El aprendiz de conspirador - 10

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Esta época de granujería me duró poco tiempo en Irún. Los amigos
empezaban a hacerse muchachos formales; alguno tenía ya novia. Era
indispensable cambiar. A pesar de esto, Ganisch y yo realizábamos de
cuando en cuando algún proyecto de salvajismo; pero lo hacíamos a solas.
Teníamos para entendernos un sistema especial; tomábamos el aire de una
canción navarra titulada «Andre Madalen», y con esta tonadilla, y en
vascuence, nos comunicábamos nuestros propósitos, sin que se enterara la
gente de alrededor, aunque fueran vascongados.
Los domingos solíamos ir, en cuadrilla, a Fuenterrabía, a Hendaya, a
Oyarzum; muchas veces marchábamos por el camino de Navarra, por la
orilla del Bidasoa, y a veces fuimos hasta Elizondo en el coche de
Martín Gueldi, a quien se le llamaba así Martín el lento, porque era
pesado y calmoso como pocos.
Al cabo de algún tiempo de estar en Irún perdí por completo mi acento
madrileño y mis ideas del barrio de las Vistillas, y fuí adquiriendo la
manera de hablar y las costumbres de un vascongado.
--Eugenio se va paulatinamente aviranetizando, ibargoyizando,
echegarayzando y alzateando--decía, en broma, mi maestro don Mariano
Arizmendi.

EN BAYONA
En el segundo verano que estuve en Irún, mi tío Fermín Esteban, que
tenía parientes en Bayona, me mandó a esta ciudad a pasar una temporada
con ellos.
La familia de Bayona a cuya casa fuí era de pequeños comerciantes,
furibundos realistas; allí todas las noches se rezaba por el alma de
Luis XVI y de María Antonieta; se le llamaba Buonaparte a Napoleón, y se
hablaba de monstruos de la revolución francesa.
Mis parientes tenían una idea absurda de España; la consideraban como un
país de leyenda. Me hacían preguntas que me dejaban asombrado; creían
que los españoles habíamos quedado en nuestra vida absolutamente
inmóviles, sin cambiar de ideas y de costumbres desde hacía lo menos dos
siglos.
Entre aquellos franceses realistas, rutinarios, pesados y cortos de
inteligencia, se hablaba de un pariente que había sido militar
republicano como de un ogro. Tan acérrimo partidario de la República era
este hombre, que ni aun el Gobierno de Buonaparte había querido aceptar.
Este militar, deshonra de la familia, se llamaba Gastón Etchepare, y
desde hacía algunos años vivía solitario en una casa de un pueblecillo
próximo a Biarritz, en Bidart.
Yo, al oir hablar tantas veces de Gastón Etchepare como de un bandido o
de un ogro, sentí deseo de conocerle, y una vez, aprovechando la ocasión
de un carretero de Irún que se preparaba a volver desde Bayona, fuí a
Bidart.
Etchepare vivía en el caserío Ithurbide; pero en el pueblo no le
conocían. Pregunté a varios campesinos por Ithurbide, hasta dar con él.
Llegué a la puerta del caserío, llamé; nadie salió a mi encuentro. Vi
que la puertecilla del huerto estaba entornada, y a unos veinte pasos me
encontré a un viejo con un libro en la mano, sentado sobre un montón de
ramas secas.
Al verme se me quedó mirando con asombro. Le dije quién era y a lo que
iba, y me hizo sentarme a su lado.
Hacía ya mucho tiempo que no entraba allí nadie más que una vieja a
hacerle la comida.
Etchepare y yo hablamos. Yo todavía no sabía seguir una conversación
larga en francés y él conocía muy poco el español. Cuando el sol comenzó
a retirarse, Etchepare se levantó, y fuimos paseando por el acantilado
de la costa.
Etchepare era un hombre alto, flaco, vestido con pantalón corto, chaleco
de ante con botones de nácar, corbata blanca y gran casaca obscura.
Tenía los ojos enfermos, y su mirada parecía la de un loco.
Me invitó a cenar con él, y acepté. La conversación que tuvimos aquella
noche el viejo y yo quedó grabada en mi memoria de una manera indeleble.
Etchepare era un republicano exaltado; la soledad de su vida le daba un
gran deseo de comunicarse con alguien, y estuvo hablando, hasta muy
entrada la noche, de Vergniaud, de Danton, de Robespierre, de
Saint-Just, de los montañeses y girondinos. Al mismo tiempo barajaba con
estos nombres los de Catón y Bruto, como si hubieran vivido todos en la
misma época.
Yo sentía una gran impresión al oir elogiar acontecimientos y personas
que siempre había oído citar con horror.
Al despedirme de él para volver a Bayona me dijo que me enviaría a Irún
varios tomos de Voltaire y de Diderot y algunas colecciones de
periódicos del tiempo de la revolución.
--Ven cuando quieras--me dijo--. Hablaremos.
Efectivamente, volví una semana después, y discutimos acerca de puntos
filosóficos y políticos. Tenía el viejo Etchepare un gran fervor de
proselitismo. Las dos palabras que constantemente estaban en su boca
eran la Libertad y la Naturaleza. Vivir la vida natural y ser libre:
éstos eran los ideales suyos.

