
--Creo que este cuarto es el más estratégico--dijo Aviraneta.
--Tiene el inconveniente de que está ocupado--advirtió Leguía, señalando
un baúl y una caja, puestos en el suelo.
--Aquí estuvieron anoche un señor de Viana y su hija; pero cuando a esta
hora no han venido, es que no se encuentran en Laguardia.
--Si por casualidad llegan dirán que tenemos la gran frescura.
--¡Pse! ¿Qué importa? Voy a coger mis maletas y a traerlas aquí.
--¿Guarda usted cosas importantes dentro?
--¡Importantísimas!--contestó, bromeando, Aviraneta.
Fueron a un cuarto del otro extremo, y entre los dos trasladaron el
equipaje.
--Aquí estamos mejor--murmuró Aviraneta--; podemos primero hacernos
cargo de las intenciones de esa gente. ¿Que entran aquí, en esta sala?
Nos refugiamos en la alcoba. ¿Que llegan a forzar la puerta de la
alcoba? Podemos descolgarnos por la ventana.
--Esta puerta de la sala no es nada fuerte--dijo Leguía--; si lo
intentan, la podrán romper fácilmente.
--Sí; en cambio, la de la alcoba es sólida como una poterna--añadió
Aviraneta--: una tabla de roble seca, magnífica.
Leguía inspeccionó la puerta.
--Tiene el inconveniente--dijo--que la cerradura no marcha.
--¿No?
--No. Aquí estoy haciendo esfuerzos con la llave, y no puedo.
--Se le podría poner una tranca. A ver si en la cuadra hay algún palo.
Bajó Pello con una vela encendida, y volvió al poco rato con una rama
gruesa al hombro y un fusil en la mano.
--¿Dónde has encontrado esta espingarda--le preguntó Aviraneta.
--En la escalera.
--¿Funcionará?
--Véalo usted.
--Sí funciona, marcha muy bien. Es un buen hallazgo. Preparémonos.
Cierra la puerta con llave.
Leguía cerró la puerta de la sala. Aviraneta se sentó delante de un
velador; puso el maletín en una silla, lo abrió y sacó del interior una
pistola de gran tamaño, un frasco de pólvora y una caja de pistones.
Luego desdobló un periódico, echó allí la pólvora, y fué cargando las
armas con gran cuidado, metiendo con la baqueta tacos de papel. Después
sacó un plomo, y con un cortaplumas lo cortó en pedazos. De estos
proyectiles puso dos en la pistola y cuatro en el fusil.
--Cualquiera diría, al verle cargar así, que está usted acostumbrado al
trabuco--dijo Leguía.
--Y no diría mal--contestó Aviraneta.
--¡Hombre!
--Sí.
--¿Dónde ha empleado usted el trabuco? ¿En Sierra Morena?
--No; en la provincia de Burgos. El trabuco no sólo ha sido arma de
bandidaje; también ha sido arma patriótica.
Aviraneta, que había concluído de cargar el fusil y la pistola, los dejó
con cuidado encima del velador. Después sacó del fondo de su maletín un
puñal y un cordón de seda, de diez a doce varas.
--Ahora veremos lo que nos reserva la noche--murmuró sonriendo con aire
de fuina.
--Veremos--repitió Pello.
--Tú no te alarmas, ¿eh?
--Yo, no. Como diría el otro: ¿para qué?

