El aprendiz de conspirador - 05

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--¿Quién es?
--Un enviado del Gobierno.
--¿Entonces será liberal?
--Liberalísimo. Un revolucionario impenitente.
Pello no replicó. El padrino de Corito resultaba un tipo raro y ambiguo.
Los unos le tenían por carlista entusiasta, los otros por un
revolucionario.
No podía ser las dos cosas al mismo tiempo; más fácil era que no fuese
ninguna de las dos, y que aparentase, según sus conveniencias, profesar
tan pronto una opinión como otra.
Realmente, su actitud era un poco misteriosa. Había estado en casa de
las Piscinas, había tenido una conferencia con Salazar y saludado a las
de Echaluce. Para que nada faltara estuvo media hora en la botica y un
momento en el café de Poli.
Aquel viajero audaz había pasado todos los Rubicones laguardienses como
quien salta un charco.
--¿Quién era este hombre? ¿Qué buscaba?


III
TRAIDOR, ESPÍA Y MASÓN

AL día siguiente, por la tarde, trabajaba Pello en el escritorio cuando
vió pasar varias veces a Antonio Estúñiga; Antonio se mostraba indeciso,
sin atreverse a entrar; pero, al fin, se decidió y, cruzando el almacén,
se plantó en el despacho.
--¿Qué hay?--le dijo Pello.
--¿No está tu tío?--preguntó Antonio.
--No.
--¿Te encuentras solo?
--Completamente solo.
--¿Sabes lo que pasa?
--No. ¿Qué pasa?
--Que ese hombre que nos presentaron ayer, el padrino de Corito...
--Sí... ¿qué?
--Que se ha descubierto que es un espía... un traidor que viene a
engañarnos.
--¿Quién lo ha descubierto?
--Me lo han dicho.
--¿Quién?
--Un hombre que le va siguiendo los pasos.
--¿Uno con trazas de mendigo?
--Sí.
--¿Afeitado?
--Sí.
--¿Con una zamarra?
--Eso es.
--Le vi cuando llegó; venía tras él.
--Sí, viene persiguiéndole, vigilándole. Cuando salgas de aquí entra en
el figón del Calavera y hablaremos con ese hombre de la zamarra.
--Cuando acabe iré.

EL FIGÓN DEL CALAVERA
Pello terminó su trabajo; saludó a su prima Anita, que estaba cosiendo a
la luz de una lámpara, y se fué al figón del Calavera.
Era este figón un agujero obscuro y lóbrego, abierto en una callejuela.
Tenía varias barricas en el portal y una rama de álamo a la entrada,
como muestra. De día estaba alumbrado por una angosta ventana, y de
noche por un candil que colgaba de la campana de la chimenea.
Varias mesas negras, con bancos de madera, ocupaban el interior. En un
rincón, hablando con el hombre de la zamarra y con Estúñiga, estaban
tres hombres. Uno de ellos era el Calavera, el dueño del figón, un
Hércules rechoncho, con aire bestial, la cara ancha, la nariz chata y
roja, como si acabaran de remachársela a fuego; el pecho y las manos,
velludas. Los otros dos eran tipos maleantes: el Raposo y el
Caracolero; los dos carlistas y asiduos contertulios de la casa.
El Raposo, realmente, parecía un zorro: tenía una viveza de rata; la
cara afilada, y unos pelos amarillos en el bigote; el Caracolero era
flaco, pálido, de aspecto enfermizo, con los ojos legañosos y rojizos;
la barba gris, sin afeitar en quince días, y una voz de flauta
completamente ridícula.
Pello se acercó a la mesa.
--Siéntate--le dijo Estúñiga.
--Le estábamos esperando a usted--agregó el Raposo.
--¿A mí?
--Este señor--añadió Estúñiga señalando al hombre de la zamarra--nos ha
contado las maldades de ese hombre que vino anteayer por la noche a
Laguardia.
--¿Tan malo es?--preguntó Leguía.
--Es un canalla, un traidor, un masón--contestó el hombre de la zamarra,
con gran solemnidad.
--Y ¿qué es lo que ha hecho?--volvió a preguntar Leguía, a quien, sin
duda, estas acusaciones vagas no le parecían gran cosa.
--Ha hecho horrores. Así, que la Policía le busca siempre por
conspirador. El dirigió en Madrid la matanza de frailes el año 34; él
ordenó la muerte de ciento treinta y tres prisioneros carlistas que
estaban en la ciudadela de Barcelona. El sublevó el año pasado Málaga y
Cádiz. Por donde va lleva el incendio, la matanza, la ruina, el
sacrilegio...
--¡Pues es todo un tipo!--dijo Leguía, no sin cierta admiración.
--¡Sí lo es!--murmuró el Raposo.
--Y ¿cómo se llama ese hombre?--preguntó Leguía.
--Eugenio de Aviraneta.
--Tiene apellido vascongado.
--¡Vete a saber si se llamará así!--exclamó Estúñiga.
--Sí, así se llama--replicó el de la zamarra--. Su nombre es bastante
conocido.
--Y ¿serán verdad todos sus crímenes?--preguntó Leguía.
--Lo son.
Y el hombre de la zamarra sacó del bolsillo cuatro o cinco recortes de
periódicos en donde se hablaba del infame, del malvado Aviraneta.
El Raposo se puso unos anteojos de hierro grandes, y estuvo leyendo con
atención los recortes.
--Y ¿qué intenciones tendrá este hombre al venir aquí?--preguntó el
Caracolero.
--Yo creo--dijo el de la zamarra, y acercó su cabeza a la de los demás,
como para dar más misterio a la confidencia--que lleva una misión de los
masones de Madrid para desunir y sembrar la cizaña entre los partidarios
de don Carlos.
--Pero, ¿aquí qué puede hacer?--preguntó Leguía.
--Aquí ha venido de paso; pero no ha debido desaprovechar el viaje. Se
ha visto con Salazar y con el señor de la Piscina, de quien habrá sacado
datos. En casa de la Piscina tiene confidentes; la vieja y la niña le
deben contar lo que se dice en la tertulia.
Estúñiga miró a Leguía, como diciéndole: «Eso va para ti.» Pello, que
experimentaba por el hombre de la zamarra una naciente antipatía, notó
que este sentimiento se transformaba en odio, al pensar que aquel
individuo podía producir algún disgusto a Corito.

