El aprendiz de conspirador - 07

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quisieron comprometerse, y la Junta no se formó. Al día siguiente, los
franceses entraban en Logroño; el brigadier Sánchez caía herido de una
lanzada en el costado. Al capitán aquel que había hablado la noche
anterior le vi luchando en medio de un grupo de nacionales acorralados
por los franceses. ¿Sabéis quién era aquel oficial? Este hombre que
tenéis delante: Eugenio de Aviraneta. Muchos años después, un amigo mío
recibió una carta de Aviraneta, firmada en Zaragoza, recomendándole que
apoyara en unas elecciones a Mendizábal.
--Buen premio me dió ese cocodrilo llorón--murmuró Aviraneta.
--Al ver la firma--siguió diciendo Zurbano--me acordé yo, y dije: «Es
aquél». Luego me indicaron que estaba en Logroño, y no paré hasta
encontrarle. Este ha sido uno de los hombres que más me han llamado la
atención.

AVIRANETA CUENTA CÓMO CONOCIÓ A ZURBANO
--Pues yo supe de ti--dijo Aviraneta--de una manera menos trágica.
--¡Hombre! A ver, ¿cómo fué eso?
--Estaba a la puerta de ese mesón de Logroño de que tú has hablado, con
el sargento y otro miliciano, cuando pasaste tú. «Si hubiera muchos como
éste--dijo el sargento--, se podría hacer algo.» «¿Quién es ése?»,
pregunté yo. «Martín Zurbano, un contrabandista de Varca». Y me contó un
sucedido tuyo, que no sé si es verdad o mentira.
--¿Qué fué?
--Parece que estabais una patrulla de nacionales en Montalvo, y que
hacía tanto frío, que se helaban las palabras, y que tú dijiste: «Esto
no es nada; vamos a desnudarnos y a volver a Logroño a caballo y en
cueros.» Los demás dijeron que era una barbaridad; pero tú, empeñado, te
desnudaste y anduviste tomando el fresco unas cuantas horas por encima
de la tierra helada. ¿Es verdad esto?
--Sí. Es verdad. Era uno joven y fuerte. Hoy no lo podría hacer.
--¡Bah! ¿Qué importa? Mientras haya entusiasmo y calor en el corazón.
--Eso no falta.
--Lo mismo me ocurre a mí--dijo Aviraneta.
--¿De verdad?--preguntó Zurbano, con la brutal franqueza que le
caracterizaba.
--Parece que lo dudas.
--¡Y eres político!
--¿Y qué?
--Yo dudo del entusiasmo y de la buena fe de todos los políticos.


III
VIOLENCIA CONTRA VIOLENCIA

HUBO un momento de silencio.
--Creo que te engañas, Zurbano--dijo Aviraneta, secamente.
--El que se engaña eres tú, Aviraneta--replicó Zurbano.
--Suponer que la mala fe está sólo en los políticos es un absurdo.
--¿Piensas tú que los políticos españoles son buenos?
--No. ¡Cómo voy a pensar eso! Sé que son malos; pero sé que tienen
muchos de ellos tanta buena fe como los de los demás países.
--Entonces no comprendo por qué lo hacen mal.
--Lo hacen mal porque en España es imposible hacerlo bien. Los políticos
son malos cuando el país es malo.
--No, no. España no es peor que otra nación.
--No será peor individualmente; lo es colectivamente.
--No entiendo eso. Me parece lo que dices una de esas frases de político
que no quieren decir nada.
--Un hombre puede ser buen hombre y mal ciudadano.
--Cuando se es mal ciudadano se es mal hombre--contestó Zurbano, dando
un puñetazo en la mesa.
--No. Un Cristo que viviera entre nosotros, sería un buen hombre, sería
un mal ciudadano.
--Argucias.
--Razones.
--Di lo que quieras. Yo estoy convencido de que son los políticos los
que nos matan. ¿Por qué no se acaba la guerra civil? Por ellos.
--Por ellos y por los generales, que se odian--replicó Aviraneta--. Hace
unos meses estaba yo en Arcos de la Frontera, y veía cómo dos generales
del ejército liberal, Alaix y Narváez, no sólo no se ayudaban nunca,
sino que hacían lo posible para que los carlistas de Gómez derrotasen a
las tropas de su compañero y rival. Y esto de las rivalidades es lo más
digno que pasa entre ellos. No hablemos de lo más indigno.
--Y ¿por qué no se habla claro en ese Congreso?--preguntó Zurbano--.
¿Por qué no se dice la verdad? Eso no es un Congreso; es un charco de
ranas.
--Aunque fuera un estanque de cisnes sería lo mismo.
--Aquí se necesita un hombre, Aviraneta.
--Aquí se necesita un pueblo, Zurbano.
--Yo estoy convencido de que en España, hoy, lo mejor sería una
dictadura militar, una dictadura de un hombre justo, valiente, que
supiese sentar las costillas a todo el que quisiera salirse de la ley.
--No, Martín--contestó Aviraneta--; no estoy conforme. España no
necesita más que una dictadura: la de la justicia, la de la
inteligencia, la de la libertad. Nada de fuerza, nada de soldados que
quieran imitar a Napoleón. El Poder civil debe estar siempre por encima
del Poder militar. El Ejército no debe ser más que el brazo de la
nación, nunca la cabeza.