MASÓN
Como Etchepare vió en mí tendencias de seguir sus ideas, me recomendó
que me presentara en la logia masónica de Bayona, y me dió una carta
para Juan Pedro Basterreche, armador de aquella ciudad, que tenía una
gran casa de comercio y era un entusiasta republicano.
Me presenté en Bayona en casa de Basterreche.
--¿Qué hace el viejo Etchepare?--me preguntó Juan Pedro.
--Allá está en Bidart.
--¿Sigue tan revolucionario como siempre?
--Igual.
--Es un hombre muy íntegro.
Juan Pedro me dijo que fuera a su casa de noche. Fuí después de cenar;
salimos los dos juntos, y al poco rato noté que nos seguían.
--Parece que nos siguen--le dije a Basterreche.
--Es la Policía. No hagas caso. A mí me vigilan constantemente.
Cruzamos el río; llegamos a una casa que estaba entre la calle de
Bourgneuf y la de Jacques Lafitte y entramos en la logia.
La ceremonia de ingreso en la masonería no tuvo nada de particular. Me
hicieron los jefes algunas preguntas, y después me presentaron a
distintas personas, entre las cuales había varios españoles. Desde aquel
día trabé relaciones de amistad con muchos republicanos franceses y con
los emigrados compatriotas que se reunían de noche en la logia y por la
tarde en la librería de Gosse.
Allí conocí a Rafael Martínez, el ex jesuíta; al ex fraile Arrambide,
que escribió _El amante de las leyes y el rey_; a Hevia, a Santibáñez, a
Eguía, a Pedro Beunza, un muchacho de mi edad, y a su padre Juan
Bautista. Los Beunzas vivían en la calle de los Vascos, en el número 14,
y a su casa solíamos ir muchas veces a tomar café. Al padre y al hijo
los traté años más tarde, pues fueron de los que trabajaron con mayor
entusiasmo por la Constitución, luego de derrocada en 1814 y 1823.
Muy amigo también de los españoles era un francés de Ustaritz, llamado
Cadet. Este francés tenía amistad con los Garat y ayudaba a Pedro
Beunza.
En los años siguientes a 1814, cuando la primera reacción, Cadet fué uno
de los mejores auxiliares de Mina y de los constitucionales españoles.
Entre algunos de los emigrados del período revolucionario, como
Arrambide, Martínez y Hevia, se conservaba el recuerdo de nuestros
compatriotas que habían pertenecido durante el Terror al Club Jacobino
de Bayona.
De quien más se hablaba y más anécdotas se contaban era del abate
Marchena.
Marchena había formado parte de la Sociedad de los Hermanos y Amigos
Reunidos, en la cual era aceptado hasta el verdugo, a quien los
revolucionarios habían quitado su viejo y odioso nombre, sustituyéndolo
por el de vengador.
En el Club Jacobino de Bayona, Marchena pronunció un gran discurso, que
se imprimió y se repartió profusamente.
Entre aquellos emigrados españoles que tenían mis tendencias y mis
entusiasmos políticos hubiera vivido con gusto; pero las vacaciones
terminaban, y tenía que volver a Irún.