¿ENTENDIDO?
--Me gustan los hombres templados. Reconozcamos nuestros medios de
defensa. ¿La puerta se cierra bien con la tranca?
--Sí; pero se tarda mucho en sujetarla.
--Entonces haz una cuña que pueda entrar y salir por encima del
picaporte. ¿Comprendes?
--Sí.
--De manera que en un momento se pueda cerrar.
--Bueno; ahora mismo la hago.
Pello, con el cortaplumas, estuvo cortando un trozo de madera.
--¿Está bien?--dijo, haciendo que el trozo de madera entrase y saliese
con facilidad en la abrazadera del picaporte.
--Muy bien--contestó Aviraneta--. Ahora quedemos de acuerdo en lo que
vamos a hacer. Esta gente entrará en la casa por la puerta o por algún
balcón. Si el hombre de la zamarra se ha enterado antes del cuarto que
yo ocupaba, lo que es muy probable, irá directamente al extremo del
pasillo. Es casi seguro que le oigamos, y entonces nos preparamos.
Encendemos la vela y la llevamos a la alcoba. Dejamos la lámpara en este
velador y ponemos delante de la puerta de la sala dos o tres muebles.
Desde la entrada de la alcoba veremos lo que esos hombres hacen. ¿Que
fuerzan la puerta de la sala y pasan adentro, derribando los trastos?
Pues desde aquí, tú con la pistola, yo con el fusil, les soltamos dos
tiros, nos metemos en seguida en la alcoba, cerramos y atrancamos la
puerta. ¿Está entendido?
--Entendido.
--¿Te parece bien?
--Muy bien.
--¿No encuentras ninguna dificultad?
--Ninguna. Lo único que se me ocurre es que me parece mejor que metamos
la lámpara en la alcoba y dejemos la vela aquí; la vela les ha de durar
menos que la lámpara.
--Está bien pensado eso, Pello. No nos conviene que tengan una luz clara
y constante.
--Y hasta podríamos hacer...
--¿Dejar un cabo de vela sólo?
--Eso es.
--Que durará lo bastante para disparar sobre ellos.
--Exacto.
--Veo que nos entendemos admirablemente.
--¿Y la segunda parte?
--La segunda parte la iremos pensando después.
--Bueno. ¿Cierro la puerta?
--Sí, ciérrala. Vamos a poner el sofá y la mesa de barricada.
Los dos, de puntillas, sin hacer ruido, llevaron los muebles delante de
la puerta del cuarto.
--¿Qué hacemos ahora?--preguntó Leguía.
--Ahora, nada. Si quieres, puedes dormir un rato, Pello. Echate en la
cama, y si no hay novedad, luego me echaré yo.
Pello se tendió, y al poco rato estaba dormido. Aviraneta se quedó
leyendo a la luz de la lámpara.


IV
EL ATAQUE

ACABABAN de dar las doce en el reloj de la iglesia de San Juan cuando se
oyeron golpes en la puerta.
--¡Ya están ahí!--dijo Aviraneta, y, acercándose a Leguía, le zarandeó
fuertemente--. ¡Eh, Pello!
--¿Qué pasa?--preguntó Pello, asombrado.
--Levántate.
Leguía se despejó pronto.
--¡Ya los tenemos ahí!--exclamó Aviraneta.
Los dos escucharon en silencio.
--Hablan con la criada--dijo Leguía.
--Sí. A ver, a ver qué es lo que quieren.
* * * * *
ANSIEDAD
--¿Quién es?--decía la criada.
--Soy yo--contestó una voz de fuera--. Abre.
--Me ha dicho el ama que no abra a nadie.
--Si estoy aquí hospedado.
--No importa.
--Vamos, no seas tonta.
--Que no, que no; me ha dicho el ama que no abra a nadie.
* * * * *
Quedó todo tranquilo.
--Esta gente no se marcha sin intentar algo--murmuró Aviraneta.
--Creo lo mismo--dijo Pello.
Al cabo de poco tiempo Leguía notó ruido de pisadas en el balcón del
comedor; luego crujió una madera, y poco después se sintieron pasos muy
suaves en el suelo.
--Han abierto--dijo Aviraneta.
--Sí.
--Ya han pasado.
--¿Adónde irán?--preguntó Pello.
--Van allí, al cuarto donde yo estaba--contestó Aviraneta.
Pasó largo rato; de pronto resonó un grito, que se ahogó en seguida;
luego, un rumor de lucha, y quedó todo nuevamente en silencio.
Transcurriría más de un cuarto de hora; volvieron a oirse pisadas en el
corredor, crujido de maderas en el suelo y un murmullo quedo de voces.
Aviraneta y Leguía estaban con la mayor ansiedad, con la respiración
contenida. De repente, alguien se acercó a la puerta de la sala y dió un
golpe. Aviraneta y Leguía se estremecieron. Luego, el golpe se repitió
más fuerte:
--¡Don Eugenio! ¡Don Eugenio!--dijo una voz.
--¿Quién es?--preguntó Aviraneta, que en un momento recobró la sangre
fría.
--Una carta que traen para usted.
--¿A estas horas?
--Sí; abra usted.
--¡Ya voy, ya voy!
Aviraneta, en voz baja, murmuró:
--Pello, enciende la vela.
Leguía la encendió en la lámpara, y de puntillas llevó ésta a la alcoba
y dejó el cabo de vela sobre el velador.
--Pero, ¿no abre usted?--dijo la voz de fuera.
--Es que no encuentro las zapatillas--contestó Aviraneta--. Lo mejor
será que echen la carta por debajo de la puerta.
--No, no; me han dicho que se la entregue a usted en su propia mano.
--Pues entonces será mejor que espere usted a que me vista.
Aviraneta cogió la escopeta y Leguía la pistola, y se colocaron en la
entrada de la alcoba.
Al ver que no abrían, los asaltantes debieron sospechar algo.
--Hala, y no perdamos tiempo--dijo la voz del hombre de la zamarra.

