El aprendiz de conspirador - 01

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PIO BAROJA
MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

_El aprendiz de conspirador._
_El escuadrón del Brigante._
_Los caminos del mundo._
_Con la pluma y con el sable._
_Los recursos de la astucia._
_La ruta del aventurero._
_La veleta de Gastizar._
_Los caudillos de 1830._
_La Isabelina._
_Los contrastes de la vida._


MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN
El aprendiz de conspirador


ES PROPIEDAD
DERECHOS RESERVADOS
PARA TODOS LOS PAÍSES

COPYRIGHT BY
RAFAEL CARO RAGGIO
1920

Establecimiento tipográfico de Rafael Caro Raggio.


PIO BAROJA

MEMORIAS DE UN HOMBRE DE ACCIÓN

EL APRENDIZ
DE CONSPIRADOR
NOVELA

[Ilustración]

RAFAEL CARO RAGGIO
EDITOR
VENTURA RODRÍGUEZ, 18
MADRID


PRÓLOGO
LAS RECOMENDACIONES DE MI TÍA ÚRSULA

VARIAS veces mi tía Úrsula me habló de un pariente nuestro, intrigante y
conspirador, enredador y libelista.
Mi tía Úrsula, cuya idea acerca de la Historia era un tanto caprichosa,
afirmaba que nuestro pariente había figurado en muchos enredos
políticos, afirmación un tanto vaga, puesto que no sabía concretar en
qué asuntos había intervenido, ni definir qué entendía por enredos
políticos.
Yo supongo que para mi tía Úrsula, tan enredo político era la Revolución
francesa como la riña de dos aldeanos borrachos a la puerta de una
taberna, un día de mercado.
Aseguraba siempre mi tía, con gran convicción, que nuestro pariente era
hombre de talento, despejado, esta era su palabra favorita, de mala
intención, astuto y maquiavélico como pocos.
Yo, que he tenido la preocupación de pensar en el presente y en el
porvenir más que en el pasado, cosa absurda en España, en donde, por
ahora, lo que menos hay es presente y porvenir, oía con indiferencia
estos relatos de cosas viejas que, por mi tendencia antihistórica y
antiliteraria, o por incapacidad mental, no me interesaban.
Hace unos años, pocos días después de la muerte del ex ministro don
Pedro de Leguía y Gaztulumendi, a quien se le conocía en el pueblo por
_Leguía Zarra_, Leguía el viejo, una mañana, mi tía Úrsula, que venía de
la iglesia, vestida de la cabeza hasta los pies de negro, con una
cerilla enroscada, un rosario y el libro de misa en la mano, se me
acercó con apresuramiento:
--Oye, Shanti--me dijo.
--¿Qué hay?
--Sabes que Leguía Zarra ha dejado muchos papeles al morir.
--No sabía nada.
--Pues entre estos papeles están las Memorias de nuestro pariente
Eugenio de Aviraneta. Pídeselas a la Joshepa Iñashi, la Cerora, que se
ha quedado con las llaves de la casa, y te las dará, porque sabe dónde
están.
--Bueno; ya se las pediré--repuse yo, con la indiferencia de un hombre a
quien no preocupa la Historia.
--Debías ver esos papeles--siguió diciendo mi tía--, y hasta
publicarlos.
--Yo no soy editor.
--¿Qué importa? Publica las Memorias como si las hubieras encontrado o
como si las hubieras escrito tú. Leguía no se ha de quejar.
--¡Ah! ¡Claro! Por ahora, al menos, en la vida real no hay la costumbre
de quejarse desde la tumba, y creo que Leguía no será una excepción a la
regla.
--Pues yo no tendría escrúpulo ninguno.
--Tú, no; pero yo, sí. Cada cual tiene sus incompatibilidades. Tú no
irías ahora por la calle con una flor en el pelo, y, sin embargo, yo la
llevaría sin ninguna molestia.
--Siempre estás con esas necedades--dijo Dama Úrsula, que pensaba que mi
ejemplo de la flor en el pelo era una alusión a sus postizos.
--No, no son necedades--repliqué yo--. El no querer aprovecharse del
trabajo de los demás es una obligación. Yo no quiero ser como el grajo
de la fábula, que se adornaba con plumas ajenas. Además, no sé si Leguía
era un buen prosista. No vaya a desacreditarme.
--¡Desacreditarte!
Esta exclamación me mortificó. Comprendí que Dama Úrsula había hablado
con el vicario, que es tradicionalista y buen gramático, según asegura
el secretario del Ayuntamiento, y dice a todo el mundo que yo, no sólo
no soy un prosista castizo de la vieja cepa castellana, sino que mi
prosa parece traducida del vascuence.
Mi tía, además de dudar, como el vicario, de la pureza de mi prosa,
dudaba de la pureza de mis intenciones con relación a lo ajeno.
Para incomodarla un poco, Dama Úrsula tenía la chifladura de los
parentescos, le dije que guardaba mis dudas acerca de que Aviraneta
fuera, en realidad, pariente nuestro.
--¡Pues no había de ser!--exclamó--. Era primo hermano de don Lorenzo de
Alzate y de tu bisabuela, que era hermana de don Lorenzo. Ahora se puede
decir esto claramente.
--¿Y antes no? ¿Por qué?
--Porque Aviraneta tenía una fama malísima; todo el mundo decía que era
un ateo, un masón, y muchos aseguraban que era un canalla que había
pertenecido a la Policía.
Esto de hacer sinónimo canalla y policía me pareció una prueba de buen
sentido de mi tía Dama Úrsula.
--¿Y qué hizo, en resumen, ese Aviraneta?--pregunté yo.
--Debió de hacer muchas trastadas. Por eso me gustaría ver esas
Memorias.
--¿Y por qué no las lees?--dije yo.
--Es que están escritas con una letra malísima, con abreviaturas, y no
puedo entender bien lo que dice.
--¿Y quieres que yo descifre el manuscrito? ¿Por eso me aconsejas que lo
publique? ¡Qué graciosa!
--A ti no te costará nada el leerlo ni el publicarlo.
--El leerlo, el mismo trabajo que a ti, y el publicarlo con mi firma
puede costarme un fracaso literario.
--¡Qué tontería! ¿Por qué?
--Pueden encontrar que es un libro malo, y no dar nadie fe a mis
explicaciones; pueden creer que Leguía es un ser fantástico.
--¡Bah! De otros libros también te habrán dicho que son malos.
--No, no lo creas. Esas son voces que hace correr el vicario.
--Quizá digan que las Memorias de Aviraneta es lo mejor que has
publicado.
Yo protesté de esta idea despectiva que, en general, suele tener la
familia del talento literario de sus miembros. Realmente, se puede
creer, sin dificultad, que un pariente sea un buen carpintero, un buen
abogado, un buen médico; pero que sea un buen escritor, es cosa
inaceptable, a no ser que se haya muerto hace bastantes años.
--No, no; si yo creo que eres un buen escritor--me dijo Dama Úrsula,
con su dejo de ironía--; por eso quisiera que publicaras tú esas
Memorias.
--Pues yo no estoy decidido a firmar un libro que no he escrito.
--Pon algo de tu cosecha; inventa aventuras, otros personajes...
--Eso no es tan fácil.
--¡No ha de ser fácil! No digas tonterías... ¡Para un hombre tan
despejado como tú! Conque ya sabes, si quieres le diré a la Joshepa
Iñashi que te lleve los papeles de Leguía a tu casa.
--Bueno, está bien.

