El aprendiz de conspirador - 08

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Habían pasado Guethary, y marchaban entre la carretera y la costa.
Pronto encontraron un punto en donde el camino se bifurcaba.
--Tira por la izquierda--dijo Aviraneta--; ya te diré dónde tienes que
parar.
El tílburi tomó el camino de la izquierda, que se iba acercando al mar,
y que subía en una pendiente suave. Antes de llegar a la cima,
Aviraneta mandó hacer alto delante de una casa rústica.
Era una casita con ventanas verdes y dos galerías por el lado del
camino, cubiertas con una parra que iba dejando sus hojas marchitas al
viento; por el lado contrario, hacia el mar, tenía un prado y un pequeño
jardín.
La puerta del caserío estaba abierta, y Aviraneta y Leguía entraron en
el zaguán. Una vieja, muy arrugada, les salió al encuentro con dos
chicos de la mano. Aviraneta cambió con ella algunas palabras en
castellano y en francés, dió unas monedas de cobre a los chicos y
comenzó a subir la escalera seguido de Leguía.
Llegaron al piso segundo; Aviraneta entró en un cuarto y abrió las
maderas de un gran balcón que daba al mar.
La tarde, lluviosa, iba obscureciendo rápidamente; la noche se venía
encima; apenas llegaba a verse algo en el interior de la casa.
--Mira, a ver si por ahí hay un quinqué--dijo Aviraneta.
--Sí, aquí hay uno--contestó Pello.
--Bueno; tráelo. También habrá por ahí una maquinilla de espíritu de
vino y una botella con petróleo.
Leguía buscó, a tientas, en un vasar, y encontró las dos cosas pedidas.
Aviraneta se puso a limpiar la lámpara, la llenó de petróleo y la
encendió. Después cerró las maderas del balcón; abrió un armario y sacó
un bote de café y un molinillo.
--Ahora, mientras yo enciendo la estufa y hago el café--dijo
Aviraneta--, di a la mujer del caserío, madama Ithurbide, yo la llamo
así por ser éste el nombre del caserío, que nos prepare la cena, y de
paso mira a ver si han metido el caballo en la cuadra y le han dado
pienso.
--Bueno; todo se hará.
Leguía desapareció por la escalera, y Aviraneta, renqueando por el
reúma, limpió la estufa, golpeando el tubo con un hierro para que
saliera el hollín, la cargó con astillas y pedazos de carbón de piedra y
le dió fuego con unos periódicos viejos. Después se puso a moler el
café.
Unos minutos más tarde volvió Leguía.
--¿Ya tenemos fuego, maestro?--dijo.
--Sí, ya tenemos fuego. ¿Qué hay de los encargos?
--He conferenciado con madama Ithurbide. Larga negociación. Hemos
llegado a este resultado: primero, sopa de coles; segundo, un par de
huevos fritos con jamón; tercero, un pollo guisado; cuarto, una cola de
merluza con salsa a la mayonesa, y quinto, arroz con leche. Como vino,
hay uno de Beziers, bastante aceptable. Se puede alternar con sidra. No
he podido conseguir más en mi negociación diplomática.
--¿Todo eso que has dicho piensas comer?--preguntó Aviraneta.
--Ya lo creo. Las emociones me desgastan mucho el organismo.
--Eres un tragón. ¿Has visto si el caballo está en la cuadra?
--Sí; está comiendo su pienso.
--Bueno; pues acaba de moler el café, que yo voy a dejar la mesa libre.
Leguía cogió el molinillo y comenzó a dar vueltas al manubrio mientras
Aviraneta limpiaba la mesa con un trapo.
--Con esa levita y ese sombrero de copa, haciendo de cocinero, me
resultas un tipo ridículo--dijo Aviraneta.
Realmente, Leguía estaba hecho un _dandy_, con su levita entallada y su
redoblante en la cabeza.
--Pues usted está también un poco grotesco--dijo Leguía, mirando a
Aviraneta, que, después de limpiar la mesa, estaba a gatas, delante de
la estufa, con las manos negras.
--Ahí dentro, en ese armario, debe haber unas blusas viejas, que yo
empleo para andar en la huerta. Mira a ver si las encuentras.
Leguía las sacó, y el maestro y el discípulo se quitaron las levitas
para ponerse las blusas.
Este será el mandil masónico que usted empleará en las tenidas
negras--dijo Leguía--. Cómo se conoce que estamos en casa de un
venerable. ¿Qué grado tiene usted, treinta y tres o cuarenta y tres, don
Eugenio?
--Bueno, bueno; esos chistes a mí no me causan impresión, Pello. Voy a
lavarme las manos. Ojo con la estufa, ¿eh?
--Bueno.
Aviraneta volvió al poco rato.
--¿Marcha la estufa?
--Como una seda. El agua del café hierve. Esa madama Ithurbide es la que
me está preocupando.
--Ya vendrá, hombre, ya vendrá.
Los dos amigos se sentaron, con los pies al lado de la estufa, hasta que
entró madama Ithurbide con el mantel y los cubiertos.
--Madama Ithurbide, ¡salud!--gritó Leguía--. Permita usted que le
abrace. ¿Todo ha salido bien?
--Todo.
--¿Las coles estarán blandas?
--Sí, sí.
--¿El pollo no se habrá desgraciado?
--No.
--A la mayonesa, ¿le ha encontrado usted el punto?
--Sí, señor.
--¡Es usted admirable, madama Ithurbide!
Se sentaron a la mesa los dos amigos e hicieron honores a la cena.
Después se sirvieron el café, del que Aviraneta tomó tres tazas, y luego
se dedicaron a fumar. Leguía llevó delante de la estufa un colchón y una
almohada; improvisó un diván, y se tendió en él. De cuando en cuando
hacía una reflexión optimista acerca de la vida.