II
UN ESPAÑOL REVOLUCIONARIO

DESDE mi conversación con Etchepare sentí grandes deseos de instruirme.
Como en Irún era muy difícil adquirir libros, fuí pidiéndolos a Bayona,
a la librería de Gosse.
Etchepare me enviaba, con algunas mujeres bidartinas y con las
_cascarotas_ de Ciburu, libros, folletos y toda clase de papeles.
En mi cuarto de Irún, que daba sobre el tejado de una casa próxima, yo
me dedicaba a leer y a pensar en cuestiones políticas. No hay que decir
que cada día me sentía más republicano. Danton y Robespierre eran mis
héroes favoritos.
Un libro que influyó mucho entonces en el giro de mis pensamientos fué
el _Compendio de la vida y hechos de Joseph Bálsamo_, llamado conde de
Cagliostro, que se publicó en Barcelona años antes, traducido del
italiano.
Este Cagliostro era un tipo curioso. Había fundado sociedades masónicas
por todo el orbe. Unos lo consideraban como un gran jefe de la
masonería; otros, como un embaucador, cuyas empresas todas no llevaban
más fin que explotar a los incautos.
A pesar de esto, a mí me gustó la figura de aquel hombre, y me impulsó a
seguir sus pasos.

LOS FUNDADORES DEL AVENTINO
Yo también decidí fundar una sociedad secreta en Irún; nos reunimos para
constituirla cinco muchachos: Ramón Echeandía, Juan Larrumbide, más
conocido por Ganisch, Pello Cortázar, Martín José Zugarramurdi y yo. La
sociedad se denominaría El Aventino. Yo tuve que explicar lo que era
esto del Aventino a los socios.
El reglamento de la sociedad se calcó de la logia masónica de Bayona.
El Aventino llegó a tener veintisiete afiliados, repartidos entre Irún,
San Sebastián, San Juan de Luz y Fuenterrabía, y contó con una buena
cabeza: Juan Olavarría, que pasados los años, en 1834, conspiró conmigo,
en la Sociedad Isabelina, contra el Estatuto Real y a favor de la
Constitución de 1812.
Nuestro Aventino hizo algunas cosas de gracia, que si no pasaron a la
Historia dieron mucho que hablar en el pueblo.
Fueron calaveradas sin trascendencia política; pero alguna que otra vez
servimos a la causa liberal repartiendo papeles que nos enviaron de las
logias y ayudando a pasar la frontera a dos o tres fugitivos.
El aterrorizar al pueblo era uno de nuestros ideales. En una borda del
camino del Bidasoa, donde nos reuníamos, inventamos que había duendes.
Un carnero misterioso solía salir y atacar al que osaba aproximarse.
La gente tenía miedo, y de noche nadie se acercaba por allí. Algunos de
los socios llegaron también a asustarse, a pesar de saber que tanto el
carnero misterioso como los duendes habían salido de nuestra cabeza.
Para conocernos de noche, los afiliados teníamos como contraseña el dar
el grito del mochuelo, al que se contestaba con un silbido suave.
Una vez Ganisch subió un macho cabrío con un cencerro al balcón de una
vieja muy beata y muy enemiga nuestra, y otra noche, escalando el
tejado, tapó el agujero de la chimenea de la casa del alcalde.
No hay que decir cómo se puso la primera autoridad municipal. Juró que
tenía que meter en la cárcel a medio pueblo si no se encontraba al autor
de aquella trastada irrespetuosa.
Como en esta época era todo aún tan obscuro y confuso, hubo emisarios
que pasaron por Irún y vinieron a visitarme como masón y presidente del
Aventino.
Esta obscuridad y confusión persistió siempre en las filas liberales, y
constituyó muchas veces la causa de nuestros fracasos, pues por un
espejismo involuntario creíamos contar con organizaciones civiles y
militares de importancia, cuando no teníamos más que los nombres en el
papel.