LOS CUADERNOS DE LEGUÍA
Se fué mi tía Úrsula, y al día siguiente se presentó la sacristana con
tres cuadernos gruesos, de papel de hilo, atados con una cinta de color
de ala de mosca.
No sé cuánto tiempo los tuve arrinconados, hasta que una vez,
convaleciente del reúma, cogí el primer cuaderno y lo empecé a leer.
A veces el texto se interrumpía, y había intercalados en él recortes de
periódicos, cartas y proclamas.
Me pareció, a pesar de mi tendencia antihistórica, que algunas cosas no
dejaban de tener interés.
Sospechando si Leguía se habría dedicado a fantasear, intenté comprobar
los datos y las fechas de sus cuadernos.
Consulté algunos libros grandes, por lo menos de tamaño, que se ocupan
de historia de España, y, en general, encontré poca cosa de mi asunto.
El ver que en estas Memorias se transcriben páginas de folletos
publicados por Aviraneta, y el ir comprobando otros detalles, me hizo
creer en la autenticidad de la narración.
Me dirigí, buscando esclarecimiento, a dos o tres especialistas en
historia de nuestras revueltas políticas, y me contestaron rotundamente
que Aviraneta no aparecía en ellas hasta el año 33.
Sin embargo, yo lo había visto en la narración de Leguía peleando, a las
órdenes del cura Merino, contra los franceses, desde 1809; en el año 21,
ya como oficial, luchando contra el cura, su antiguo jefe, escribiendo
en la misma época en _El Espectador_, el periódico de los masones,
dirigido por don Evaristo San Miguel, y después trabajando con el
general Empecinado, para salvar la Constitución, el año 23. Luego le
había encontrado en Grecia, con lord Byron; en Méjico, en la expedición
del general Barradas, y en 1830 a las órdenes de Mina.
Los acontecimientos de la vida de Aviraneta desde 1833 se encuentran en
los libros viejos y en los periódicos de la época. La mayoría de los que
hablan de él consideran a Aviraneta como un canalla y un traidor.