LA PRUDENCIA DEL RAPOSO
--Aquí debíamos jugarle una buena pasada a ese granuja--murmuró
Estúñiga, a quien desde la tarde del domingo se le había atragantado el
padrino de Corito.
--¿Dónde está alojado ese señor?--preguntó el Raposo.
--En el parador del Vizcaíno--contestó Estúñiga--. Una noche nos
quedamos fuera de puertas, al anochecer...
--¿Para qué?--preguntó brutalmente el Calavera.
--Toma, ¿para qué? Para salir del pueblo.
--¡Ja... ja... ja...!--rió el tabernero.
--¿De qué se ríe usted?--preguntó Estúñiga.
--¿Tú crees que nosotros necesitamos quedarnos fuera de puertas?
--Pues si no tendrán ustedes que salir por el portal de San Juan.
--Ni por el portal de San Juan, ni por ninguno. Pregúntale al Raposo.
--¡Silencio!--exclamó el Raposo--. Me parece que estás hablando
demasiado, Calavera. Cuando se tiene la cabeza dura como la tienes tú,
se espera a que hablen las personas de juicio.
El Calavera refunfuñó y se calló.
--Yo tengo pensado un plan--indicó el de la zamarra--; más tarde
hablaremos de eso.
--Y usted, ¿hace mucho tiempo que conoce a Aviraneta?--preguntó Pello.
--Mucho tiempo, mucho. Si no les molesta, en un momento les contaré cómo
le conocí. Por esta historia podrán ver los procedimientos que emplea
ese bandido de Aviraneta.
--Cuente, cuente usted--dijo Estúñiga.
--Trae un poco de vino, tú--dijo el Raposo al Calavera.
Este se levantó pesadamente, mascullando; volvió con un porrón y lo dejó
sobre la mesa.
El hombre de la zamarra bebió un sorbo, se limpió los labios con un
pañuelo de hierbas y comenzó la historia.