AVIRANETA HABLA DE SÍ MISMO
--No estoy conforme--y Zurbano dió un puñetazo en la mesa--. Los
soldados somos tan ciudadanos como los demás. Ciudadanos que exponen su
vida. ¿Podéis decir lo mismo los políticos?
--¿Lo dices por mí, Martín?
--Lo digo por todos vosotros.
--He peleado en la guerra de la Independencia con don Jerónimo
Merino--contestó Aviraneta fríamente.
--Queréis ganar batallas desde los rincones de los ministerios.
--He hecho cuatro campañas.
--Aspiráis a mandar con vuestras intrigas; no sois tan liberales como
nosotros los militares.
--He peleado el año 23 con el Empecinado; el año 30 tomé parte en la
expedición de Mina; hoy sigo luchando contra los facciosos.
--Sí; pero queréis tenerlo todo en vuestra mano; no queréis que el mundo
sea libre.
--He guerreado con lord Byron por la independencia de Grecia.
--No os preocupa más que lo que pasa en Madrid; no sois patriotas.
--Tomé parte en Méjico en la expedición del general Barradas.
--No dudo de que seas un valiente; pero, créeme, Aviraneta, sólo un
hombre de puños, capaz de fusilar a todo el que no ande derecho, puede
salvar a España.
--Sería necesario que cuando acabara de fusilar a todos hubiera otro
hombre de puños que lo fusilara a él--replicó Aviraneta.