EL FAMOSO AVIRANETA
El famoso Aviraneta, el célebre Aviraneta, así le llaman los papeles de
su tiempo, era un infame, un bandido, un miserable. ¿Por qué? Aviraneta
era uno de esos hombres íntegros personalmente, que buscan los
resultados sin preocuparse de los medios; Aviraneta era un político que
creía que cada cosa tiene su nombre, y que no hay que ocultar la
verdad, ni siquiera aderezarla.
En las sociedades anémicas, débiles, no se vive con la realidad; se
puede poner la mano en todo menos en los símbolos y en las formas. Así,
los reyes y los conquistadores se han llegado a reir de lo humano y de
lo divino; pero han tenido que respetar las ceremonias y los ritos. El
cinismo contra el ceremonial es el que menos se perdona.
Aviraneta quiso ser un político realista en un país donde no se aceptaba
más que al retórico y al orador. Quiso construir con hechos donde no se
construía más que con tropos. Y fracasó.
Entre tanto charlatán hueco y sonoro como ha sido exaltado en la España
del siglo XIX, a Eugenio de Aviraneta, hombre valiente, patriota
atrevido, liberal entusiasta, le tocó en suerte en su tiempo el
desprecio, y después de su muerte, el olvido.
Si hoy pudiera enterarse de ello, probablemente no le preocuparía gran
cosa. El vivió su época, con sus odios y sus cariños, con sus grandezas
y sus ñoñerías, y vivió con intensidad. No debió dar gran importancia al
mundo del pasado ni al mundo del porvenir...
Después de leer los cuadernos de Leguía y de orientarme un poco en la
historia contemporánea española, ya algo encariñado con el tipo de
Aviraneta, no sé si por razón de parentesco familiar y espiritual, o por
verlo tan maltratado en algunos libros viejos, me determiné a publicar
estas Memorias.
Llena los huecos que había dejado Leguía en su relato, ajusté la
narración a un orden cronológico más riguroso, cambié el orden de los
capítulos e intenté explicar los pasajes obscuros.

LOS COLABORADORES
Ahora ya casi no sé lo que dictó Aviraneta, lo que escribió Leguía y lo
que he añadido yo; los tres formamos una pequeña trinidad, única e
indivisible. Los tres hemos colaborado en este libro: Aviraneta,
contando su vida; don Pedro Leguía, escribiéndola, y yo, arreglando la
obra al gusto moderno, quizá estropeándola.
Un filósofo que tenemos en el pueblo, José Antonio Iriberri, dice, y yo
no sé de dónde lo ha sacado, que en la realización de las cosas hay tres
períodos, que él llama hipóstasis: la idea, el ser y el llegar a ser.
En la realización de este libro, la idea ha sido Aviraneta; el hecho,
Leguía, y el advenimiento, yo.
Ya concluído el trabajo, en pleno _advenir_, como diría Iriberri, mandé
copiar las Memorias, y con la copia fuí a casa del editor.
Este, al ver, en la cubierta el nombre de Leguía, torció el gesto, creyó
que era de un poeta modernista, y dijo que no le resultaba. Entonces yo,
pensando en el deseo que tenía mi pobre Dama Úrsula de ver publicadas
las Memorias éstas, decidí aparecer como autor, y para que no me
remordiera del todo la conciencia, añadí al texto algunas digresiones,
que no llamo ligeras, porque es posible que al lector le parezcan
pesadas, con el objeto de darme cierto aire de hombre erudito y de lucir
la vastedad de mis conocimientos históricos, filológicos, antropológicos
y políticos.