LIBRO CUARTO
HISTORIA Y EMBOSCADA


I
LO QUE CONTÓ EL HOMBRE DE LA ZAMARRA

SOY de bastante lejos de aquí--comenzó diciendo el hombre de la
zamarra--, de un pueblo grande de la provincia de Albacete.
La casa de Vargas, la de mis amos, era allí la más fuerte de todos los
contornos. «Más rico que un Vargas», se decía en mi lugar cuando se
quería ponderar la riqueza de alguna persona acomodada.
La casa de Vargas, en mi tiempo, tenía treinta parejas de mulas,
cortijos, olivares, viñedos y leña en el monte para quemar y vender.
Era la familia de mis amos modelo de honradez y de religiosidad: los
Vargas varones son siempre caballeros, como las hembras de la familia,
recatadas y honestas.
Don Fernando de Vargas, mi amo, era un hombre como va habiendo pocos:
educaba a la familia con una severidad conveniente, y se mostraba
adversario de las peligrosas novedades que quieren implantar en España
los impíos.
Don Fernando sabía luchar en todos los terrenos contra los
revolucionarios que intentan privarnos de Dios, de la religión y del
rey.
--Este hombre, además de servil, es un pedante--se dijo Leguía a sí
mismo.
--Don Fernando de Vargas--siguió diciendo el hombre de la zamarra--gastó
su fortuna en la restauración gloriosa del año 23 y en los varios
intentos posteriores de los realistas para restablecer la monarquía
pura.
Su desinterés por el altar y por el trono; su entusiasmo por la buena
causa hicieron que sus bienes mermaran de tal modo, que al morir dejó a
su familia, formada por su esposa y tres hijos, dos varones y una
hembra, en una lamentable situación.
Los usureros se lanzaron sobre las fincas, y se apoderaron de ellas;
montes, tierras, viñedos, cortijos, olivares, todo fué a parar a sus
manos.
Unicamente quedaron libres la casa, una viña y un molino. La señora de
don Fernando y su hija se resignaron a vivir pobremente en el pueblo con
los escasos restos de la fortuna, y don Fernando y don Luis, así se
llamaban los dos hijos varones, salieron a ganarse la vida.
Yo, que había comido su pan, y que les veía en aquella situación mísera,
me decidí a seguirlos.
Don Fernando consiguió un empleo en Aduanas, y con su ayuda, don Luis
pudo entrar en el ejército y hacer los gastos necesarios para ingresar
en un cuerpo distinguido como el de Artillería.

EN SAN SEBASTIÁN
Por el año 29, don Luis fué enviado de guarnición a San Sebastián, y don
Fernando, que tenía un gran cariño por su hermano, consiguió que a él
también le trasladaran a la capital guipuzcoana. Los dos y yo nos
instalamos en la calle del Campanario, en una casita pequeña, próxima al
arco que pasa por encima de la calle del Puerto.
Vivíamos allí tranquilamente; mis señoritos hacían en la ciudad buen
papel; eran arrogantes mozos, hombres finos y bien educados.
Yo les aconsejaba que buscaran alguna rica heredera para casarse con
ella y poder volver a levantar la casa de Vargas.
Al poco tiempo de estar en San Sebastián, don Fernando y yo notamos que
el hermano menor, don Luis, iba por mal camino. Frecuentaba mucho la
tertulia de Arrillaga, un comerciante rico, tildado de liberal, e iba al
anochecer a la platería de don Vicente Legarda.
Este platero era hombre de ideas revolucionarias, y su casa, un antro
donde se reunían Beunza, Orbegozo, Zuaznavar, Baroja, don Lorenzo de
Alzate y otros liberales exaltados de San Sebastián.
Al prevenirle don Fernando y yo de los peligros que corría en unión de
aquella gente, don Luis nos confesó que estaba enamorado de la hija
mayor de Arrillaga, Juanita, y que ella le correspondía.
El liberalismo de don Luis no tenía más causa que ésta: el amor.
Al oir aquella declaración vi que don Fernando quedaba lívido; después
comprendí que él también estaba prendado de la muchacha.