MIENTRAS EL VIENTO GIME
--Este caserío es mío--dijo de pronto Aviraneta--; me lo dejó un
pariente en unas condiciones poco comunes. Por su mandato no le puedo
cobrar al inquilino más que cincuenta francos al año; pero él tiene la
obligación de reservarme los cuartos de este piso y de este lado que dan
al mar.
--¡Cosa rara!
--Sí; era un tipo bastante extraño mi tío.
Comenzó a llover: se oía el redoblar de las gotas de agua que azotaban
los cristales de las ventanas; todas las trompetas del viento sonaban al
unísono, silbando, cantando, mugiendo; alguna ventana chirriaba en el
enmohecido gozne con un quejido lastimero y terminaba dando un golpazo.
A veces, el viento, rugiente, parecía que iba a arrancar la casa y a
llevarla en el aire; luego volvía a su moscardoneo manso y en algunos
momentos se detenía, y entonces resonaba el rumor de la lluvia y el del
mar.
--¿Para cuándo reserva usted su ingenio, maestro?--dijo de pronto
Leguía.
--¿Por qué dices eso?
--Porque debía usted amenizar la velada contando algo interesante.
--¿Te aburres?
--¡Pse! Un poco.
--¡Claro! ¡Estás acostumbrado a la vida del gran mundo!
--Creo que exagera usted, maestro.
--No; no exagero. ¿Has escrito a Corito?
--Sí, ayer.
--Pues si quieres y no te parece más aburrido que no hacer nada, te
contaré algunos episodios de mi vida.
--Eso es lo que le estaba pidiendo a usted.
--¿No te resultará pesado?
--De ninguna manera.
--No me vengas con cortesías. Ya sabes, Pello, que te conozco. Si no te
gusta el proyecto, no he dicho nada.
--Me gusta, maestro, me gusta; una historia entretenida es para mí en
este momento el complemento de la cena.
--Muy bien; eso me basta.
Aviraneta cruzó el comedor y abrió una puerta que daba a un cuarto
contiguo. Este cuarto estaba lleno de cajas y de trastos viejos.
--¿Qué tiene usted ahí?--preguntó Leguía.
--Ahí tengo unos cuadros que unos chapelgorris amigos míos sacaron de
unas iglesias de la Rioja.
--¿Sacaron? Quiere usted decir que los robaron.
--No vamos a reñir por cuestión de verbos; pon el que te dé la gana;
pero te advierto que tu tío Fermín Leguía iba con ellos.
--Mi tío Fermín ha sido siempre un hombre enemigo de las supersticiones.
¿Y valen algo esos cuadros?
--Sí; los hay muy bonitos: tablas góticas de verdadero mérito.
--¿Y qué piensa usted hacer con todo eso? ¿Venderlo?
--No. ¡Ca! No soy tan positivista. Los guardaré para cuando tenga casa.
--Y usted, enemigo de la religión, ¿se va usted a pasar la vida mirando
santitos? Vamos, don Eugenio, le creía a usted un hombre de más fuerza.
Creo que va usted chocheando.
--Pello, eres un beocio. No quiero enseñarte mis cuadros. Eres indigno
de contemplar una tabla gótica.
--Creo que sí, completamente indigno. ¿Qué tiene usted en ese armario?
--Este es el archivo secreto. Con esto podría echar abajo muchas
reputaciones falsas de honradez, de valor, de moralidad...
--¿Y qué adelantaría usted?
--Quitar la máscara a muchos tunantes.
--¡Bah! Todos los hombres tienen su zona de luz y de sombra: unos más,
otros menos. Hay que tomarlos como son.
--Esta es tu opinión, Pello; pero no la mía. En fin, dejemos eso. En
este cuadernito tengo los apuntes y las fechas, por si alguna vez
escribo mis Memorias para confundir a mis enemigos. Repito: si te
aburre, dímelo.
--Venga esa historia--dijo Leguía, encendiendo un cigarro y tendiéndose
en su improvisado diván.
Aviraneta se acercó al quinqué; abrió su cuaderno, sacó su lente y
comenzó su narración.