LIBRO PRIMERO
PELLO LEGUÍA


I
CAMINO DE LAGUARDIA

UNA mañana de invierno, un coche tirado por tres caballos pasó por en
medio de Uzquiano, y sin detenerse siguió camino de Peñacerrada.
El coche había salido de Vitoria horas antes y llevaba tres viajeros:
una muchachita vestida de blanco, talle alto, gabán, esclavina, gran
sombrero pamela, de moda por los años 35 al 40; una criada vieja, de
aspecto de dueña, enlutada, con peluca rojiza y toca blanca, y un hombre
joven, alto, elegante, vestido de negro, con pantalón estrecho,
entrabillado y sombrero de copa.
El coche era una pequeña berlina, con cuatro ruedas, desconchada y con
los cristales rotos; los caballos, tres jacos escuálidos y de mal
aspecto, marchaban al trote corto, al compás de los cascabeles de sus
colleras. El cochero tenía que parar en todas las ventas del camino, a
mirar los tiros, a arreglar una correa, a dar un encargo; pero la
verdad era que el motivo de sus paradas debía estar más relacionado con
su capacidad interior que con el coche, porque al volver a montar en el
pescante se limpiaba los labios con el dorso de la mano y parecía más
animado y alegre.
El coche cruzó por cerca de Armentia, y al llegar a un ventorro del
camino, avisados sin duda por los cascabeles de las caballerías,
salieron al paso dos voluntarios realistas, haraposos, y un cabo de
boína blanca. Mandó éste detenerse al cochero y pidió el pasaporte a los
que iban en el interior de la berlina.
La muchacha mostró el suyo y el de la criada vieja; el joven elegante
sacó sus papeles, y el cabo, al revisarlos, dijo que podían seguir. El
cochero, sin duda, creyó que no debía desaprovechar esta parada, y en
compañía de los tres soldados entró en la venta y volvió al poco rato al
pescante.
La carretera, encharcada, llena de agujeros y de zanjas, estaba por
aquella parte intransitable. El agua corría por encima de ella, formando
arroyuelos, y los hierbajos brotaban entre las piedras.
El coche iba dando barquinazos en los montones de tierra y en los hoyos
del camino, marchando en zig-zag de la cuneta de un lado a la de otro.
Parecía que el alcohol que había ingerido el hombre del pescante iba
llegando a las ruedas del vehículo. El cochero, poseído de una animación
extraordinaria, cantaba jotas, azotaba a los pencos, y de vez en cuando
miraba hacia el interior del carruaje y se reía.
--Este hombre está loco--exclamó la vieja.
--No; borracho nada más--repuso el joven elegante.