EL EMISARIO
Por esta época, en el otoño del año 30, se comenzó a hablar a todas
horas de que en París había habido revolución, y después, de que los
constitucionales españoles se agitaban más allá de la frontera.
Se decía que Mina con los dos Jáureguis, Chapalangarra, Méndez Vigo,
Miláns del Bosch y otros militares desterrados desde el año 23, habían
tenido una junta en Bayona, y decidido entrar en España por varios
puntos, al frente de muchos miles de hombres.
A mediados de Octubre, una noche que estaba lloviendo a mares, antes de
cenar, se presentó un hombre en nuestra casa preguntando por don Luis:
era Aviraneta.
Don Fernando me dijo:
--Este tipo me parece sospechoso; vamos a ver qué quiere de mi hermano.
Don Luis había pasado a su visita a la sala. Entramos nosotros en la
alcoba, que tenía una puerta excusada, y desde allí don Fernando y yo
pudimos ver y oir a Aviraneta.
Aviraneta venía como emisario de Mina; pero al mismo tiempo tenía
pensado, por su parte, un plan de conspiración infernal.
Me figuro estar viéndole, a la luz de un velón, hablando y mirando a don
Luis, con sus ojos bizcos. Pretendía que inmediatamente que aparecieran
las tropas constitucionales delante de San Sebastián se sublevara la
guarnición, y algunos de los militares se encargaran de nombrar una
Junta revolucionaria, entre cuyos individuos estuviera él, Aviraneta. El
objeto de esta Junta era prender a las autoridades y a los realistas de
más significación y fusilarlos inmediatamente.
Aviraneta llevaba una lista de las personas que consideraba necesario
sacrificar, y entre ellas estaban los sacerdotes de la ciudad.
Don Luis no se prestaba a ayudarle en este crimen. Aviraneta quería
convencerle; y cuando vió que era imposible, se caló el sombrero de copa
y se marchó, murmurando con despecho:
--No se puede hacer nada. Aquí no hay liberales.

LA PRISIÓN
Quince días después, por la madrugada, la Policía llamaba en nuestra
casa. Registraron los papeles de don Luis y le prendieron. Le habían
encontrado una carta del general Mina dándole instrucciones para el
movimiento, que ya había abortado, pues Mina y Jáuregui y los demás
huían camino de la frontera, y Chapalangarra había muerto, a tiros, en
Valcarlos.
Don Luis, entre bayonetas, fué llevado preso al castillo de la Mota, y
sufrieron la misma suerte varios vecinos de San Sebastián, entre ellos
dos empleados de Arrillaga. Los peces gordos se escabulleron: ni a
Arrillaga, ni a Legarda, ni a Alzate se les encontró: todos habían
escapado. Respecto a Aviraneta, la Policía ni le buscó siquiera, pues, a
pesar de ser uno de los jefes de la trama, estaba, como siempre, en la
sombra.
El pobre don Luis había caído en la red por su entusiasmo amoroso; nos
confesó que Juanita Arrillaga, su novia, le había calentado los cascos y
animado para que entrase en la conspiración constitucional.
Don Fernando y yo discutimos lo que había que hacer para salvar a don
Luis.
La situación era grave. Por el hecho de tener correspondencia con
cualquiera de los individuos que habían emigrado del reino, a causa de
los crímenes del año 20 al 23, se imponía la pena de dos años de cárcel
y doscientos ducados de multa, y si la correspondencia tenía tendencia
directa a favorecer proyectos contra el Gobierno, como la encontrada a
don Luis, se llegaba a castigar con la muerte.
Don Fernando escribió y fué a hablar a todos sus amigos, que tenía
muchos e influyentes en la corte, entre los realistas, y consiguió que
el consejo de guerra fuese benévolo con su hermano.
Le condenaron a ocho años de presidio en el Fijo de Ceuta.
Mientras don Fernando estuvo en Madrid trabajando a favor del preso, iba
yo todos los días al castillo de la Mota, a la parte alta, que llaman el
Macho, a llevar la comida y a hablar por entre las rejas con don Luis.
Cuando volvió don Fernando, íbamos los dos.
Los demás presos eran liberales comprometidos en el movimiento. La
mayoría creía haber hecho una buena obra conspirando y contribuyendo a
la rebelión, y estos desgraciados se pavoneaban y se manifestaban
contentos y alegres.
La gente del pueblo, entre la que abundaban los revolucionarios,
visitaba y obsequiaba a los presos; en Carnaval hicieron correr los
bueyes ensogados, delante del muelle y no en la plaza, para que los
prisioneros pudieran verlos desde la terraza del castillo.
Aquellos infames negros nos tenían odio a don Fernando y a mí porque
sabían que éramos realistas.
Don Luis escribió varias cartas a Juanita Arrillaga; pero ella no le
contestó.