II
LAS DOS INFLUENCIAS

SOY un hombre de mala suerte, mi querido Pello, en parte mitigada por mi
fuerza de voluntad grande. Soy de esos que no se desaniman fácilmente,
ni consideran que una causa está perdida hasta que no ven medio alguno
de encontrar una solución. No tengo nada de místico; ni creo que haya en
el mundo más que fuerzas naturales; pero, aunque tuviera la sorpresa de
encontrarme después de muerto con el infierno, no lo podría considerar
como una cosa definitiva e irremediable, y mientras alentara, pensaría
en buscar recursos para mejorar mi situación. La esperanza no la
abandonaría nunca.
Mi filosofía, si es que a un político aventurero se le permite tener
filosofía, ha sido siempre esa: trabajar con entusiasmo para conseguir
las cosas, y cuando no las he conseguido, quedarme tranquilo y renunciar
a ellas sin dolor alguno.
Como hombre de mala suerte, he sufrido bastantes desgracias; he
presenciado catástrofes, derrotas, incendios, matanzas; patriota
entusiasta, he sido testigo de dos invasiones extranjeras y del
desmoronamiento del imperio colonial español; liberal y progresista, he
visto a mi país padeciendo las reacciones más bárbaras; me ha herido la
calumnia y el descrédito, privándome de todas las armas cuando
necesitaba más de ellas; he pasado por casi todas las cárceles de
España; he estado muchas veces a punto de ser fusilado... y, sin
embargo, si volviera a vivir, volvería a hacer lo mismo de lo que hice.
--Hay que ser consecuente--murmuró Leguía, lanzando una bocanada de humo
al aire.
--Lo dices con cierta sorna--replicó Aviraneta--. Ya sé que en el fondo
te burlas de los de mi época. Los jóvenes de hoy vais siendo demasiado
positivistas.
--¡Bah!
--Ya no estimáis más que los resultados. Adoradores del éxito.
--¡Claro! Es natural.
--Para mí no ha sido natural. Hay personas que sólo en determinadas
condiciones se pueden poner en acción. Yo no he pensado esto nunca.
Todas las ocasiones y todos los momentos me han parecido buenos para
defender mis ideas e intentar mis planes. De militar, tan trascendental
me parecía sorprender un correo como ganar una acción; de político, las
elecciones de cualquier pueblo me han interesado tanto y me han parecido
tan importantes como las de la capital. A las gentes que se agitan como
yo, las personas tranquilas les llaman perturbadoras, anarquistas...
--Al grano, don Eugenio, al grano. Se pierde usted en disquisiciones,
maestro.