FRENTE A PEÑACERRADA
Varias veces se habían repetido los saltos y crujidos del vehículo en
los zig-zag violentos que daba, cuando al llegar a poca distancia de
Peñacerrada, cerca de una venta, uno de los ejes del coche saltó, dando
un estallido y la caja del coche fué inclinándose rápidamente y
hundiéndose entre las ruedas. El joven sacó la cabeza por la ventanilla
y mandó al cochero que parase al instante.
El cochero tiró de las riendas; los caballos retrocedieron, y el coche
fué a meterse en la cuneta y a dar un topetazo contra un talud de la
carretera. El viajero abrió la portezuela y saltó al camino; luego ayudó
a salir del interior a la niña y a la vieja.
--Este cochero es un salvaje--murmuró el joven elegante, y añadió--:
¿Qué vamos a hacer ahora?
El cochero contempló a los viajeros desde el pescante, sonriendo con su
extraña sonrisa. Luego saltó a tierra, entró en la venta, pidió un vaso
de vino, lo bebió de un trago, salió después y quedó contemplando el
coche con una indiferencia notable.
--¿Esto no se podrá arreglar?--preguntó el joven al cochero.
--¿Esto?
--Sí.
--Yo, al menos, no sé arreglarlo.
--Ya lo veo. ¿Dónde ha aprendido usted el oficio de cochero?
--¿Por qué lo dice usted?
--¡Por qué lo voy a decir! Porque dirige usted muy bien.
--¡Qué vamos a hacer, Dios mío!--exclamó la vieja.
--Nos quedaremos aquí--contestó la muchacha.
--¡Parece mentira que digas esas tonterías, Corito! Parece
mentira--replicó la vieja, con voz agria.
--¡Y qué le vamos a hacer! Yo no tengo la culpa.
--¿Qué pueblo es éste?--preguntó el joven al cochero, que se había
sentado en un montón de piedras del camino, y parecía más dispuesto a
dormirse que a otra cosa.
--¿Este pueblo?
--Sí. ¿Qué pueblo es?
--Peñacerrada... Buen pueblo de pesca.
Y como si el esfuerzo para decir esto le hubiese aniquilado, balbuceó
algunas palabras ininteligibles, sonrió, inclinó la cabeza y se quedó
completamente dormido.
Los tres viajeros avanzaron por la carretera hasta un estrecho camino
que subía a Peñacerrada. Era una calzada sinuosa, entre dos paredes
llenas de maleza; un verdadero río de fango y de inmundicias.
La muchachita y la vieja, horrorizadas, afirmaron que por allí no se
podía pasar.
--Vamos a ver si hay algún camino más arriba--dijo el joven.
Siguieron por la carretera y a unos cien pasos se encontraron con otra
calzada, igualmente estrecha y hundida, con las márgenes pobladas de
zarzas, y el fondo lleno de lodo y de detritus; que echaba un olor
pestilente.
La vieja y la niña encontraron que no se podía cruzar.
--Yo voy a subir al pueblo--dijo el joven--y volveré. Si hay posada
donde pararnos, nos quedaremos aquí, y si no, ya veremos lo que se
hace.
--Me parece bien--contestó la muchacha--; pero no vaya usted a pie por
ahí; se va usted a poner perdido. Tome usted uno de los caballos del
coche.
--Es verdad; eso haré.
El joven desenganchó uno de los caballos, montó en él y tomó el ronzal
como brida.
--Me voy a hundir en esta alcantarilla maloliente--dijo después, con
aire de indiferencia, dirigiéndose a la muchacha--; si hubiera que
hundirse en el infierno, por usted lo haría lo mismo. Puede usted
creerlo, Corito.
--Muchas gracias, señor Leguía--dijo la aludida, sonriendo.
El joven levantó su sombrero de copa y se inclinó finamente. Luego hizo
avanzar al caballo por el camino; fué hundiéndose el animal, hasta dar
con el vientre en el cieno, y siguió hacia adelante, chapoteando en
aquella cloaca, hasta dar en una empalizada que cerraba la muralla.

SE OYE UNA CANCIÓN
Allí no se veía a nadie; pero se iba oyendo una voz de alguien que se
acercaba y cantaba, en vascuence, con un aire que estaba muy en boga
entre los carlistas, esta canción:
Sargentua, moscorra.
Charretera galdú;
Nescacha diru emanta
Berriya erosi dú.
¡Ay, ay, mutillá,
Chapela gorriya!
(El sargento, borracho, ha perdido la charretera; la chica le ha dado
dinero, y ha comprado una nueva. ¡Ay, ay, muchacho, la boína roja!)
Pello no veía de dónde partía la voz; pero la canción en vascuence le
indicaba que allí había un paisano, y contestó, cantando a media voz:
Azpeitico nescachac,
Arrasoyarequin,
Eztute nai danzatu
Chapelgorriyaquin.
¡Ay, ay, mutillá,
Chapela gorriya!
(Las chicas de Azpeitia, con mucha razón, no quieren bailar con los que
llevan boína roja. ¡Ay, ay, muchacho, la boína roja!)
--_¡Arrayua!_ ¿Quién canta en vascuence?--dijo la voz de un hombre que
se asomó por encima de una tapia de piedras, con un fusil en la mano.
--Soy yo--dijo Pello.
--¡Usted!
--Sí, yo.
Y el centinela, porque debía ser centinela, se quedó asombrado al ver el
talante de aquel lechuguino que se presentaba caballero en un jaco
escuálido.
--¿Es usted vascongado?
--De Vera. ¿Y usted?
--Yo soy de Oyarzum. ¿Qué le trae a usted por aquí?
--¿Habrá posada en este pueblo?
¡Posada aquí!--exclamó el de Oyarzum, en el colmo del asombro--. Aquí no
hay más que hambre.
--¿Pero se puede pasar, o no?
--Pase usted si quiere.