ENTRAN
Un hierro penetró entre la puerta y su jamba, a martillazos; por la
abertura entró el extremo de un garrote; las tablas ligeras crujieron
violentamente; de repente, con un estrépito terrible, cayó el sofá, el
velador y la puerta al suelo.
Varios hombres aparecieron en la sala, y al mismo tiempo sonaron dos
tiros. Al instante, Aviraneta y Leguía retrocedieron a la alcoba,
cerraron la puerta y sujetaron el picaporte con la cuña.
Alguno de los asaltantes debió quedar herido, porque se oyó un grito de
dolor y de rabia.
--Hay más de uno--dijo la voz chillona del Caracolero.
--Y están bien armados--murmuró el Raposo.
--No importa. Son nuestros--gritó el hombre de la zamarra--; y nos la
van a pagar.
El hombre de la zamarra intentó mover el picaporte; pero estaba fijo.
Leguía, con la ayuda de Aviraneta, colocó la tranca en la puerta.
Los asaltantes la empujaron con el hombro; pero la puerta no se movió ni
cedió lo más mínimo.
--Está admirablemente--dijo Aviraneta, y llevó la lámpara encima de la
mesa de noche, y a la luz cargó el fusil y la pistola con el mismo
cuidado y minuciosidad que si estuviera en una escuela de tiro. Después
abrió la ventana y ató en uno de los pernios el cordón de seda.
El silencio de los de dentro alarmaba a los que intentaban entrar. De
pronto se notó que la vela se les había consumido y apagado, y empezaron
a encender fósforos.
Uno de los asaltantes comenzó a introducir un formón por la juntura de
la puerta a golpes de martillo; pero la puerta de la alcoba era de
roble, de una pieza, y se notaba, además, que el pulso del que
martilleaba no estaba muy seguro.

AVIRANETA PIDE AUXILIO
--Creo que vamos a poder dormir aquí--dijo Leguía, frotándose las manos.
Acababa de decir esto cuando se oyeron pasos en la alcoba próxima, y
después sonaron tres o cuatro puñetazos en el tabique. Alguno lo
sondeaba, sin duda, suponiendo que sería más fácil entrar por él en el
cuarto, abriendo un agujero. Aviraneta, de pronto, cogió la lámpara y se
acercó a mirar las paredes. Luego dejó la luz en el velador, y
rápidamente tomó el fusil, salió a la ventana y disparó al aire. En
aquel momento se oyó el alerta de un centinela.
El hombre de la zamarra y su gente debieron quedar sorprendidos por el
disparo.
El centinela de la muralla lanzó un grito de alarma y disparó también.
Leguía le miraba a Aviraneta, asombrado. Aquel hombre parecía haber
perdido de repente su sangre fría.
--Habrá que descolgarse--dijo varias veces.
Aviraneta esperó unos segundos; luego, sacando el cuerpo por la ventana,
comenzó a gritar:
--¡Sargento! No son más que tres o cuatro. Que rodeen la casa, y los
cogen.
Los asaltantes se creyeron presos; echaron las herramientas, bajaron las
escaleras y huyeron. Aviraneta salió del cuarto y desde el balcón del
comedor les disparó un tiro. Tardó más de media hora en llegar la
patrulla. Venía un pelotón de treinta soldados con un sargento.
Aviraneta salió a recibirlos, y volvió poco después a la sala, donde
había quedado Leguía.
--La verdad--dijo Pello, al verle--, no he comprendido esta última
maniobra.
--¿No?--preguntó Aviraneta, sonriendo y liando su cordón de seda verde
sobre la hoja afilada del puñal.
--No. ¿Para qué pedir auxilio sin necesidad? ¿No nos bastábamos nosotros
para defendernos? Creo que ha hecho usted una tontería, don Eugenio.
Aviraneta no respondió. Cogió la lámpara e invitó a Leguía a entrar en
la alcoba interior, contigua a la que habían estado ellos; luego penetró
hasta el fondo del cuarto, se acercó a la pared, dió un empujón y abrió
una puerta de escape que comunicaba las dos alcobas.
--¿Y cómo ha notado usted que había esto?--dijo Pello.
--Cuando uno de ellos comenzó a golpear el tabique, inmediatamente se me
vino la idea de si habría alguna comunicación; cogí la luz, y vi el
marco de la puerta rebozado de cal; antes de que el que golpeaba llegara
al fondo de la alcoba con su sondeo y notara la puerta, disparé. Me
pareció mejor que descolgarse y andar por el campo cogiendo el relente.
--Retiro lo de la tontería, don Eugenio. Es usted un hombre de recursos.
Aviraneta sonrió, satisfecho.