ZURBANO EL IBERO
La discusión siguió así, en el mismo tono extremado y agresivo. Los
demás oían y callaban, presenciando el duelo. Estaban frente a frente el
torero y el toro, el cazador y la fiera, la violencia impulsiva de
Zurbano ante la energía serena de Aviraneta.
No era posible dar una idea de la actitud y de las palabras de Zurbano;
acostumbrado a mandar, la resistencia le irritaba; hablaba, accionaba,
daba puñetazos en la mesa, se revolvía furioso; quería oir y, al mismo
tiempo, acogotar al contrincante.
Aquel hombre era un admirable ejemplar de la violencia ibérica; su alma
inquieta, tumultuosa, tenía algo de volcán en perpetua erupción.
Era el fiero cántabro, violento, exaltado, con un valor que llegaba a la
temeridad, a la tendencia suicida, con una confianza grande en su
estrella.
Esta confianza le hacía emprender aventuras absurdas. Una de ellas se la
contó Mecolalde a Leguía en un alto de la discusión.
Unos meses antes, en Noviembre del año anterior, habían salido de noche
unos doscientos hombres del batallón de Zurbano, desde Vitoria.
Al llegar cerca de Salvatierra, Zurbano dejó el grueso principal de la
fuerza en una altura, viendo que el terreno que se presentaba ante ellos
era pantanoso, y con veinte jinetes y doce infantes se metió
sigilosamente en Zalduendo, ocupado por los carlistas. Zurbano sabía
dónde estaba alojado el general Iturralde, y solo, envuelto en el
capote, se dirigió hacia la casa. «Buenas noches», le dijo el centinela.
«Buenas noches», le contestó el soldado.
Zurbano entró en el portal, subió la escalera, recorrió un pasillo y
llegó a un cuarto donde unos veinte hombres, la mayoría oficiales
carlistas, estaban jugando al monte.
El banquero tenía suerte: iba acumulando delante de sí una gran cantidad
de plata y de billetes. Dió las cartas, y viendo que Zurbano no
apuntaba, le dijo:
--¿Y usted no juega, compañero?
--Yo copo--dijo Zurbano; y se levantó y extendió la mano sobre la mesa.
--¿Quién es este hombre?--gritó Iturralde.
--¡Soy Martín Zurbano! Todo el mundo queda preso. Y sacó un trabuco que
llevaba escondido debajo del capote.
Los jugadores quedaron sorprendidos; Martín, valiéndose de su sorpresa,
se asomó al balcón y dijo a Mecolalde: «¡Eh, vosotros, venid arriba!»
Así prendió Zurbano al mariscal de campo del ejército carlista don
Francisco Iturralde, a su mujer, a su hijo, a cinco oficiales y a
cincuenta y cuatro personas más.
Estas gatadas eran frecuentes en el guerrillero riojano, que vivía sólo
para la guerra, para la emboscada, para la sorpresa.
Aquel hombre, por lo que dijo Mecolalde, era insensible a los placeres
materiales; no comía ni dormía. Era de una austeridad furiosa y salvaje.
Para que su genio fuera más irascible, padecía del estómago, y la
enfermedad daba a su rostro, largo y fino, unas arrugas de melancolía;
sus ojos, grises y azulados, brillaban con furor; la boca, de labios
pálidos y rectos, denotaban un carácter de crueldad y de energía.
Siempre vibrante, siempre amenazador, Zurbano hablaba con un fuego
extraordinario, con una elocuencia incorrecta, y a veces incoherente.
En aquel duelo de palabras entablado en el comedor de la fonda,
Aviraneta se batía a la defensiva; parecía un aguilucho resistiendo las
embestidas de un jabalí.
De pronto, los dos contrincantes se pusieron de acuerdo, pensando en la
patria futura. Zurbano entreveía en el porvenir un mundo de justicia y
de bondad, sin guerras, sin enemigos, sin violencias; Aviraneta estaba
conforme; pero, para acercarse a aquel ideal, los dos consideraban que
había de seguirse distinto camino. El uno creía que era indispensable
marchar de frente, aniquilando las torpezas y las mentiras dejadas por
el pasado; el otro pensaba que había que tomar por el atajo y atacar al
enemigo de soslayo, cuando no se pudiese cara a cara.


IV
CONSEJO DE AMIGO

LA discusión se interrumpió por la entrada de un viejo.
Este viejo venía a saludar a Zurbano. Era un hombre alto, de bigote
cano, facciones duras. Por sus actitudes parecía militar.
--¡Hola, Varea!--le dijo a Zurbano; porque muchos le llamaban por el
nombre del arrabal de Logroño donde había nacido.
--¿Quién es usted?--preguntó Zurbano, bruscamente.
---¿No te acuerdas?... ¿No se acuerda usía de Caparroso, aquel cabo de
Carabineros que un día le mandó parar a usía, amenazándole con el fusil,
y que usía...?
--¡Rediós! ¿Eres tú?
--Sí, vivo aquí, donde está casado mi hijo.
--¡Cuánto me alegro de verte!

EL CABO CAPARROSO
Zurbano se levantó, se acercó al viejo y estuvo hablando con él.
Mecolalde, que conocía muy bien la vida de su jefe, contó a Leguía y a
Aviraneta lo ocurrido a Zurbano con aquel hombre.
El recién llegado había sido cabo de Carabineros y perseguidor de
Zurbano en sus tiempos de contrabandista. El cabo Caparroso tenía fama
de templado, y como Zurbano se le escapaba de entre las uñas, juró
prenderle cuando le echase la vista encima. Un día, el carabinero lo vió
en el monte, con dos mulos cargados de mercancías. Amartilló el fusil,
y, saltando por entre las zarzas, se plantó delante de Zurbano, y,
echándose el arma al hombro, gritó: «¡Alto! ¡Ríndete!» «Bueno, me
rindo», dijo el contrabandista. «Hala. Tira para adelante», añadió el
cabo. Martín comenzó a marchar con sus mulos hacia el pueblo. Al llegar
a un recodo, la carga de uno de los machos se inclinó hacia un lado;
Zurbano fué a arreglar la alforja, y con un movimiento rápido sacó un
trabuco de debajo de la manta, y, apuntando al carabinero, gritó:
«Ríndete tú ahora, o disparo.» El cabo Caparroso dijo al contrabandista
que le perdonaba, que se fuera; pero Zurbano, riendo, contestó: «¡Ca!;
ahora toma tú del ramal a las caballerías y llévalas hasta la cuadra de
mi casa. Yo voy detrás.»
El cabo y Zurbano llegaron a Varea, y allí, Zurbano le ofreció al
carabinero una buena cena y se hicieron amigos.