UN PUEBLO TRISTE
Leguía se acercó a la tapia; dejó el caballo atado a una rama, y saltó
por encima de un obstáculo formado por palos y piedras. Salió a un
callejón estrecho, cerrado entre dos casas por una pared de poca altura.
Escaló ésta, y se encontró en una calleja en cuesta, sucia y desierta.
No había un alma; sólo un campesino apareció, a medias, a la puerta de
la casa; Leguía se acercó a él; pero el campesino, asustado, cerró la
puerta.
Leguía llamó.
--¿Qué quiere usted?--dijeron de adentro.
--¿Dónde está la posada?
--¡La posada!--preguntó la voz con asombro.
--Sí; la posada.
--Ahí, en la plaza estaba.
Siguió Leguía por la callejuela a una plaza triste, mísera y llena de
charcos. Los balcones y ventanas de las casas estaban cerradas con
tablas y con paja; dominaba un silencio angustioso, sólo interrumpido
por las ráfagas de viento, que hacían golpear la puerta de la iglesia en
la apolillada jamba.
Leguía encontró la posada, o lo que había sido posada, y entró en ella.
Pasó a un zaguán, obscuro y húmedo, que comunicaba con un patio pequeño,
cubierto de estiércol. Una escalera, estrecha y negra, subía al piso
principal. Leguía llamó, dió palmadas; no apareció nadie. Sólo un gato
maullaba, desesperado.
De pronto, en el aire estalló el sonido estridente de una corneta.
Leguía bajó al portal y vió un pelotón de soldados que desembocaba en la
plaza.
Era una gente sucia, desarrapada, de malísimo aspecto; aquellos tipos no
eran para inspirar confianza, ni mucho menos; Leguía, instintivamente,
se retiró del portal. Vió cómo los soldados entraban en la iglesia, en
donde debían tener su alojamiento.
Cuando la plaza quedó de nuevo desierta, Leguía salió de la posada,
recorrió la callejuela y entró por el pasadizo entre dos casas por donde
había venido, saltó por encima de la tapia y se encontró con el de
Oyarzum.
--¿Qué, encontró usted posada?--le preguntó el paisano.
--No; me marcho.
Leguía dió al de Oyarzum la única peseta que tenía en el bolsillo, cogió
el caballo, montó en él, y por el fangal del camino salió de nuevo a la
carretera, tan elegante y tan pulcro como había entrado.
--¿Podemos ir?--preguntaron la muchacha y la vieja, al mismo tiempo, al
ver a Leguía.
--No, no. Imposible. Es un lugar infecto, sucio, negro, con carlistas
desarrapados. Creo que lo mejor es largarse de aquí cuanto antes.
--Nada, vamos a Laguardia--dijo la muchacha.
--Nos vamos a perder en el monte, ¡Dios mío!--exclamó la vieja.
--Creo que no hay más que seguir la carretera--repuso Leguía--. ¡Si el
cochero nos dejase los tres caballos!
--Está ahí dormido; no hay manera de despertarlo--dijo la muchacha.
--¿No? Pues mejor. Nos llevaremos los caballos sin decirle nada. Al fin
y al cabo, él tiene la culpa de todo. Lo que necesitaríamos sería algo
para comer en el camino.
--Pues compre usted aquí en la venta lo que haya.
--El caso es...
--¿Qué?
--Que creo que no tengo un cuarto.
--La muchacha tendió el portamonedas al joven, que entró en la venta, y
salió poco después con un gran trozo de pan, queso y una bota de vino.
--¿Sabe usted montar, Corito?--dijo Leguía.
--No; pero creo que no me caeré.
--Yo iré a su lado. ¿Y la señora Magdalena?
--Esa está acostumbrada a andar a caballo.
Leguía improvisó unas monturas con la manta del cochero y ayudó a subir
a Corito y a la vieja sobre los jacos; luego montó él, y comenzaron los
tres a subir, al paso, la cuesta que escala la sierra de Toloño.
Los caballos, cansados, marchaban muy despacio. El tiempo, aunque de
invierno, estaba muy hermoso; en el cielo azul pasaban algunas nubes
grandes, blancas como el mármol.
Al comenzar la tarde, Corito y la vieja decidieron tomar un bocado,
porque estaban desmayadas. Leguía les ayudó a desmontar, y se sentaron
los tres al borde de la carretera, cerca de un arroyo de agua muy pura
que bajaba espumante por entre las peñas.
Corito estaba encantada y alegre; el aire del campo daba un tono de
carmín a sus mejillas, y en sus labios jugueteaba la risa. El ver a
Leguía con su corbatín y su sombrero de copa en medio de aquellos
breñales le producía una alegría loca. La vieja refunfuñó, porque entre
las provisiones no había más que pan y queso.
Leguía miraba impasible a Corito y sentía interiormente un entusiasmo
insólito en él.