LOS DOS HUÉSPEDES
El pelotón de soldados que acababa de llegar, al mando de un sargento,
reconoció la casa. La criada y el ama, encerradas en su cuarto, estaban
muertas de miedo.
Al ver a Aviraneta, el ama exclamó:
--Creí que le habrían matado a usted, don Eugenio.
Pues ya ve usted, todavía vivo. Y los dos huéspedes de anoche, ¿están en
casa?
--Sí.
--No creo que tengan el sueño tan duro que no se hayan despertado con
este alboroto.
Fueron al cuarto de los dos huéspedes, y se encontraron con un
espectáculo horrible: uno de los hombres estaba muerto, cosido a
navajadas, en la cama; el otro, en el suelo, desnudo, atado y
amordazado. Le quitaron las ligaduras, y pudo contar lo ocurrido. Se
había despertado y encontrado con cinco hombres desconocidos que le
ataron y amordazaron. Al mirar hacia la cama de su compañero le vió
muerto y bañado en sangre.
Se quedaron doce soldados y un cabo en la casa, y los demás hicieron un
reconocimiento por los alrededores de la muralla y por los viñedos
próximos; pero no encontraron a nadie.
--Bueno. Esto se ha concluído--dijo Aviraneta--. Dormiremos un rato,
¿eh?
--Me parece una buena idea--contestó Pello.
Y el uno en una alcoba y el otro en la otra se tendieron en la cama.


V
UNA PROPOSICIÓN

AL día siguiente, Aviraneta se levantó temprano. Abrió el balcón de la
sala para que entrara la luz, y estuvo contemplando las huellas del
combate de la noche anterior; una de las balas se había incrustado en la
pared; la otra, hecho trizas un espejo.
En el suelo quedaban manchas de sangre.
Aviraneta salió al pasillo de la casa; en un cuarto del fondo, alumbrado
con cuatro velas, estaba el cadáver del hombre asesinado por la noche.
Aviraneta volvió a su cuarto, impresionado.
--Se va uno haciendo viejo--murmuró--. Estas cosas ya me hacen efecto.
Aviraneta se acercó a la alcoba donde se había acostado Leguía, y quedó
asombrado al verle dormir tan profundamente.
--¡Cómo duerme! A éste no le preocupa mucho que haya un muerto en la
casa.

LA FILOSOFÍA DE PELLO
Aviraneta se lavó y se afeitó, y al dar las ocho llamó a su compañero.
--¡Eh, Pello! Ya has dormido bastante.
Leguía, desde la cama, entre dos bostezos, dijo:
--¿Qué hora es?
--Las ocho han dado ahora mismo.
--Habrá que vestirse.
--¡Claro!; no te vas a estar todo el día en la cama. Además, ten en
cuenta que pueden venir los verdaderos huéspedes de este cuarto.
Pello se sentó en la cama.
--A ese pobre hombre le han matado por equivocación--murmuró Aviraneta,
en tono sentimental.
--¿A qué hombre?
--Al de ayer. ¿A cuál va a ser?
--¡Ah!
--¿Ya no te acordabas?
--Sí. ¿Y dice usted que le han matado por equivocación?
--¡Claro! El golpe iba dirigido a mí.
--¡Pse! Yo creo que todo el mundo muere igual--replicó Leguía, con
indiferencia, mientras se ponía los pantalones.
--Veo que eres un bárbaro, Pello.
--Hay que ser filósofo. A uno también le tocará su hora, y por eso no se
estremecerán las esferas.
--Esa indiferencia en un muchacho joven como tú me parece horrible. Si
ahora eres así, ¿qué será cuando tengas mi edad?
--Seré una especie de Aviraneta--replicó Leguía con viveza.
--Eres un cínico, Pello.
--Y usted un intrigante y un incendiario, como ha dicho el hombre de la
zamarra.
--Voy a mandar que te fusilen, Pello.
--Yo voy a hacer que le cojan a usted los jesuítas por masón.
--Eres un bárbaro, Pello.
--Y usted un bandido.
--Muy bien; le diré a Corito que me has insultado.
--Yo le diré que quien me ha insultado ha sido usted.
--No te creerá.
--Ya la convenceré.