EL EMPECINADO Y ZURBANO
--Algo parecido le sucedió al Empecinado--dijo Aviraneta.
--¿Cuándo conoció usted al Empecinado?--preguntó Mecolalde.
Le conocí el año 13--contestó Aviraneta--. Peleé con él y con el cura
Merino en tiempo de la guerra de la Independencia; luego luché, con una
partida suelta, contra Merino, el año 23, y fuí, durante algún tiempo,
secretario de campaña del Empecinado.
Todos los comensales se le quedaron mirando atentamente. A pesar de que
aquel hombre no era viejo aún, pertenecía a otra generación: a una
generación que en menos de treinta años había tomado un carácter
legendario.
--¡El Empecinado!--exclamó Zurbano, que se había despedido del antiguo
cabo de Carabineros y volvía a su sitio a la mesa--. He oído decir que
fué siempre hombre de gran corazón y gran liberal.
--¿Era como Martín?--preguntó Mecolalde, a quien le gustaba sacar a
relucir, siempre que podía, a su jefe.
--No, no.
Zurbano torció el gesto.
--Eran muy diferentes--siguió diciendo Aviraneta, mirando a Zurbano con
su impasibilidad habitual--. Este Martín y aquel Martín, los dos han
nacido guerreros, con el sentimiento de las sorpresas y de las
emboscadas. En esto únicamente se parecen; en lo demás, muy poco. El
Empecinado era como una encina de Castilla, robusta, fuerte,
achaparrada; éste es como un pino alto y delgado; el Empecinado era más
tosco, más pueblo; éste es... más fino, más aristócrata.
--¡Aristócrata yo!--exclamó Zurbano, sorprendido, y lanzó una blasfemia
que hizo persignarse a todas las mujeres de la casa--. Sólo a ti se te
ocurre decir esto.
--Sí, aristócrata. A pesar de tu rudeza aparente y de tus palabras, eres
un aristócrata.
--¡Yo, que no llevo ni siquiera las insignias de mi grado!
--Por eso, porque eres aristócrata.
--¡Bah!
--El Empecinado era más humano; éste es más duro, más implacable; el
Empecinado era francote, sencillo; éste es un zorro.
--Sin duda; porque desciendo de vascongados--replicó Zurbano con
malicia, sabiendo que Aviraneta lo era.
--Quizá por eso. El Empecinado era como un niño, y lo hubiera sido
siempre; éste es como un viejo; aquél no tenía ambición; éste la tiene;
aquél era sano; éste, no.

EL HORÓSCOPO
Zurbano, que había seguido la comparación con cierta ansiedad
disimulada, como hombre que oye un horóscopo en el que cree, quedó
pensativo.
--¿De dónde sabes que yo no estoy sano?--preguntó.
--No lo sé. Lo supongo nada más. Cuando uno es un rabioso, un violento,
es que no está sano.
--Eres inteligente, Aviraneta.
--Me tengo por tal; quizá sea una equivocación.
--Ves a los hombres por dentro; pero no progresarás.
--Lo sé.
--Comprenderás a la gente; pero eso no te servirá de nada. Alguno dirá:
«Ese hombre tiene talento, tiene valor, tiene perspicacia...» Pero te
sobra una cosa: la personalidad; eres demasiado Aviraneta; no sabes
pensar en los demás; te falta otra: la suerte. Detrás de ti no irá nunca
nadie; tendrás que estar siempre a las órdenes de un hombre que valga
menos que tú: el inteligente te temerá, el no inteligente te
despreciará.
--¿Es mi horóscopo?--dijo Aviraneta.
--Parecido al tuyo.
--¿Y qué debo hacer, según tú?
--Retirarte de la vida activa.
Aviraneta quedó pensativo, y una sonrisa de tristeza frunció sus labios.
--¿Te ha molestado?--dijo Zurbano, riendo y poniendo la mano en el
hombro de su interlocutor.
--No; ¿por qué? El destino está por encima de los hombres.
--Pues véngate, pronosticándome alguna desgracia.
--¿Desgracia? No sé si la tendrás, Martín. Por lo pronto, desconfía de
tu carácter. Eres un militar, un buen militar. Has hecho lo más difícil
de tu carrera. Si prosperas, como prosperarás, querrán hacer de ti un
político, y entonces...
--Y entonces, ¿qué?
--Entonces fracasarás, y podrás llegar a perder todo lo que has ganado,
si no pierdes también la vida.
Realmente, Zurbano era de esos tipos en cuya frente parece leerse un
destino trágico.
--Son ustedes pájaros de mal agüero--exclamó Mecolalde--; dejemos esto,
y que traigan café.