APARECE UN PASTOR
Cuando estaban terminando la merienda se presentó de improviso un pastor
con un rebaño de ovejas. Era un hombre de unos cincuenta a sesenta años,
con la cara ennegrecida por el sol, los ojos azules, de un aire de
candidez y de inocencia extraño, la expresión alegre y sonriente.
--Buenos días, señores--dijo--. Salud.
--Buenos días.
--Se merienda, ¿eh?
--Sí. ¿Quiere usted tomar pan y queso?--le preguntó Leguía.
--Es lo único que tenemos--repuso Corito.
--¡Gracias! ¡Muchas gracias!
El joven Leguía alargó al pastor un trozo de pan y queso, que comió, y
luego la bota de vino.
--¿No tiene usted miedo del ganado con estas cosas de la guerra?--dijo
Corito.
--Sí; por eso ando aquí, oxeando las ovejas, porque me han dicho que va
a venir por estos contornos la tropa de Zurbano.
--¿Le quitarán a usted muchas ovejas?
--¡Ah, claro, si pueden!
--¿Los carlistas, o los liberales?--preguntó Leguía.
--Los dos. Unos y otros tienen hambre. ¡A ver, qué vida! Este oficio es
muy _emportuno_, ya se sabe; pero _emportuno_ y todo más vale cuidar
del ganado que andar matando gente por ahí.
--Pero los que matan prosperan y tienen galones y sueldos--observó
Leguía--, y usted no prosperará.
--Ya es comprendido--contestó el pastor--; pero uno prefiere su pobreza
tranquila a los cuidados y cavilaciones.
--Más vale que esté usted contento.
--Pues contento está uno. ¿Y por qué no? Salud no falta, come uno su
otana, bebe el agua limpia de la fuente, y ¿para qué se quiere más?
--¿Cuánto tardaremos desde aquí a Laguardia?--le preguntó Corito.
--De aquí, con estos caballos cansados, tardarán ustedes dos horas y
media: media, hasta el puerto, y dos, desde el puerto a la ciudad.
Cuando lleguen ustedes arriba, como hoy está claro, verán desde allí
cinco provincias y gran parte de la Rioja. Por eso le llaman a ese sitio
el balcón de la Rioja, porque de él se alcanza todo el país.

POR EL MONTE
Se despidieron del filósofo pastor; volvieron a montar a caballo y, al
paso, llegaron al puerto. Aquel era el Balcón de la Rioja. Una capa
ligera de nieve cubría el monte. Corría por allá un vientecillo serrano,
frío y agudo, que se metía hasta los huesos. Se divisaba desde arriba un
gran espacio de tierra que parecía llano, a pesar de estar constituído
por una serie de lomas y de cerros. Los caminos, blancos, serpenteaban
por entre las colinas y altozanos apareciendo y desapareciendo,
bordeados a trechos por árboles amarillos y sin hojas.
El Ebro brillaba en varios trozos diseminados por el campo, como pedazos
de espejo, y algunas humaredas azules rastreaban por encima de las
heredades, en el cielo rojo del crepúsculo.
Corito entró en una caseta abandonada de algún peón caminero que, sin
duda, los blancos o los negros, o los dos a la vez, habían desvalijado.
--En último término, podíamos quedarnos aquí a pasar la noche--dijo
Corito.
--¡Jesús, qué ocurrencia! ¡Qué barbaridad!--murmuró la vieja.
--No tengas miedo, Magdalena. Era una broma. Seguiremos andando hasta
llegar a Laguardia.
--Dejemos que descansen los caballos y que coman un poco, aunque sea
hierba, y en seguida nos pondremos en marcha--dijo Leguía.
--Bueno; esperaremos--repuso.


II
LA LUZ A LO LEJOS

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