LAZCANO
Uno de los emisarios que pasó por Irún y estuvo en mi casa fué un señor
de alguna edad que se llamaba don Rafael Lazcano y Eguía.
Lazcano y Eguía llevaba, la primera vez que pasó por Irún, una carta
para el marqués de Beauharnais, entonces embajador de Francia en Madrid,
y por lo que dijo tenía la misión de visitar las nacientes logias
masónicas de España.
Lazcano blasonaba de liberal y de jacobino; pero siempre estaba luciendo
su parentesco. El marqués de Tal, que es mi primo; Fulano, que es mi
pariente...
Tan pronto se jactaba Lazcano de ser aristócrata como de revolucionario;
pero la idea que no variaba en él, la que le caracterizaba, era creer
que todo el que no conociera el París de la Revolución era un pobre
hombre.
Sólo el que hubiese presenciado las escenas revolucionarias parisienses
podía hablar y estar enterado de las cosas.
Una parecida petulancia tuvieron años después los afrancesados, que se
consideraban los únicos guardadores de las buenas ideas liberales, lo
que no fué obstáculo para que se hicieran reaccionarios al poco tiempo.
Lazcano y Eguía era por entonces, cuando yo le conocí, hombre de unos
cincuenta años, alto, de muy buen aspecto. Vestía chaleco rojo de solapa
ancha y casaca de seda lisa, larga, de color castaña, estilo Directorio.
Lazcano era sobrino de los dos enciclopedistas más notables de
Guipúzcoa: de don Joaquín de Eguía y de Ignacio Manuel de Altuna.
Lazcano había estudiado en el colegio de Vergara, y, como todos los que
cursaron en aquellas cátedras, por entonces célebres, era entusiasta de
Francia y de sus hombres.
Inmediatamente que pudo se largó a París. Allí conoció a lo más ilustre
del elemento enciclopedista y se hizo amigo de la juventud dorada.
Tenía en París a su tío Eguía y Corral, un tipo excéntrico, que en
treinta años de vida parisiense apenas salió de las galerías del Palais
Royal, donde, según él, se encontraban todas las cosas necesarias y
agradables para el cuerpo y para el espíritu, menos aquellas que no
hacen falta para nada, o sean las boticas y las iglesias.

ALTUNA
De Ignacio Manuel de Altuna me habló mucho su sobrino, y me leyó varios
trozos de las _Confesiones_ de Juan Jacobo Rousseau, en donde el
escritor suizo se ocupa, con gran elogio, del joven guipuzcoano, amigo
suyo.
Hoy no se puede formar idea de lo que representaba para uno de aquellos
hombres, galómanos hasta la locura, el tener un pariente alabado por
Rousseau. Era algo así como estar en vida dentro de la inmortalidad.
A mí, como nunca me entusiasmó lo que había leído de Juan Jacobo, no me
hacía mella el que este escritor dirigiera aquellos ditirambos a su
amistad con el joven guipuzcoano.
Rousseau cuenta en las _Confesiones_ cómo conoció a Altuna en Venecia:
lo describe alto y bien formado, de tez blanca, de mejillas sonrosadas,
de pelo castaño casi rubio. Añade que, a pesar de ser religioso, era muy
tolerante; que tenía distribuídas las horas del día para el estudio y
que lo comprendía todo.
Altuna, desde Azcoitia, donde vivía, invitó a Rousseau a ir a refugiarse
a Ibarluce, quinta de su propiedad, en el Ayuntamiento de Urrestilla,
cerca de Azpeitia.
El marqués de Narros, que tenía simpatía por los enciclopedistas, pidió
al Gobierno su beneplácito para que Rousseau pudiera instalarse en
España, y el Gobierno lo concedió; pero el Santo Oficio intervino y puso
como condición que el escritor se retractase de las doctrinas o
proposiciones que la Inquisición había censurado en sus libros, a lo
cual Rousseau no se avino.
Rousseau sobrevivió a Altuna, el cual murió joven. El filósofo conservó
un recuerdo muy romántico de su amigo el azcoitiano. Con esta frase
resume la idea que tenía de él: «Ignacio Emmanuel de Altuna etoit un de
ces hommes rares que l'Espagne seule produit, et qu'elle produit trop
peu pour sa gloire».
Por encima de todos estos motivos de orgullo, tenía Lazcano y Eguía el
de haber estado en Francia en la época de la Revolución y presenciado
las jornadas del Terror, en París.
Lazcano me solía hablar de aquella ebullición de la gran ciudad,
hirviente de clubs, borracha de sangre, de gloria y de retórica, cuando
montañeses y girondinos luchaban por el predominio y el Gobierno de la
_Commune_ aspiraba a la dictadura.
En las dos o tres temporadas que Lazcano y Eguía estuvo en Irún vino a
todas horas a mi casa.
Aunque no me era simpático, le oía con mucho gusto.
A mis amigos del Aventino les parecía odioso. Realmente, tenía un
carácter absorbente, de hombre vanidoso y pagado de sí mismo. Con el que
no conocía tomaba unos aires de superioridad desagradables.
Se creía, además, muy conquistador. Para él no había mujer que no fuera
abordable. Inmediatamente que veía una, casada o soltera, ya estaba como
un gallo. Esto le produjo bastantes conflictos y algunas riñas y
palizas.