LA MUERTE DE DON LUIS
Llegó la época en que tenían que trasladar a Ceuta los prisioneros.
Estaba mandado que fueran a pie hasta Cádiz, atravesando toda España,
para embarcarse allí.
Preparamos el equipaje de don Luis, y don Fernando y yo decidimos
acompañarle.
Don Luis se puso en camino en un estado lastimoso. No tuvimos que andar
mucho tiempo; ocho días después de la marcha, al llegar a Lerma, ya no
pudo más con el cansancio, y cayó agobiado, sin fuerzas.
Se le dejó en la cárcel del pueblo, donde se le declaró el tifus, y
murió a las dos semanas.
Sobre el cadáver de su hermano don Fernando juró vengarse... y se vengó.
--¿Se vengó?--preguntó Estúñiga, con ansiedad.
--Sí, se vengó--contestó el viejo, solemnemente.


II
LA VENGANZA

EL hombre de la zamarra echó un trago del porrón, y continuó así su
relato:
--Dos años después había un baile de máscaras en casa del jefe político
de San Sebastián. En todas partes se hablaba con gran entusiasmo de la
fiesta; estaban concertadas varias bodas que daban mucho que hablar al
pueblo, entre ellas la del hijo del jefe político con Juanita Arrillaga,
la antigua novia de don Luis de Vargas.
La casa de la Aduana, donde se celebraba el baile, brillaba, llena de
luz; por las ventanas, iluminadas, se oía desde la calle el rumor de la
orquesta.
Delante de la puerta se amontonaba la gente del pueblo, que veía entrar
las máscaras con gran curiosidad. A cada instante se tenía que abrir el
grupo de curiosos para dejar pasar a los enmascarados.
En esto, en el momento en que el baile estaba en su mayor animación y
algazara, se oyó un grito desgarrador tan penetrante, que llegó hasta
la calle. Una mujer cayó al suelo.
Fué todo el mundo a ver qué ocurría. Juanita Arrillaga, herida de una
puñalada en el corazón, estaba muerta.
--¿Vargas era el asesino?--preguntó Leguía.
--Sí; era él el vengador--replicó el hombre de la zamarra, con voz
sorda.
Don Fernando había entrado en el baile enmascarado con un dominó negro;
después saltó por una ventana hacia la plaza con el dominó en la mano;
me entregó el capuchón y se fué a la fonda. Yo me marché a una posada y
escondí el disfraz. Al día siguiente, mi amo y yo estábamos en Francia.
El viejo calló. Leguía estaba irritado; la manera grave y solemne de
hablar de aquel hombre, su pedantería y su servilismo le indignaban.
Parecía una persona nacida única y exclusivamente para ser criado.

LEGUÍA SE ESCAPA
--Y más cosas podría contar donde ha intervenido ese bandido; ese
Aviraneta que Dios confunda--dijo el hombre de la zamarra.
--Hay que acabar con él--exclamó Estúñiga, dando un puñetazo en la mesa.
Es lo que yo pretendo--repuso el hombre de la zamarra--. Voy siguiéndole
los pasos, y ha de caer. Tarde o temprano ha de caer.
--Tú nos ayudarás, Leguía, ¿eh?--dijo Estúñiga.
--¿Yo? Yo, no. Yo no soy carlista. Allá vosotros.
Y Pello se levantó decidido de la mesa.
--Entonces, si no es de los nuestros, ¿para qué ha venido?--preguntó el
hombre de la zamarra.
El Caracolero, que estaba al lado de Leguía, le agarró por el brazo.
Pello intentó desasirse; pero como el otro le oprimía con fuerza, le
cogió por el cuello, le zarandeó con furia y le tiró contra la pared.
Estúñiga y el Raposo se levantaron a impedirle la salida: el Raposo,
armado de una navaja; Pello, que había visto que tras él había una
puerta entreabierta, cogió el candil y lo tiró contra los que le
atacaban, dejando el figón a obscuras.
Después retrocedió a ganar la puerta. Pasó por un corral estrecho, subió
unas escaleras, luego bajó otras, y salió a un portal de la calle de
Santa Engracia.
¡Qué tíos más brutos!--murmuró.
Como era la hora en que solía ir a buscar al capitán Herrera, para cenar
juntos, se dirigió al portal de San Juan; pero Herrera aquel día había
marchado a Logroño.