EL ENTUSIASMO LIBERAL
Estaban tomando el café cuando delante del parador la charanga del
regimiento de Zurbano comenzó a tocar el himno de Riego.
Zurbano, Aviraneta, Leguía, Mecolalde y los oficiales salieron al
balcón.
Soldados y gentes del pueblo se habían amontonado delante de la casa.
Uno de los soldados llevaba en la cabeza un sombrero de teja, grande, y
repartía bendiciones, entre las carcajadas de los demás.
Cuando los jefes aparecieron en el balcón cesó el tumulto.
--¡Viva Zurbano!--gritó un hombre del pueblo con voz furiosa, levantando
un garrote blanco en el aire.
--¡Viva!--repitieron varias voces, igualmente frenéticas.
Zurbano se estremeció; parecía un caballo encabritado.
--¡Riojanos!--exclamó con voz vibrante, agarrándose con las dos manos al
hierro del balcón--. ¡Viva la reina!
--¡Viva!
--¡Viva la Constitución!
--¡Viva!
--¡Viva la libertad!--gritó Aviraneta.
--¡Viva!
La charanga volvió a tocar el himno de Riego aun con más brío.
Pello quedó asombrado al mirar a Aviraneta. Estaba pálido de la emoción,
con las lágrimas en los ojos.
--Maestro, está usted emocionado. El aire de la Libertad le emborracha.
--Sí; es verdad.
--¡Si le llegan a usted a ver en el balcón las Piscinas!--añadió Pello,
burlonamente.
Aviraneta sonrió, y tuvo que limpiarse disimuladamente los ojos.