III
NARRACIÓN DE ETCHEPARE

VARIAS veces después fuí a ver a Etchepare, que me llamaba a Bidart para
hablar conmigo.
El viejo republicano atizaba el fuego que comenzaba a arder en mi alma
con sus recuerdos del período revolucionario, y trataba de infundirme la
idea de que los jóvenes de mi edad debíamos hacer en España lo que los
Vergniaud, los Petion y los Robespierre habían hecho en Francia.
Esta idea, como era natural, halagaba mi orgullo; me daba sueños de
gloria; me hacía creerme hombre capaz de dirigir multitudes. Al mismo
tiempo comenzaba a tener una sospecha de predestinación, como todos los
ambiciosos.
Etchepare era mi confidente: le explicaba los trabajos que hacíamos en
Irún; la marcha de nuestro Aventino, y le hablaba de la gente afiliada a
la sociedad.
Varias veces, al citar a Lazcano, vi a Etchepare hacer un gesto de
molestia. Como este gesto se repetía, tuve curiosidad de saber qué
relación había habido entre los dos, y un día se lo pregunté
francamente:
--Ha conocido usted a Lazcano y Eguía, ¿verdad?
--Sí.
--¿Qué clase de hombre es?
--No creo que sea buena persona.
--Yo tampoco.
--Yo, al menos, no le recomendaría a nadie--añadió Etchepare.
--¿Qué sabe usted de él?
--Vendió y traicionó a un hombre que fué su protector y su amigo.
--Es feo delito.
--Pues él no tuvo inconveniente en cometerlo.
--¡Cuente usted! Con una persona que se presenta como amigo y
correligionario hay que saber hasta qué punto hay que llevar la
desconfianza.

GUZMÁN
Etchepare se pasó la mano por la frente y murmuró:
--Es un recuerdo que me molesta... pero, en fin... lo contaré. Sabrás
que soy militar retirado; he servido en el arma de Caballería hasta el
golpe de Estado de Bonaparte. Yo me creía con derecho a matar al enemigo
de mi patria; me creía con derecho para pelear por su libertad; cuando
se trató de atacar la patria de los demás para la gloria de un hombre
solo, dije no, y tiré la espada y pedí el retiro. No he sido nunca
aficionado a los gritos y a las alharacas, y hasta las manifestaciones
naturales de alegría me han molestado.
Cuando la célebre batalla de Valmy era yo sargento. El triunfo de las
tropas republicanas había producido un entusiasmo en aquellos soldados
muy natural y lógico. La noche después de la victoria, los cantos, los
gritos, los vivas se repetían a cada momento. Estaba yo delante de la
tienda de campaña, contemplando una hoguera que se consumía ante mis
ojos, cuando acertó a pasar un oficial.
--¿Filosofas, ciudadano sargento?--me dijo.
--Ya ves, ciudadano oficial--le contesté.
El oficial se sentó a mi lado, y hablamos; hablamos de las esperanzas
que iba a dar a Francia la Revolución.
--A Francia y al mundo--me dijo el oficial.
--Yo lo espero así.
--Yo también--añadió él--. Aunque francés de adopción, soy español de
nacimiento.
--Tampoco yo soy del todo francés--le repliqué--, porque soy vasco.
El español y yo nos hicimos amigos. El estaba de oficial agregado a la
Caballería; se llamaba Guzmán, Andrés María de Guzmán. Era hombre flaco,
nervioso, de pelo muy negro y ojos inquietos.
Días después le volví a ver y hablamos repetidas veces. No estábamos
conformes en apreciar la política de la Revolución. El era partidario
del bando más ultrarradical de los montañeses; yo siempre tuve más
simpatías por los girondinos. Guzmán era sospechoso en el Ejército;
extranjero y muy aficionado a criticar los actos de los demás, no
inspiraba confianza.
A fines de 1792 estuve yo en París, y paseando por las galerías del
Palais Royal me encontré con Guzmán. Me habló de que había sido detenido
y acusado de traidor, y que, gracias a los informes de la Sección de las
Picas, donde tenía muchos amigos y partidarios, se había salvado. Guzmán
llevaba una vida disipada; era jugador y libertino. Guzmán me llevó a su
casa. Vivía en un piso alto de la rue Neuve des Mathurins, en el número
34, y tenía una casa pobre, como de obrero o de empleado de escaso
sueldo; pero entre los muebles miserables había algunos riquísimos,
entre ellos un espejo biselado y un _secrétaire_ de concha.