III
EL AVISO

PELLO marchó a cenar solo a su casa. Estaba preocupado; el padrino de su
novia corría algún peligro. Quizá este peligro podía alcanzar a Corito.
Después de cenar, siempre con la misma preocupación, salió de casa a dar
un paseo. Se le ocurrió acercarse al figón del Calavera. Por una rendija
de la puerta vió que el grupo del hombre de la zamarra había aumentado,
y que en el grupo estaban la Satur, el Chato de Viñaspre y el Riojano.
Por las actitudes de aquella gente parecía que acababan de tomar alguna
disposición definitiva.
--¡Qué habrán tramado estos bárbaros!--pensó Leguía.
Poco después la luz del figón se apagó, y los reunidos allí salieron a
la calle; pero Leguía no vió ni al de la zamarra, ni a Estúñiga, ni al
Raposo, ni al Caracolero.
Esto le dió que pensar. Aquéllos habían salido, indudablemente, por
alguna otra parte.
Sin saber qué determinación tomar, pasó por delante de la casa de las
Piscinas. La casa estaba cerrada.
Esperó a ver si por casualidad llamaba alguien y aparecía la criada;
viendo que no llegaba nadie, cogió unas piedrecitas y las fué
sucesivamente tirando a la ventana de la cocina. Se abrió la ventana, y
una vieja, la señora Magdalena, se asomó y miró a derecha e izquierda
con gana de reñir al que así se entretenía.
--Soy yo, Pedro Leguía--dijo Pello.
--¿Usted?
--Sí; dígale usted a la señorita Corito que le tengo que dar un recado
de parte de su padrino.
Se retiró la vieja, y al poco rato salió Corito a la ventana.
--¿Qué me quiere usted, Pedro?--preguntó.
Leguía contó en pocas palabras lo que había oído en el figón del
Calavera.
--¿Y qué ha dicho ese hombre de mi padrino?
--Horrores.
--Y ¿han pensado en hacer algo contra él?
--De eso estaban hablando.
--¿Y lo intentarán esta misma noche?
--Así lo han dado a entender.
--Entonces lo mejor es que vaya usted al parador y avise usted a mi
padrino del peligro que corre. Lo hará usted, Pedro, ¿verdad?
--Ya lo creo. No tenga usted cuidado.
Pello se despidió de su novia; salió de la calle Mayor, y fué por la
plaza a la puerta de San Juan. Entró en el cuarto de guardia y pidió al
oficial que le abriera.
--Tenga usted cuidado--le dijo éste--. El cabo Sánchez ha dicho que hace
un momento que anda por ahí fuera gente sospechosa.
Pello salió al raso de la muralla. La noche estaba obscura. Avanzó
rápidamente. Un instante después se oyó un silbido. Se detuvo. Le
pareció que entre los árboles andaba gente; quizá fuera una ilusión,
provocada por las palabras del oficial; pero el caso fué que sintió
miedo, y en vez de marchar en línea recta siguió deslizándose por la
muralla hasta encontrarse cerca del parador. Entonces, abandonando el
muro, cruzó de prisa y entró en el zaguán.
Subió las escaleras, y en la cocina preguntó a la criada:
--¿Está ese viajero de negro que vino anteayer?
--¿El caballero?
--Sí.
--En el comedor lo tiene usted.
--¿Hay más gente?
--Sí, dos más; ahora han acabado de cenar y están tomando café.
--Voy a verle.

RETRATO DE AVIRANETA
Pello entró en el comedor, saludó a los tres comensales y se sentó a la
mesa. Aviraneta, que estaba leyendo un periódico, le miró vagamente;
pero no le reconoció.
Pello pudo contemplar despacio al hombre de quien tantos horrores
acababan de contar en el figón del Calavera.
Era Aviraneta un tipo de más de cuarenta años, afeitado, la cara
triangular, ancha en la frente y estrecha en la mandíbula; la mirada,
profunda, con un ojo que se le desviaba y le dejaba completamente bizco;
la nariz, larga, arqueada, huesuda; la boca, de labios pálidos y finos;
el pelo, que empezaba a blanquear en las sienes. Tenía el perfil clásico
del diplomático sagaz; parecía un hombre todo inteligencia, claridad y
astucia. Vestía de negro, a la moda de la época, levitón entallado, de
ancha solapa, corbatín de muchas vueltas y sombrero de copa grande,
echado hacia la nuca, dejando ver la calva.
Estaba ensimismado, y mientras leía el periódico a través de una lente
que tenía en la mano izquierda, agitaba de cuando en cuando con la mano
derecha la cucharilla del café en la taza.
A Pello le pareció un pajarraco, una verdadera ave de rapiña.
Los otros dos comensales, que tenían aspecto de campesinos acomodados,
se levantaron, dieron las buenas noches y salieron del comedor.
Leguía miró hacia el pasillo, por si se acercaba alguno, y viendo que no
venía nadie, se levantó, y dijo:
--¡Señor Aviraneta!
--¡Eh!--exclamó el hombre, sorprendido--. ¿Quién es usted?
--Yo soy Pedro Leguía, y vengo de parte de Corito a decirle que aquí
está usted en peligro.
--Pues, ¿qué pasa?
Leguía contó lo ocurrido en el figón del Calavera. Aviraneta escuchó sin
dar señales de sorpresa.
--¿Y cómo es ese hombre de la zamarra?--dijo.
Pello dió sus señas.
--No; pues no recuerdo haber visto a ese tipo--murmuró Aviraneta--. Y
ese Estúñiga, ¿quién es?
--Es un muchacho de aquí.
--¿Carlista?
--Muy carlista.
--Y ¿qué motivo de odio tiene ese joven contra mi?
--Que ayer, cuando iban a presentarle a usted, se escondió detrás de una
columna, y usted se burló de él llamándole conejo.
--Es verdad. ¿Es rencoroso?
--Mucho.