EL DIABLO TENTADOR
--¿Qué vas a hacer ahora?
--Voy al almacén, a casa de mi tío.
--Espera un momento. Te voy a hacer una proposición.
--Venga la proposición.
--¿Quieres venir conmigo, sí o no?
--¿A qué?
--Eso te lo explicaré más tarde. Si vienes conmigo, trabajaremos juntos,
intrigaremos juntos, quizá tengamos que defendernos juntos...
--Muy bien; nos defenderemos juntos...
--Yo no, porque soy viejo...
--¡Hombre, no es usted viejo!
--Tengo cuarenta y seis años, y he vivido bastante. Yo, no; pero tú
puedes llegar a ser lo que quieras: general, ministro, archipámpano...
Yo te ayudaré... ¿te conviene?
--Me conviene. ¿Me protegerá usted también para casarme con Corito?
--Eso es cosa tuya y de ella; pero, en fin, si eres buen chico, se te
protegerá.
--Entonces no hay que decir más. Soy de usted en cuerpo y alma.
--Muy bien. Está hecho el pacto. Venga esa mano.
--No vaya usted ahora a convertirse en algún demonio y empezar a echar
llamas de azufre, señor de Aviraneta.
--No tengas cuidado, Pello. Soy un buen diablo. Vete a despedirte de tus
amigos, y ya sabes, a la tarde nos vamos.
Leguía se contempló un momento en un trozo de espejo, se caló el
sombrero de copa y salió del parador.


LIBRO QUINTO
UN SOLDADO AUDAZ


I
EL OFICIAL DE LA BOÍNA BLANCA

MOMENTOS antes de las doce se presentó Leguía en el parador. Aviraneta,
sentado en el zaguán, contemplaba las gallinas que picaban en el
estiércol y a dos perros que retozaban, ladrando.
--Está uno dispuesto para la marcha--dijo Pello--; he concluído las
despedidas.
--¿Qué te han dicho?
--Nada. Mi tío lo ha sentido. Su familia y él me tenían afecto.
--Y a Corito, ¿la has visto?
--Sí.
--¿Qué dice?
--Dice que la voy a olvidar si me marcho por ahí.
--¿Y serás bastante granuja para eso?
--¡No! ¡Ca!

LOS IDEALES DE PELLO
--Realmente, hago mal en sacarte de este pueblo. Aquí tienes amigos,
personas respetables que te estiman..., que te quieren... Creo que es un
disparate que salgas de Laguardia.
--¿A usted le parece buena esta vida, de verdad?
--Sí, ¡ya lo creo!; la mejor.
--Pues nada, nos quedamos los dos. Rezaremos el rosario por la tarde;
iremos a casa de las Piscinas; usted hablará con don Juan de Galilea
acerca del sistema constitucional, y con las marquesas de Valpierre de
que Laguardia está perdido...
--Creo que te permites burlarte de mí, Pello.
--No, nada de eso; no hago más que empezar a desarrollar los encantos de
la vida tranquila. Además de que don Juan de Galilea es hombre muy
ameno, sobre todo cuando dictamina y encuentra que esto no empece para
lo otro.
--Sí, sí, búrlate.
--¡Yo burlarme! ¡Yo, que he aguantado a pie firme discursos de dos horas
seguidas, sin desmayar!
--¿De manera que lo que tú quieres es conspirar, intrigar, andar a
tiros?
--Robar algo bueno si se tercia.
--Seducir infelices doncellas...
--Desvalijar las iglesias...
--Asaltar los conventos...
--Comer bien...
--Beber mejor...
--Jugarse las pestañas...
--Pello, permíteme que te lo diga, eres un bandido.
--Y usted otro.
--¿De manera que para ti la moral no es nada?
--¡La moral! Es una cuestión de estómago, don Eugenio.
--¿Cómo de estómago?
--Sí; de estómago. Se tiene el estómago malo, pues es uno moral, porque
no tiene uno apetito; pero se tiene buen estómago, y es uno inmoral
necesariamente.
--Y ¿tú eres inmoral?
--En este momento, sí, porque tengo apetito.
--¡De manera que para ti la moralidad es un catarro gástrico... ¡Qué
teorías! Eres un pagano, Pello. Bueno, vamos a comer.
Entraron en el comedor. Aviraneta se sentó en la cabecera y Leguía a su
lado.
--Tendrán ustedes que esperar un rato--dijo la dueña de la casa.
--¿Por...?
--Porque van a venir unos militares.
Leguía torció el gesto.
--¡Demonio! Nos van a fastidiar. Tardarán mucho?
--No, no; ahora mismo van a llegar.