MAGDALENA
Con Guzmán vivía una mujer, que me presentó como sobrina suya; una mujer
pálida, de una gran belleza. Esta mujer se llamaba Magdalena y había
nacido en Gante, y era hija de una hermana de Guzmán.
Servía al tío y a la sobrina un criado viejo, belga, muy ceremonioso.
Guzmán me convidó a comer, y en la mesa hablamos. La sobrina apenas
decía nada. Unos días después fuí a casa de Guzmán, y como él no estaba,
hablé largo rato con Magdalena. Ella se lamentaba amargamente de que su
tío tomara una parte activa en la Revolución, de que se le considerara
como un aventurero sin patria y sin hogar y de que fuera amigo y
partidario entusiasta de Marat.
Realmente, Guzmán tenía mala fama. Era miembro influyente del club del
Obispado: del grupo de los extranjeros, grupo sospechoso, en el que
había hombres entusiastas y cándidos, como Anacarsis Clootz, y
agiotistas, pagados por los ingleses y los prusianos.
Guzmán, que en la calle se mostraba atrevido y cínico, era comedido y
prudente en su casa. Allí se presentaba de otra manera.
Largas conversaciones tuve con Magdalena en la guardilla de la calle
Nueva de los Mathurins. La familia de Guzmán, que al parecer
primitivamente se llamaba Pérez de Guzmán, era aristocrática en grado
sumo, y tenía parientes de la más alta nobleza en España y en Bélgica.
Por lo que me dijo Magdalena, su tío Andrés había salido de España, de
Granada, de donde era oriundo, a recoger una herencia fabulosa de un
antepasado suyo, príncipe belga; pero una rama de los Montmorency les
disputó la herencia, y en los pleitos que tuvo con esta familia poderosa
se estableció una lucha de influencias, en la cual, como era lógico,
vencieron los Montmorency, y aunque Guzmán tenía más derecho, le
desposeyeron de todas las propiedades y títulos.
Desde entonces, Andrés María de Guzmán se había sentido vejado,
ofendido, y se había lanzado a defender las ideas revolucionarias más
extremadas. Esta era la causa de la rebeldía y de la actitud republicana
de su tío, según Magdalena; opinión de mujer, y de mujer imbuída en
prejuicios aristocráticos, que no podía comprender la inmensa atracción
que ejercía la Revolución francesa en todos los hombres, fuesen nobles o
plebeyos.
Magdalena era una mujer encantadora; pero tenía una preocupación
nobiliaria que a mí se me antojaba odiosa. Muchas veces la vi tratar con
altivez al viejo criado, que les servía únicamente por cariño. Tenía el
convencimiento de que ella debía mandar y el anciano aquel debía
obedecer. El criado estaba convencido de lo mismo.
Magdalena solía hablarme de sus parientes, de sus títulos, de sus
posesiones, y también de su infancia de huérfana, educada en una casa de
religiosas de Gante.
En todas nuestras conversaciones solíamos estar de acuerdo menos cuando
hablábamos de la aristocracia y de los acontecimientos de la Revolución.
Alguna que otra vez pensé en dirigirme a Magdalena y decirla que la
quería; pero temía una repulsa, no de la mujer, esto me hubiera
entristecido, sino de la dama aristocrática, lo que me hubiera
indignado.