MI INFANCIA
--Vamos al grano. Empezaré por mi nacimiento. Me llamo Eugenio
Aviraneta, Ibargoyen, Echegaray y Alzate. Soy vasco por los cuatro
costados, pero he nacido en Madrid.
Mi padre se llamaba Felipe Francisco, y era de Vergara; mi madre, Juana
Josefa, y era de Irún.
Mi padre había venido a hacer sus estudios a Madrid, y allí conoció a mi
madre, que era hija de un militar, don Mateo de Ibargoyen. Mi padre y mi
madre se casaron en la parroquia de San Miguel. Mi padre, que era
abogado de algún nombre, tenía muy buena clientela; años antes de nacer
yo había defendido un pleito a favor de las monjas del Sacramento, y
éstas, como pago de sus honorarios, le cedieron, para habitarla, una
casa de propiedad del convento y contigua a él, que daba a la calle del
Estudio de la Villa y tenía el número 10.
Aquí nací yo. Si te interesa saber la fecha, te diré que fué un día 13,
mal día, el 13 de Noviembre de 1792, y fuí bautizado el 14 en la iglesia
de Santa María Real de la Almudena.
Fué mi padrino don Domingo de Larrinaga, militar de alta graduación,
amigo de mi padre. Por eso yo me llamo Eugenio Domingo.
Tenía dos hermanas, Antonia Cecilia y Antonia Juana; una, mayor que yo,
y la otra, más pequeña. De niñas, las dos eran rollizas y altas; en
cambio, yo siempre fuí pequeño y encanijado.
A pesar de mi pequeñez y encanijamiento, no estuve nunca malo.
--Este chico no crece--decía mi madre a doña María Antonia de
Echevarría, que era su amiga más íntima.
--Ya crecerá; no tengas cuidado--contestaba doña María Antonia.
Yo no crecía; pero estaba fuerte como la mala hierba. Que hiciera frío o
calor, que cayera ese sol de Agosto madrileño que parece va a derretir
hasta las piedras, o que estuvieran las fuentes y los charcos helados,
para mí era lo mismo. Mi lugar predilecto era la calle.
A los siete años di un disgusto a mi familia porque me abrieron la
cabeza de un cantazo en una pedrea que tuvimos en las Vistillas unos
moros de Lavapiés y unos cristianos de mi barrio; y a los nueve
proporcioné otro disgusto serio a los autores de mis días, porque le
arrimé una pedrada de honda a un chico, en el pecho, y estuvo, según
dijeron, a punto de morirse.

LA CASA
Durante toda la infancia me encontré sometido a dos influencias: la de
casa y la de la calle.
Estas influencias eran tan opuestas, tan contradictorias, que no había
entre ellas término medio posible.
Con indicarte cómo era mi casa y cómo era la calle, lo comprenderás en
seguida.
Mi casa era una casa especial. Mi padre profesaba ideas modernas para su
época; pero a pesar de esto se manifestaba muy grave, muy ceremonioso,
muy hidalguesco. En el fondo tenía todas las preocupaciones del antiguo
régimen, un poco amortiguadas por su tendencia filosófica.
Mi madre le consideraba como a un oráculo; para ella el dueño de la casa
tenía la categoría y el poder del «pater familias» romano.
Las dos personas más consideradas por mi padre eran don Domingo de
Larrinaga y don Juan Ignacio de Arteaga.
Estos dos señores eran militares de alta graduación; Arteaga había
estado en Méjico, donde se casó con doña Luisa Emparanza, señora muy
entonada y de familia rica.
Larrinaga y Arteaga profesaban, como mi padre, ideas modernas, que en
aquella época no se llamaban todavía liberales.
Es lógico que las tendencias de renovación y de cambio en un país vengan
del elemento culto y no del pueblo. El pueblo toma las ideas cuando ya
han fermentado, y les da violencia, fuerza, para que puedan
generalizarse; pero los primeros contagios siempre comienzan entre la
minoría culta. Esto pasó en Francia, en España, y creo que pasará en
todas partes.
El elemento aristocrático español aceptó en aquel tiempo las ideas
nuevas que tendían a fomentar la agricultura, la industria y a mejorar
la educación de la juventud, y solamente cuando vió que a la larga estas
ideas eran contrarias a los privilegios de clase se opusieron a ellas.
Entonces la posibilidad de un predominio democrático se veía muy lejana.
Todo el mundo quería transformar, sin contar gran cosa con el pueblo, a
quien se consideraba como un elemento inerte.
En una Memoria que publicó don Andrés Muriel, titulada _Gobierno del
Señor Rey Don Carlos III o instrucción reservada para la dirección de
la Junta de Estado_, se puede ver el entusiasmo reformador que había en
España en algunos individuos de las altas clases.