V
POR EL CAMINO

ZURBANO y sus oficiales habían salido camino de La Bastida. Hasta un par
de horas después, Aviraneta y Leguía no tuvieron la silla de postas
preparada.
Montaron a la puerta del parador, y comenzaron a bajar de prisa el cerro
de Laguardia.
El día, de Junio, era claro, con sol, pero fresco; algunas nieblas
suaves, ligeras, iban corriendo por el aire y deshaciéndose sobre la
falda obscura de los montes.
Al pasar por cerca de Samaniego se encontraron a Mecolalde, con una
compañía, que iba a retaguardia. Habían detenido un landó, ocupado por
una señora y un caballero, y a dos vagabundos de malas trazas que se
habían escondido en un viñedo al ver a la tropa. En ellos reconoció
Leguía al hombre de la zamarra y al Raposo.
--Ahí tiene usted a dos de los asaltantes de anoche--dijo Pello a
Aviraneta.
--¿Son esos?
--Sí.
El hombre de la zamarra, al ver a Aviraneta volvió la cabeza
rápidamente.
--¿Han cogido ustedes gente sospechosa?--preguntó Aviraneta a Mecolalde.
--Sí.
--¿Qué clases de tipos son?
--Estos son espías de los carlistas.
--Entonces, mala les espera.
--Martín ordenará lo que haya que hacer con ellos.
La silla de postas avanzó por entre los soldados; al pasar por delante
del landó detenido, Aviraneta echó una mirada hacia el interior del
coche y se estremeció.
--Va dentro una mujer muy guapa--dijo Leguía, que había mirado también.
Aviraneta no dijo nada; pero poco después mandó al cochero de la silla
de postas que se detuviese; se paró la silla de postas en medio del
camino, y pasó por delante de ella el landó, rodeado de soldados.
Detrás del caballo de Mecolalde venían el Raposo y el hombre de la
zamarra con las manos atadas.
En esto se vió aparecer a Zurbano, al galope, seguido de un ayudante.
Mecolalde se acercó a él, y los dos jefes hablaron. Mecolalde explicó,
sin duda, a Zurbano lo que ocurría.
--A los dos vagabundos y al caballero, que los fusilen delante de esta
tapia--gritó Zurbano--. A la señora llevadla al depósito.
Dos soldados abrieron el landó e intimaron a los viajeros para que
bajasen. Salieron del interior un caballero y una señora. El caballero
era un hombre de unos cuarenta años, delgado, esbelto, de bigote corto;
la señora, una mujer morena, de poca estatura, pero de arrogante
presencia.
Aviraneta se acercó disimuladamente a Zurbano.
--Martín--dijo--: una palabra.
Zurbano se inclinó desde su caballo.
--¿Qué quieres?--preguntó.
--Esta mujer ha sido mi mujer--dijo Aviraneta.
--¿Tu mujer?
--Sí. ¿No podrías dejarla en libertad?
--Lo haré por ti.
--Y por los otros, ¿puedes hacer algo?
--Nada. Dile a esa señora que se vaya. No hago la guerra ni a las
mujeres ni a los niños; no soy ningún Cabrera.
Aviraneta le rogó a Pello que comunicara a aquella señora las palabras
de Zurbano. Leguía se acercó a la dama y se descubrió.
--Señora--dijo--: el coronel Zurbano, como favor especial, le permite a
usted marcharse libremente.
--¿A mí sola?
--A usted sola.
--¿Y mi esposo?
--Quedará prisionero.
--Pues dígale usted a ese bruto--replicó la dama, con aire orgulloso e
insultante--que no me separo de mi marido.
--Pero, señora...
--Nada, nada.
Leguía se inclinó, y, acercándose a Aviraneta, le contó lo que pasaba.
--¿Es su marido?--preguntó Aviraneta, con cierto asombro.
--Sí.
Aviraneta habló nuevamente a Zurbano, y le convenció de que sería mejor
interrogar a los prisioneros.
--Bueno; vamos a entrar en esta casa. Se celebrará un juicio sumarísimo.
La casa que había indicado el coronel tenía un ancho zaguán y una
columna de piedra en el centro; pusieron junto a ésta una mesa; Zurbano
se sentó en medio; a su derecha, Mecolalde, y a su izquierda, un
capitán.
--Que entren los prisioneros--dijo Zurbano.
Rodeados de media docena de soldados y de varios oficiales entraron la
señora, el caballero, el Raposo y el hombre de la zamarra.

VARGAS
--Interrógueles usted, capitán--dijo Zurbano.
--¿A quién primero?
--Al señor.
--¿Cómo se llama usted?--preguntó el capitán.
--Don Fernando de Vargas--contestó el caballero, esforzándose por
aparecer sereno y tranquilo.
--¿De dónde viene usted?
--De Valladolid.
--¿Adónde iba usted?
--A Francia.
--¿Es usted carlista?
--Sí, señor.
--¿Lleva usted alguna misión de su partido?
--No, señor.
--¿Qué parentesco tiene usted con esa señora?
--Es mi esposa.
--¿Conoce usted a estos dos hombres?
--A éste--y señaló al de la zamarra--lo conozco. Ha sido criado mío;
pero hace ya muchos años que no le veía. Al otro no le conozco.
--Está bien. ¿Sigo el interrogatorio?--preguntó el capitán a Zurbano.
--No; empiece usted con el otro.

EL HOMBRE DE LA ZAMARRA SE DEFIENDE
El capitán comenzó a interrogar al hombre de la zamarra; pero éste, por
exceso de astucia, quiso hacerse el tonto. El capitán se picó al ver que
el mendigo se le escabullía por entre los dedos, y fué acorralándole a
preguntas. A veces, las contestaciones maliciosas y los subterfugios del
viejo hicieron arrancar una carcajada a los oficiales.
En esto, abriéndose paso por entre los soldados, se presentó ante el
tribunal un hombre con facha de labriego. