El aprendiz de conspirador - 02

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CUANDO montaron nuevamente a caballo comenzaba a anochecer. Sobre el
Ebro surgía una niebla blanca y alargada; en el fondo, por encima de la
bruma, se destacaban los picos de la sierra de San Lorenzo, iluminados
por un sol pálido. Empezaron a bajar hacia la ribera. A medida que
descendían se iba levantando el paredón negruzco de la sierra de
Cantabria. Había nevado ligeramente también por allá. Aparecían los
resaltos de la montaña blancos por la nieve, y los grupos de aliagas y
de zarzas se veían negros y redondos entre la blancura de las vertientes
y de los taludes. El camino tomaba un aspecto siniestro a medida que la
obscuridad dominaba. Grandes piedras parecían avanzar en la sombra a
cerrar el paso; la imaginación forjaba gente emboscada entre los troncos
de los árboles.
Pasaron por delante de una venta que había en el cruce de un camino
transversal. A la luz de un farol rojo podía leerse en la pared un
letrero con una flecha al lado. El letrero decía: «A Leza».
La noche comenzó a llenarse de estrellas; las dos viajeras marchaban
mudas, amedrentadas por el silencio y el aire desierto del campo. Los
cascos de las caballerías sonaban fuertemente en el suelo helado de la
carretera; una herradura, al chocar en las piedras, tintineaba con un
sonido metálico.
En el viento no venía el menor murmullo; sólo alguna vez una corneja
graznaba entre los árboles, Leguía silbaba suavemente.
Una estrella que brillaba sobre una altura sacó a los viajeros de su
mutismo; Corito y la vieja afirmaron que era la ventana de alguna casa
del pueblo; el joven Leguía, más acostumbrado al campo, aseguró que era
una estrella. Efectivamente: lo era.
Volvieron de nuevo a marchar en silencio. La vieja empezó a murmurar y a
decir que, indudablemente, habían perdido el camino. Leguía no quiso
meterse en una discusión inútil.
--Vamos bien--murmuró.
Pasó otra media hora. Se comenzó a divisar una colina obscura a la
derecha de la carretera. Allí debía de encontrarse el pueblo.
Se vió una luz; una mirada en medio de la obscuridad; apareció, parpadeó
y desapareció en un instante.
La vieja entonces aseguró que era una estrella; pero Leguía notó que por
encima se veía algo negro y rígido.
--Es una luz--exclamó--; ahí seguramente está el pueblo.
El tono perentorio de Leguía hizo murmurar a la señora Magdalena.
Poco después se fué viendo más clara la luz, y en el cerro de Laguardia
se destacaron con vaguedad las líneas de la muralla y las siluetas de la
torre de Santa María y del Castillo grande.
--Ya estamos--dijo Corito.

¡ALTO!
Subieron la cuesta, y al avanzar por el raso de la muralla hacia la
puerta de San Juan, el centinela les dió el alto.
--¿Quién vive?--gritó.
--España--contestó Leguía, con voz firme.
--¿Qué gente?
--Gente de paz.
--Adelante.
Avanzaron hasta la entrada y esperaron.
Se abrió la puerta y los viajeros pasaron a un corredor iluminado por un
farolillo.
Un oficial se presentó.
--¿Quieren ustedes decirme adónde van?--dijo.
--Nosotros vamos a casa del señor Ramírez de la Piscina--contestó
Corito.
--¿Y usted?
--Yo iré a la posada--dijo Leguía--; donde dejaré también los caballos.
--Los caballos pueden quedar en casa--advirtió la señora Magdalena.
--Bueno; pues iré yo solo.
--Entonces, cuando vuelva--advirtió el oficial--llame usted. El parador
está fuera de puertas y tiene usted que pasar de nuevo por aquí.
--Llamaré. Muchas gracias.
Entraron en el pueblo los jinetes y llegaron hasta la calle Mayor. Se
detuvieron delante de una casa baja con gran alero artesonado, balcón
saliente y puerta ojival, con escudo en la clave.
Leguía saltó del caballo, y dió tres aldabonazos sonoros.
--¿Quién es?--dijo una voz de mujer desde la ventana.
--Soy yo, Corito--contestó a la muchacha.
Pasado algún tiempo se oyó el chirriar de un cerrojo y dos o tres
personas se asomaron al postigo. Hubo abrazos y besos entre Corito y los
de la casa. Un hombre abrió la puerta por completo e hizo pasar adentro
los tres caballos. Luego la cerró y dejó solamente el postigo entornado.
Corito alargó la mano a Leguía, y le dijo:
--¡Muchísimas gracias por todo! Hasta mañana, ¿verdad?
--Sí; hasta mañana.
Leguía saludó con el sombrero de copa muy finamente y quedó un rato
mirando la fachada de la casa, en la obscuridad. La ventana, iluminada
en aquel momento, del segundo piso, le atraía. Pasó una sombra por ella;
luego se apagó la luz.
Leguía se acercó al portal de San Juan y salió fuera de la muralla. La
bóveda celeste palpitaba llena de estrellas. El joven aspiró con fuerza
el aire frío de la noche; después se acercó al parador, cuyo zaguán
estaba iluminado, y entró en él.


III
LA FAMILIA DE LEGUÍA

PEDRO Leguía y Gaztelumendi, Pello Leguía, era por esta época un joven
de veinte años. Su padre, Pedro Mari Leguía, hombre emprendedor, dueño
de una ferrería en Vera de Navarra, contrabandista y minero, era un
liberal decidido. Se había mezclado en cuestiones políticas, y tuvo que
emigrar, después de casado y con hijos, y fué a Méjico, donde murió. La
mujer de Pedro Mari, que había quedado en una posición poco desahogada,
se casó con uno de Elizondo, y el joven Pello, poco aficionado al trato
de su padrastro, decidió abandonar la casa paterna.
Las dos soluciones más corrientes de los jóvenes del país vascongado en
aquella época eran: una, marcharse a América; la otra, ir a la facción.
Pello estaba más dispuesto a lo primero que a lo segundo; los Leguías
habían sido muy liberales y Pello no quería abandonar las ideas de sus
ascendientes.
El liberalismo había sido la causa de la ruina de su familia.

FERMÍN LEGUÍA
Pedro Mari tenía un primo militar, Fermín Leguía, nacido en un caserío
próximo a Alzate, llamado Urrola, allá por el año 1787.
Fermín Leguía era listo, pero no tenía un gran mérito en serlo, Fermín
era de un barrio excepcional, favorecido por las _lamías_ que bajaban
hasta allá desde las cuevas de Zugarramurdi. La existencia de las
_lamías_ por aquellos contornos estaba comprobada por muchas personas;
quién las había oído cantar; quién las encontraba todas las noches
disfrazadas de viejas horribles y sin dientes; quién las había visto
peinarse sus hermosos cabellos rubios a orillas del arroyo.
Este arroyo se llamaba y se llama Lamiocingoerreca, que quiere decir el
arroyo de la sima de las lamias.
Fermín Leguía, nacido al borde de este riachuelo favorecido por aquellas
poderosas damas, no tenía gran mérito en ser listo.
Fermín fué guerrillero en la guerra de la Independencia, a las órdenes
de Jáuregui el Pastor, y después granadero del cuarto batallón de
Navarra.
A pesar de su valor y a pesar de haber nacido al borde de
Lamiocingoerreca, no tuvo ocasiones de distinguirse, y al final de la
campaña contra el francés, era sólo sargento.
Ya mandando alguna fuerza y viendo que la guerra se acababa, quiso hacer
una hombrada. Y para que viera el general Mina, su general, de lo que
era él capaz, con sólo quince de los suyos tomó a los franceses el
castillo de Fuenterrabía.
Pensar que con quince hombres se podía tomar una fortaleza guardada por
soldados franceses era una barbaridad para todo el mundo menos para
Leguía. Fermín, que estaba en Vera, reunió a su gente en una taberna y
la arengó. Era una de las cosas que más le entusiasmaba echar un pequeño
discurso.
Después del discurso encargó a un cabo tuerto, que era de Aya, que
trajera cuerdas y clavos, y por la tarde Leguía se puso en marcha con
sus quince soldados por el camino del Bidasoa. Llegaron a Fuenterrabía,
y clavando un clavo aquí y otro allá, y atando cuerdas, escalaron el
castillo, le pegaron fuego e hicieron prisioneros.
Mina, al saberlo, quedó asombrado.
Esta hazaña le valió a Fermín el ser ascendido a subteniente. Se
concluyó la guerra, entró Fernando VII en España, se derrocó la
Constitución, y Fermín Leguía, que se había distinguido entre sus
compañeros por sus ideas liberales, comprendió que no podía ascender.
Vino la segunda época constitucional, y Leguía fué ascendido a teniente
del regimiento de Infantería de África, de guarnición en Algeciras, y
volvió la esperanza para Fermín de hacer carrera; pero con la reacción
del año 23 tuvo que huir de España y perdió todas sus esperanzas.
Fermín era el tipo del aventurero vasco: valiente, audaz, algo
jactancioso, muy comilón, muy bebedor, dispuesto siempre para las
empresas más difíciles. Tenía una cara sonriente y llena de viveza, la
nariz larga y torcida, los ojos brillantes, la cara de pillo, maliciosa
y socarrona.
Fermín sabía muy poco, apenas podía escribir una carta; pero había visto
mundo, y lo que no sabía se lo figuraba. Un hombre como aquél tenía que
influir mucho entre sus amigos aldeanos, y cuando llegaba a Vera, todos
los que sentían una vaga aspiración liberal iban al caserío Urrola a ver
a Fermín y a oirle como a un oráculo. Entre sus oyentes, y de los más
entusiastas, estaba Pedro Mari, el padre de Pello. No eran menos adictos
los mozos de los caseríos de Eraustea, de Irachecobere, de Chimista, de
Landachipia, de Cataliñecoborda.

LA EXPEDICIÓN DE MINA
Fermín Leguía estaba convencido de que podía contar con sus amigos para
toda empresa liberal, y como era inquieto y audaz, cuando los
constitucionales españoles, presididos por Espoz y Mina, se reunieron en
Bayona en 1830 y acordaron invadir España por cuatro o cinco puntos y
restaurar la Constitución, Fermín se ofreció a Mina para entrar el
primero con sus amigos, por el boquete de Vera.
Mina aceptó, y Fermín Leguía fué formando sus huestes. Anduvo de caserío
en caserío, sacando mozos y llevándolos a Francia. La gente decía que el
dinero con que contaba se lo prestaban los judíos liberales de Bayona.
Leguía llegó a reunir cincuenta o sesenta hombres, armados con
escopetas. Entre ellos había diez o doce vasco-franceses; los demás eran
campesinos de la montaña de Navarra y de Guipúzcoa.
En Vera se sabía quiénes estaban con él, y se citaba a Pedro Mari, el
padre de Pello; a Zugarramurdi, el contrabandista; a Martín Belarra; a
Erauste, a Landáburu; a Landachipia y a otros, entre ellos el leñador de
Antula, hombre éste atrevido y valiente, gran cazador de jabalíes, de
quien la canción popular dijo, después de la intentona fracasada de
Fermín:
Antula dutelaric
guizón fierrá
iñoiz ez du bildurric
joateco anciñá
(Contaban con Antula, hombre fuerte, que nunca tuvo miedo para ir
adelante.)
Leguía citó a sus hombres en Oleta, y al día siguiente, al compás de un
tambor destemplado, marcharon hacia España. Era una tropa de un aspecto
y de una indumentaria poco común. Algunos vestían como ciudadanos, de
negro y sombrero de copa; otros, de campesinos, con pantalón corto,
abarcas y boína; no faltaban dos o tres con anguarinas pardas, y otros,
con esa prenda céltica, especie de dalmática con capucha, que los
pastores vascos llaman _capusay_.
Los expedicionarios, al llegar a la frontera, tomaron por la regata de
Inzola, un arroyo que baja a Francia, cubierto de árboles espesos, cerca
del cual había antes una vieja ferrería. De la regata de Inzola salieron
a una abertura del monte, conocida en vascuence por Usateguieta, y en
castellano por el Portillo de Napoleón. Esta abertura se encuentra entre
dos altos, uno denominado Ardizaco y el otro Artziña o pico del Águila.
En el Portillo de Napoleón comienza una calzada de piedra, que parece
que es una calzada romana, pero que, según tradición popular, fué hecha
por los franceses durante la guerra de la Independencia para pasar los
cañones de los ejércitos imperiales.
Por esta calzada bajaron Leguía y su gente hasta un arroyo que se llama
Shantellerreca, y al divisar el caserío de Truquenecoborda, mientras los
unos seguían el camino, los otros se desplegaron en guerrilla hacia
Ezpondecoborda. En vista de que no había enemigos se reunieron todos
delante de la primera casa de Alzate, un caserón antiguo, denominado
Itzea, colocado a la izquierda del camino.
Leguía mandó formar a sus hombres en la plazoleta que hay delante de
este caserón.
Era día de fiesta. Hacía un tiempo brumoso y obscuro; no se veía a
cuatro pasos; por entre la bruma llegaban tristes las campanadas de la
iglesia de Vera. Algunos hombres y mujeres, que volvían de misa,
quedaron asombrados al ver aquella tropa formada.
Leguía mandó a veinte hombres que fueran por un maizal hasta la calle de
Alzate, a ver si había gente apostada en el fortín. Los veinte hombres,
pasando un puentecillo, se alejaron entre la bruma, metiéndose por en
medio de los maíces secos.
Estaban los hombres de Leguía en la plazoleta de Itzea cuando la dueña
de esta casa, doña Josefa Antonia de Sanjuanena abrió el portal y llamó
a Fermín.
Doña Josefa Antonia era una viejecita soltera, que vivía sola en aquella
antigua casa, y que se dedicaba por entretenimiento a enseñar labores a
las muchachas de los caseríos.
--¿Qué haces, chico, con estos hombres?--le preguntó doña Pepita a
Fermín, a quien conocía desde niño.
--Aquí estamos, a ver si de una vez establecemos la Constitución en
España.
--Pero estáis locos. ¡Con tan poca gente! ¿Queréis algo? ¿Vino? ¿Queréis
almorzar?
--Luego, luego. Ahora retírese usted, doña Pepita--dijo Fermín.
Poco después se vió a los hombres que habían ido hacia el puente que
volvían perseguidos. Los carabineros del resguardo se acercaron a Itzea
y dispararon algunos tiros, y Leguía, imprudentemente, mandó contestar a
su tropa. Con esto desobedecía las órdenes de Mina, que esperaba atraer
a los carabineros a su bando.
Leguía, por la tarde, entró en Vera, y desde allí esperó a que llegaran
Mina y Jáuregui; pasaron los dos, con sus tropas, hacia Irún; el coronel
Valdés y López Baños quedaron en Vera, donde se batieron heroicamente
con los realistas. Al cuarto día se supo que la expedición había
fracasado por completo; Fermín y sus amigos, viendo la empresa perdida,
disolvieron sus huestes, y unos cuantos, entre ellos el padre de Pello,
se escondieron en el caserío Urrola, sin entrar en Francia, porque las
tropas del general Llauder habían avanzado hasta cerrar todos los pasos
de la frontera.

LA CANCIÓN DE PITHIRI
Pello, a pesar de ser un chico, comprendía la inquietud de su madre en
aquella época. Unos días después del choque entre liberales y realistas
salieron de Vera dos compañías de cazadores al mando de un comandante.
Pronto se susurró en el pueblo que iban a perseguir a Leguía y a los
suyos.
--Mira, sígueles a los soldados a ver adónde van--le dijo la madre a
Pello.
Las dos compañías cruzaron el pueblo, tomaron por la calle que une a
Vera con Alzate, y al llegar a un puentecito que se llama Subi Mushua
(el puente del Beso), el comandante llamó a un viejo medio loco, que
estaba a la puerta de su casucha. Este viejo se llamaba por apodo
Pithiri.
El comandante hizo que se acercara el viejo, y le preguntó:
--¿Usted sabe dónde está el caserío de Urrola?
--¿Urrola? Sí, señor.
--Llévenos usted allí, y cuidado con engañarnos. Si nos engaña usted, le
pegamos cuatro tiros. Conque cuidado.
Pello vió de lejos cómo hablaba el comandante con Pithiri; pero no pudo
enterarse de lo que decían.
Las dos compañías se dividieron en cuatro pelotones, con el objeto de
rodear el caserío de Urrola.
Pello fué delante de la media compañía en que iba Pithiri con el
oficial. Se adelantó ésta por el barrio de Illecueta. Al llegar a una
taberna, el oficial pidió un vaso de agua con aguardiente, y luego
preguntó al tabernero si aquél era el camino de Urrola. El tabernero
dijo que sí.
Se habían parado los soldados a la puerta de la taberna, y Pithiri, que
tenía fama de loco, comenzó a bailar pesadamente. Reían los soldados y
campesinos, y uno de éstos dijo: «Canta, Pithiri.»
Pithiri entonó con voz cascada un zortzico, y después, dirigiéndose
principalmente a los campesinos que le oían, y mirándoles con sus ojos
grises, entonó esta copla:
Urrolara, Urrolara,
Urrolara, guacela.
Norbaitec ará
laster aguró
iguesi indezala,
(A Urrola, a Urrola, a Urrola vamos. A ver si alguno, lo más de prisa
posible, puede escaparse.)
No hizo más que oir esto, y Pello echó a correr por la orilla de
Lamiocingoerreca, hacia Urrola. Al llegar al caserío se encontró a
Fermín Leguía y a sus amigos preparándose para huir.
Sabían que venían a su alcance los cazadores.
Fermín Leguía, poniéndole la mano en el hombro a Pello le dijo:
--Pello, cuando seas hombre, acuérdate de que tu padre y tu tío han sido
perseguidos por defender la libertad.
Pello nada contestó.
--¿Por dónde vas tú?--dijo Fermín a su primo.
--Yo, por la regata de Sara--contestó Pedro Mari.
--Bueno, pues adiós. En Francia nos veremos.
Pello y su padre tornaron juntos hacia el caserío Miranda; luego,
torciendo a la izquierda, cruzando por en medio de las heredades,
llegaron a una cañada con árboles altos, que llaman Lizuñaga. Desde aquí
se veía el camino que va a Francia, y en la caseta de Carabineros,
colocada en la misma muga un pelotón de soldados de guardia.
Padre e hijo esperaron tendidos entre los helechos secos a que
obscureciera, y ya de noche dejaron su escondrijo, pasaron la muga y
entraron en la regata de Sara. La luna brillaba entre los árboles y se
reflejaba en las aguas inquietas del río. Pedro Mari y Pello encontraron
a unos carboneros franceses, cenaron con ellos y durmieron en su choza.
Al día siguiente continuaron el camino. La mañana era hermosa, el cielo
azul; en la falda de Atchuria brillaba Zugarramurdi, y poco después iban
apareciendo los caseríos blancos de Sara.
Por la tarde, Pedro Mari envió a su hijo a Vera.
La expedición de Mina y, sobre todo, la entrada de Leguía, produjeron en
Vera un efecto extraordinario.
En toda la región fué aquél el comienzo de la lucha del liberalismo
contra el absolutismo; hasta entonces, casi nadie había oído hablar por
allí de liberales ni de masones.

OTRAS CANCIONES
La mayoría de la gente era hostil a los constitucionales; un poeta y
carpintero de Alzate hizo contra Leguía estos versos, en vascuence, que
corrieron mucho:
Armada eder bat ecarridigu
Verara Fermín Leguiac
Yudu ta sastre protestantiac
Arc ere eztitu beriac
Galzaen neurriyac
Artu diyote español cazadoriac
Galzac bidian lisatu eta
Escuac trabac lotzecó
Guizon oriyec planta char dute
Madrid aldera joatecó
Adisquidiac galdu dituzte
Comisanyura goizecó.
(Un hermoso ejército nos ha traído a Vera Fermín Leguía, judíos y
sastres protestantes, que tampoco son los suyos, porque la medida de los
pantalones se la han tomado los cazadores españoles.
Alisándose los calzones en el camino, las manos para atarse las bragas,
esos hombres tienen mal aspecto, para ir hacia el lado de Madrid. Han
perdido sus amigos el día de todos los Santos.)
También corría por Vera otra canción contra los liberales, que decía
así:
Mina eta Archaya bere odolez
Ucaturican dabilzá,
escu gaistotan paratu naicic
fede santuaren guiltzá,
eztute oriyec cambiatuco
gure Jaungoicaren itzá.
(Mina y el Pastor (don Gaspar de Jáuregui) andan negando su sangre,
queriendo dejar en malas manos la llave de la Santa Fe. Tampoco esos
podrán cambiar la palabra de Nuestro Señor.)
Todas esas canciones solía cantar la hermana de la madre de Pello, la
tía Felicitas, furibunda realista; en cambio, la tía Micaela, que era
hermana de Pedro Mari, sabía otras canciones liberales como ésta, que se
refería a la expedición de Mina, y que comenzaba así:
Mina, eta Archaya,
Fermín veratarra,
Aurten etorridira
Españará,
Y cusi bear dute
Beren lurrá.
(Mina, el Pastor y Fermín el de Vera, este año vienen a España, porque
dicen que quieren ver su tierra.)
Y la tía Micaela solía cantar también una canción en honor de los
generales constitucionales, y, sobre todo, de Jáuregui, de quien decía:
Don Gaspar de Jáuregui,
Villarrealco semia
ondo gobernatzendu
(Don Gaspar de Jáuregui, hijo de Villarreal, dirige muy bien su gente.)
Y la canción tenía este estribillo:
¡Mina de mi vida,
Longa de mi amor;
Don Gaspar de Jáuregui
De mi corazón!
Todas las familias que tenían algún pariente en la expedición de Mina
fueron mal mirados después por la mayoría del pueblo. Pedro Mari Leguía,
el padre de Pello, era hombre inquieto, de poca paciencia; no quiso
esperar la eventualidad posible de un indulto, y desde Bayona fué a
Burdeos y se embarcó para Méjico, donde murió.
Entonces todos los parientes de la madre insistieron para que se casara
la viuda, y lo consiguieron. El padrastro de Pello era un baztanés, un
hombre áspero, fanático, tradicionalista. Pello, que oía en su casa
constantemente el elogio de unas ideas contrarias a las de su padre, se
iba haciendo, sin decírselo a nadie, un liberal entusiasta.
Al comenzar la guerra, todos los triunfos de los liberales los tenía
como suyos. Cuando su padrastro se entristecía, él se alegraba, y al
contrario.
Un día de a principios de Enero del año 1835, una compañía de
chapelgorris, al mando de Zuaznavar, entraba en Vera y trababa combate
con otra compañía de carlistas, matando a esta última diez y ocho
hombres y dispersando a los demás.
Mientras Zuaznavar mandaba recoger los diez y ocho fusiles y cananas de
los carlistas muertos y preparaba dos camillas para sus dos heridos, se
le acercó el alcalde de Vera.
Le preguntó Zuaznavar por los amigos, y, entre ellos, por Pedro Mari
Leguía, y el alcalde dijo cómo había muerto; y luego, señalando a Pello,
que se encontraba en la plaza, indicó:
--Ese chico es su hijo.
Zuaznavar le llamó, y Pello estuvo charlando en el grupo de
chapelgorris.
Al saberlo su padrastro no dijo nada; pero puso una cara furiosa.
La madre de Pello, que comprendía que esta hostilidad entre su marido y
su hijo no podía traer nada bueno, envió a Pello a San Juan de Luz,
donde tenían un pariente, y luego a San Sebastián, a una casa de
comercio.
Pello siguió con ansiedad las luchas de Mina y Zumalacárregui en el
Baztán, deseando que el caudillo navarro venciera al guipuzcoano, lo que
no ocurría siempre.
Pello recordaba a su padre y a su tío Fermín, a quien no volvió a ver
más.
Muchos años después, al ir a Vera, preguntó por Fermín Leguía.
Dos o tres le contaron que Fermín, al frente de los chapelgorris, había
peleado contra los carlistas y vencido, en Zugarramurdi, al cabecilla
Ibarrola, a quien había fusilado; se decía también que Fermín murió a
manos de unos asesinos, y algunos carlistas furibundos añadían que, por
sus pecados, por haber querido quemar varias veces la iglesia de Vera,
el cadáver de Fermín Leguía había sido comido por un perro.


IV
PELLO, ENAMORADO

PELLO se había distinguido siempre por su actitud serena y filosófica
ante los hechos y ante las personas.
Pello hablaba poco y se apuraba menos; hacía sus comentarios interiores
acerca de la Naturaleza, que no le parecía tan respetable como dicen, y
cuando veía que los juicios suyos divergían de los demás, no protestaba.
--Indudablemente, al final, alguien será el que tenga razón--pensaba.
Este razonamiento le inclinaba a suponer que el tiempo, en último
resultado, lo arregla todo.
Convencido de esta verdad, Pello consideraba muy prudente esperar los
acontecimientos.
Hasta los diez y ocho o diez y nueve años, el joven Leguía estuvo
empleado en un almacén de San Sebastián, donde ganaba treinta duros al
mes. Con este dinero vivía en una casa de huéspedes bastante buena; iba
con frecuencia al teatro; llevaba pantalón de trabillas, botines
lustrosos, gran corbatín y un magnífico sombrero de copa.
Como Pello era, naturalmente, elegante, tenía sus éxitos entre las
chicas del pueblo.

LA NIÑA Y LA VIEJA
Un día, Pello, al salir del almacén donde trabajaba para ir a comer vió
en la plaza de la Constitución una muchacha vestida de blanco, una niña
todavía, acompañada de una vieja. Pello no las conocía. Indudablemente
no eran de San Sebastián. Pello acababa de cobrar su sueldo, y pensaba
en lo poco profundos que son los senos de la casualidad para el hombre
que no tiene más lastre que treinta duros en el bolsillo.
Mientras rumiaba esta idea vió que la vieja y la niña salían de la plaza
y entraban en la calle del Ángel, en el despacho de un consignatario de
buques.
--Voy a ver de nuevo cómo es esta muchacha; a ver si es tan bonita como
me ha parecido antes--se dijo el joven Leguía. Y esperó paseando arriba
y abajo por la acera.
Salió la muchacha de la tienda y se cruzó con Pello. Este, a pesar de su
filosofía, quedó extasiado. La chica era realmente bonita, morena,
sonrosada, con unos ojos negros, brillantes.
Pello Leguía, asombrado del efecto que le causaba, y sin proponérselo,
fué tras de la vieja y de la niña hasta que entraron ambas en el parador
Real.
--Está de paso en la fonda--se dijo Leguía--y se va a alguna parte. La
cuestión sería averiguar adónde va.
El joven Leguía tomó de nuevo hacia la calle del Ángel; iba pasando la
hora de comer; media hora después debía encontrarse en su escritorio.
Pello se detuvo en una esquina a pensar.
--La verdad es--se dijo a sí mismo--que estaría bien que yo hiciera una
calaverada. Todos los que me conocen se dirían: «¡Parece mentira;
Leguía, un muchacho tan serio!»

AL AZAR
Pello dió unos cuantos pasos y pensó si uno de los senos profundos de la
casualidad se encontraría siguiendo a aquella muchacha tan bonita que
tanta impresión le había causado.
De pronto se decidió, y sin vacilar entró en el despacho del
consignatario.
--¿A qué hora sale el barco?--preguntó, con aire de indiferencia.
--¿Qué barco?--dijo uno que escribía detrás de la ventanilla, en tono
brusco.
--El barco que han tomado esta señora y esta señorita.
--¿Va usted con ellas?
--Sí; soy de la familia.
--¿A Santander?
--Sí. A Santander.
--¿Un pasaje de primera?
--Eso es.
El de la oficina escribió algo en unos papeles; Leguía sacó el dinero
que le pidieron, lo dejó en la ventanilla y se fué a la calle.
--Cualquiera diría que acabo de hacer un disparate--murmuró Pello--, y
¿quién sabe?; quizá sea lo único prudente que he hecho hasta ahora.
Además, que lo mismo da vivir aquí que en otra parte.
Leguía fué a su casa; comió, escribió una carta al principal y comenzó a
hacer su maleta.
--Realmente--se dijo--, todas estas cosas son inútiles. Dejemos la
maleta, dejemos la carta y vamos a tomar el barco.
Pello se presentó en el muelle, entró en el vapor y se sentó a tomar
café. Poco después llegaban las viajeras.
El vapor, de ruedas, empezó a echar bocanadas de humo por su alta
chimenea; funcionaron las paletas y el barco salió del puerto y comenzó
a dirigirse por entre las puntas.
Al dejar la bahía, como la mar estaba gruesa, algunos de los pasajeros,
entre ellos la vieja que acompañaba a la niña, se marearon. Pello se
mostró servicial e impasible. La muchachita se rió al ver a este joven
alto, flemático y atento que la miraba sin pestañear. Creía haberle
visto en San Sebastián; pero no estaba muy segura.
A las dos horas de estar en el barco cambiaron algunas palabras.
--¿Van ustedes a Santander?--les preguntó Leguía.
--Sí; de allí vamos a ir a Laguardia--contestó ella.
--¿A Laguardia de Alava?
--Sí.
--¡Cosa extraña!
--¿Por qué?
--Porque yo también voy allí.
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