«LOS CABALLERITOS DE AZCOITIA»
En las provincias vascongadas también los nobles y las personas notables
fueron los primeros que se lanzaron a defender las ideas de renovación
en pleno siglo XVIII.
En algunos pueblos se desarrolló un gran entusiasmo por la lectura. En
Guipúzcoa solamente había quince suscriptores a la _Enciclopedia de
Diderot_; con seguridad, en todo el resto de España no llegaban a
tantos.
Muchas gentes de los pueblos guipuzcoanos se reunían con otros de las
mismas aficiones y trataban y discutían cuestiones de arte y de ciencia.
Se hablaba de algunos hidalgos que se habían metido en su casa a hacer
experimentos por su cuenta.
En Azcoitia, según nos decía Larrinaga, tenían una Academia, de la que
formaba parte la gente más distinguida de la villa. Esta Academia se
llamaba «Los caballeritos de Azcoitia», y de ella formaban parte Ignacio
Manuel de Altuna, Joaquín de Eguía, el conde de Peña Florida y otros
enciclopedistas guipuzcoanos menos conocidos.
«Los caballeritos de Azcoitia» habían señalado sus días para el estudio.
Los lunes los consagraban a las Matemáticas; los martes, a la Física; el
miércoles, a la Historia y a las traducciones; el jueves, a la Música;
el viernes, a la Geografía; el sábado, a los asuntos de actualidad, y
el domingo se celebraban fiestas de teatro y conciertos.
Aseguraba Larrinaga que por suscripción se habían llevado a Azcoitia una
máquina neumática, una eléctrica de Nollet, y varios aparatos traídos de
Londres. Se habían discutido también en aquella Academia las tesis
físicas y matemáticas de Bernouilli, de Newton y de Franklin.
Los hidalgos azcoitianos sentían un gran entusiasmo por los nuevos
métodos basados en la experiencia, y cuando el padre Isla criticó en el
_Fray Gerundio_, desde un punto de vista teológico, la enseñanza
experimental, que se comenzaba a emplear en Física, los caballeritos le
atacaron con saña, firmando su impugnación, llena de burlas maliciosas,
con el seudónimo de los «Aldeanos críticos».
De Azcoitia salió la Sociedad Económica Vascongada y la de los Amigos
del País, que después sirvieron de modelo para muchas otras Sociedades
de la misma clase que se fundaron en casi todas las regiones españolas.

EL COLEGIO DE VERGARA
Mi padre, que, como he dicho, era de Vergara, no podía aceptar la
supremacía de ninguna otra ciudad sobre la suya; pero no tenía más
remedio que reconocer que Azcoitia había sido la primera en comenzar el
movimiento filosófico en las Vascongadas y aun en España.
Realmente, el seminario de Vergara era un centro científico
importantísimo. Después de la expulsión de los jesuítas, los
enciclopedistas y afrancesados de Azcoitia se apoderaron del colegio de
Vergara, e hicieron de él el foco de las nuevas ideas. Mientras los
frailes en Salamanca explicaban una Física y una Química con
procedimientos teológicos, en Vergara se empleaban aparatos, se hacían
experiencias.
En Filosofía y en Derecho natural se profesaban ideas modernísimas.
Vergara había discutido con Beasain acerca del nacimiento de San Martín
de Aguirre, a quien los unos tenían por vergarés y los otros por natural
de Loynaz, y el Papa, elegido como árbitro, dió en una bula la razón al
seminario guipuzcoano.
Parecerá absurdo que a un chico que vivía en Madrid se le pusiesen como
modelos de centros de cultura dos pueblos pequeños como Azcoitia y
Vergara; pero hay que tener en cuenta que entonces Madrid era uno de los
lugares más atrasados y más bárbaros de España.
Tanto me hablaban mi padre y mi padrino de estos dos pueblos, que yo me
los figuraba como un sitio en donde los hombres más viejos, con sus
barbas blancas, iban a la escuela.
Muchas veces las ideas nuevas, en vez de destruir las viejas, les sirven
como de cuña. Así pasaba en mi casa. Parecía que el liberalismo de mi
padre había llegado a dar a mi familia un carácter más tradicional.
Aquella casa tenía aire de santuario; todas las pequeñas prácticas de la
vida tomaban allí un tinte religioso. Conversar, escribir una carta, dar
los días, eran actos solemnes. El rezar el rosario por las noches y el
ir a misa los domingos, eran ya ceremonias llenas de unción y de
santidad.
Al lado de este ambiente de respetabilidad que respiraba en mi casa,
tenía el aire de la calle madrileña un cierzo de las Vistillas y de
Puerta de Moros, de la Cuesta de la Vega y de Lavapiés, que cortaba como
una navaja de afeitar.