EL COMITÉ DE BAYONA
Convencido de que Magdalena no era para mí, decidí abandonar París. Los
acontecimientos políticos no llevaban el camino que yo consideraba
bueno, y me vine a Bidart.
No era fácil en aquel tiempo permanecer aislado, y los amigos me
llamaron a Bayona. En esta época había en Bayona un comité español
revolucionario. El Gobierno de la República lo sostenía, y de aquel
comité salían toda clase de folletos y de papeles, que entraban
clandestinamente en España. En este comité estaban representadas las
tendencias que entonces había en la Convención.
Un grupo seguía a mi amigo Basterreche, y quería para España la
República, una e indivisible; el otro, a cuyo frente estaba el abate
Marchena, era federal, y deseaba tantas repúblicas como antiguos reinos
hubo en España.
Se llegó a consultar a los conspicuos de París si sería mejor una
República española, o una vasca, catalana, andaluza, etc., y los
parisienses opinaron que serían mejor varias, no por sentimiento
federalista, sino por ser muy natural querer al vecino dividido.
Los republicanos españoles de Bayona tenían amigos en toda la Península:
en Madrid, en Barcelona, en San Sebastián; hasta en Burgos llegó a haber
revolucionarios bastantes para formar una sociedad secreta. En Salamanca
se constituyó un club jacobino, que tuvo verdadera importancia.
Los centralistas, que reconocían como jefe, en Bayona, a Basterreche,
tenían como representante en París a mi amigo Guzmán, que entonces era
miembro del comité del club del Obispado y persona muy influyente con
Danton y, sobre todo, con Marat.
Varias veces le había oído decir a Guzmán que Marat era oriundo de
España, creo que de Cataluña; que sabía bastante bien el español, y que
le interesaban los asuntos de la Península. Los centralistas amigos de
Basterreche representaban en el comité español a los dantonianos y
maratistas: a la Montaña.
Los federales españoles de Bayona tenían como representante en París al
girondino Brissot. Eran todos _brissotins_, que entonces era sinónimo de
ser políticos de cultura y de templanza. El partido federal español lo
capitaneaba Marchena, y en él estaban afiliados Hevia, Ballesteros,
Santibáñez, Rubín de Celis y otros.
Marchena escribió, desde Bayona, un aviso al pueblo español, con
carácter girondino, abogando por la república federal, lo que desagradó
profundamente a Guzmán, que envió un informe al ministro Lebrún,
diciéndole que aquel papel estaba tan mal pensado como escrito.
Marchena, que era un pillo, había puesto, a propósito, grandes faltas
gramaticales en su informe, para que no se supiera que era él el autor
del aviso. Sin embargo, Guzmán lo supo y consideró a Marchena como
enemigo. Con esta divergencia entre las dos personas más visibles del
partido revolucionario español, que ya era de por sí pequeño, se
fraccionó y desapareció.


IV
UNA INTRIGA EN LA ÉPOCA DEL TERROR

POR esta época, Lazcano se presentó en Bayona; venía de haber pasado una
corta estancia en su aldea, y pensaba seguir a París. Lazcano fué a ver
al abate Marchena; los dos eran vanidosos y petulantes, y en la primera
entrevista se enemistaron.
Lazcano decidió no tener relaciones con los _brissotins_, y se presentó
a Basterreche. Basterreche le dirigió a mi casa; Lazcano me dijo que
sabía que yo tenía conocimientos entre los montañeses y que quería una
carta para ellos. Yo le di una para Guzmán y otra para Pereyra.
Lazcano en París se hizo amigo íntimo de Guzmán, y juntos fueron a los
Cordeleros, a casa de Marat, al palacio de la Reina Blanca, donde tenían
sus reuniones Hebert y Chaumette, y al club del Obispado.
Guzmán entonces tenía dinero y llevaba una vida disipada. Frecuentaba
las casas de juego del Palais Royal, iba a las cenas presididas por
Danton, de a cien francos por cabeza; visitaba la casa de las señoritas
de Saint-Amaranthe y el garito de Aucane. Allí se encontraban hombres de
distintas nacionalidades y procedencias: ex cómicos, como Collot
d'Herbois y Dubuisson; ex aristócratas, como Guzmán; ex frailes, como el
capuchino Hilarión Chabot; ex abates, como d'Espagnac; ex judíos, como
Pereyra; ex banqueros, como Anacarsis Clootz. La divisa de todos ellos
era esta frase epicúrea: «Edumus et bibamus, cram enim moriemur.»
(Comamos y bebamos, que mañana moriremos.)
La Revolución les arrastraba; muchos tenían la seguridad de su fin
próximo. Mientras gozaban de la vida, los incorruptibles como
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