VACILACIONES
--Cualquier cosa puede hacer de un hombre un enemigo--dijo Aviraneta--;
luego preguntó: ¿Estará el capitán Herrera en la puerta de San Juan?
--No; me han dicho que Herrera se ha marchado a Logroño con el amo de
esta casa.
--¿Con el de aquí?
--Sí.
--¿Probablemente, también con el hijo?
--Con seguridad.
--Entonces, ¿estamos solos?
--Alguien habrá en la casa.
--No; no debe haber más que estos dos hombres que han salido, y que no
sabemos quiénes son, y yo.
--Lo mejor será refugiarse en el pueblo--dijo Leguía--. Vámonos.
--Es tarde. Habrá que esperar un cuarto de hora, lo menos, a que nos
abran, ahí en la obscuridad... y mientras tanto!...
--Se llama desde aquí mismo.
--No; armaríamos un escándalo.
--Pues yo me voy--dijo Pello.
--Espera un momento, por si acaso.
Aviraneta apagó la lámpara; luego abrió el balcón y se asomó a él,
tendiéndose en el suelo. Leguía hizo lo mismo.
Estuvieron con el oído atento cinco minutos.
--Anda gente por allí, entre los árboles, no tiene duda--murmuró
Aviraneta.
--Sí; hay cuatro o cinco, por lo menos--afirmó Pello.
--Los del figón.
--Y ¿cómo habrán salido?
--Tendrán algún agujero en la muralla.
--Eso ha dado a entender el Calavera; pero no lo creía.
--El hombre de la zamarra, ¿duerme aquí?--preguntó Aviraneta.
--Sí.
--Vamos a advertir en la casa que no abran si llaman. Si tú quieres,
vete; pero no me parece prudente.
--No, no; yo me quedo.
Aviraneta entró en la cocina y dijo a la dueña que había gente
sospechosa por allí cerca, y que no abriera si alguien llamaba.
--¡Dios mío! ¿Qué pasa?--preguntó el ama.
--Que anda una bandada de pillos por ahí merodeando.
--¡Jesús! ¡Dios mío! ¡Y mi marido y mi hijo fuera! ¡Jesús!
--Bueno, bueno; vamos a echar la barra a la puerta.
La criada y la dueña bajaron al zaguán alumbrándose con el farol, y
Aviraneta y Leguía sujetaron la puerta.
--¿Han cerrado ustedes balcones y ventanas?--preguntó Aviraneta a la
dueña.
--Sí.
--¿Los dos huéspedes se han retirado?
--Sí, señor.
--¡Bien. ¡Buenas noches!
--¡Buenas noches! ¡Jesús, Dios mío!
La patrona subió las escaleras, con la criada, hasta el piso segundo, y
se le oyó lamentarse durante largo rato.

PREPARATIVOS
Pasado un instante, Aviraneta volvió a encender la lámpara del comedor,
y cogiéndola con la mano derecha, dijo:
--Vamos ahora a explorar el terreno.
Aviraneta salió al pasillo y abrió una puerta. La puerta daba a una
sala. Entró en ella. Era un cuarto de esquina, con un ancho balcón;
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