LA CALLE
Por estas callejuelas del viejo Madrid se respiraba entonces un vaho
espeso de pueblo bajo, de manolería violenta, desgarrada, desvergonzada.
En aquellos tiempos, la Puerta de Moros y la plaza del Alamillo eran tan
peligrosas como las cañadas de Sierra Morena. En estas callejuelas
madrileñas privaba la majeza, el desplante, la frase dura, el chiste
burlón y agresivo. Allí se le daba una puñalada a uno en menos que canta
un gallo, y se le pintaba un jabeque al lucero del alba. Entonces, la
gente pobre de Madrid era completamente salvaje, y se vivía en las casas
de los barrios bajos como en las cuevas de los gitanos.
Madrid era una gran Corte de los Milagros.
Por todas partes se veían mendigos, tullidos que mostraban sus
deformidades y sus llagas; ciegos que entonaban una cantilena
lamentable; procesiones y rosarios. Hasta los más metafísicos misterios
del catolicismo servían para ser cantados al son de la vihuela; y los
romances de los bandidos alternaban con la vida de los santos y las
relaciones de los milagros más despampanantes.
No había esquinazo que no se empapelara con noticias de novenas,
vísperas y trisagios; ni calle en donde faltara un momento la agradable
perspectiva del cogote de un fraile.
Hoy no se puede tener idea de lo que era aquel Madrid; habría que dar
muchos detalles para poder formarse un concepto aproximado a la
realidad.
Entre las solemnidades ceremoniosas de mi casa y la abigarrada majeza
del arroyo estaba yo como el alma de Garibay, más cerca por mis gustos
de la chulapería callejera que de la majestuosa severidad de mi hogar.


III
EL MADRID DE 1800

LA calle del Estudio de la Villa, donde yo he nacido, calle que hoy se
llama solamente de la Villa, es una calle corta y tortuosa; arranca
desde el Pretil de los Consejos, cerca de la Capitanía General, y
termina en la plaza de la Cruz Verde, plaza desconocida por los
madrileños actuales, pues es un pequeño espacio irregular próximo a la
calle de Segovia, según se baja hacia el puente, a mano derecha.
Mi calle, como he dicho, era corta y tortuosa; a la entrada, frente a mi
casa, se encontraba la Academia pública de humanidades, que regentó el
maestro Juan López de Hoyos, cuando asistió a sus aulas Cervantes. Esta
Academia, que llamaban el Estudio de la Villa, daba nombre a la calle.
La casa donde yo nací, que aun existe, se conocía en el barrio con el
nombre de Casa de las Monjas del Sacramento, y era un edificio grande de
tres pisos, con vuelta al Pretil de los Consejos.
Aquélla y otras varias, unidas al convento de las monjas, formaban una
sola manzana, limitada por las calles del Estudio, del Sacramento, del
Pretil de los Consejos, del Rollo y de la plaza de la Cruz Verde.