SE RECONOCEN
Aviraneta, para hacer tiempo, sacó un plano del bolsillo y comenzó a
estudiar el itinerario que tenían que seguir, en coche, hasta Santander.
Leguía se puso a silbar, mirando el techo.
Un momento después se oyeron pisadas fuertes en la escalera, acompañadas
de un murmullo de voces, y entraron cerca de veinte hombres en el
comedor.
Aviraneta no levantó la cabeza del plano.
Leguía contempló indiferente a los oficiales que entraban. Eran tipos
atezados, negros por el sol; de aspecto enérgico y decidido. El jefe,
sobre todo, llamaba la atención por su mirada profunda y fuerte. Hombre
más bien bajo que alto, fornido y macizo, tenía esos movimientos lentos
y al mismo tiempo seguros del hombre del campo.
Llevaba zamarra de piel al hombro, a manera de dolmán; boína blanca,
grande, que le sombreaba los ojos; el pulgar de la mano derecha apoyado
en la cadena del reloj. Debajo de la zamarra se veía la faja azul; a los
lados, dos pistolas y el sable al cinto.
No se podía saber la graduación de aquel oficial, porque no llevaba
insignias de mando; andaba de un lado a otro, como un lobo, y en su paso
había la decisión del hombre que cree que no puede encontrar obstáculos
en su marcha.
De pronto el jefe, apartándose de sus oficiales, que estaban de pie a la
entrada del comedor, quedó mirando fijamente a Aviraneta.
--Algún otro conflicto tenemos--pensó Leguía.
El jefe se fué acercando a Aviraneta y le puso la mano en el hombro.
Aviraneta levantó los ojos y dejó la lente sobre la mesa.
--¡Demonio! ¡Martín!--exclamó--. ¡Tú por aquí!
--¡Aviraneta! ¡Eugenio de Aviraneta! Ya sabía yo que te conocía. ¿Qué
vienes a hacer por Laguardia?
--Estoy de paso. Voy a Francia.
--A intrigar, ¿eh?
--Parece que lo sabes.
--Me lo figuro. ¿A favor de los carlistas o de los liberales?
--Soy más liberal que tú, Martín--replicó Aviraneta--, aunque no tan
bárbaro.
--Sólo a ti te permito decir esas cosas. Si fueras otro, te mandaría
fusilar delante de la muralla.
--Lo creo.
--¿Me consideras cruel?
--Lo eres.
--Mala opinión tienes tú de mí, Eugenio.
--Peor la tienes tú de mí, Martín.
--Es que no te veo claro.
--No lo soy cuando no lo puedo ser.
--¿Ni con los amigos?
--Ni con los amigos. Cuando mis secretos no son míos no se los comunico
a nadie.
--Está bien. ¿Sabes que me han hecho coronel?
--Lo sé--dijo Aviraneta--; lo sabía antes que tú.
--A ver, explica cómo puede ser eso.
--Un ministro que tú conoces me dijo, hace meses: «Le vamos hacer
coronel a Martín, al amigo de usted. ¿Qué le parece a usted?» Yo le
contesté: «¡Muy mal!»
El jefe y sus compañeros quedaron asombrados. Aviraneta, cuando pasó un
momento, añadió:
--¡Muy mal!--le dije--; creo que le deben ustedes hacer general.
La actitud de los oficiales cambió por completo, y algunos se echaron a
reir a carcajadas.
--A éste no le conocéis--dijo el coronel, señalando a Aviraneta--; éste
es el granuja más granuja que hay en el mundo.
--Y el liberal más liberal de todos los españoles.
--¿Qué piensas hacer, Aviraneta?
--Pienso comer.
--¿Y luego?
--Luego tomar el coche y marcharme a Santander.
--¿Irás por Miranda?
--Sí.
--Pues hasta Labastida te acompañaré.
--Bueno. ¿Os falta alguno para venir a comer?
--No.
--Pues entonces, manda que traigan la comida, porque este amigo y yo
estamos ya con hambre.
--¡Patrona! A ver esa sopa.
Aviraneta y Leguía habían conservado los puestos que ocupaban en la
mesa.
El jefe se sentó a la derecha de Aviraneta, y los demás oficiales se
fueron acomodando donde les vino bien.
--¿Este joven es amigo tuyo?--preguntó el jefe a Aviraneta.
--Sí, es mi secretario; Pedro Leguía. Pello, este coronel es el famoso
Martín Zurbano, terror de los carlistas.
Leguía se levantó; Zurbano hizo lo mismo, y se estrecharon la mano
gravemente.