UN BARRIO SINTETIZADOR
En este rincón de mi barrio hice yo mis primeras correrías. Era difícil
encontrar un barrio tan sintetizador como aquel de la vida cortesana y
aun de la vida nacional; era el barrio más castizo de Madrid, el más
antiguo, el más típico, el receptáculo de todo lo viejo, de todo lo
jaque, de todo lo abigarrado y pintoresco de la villa del oso y del
madroño.
Representaba, como ningún otro, la vida del país. La Inquisición tenía
su hogar en la Plaza Mayor, y en la de la Cruz Verde, los lugares del
auto de fe en gran escala y de los autillos. Estos autillos debieron ser
célebres en otra época, y como recuerdo quedaba en la plaza de la Cruz
Verde, al decir de la gente, una cruz de madera pintada de este color;
la monarquía tenía en el barrio el Palacio Real; la aristocracia, la
casa enorme de Osuna.
La religión contaba con una serie de parroquias y de conventos: San
Pedro, San Justo, San Andrés, la Capilla del Obispo, las Carboneras.
Además, en la calle del Sacramento estaba el palacio arzobispal, y en la
calle del Nuncio el del embajador de Su Santidad.
Otras instituciones fuertes ostentaban en el barrio representación
completa. El dinero y la usura, en la calle del Duque de Nájera, donde
estuvo la casa de Samuel Leví, el tesorero del rey Don Pedro de
Castilla; el dinero y el amor, en la calle del Rebeque, donde se hallaba
la tesorería de Palacio, edificio que luego compró Ruy Gómez de Silva,
el marido de la princesa de Éboli, para incorporarlo al mayorazgo de la
Aliseda.
Un ramo importante de la agricultura tenía su asiento en la plaza
próxima a la Capilla del Obispo. En esta plazoleta, los campesinos de
los alrededores de Madrid habían establecido desde tiempos antiguos un
mercado diario de granos y de paja.
La elección de este sitio para mercado provenía de la época en que al
cabildo de la Capilla del Obispo se le daba como subvención una carga de
paja para el mantenimiento de la mula de cada uno de los capellanes, a
condición de usar en sus paseos mantilla negra larga sobre la caballería
y de que los fámulos llevaran traje y montera del mismo color.
El capellán mayor y los otros menores sacaban a vender todo el pienso
que se les entregaba y que no consumían a esta plazoleta, que desde
entonces se llamó de la Paja. Llegó un día en que las cosas se pusieron
mal; a las mulas de los capellanes se les cortó la ración de pienso;
pero la costumbre estaba hecha y los labradores de Parla y de
Fuenlabrada, fieles a la tradición, siguieron llevando sus cargas de
paja al mismo sitio.
La mendicidad tenía, como no podía menos, en la corte española, su
representación en el barrio. Allí estaba la calle del Panecillo, llamada
de este modo porque se repartía en ella un panecillo de limosna a cada
pobre que se presentaba, y la calle de la Pasa y la del Rollo, que
tenían el mismo motivo mendicante de denominación.
El hampa no dejaba de tener su recuerdo; cerca se encontraba la calle
del Azotado, o de los Azotados, hoy calle del Cordón, por donde pasaban
montados en burro los condenados a esta pena, mientras el verdugo les
calentaba las espaldas.
La fiesta nacional tenía la calle del Toro, con un poco de historia
tauromáquico-fantástica adjudicada a ella. Durante mucho tiempo había
habido en esta callejuela una casa adornada con los cuernos de un toro
estoqueado en una corrida regia.
La gente del barrio aseguraba que los cuernos sujetos a la pared
bramaban a la misma hora en que fué estoqueado el animal. Otros decían
que estos bramidos los producía un chico, que se burlaba así de la gente
del pueblo, y que se ganó, cuando se le descubrió, la gran paliza.
No sólo teníamos en el barrio representación de las cosas terrenas, sino
también de las de ultratumba; así, había un bodegón del Infierno, donde
se reunían los aguadores a comer el clásico puchero, y un callejón del
Infierno, que después del 7 de Julio se llamó Arco de Triunfo.
Los eruditos en esta clase de cosas decían que se llamaba callejón del
Infierno porque en un incendio que estalló en la Plaza Mayor, la gente
que miraba las llamas desde aquella rendija angosta le encontraba el
aspecto de la entrada de los dominios de Plutón.
Hubo un tiempo en que fué necesario ensanchar este corredor estrecho
para que pudiera pasar el coche real, y un poeta satírico, que era
además cura, escribió con tal motivo un romance que comenzaba así:
¡A qué estado habrán llegado
las costumbres de este pueblo,
que es necesario ensanchar
el callejón del Infierno!

LA CASA MISTERIOSA
Además de estas curiosidades, había en mi barrio algo que llegó a ser
durante mi infancia una gran preocupación.
Era una casa pequeña de la calle de Santa María, que hacía esquina a una
callejuela que llevaba el nombre del duque de Nájera.
Esta casa tenía dos cuerpos: piso principal, con cuatro balcones muy
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