II
HISTORIAS RETROSPECTIVAS

REZO el Benedícite?--preguntó Aviraneta, tomando una actitud compungida,
de cura.
Zurbano contestó con una blasfemia.
--Déjalas para el final--advirtió Aviraneta--; ahora estamos en la sopa.
La conversación se generalizó en seguida. Zurbano era muy ocurrente;
tenía gran repertorio de anécdotas y de cosas vistas, y salpimentaba sus
relatos con interjecciones riojanas y blasfemias de todas las regiones.
Al oirle se comprendía la fama terrible del guerrillero liberal. Para
una persona circunspecta y religiosa, un hombre como aquél, tan
exaltado, tan furibundo, tan bárbaro, que exponía la vida a cada paso,
que obligaba a pagar contribuciones a los conventos y quemaba sin
escrúpulo las iglesias, que hablaba blasfemando e insultando, tenía que
parecer un energúmeno, un monstruo vomitado por el infierno.

ZURBANO CUENTA CÓMO CONOCIÓ A AVIRANETA
--Siempre recuerdo cómo le conocí a este hombre--dijo Zurbano,
refiriéndose a Aviraneta.
--¿Cómo fué?--preguntó Mecolalde, el segundo de Zurbano, a quien las
historias y anécdotas de su jefe interesaban extraordinariamente.
--Pues veréis. El año 23 los franceses venían a acabar con la
Constitución y la libertad de España, al mando de un duque que no
recuerdo cómo se llamaba...
--El duque de Angulema--dijo Aviraneta.
--Eso es; el duque de Angulema. Por entonces nos reuníamos en Logroño,
en un mesón cerca del puente, unos cuantos nacionales y algunos paisanos
patriotas. Era por la primavera, no recuerdo qué mes. Se hablaba de que
los absolutistas, que venían de vanguardia con los franceses, se
acercaban. Mandaba en Logroño los regimientos constitucionales el
brigadier don Julián Sánchez, uno de los guerrilleros de más fama de la
guerra de la Independencia. Una noche, dos hombres a caballo se apearon
en el mesón. Eran un capitán de Caballería y su asistente. Sin quitarse
el polvo del camino fueron a casa del gobernador militar y volvieron al
poco rato. El capitán venía acompañado de un sargento de nacionales y de
algunos patriotas. «Vamos, vamos», nos dijeron a todos. Entramos en el
comedor del mesón, y nos reunimos treinta o cuarenta. El mesonero vino
con dos candiles y los colgó de las vigas del techo. Entonces el capitán
se subió en una silla, y llamándonos «ciudadanos» comenzó a hablar, a
explicarnos la situación en que se encontraba España. Era un hombre
joven, flaco, con los ojos vivos y la voz áspera. Nos dijo que la
Constitución y la Libertad estaban en peligro, que los generales nos
hacían traición, que las autoridades estaban en tratos con los franceses
y los realistas, y que el rey jugaba con el país. A pesar del fuego con
que hablaba aquel hombre, la gente estaba fría y poco decidida. Al
último dijo que había que nombrar inmediatamente una Junta para la
defensa de la ciudad, buscar armas y repartirlas entre los patriotas.
Después del discurso, el sargento y el oficial se sentaron en una mesa,
y con la ayuda de los nacionales comenzaron a hacer una lista de los
individuos que debían de formar la Junta. El primer nombre de la lista
fué el del oficial, luego hubo otros cuatro o cinco; los demás no
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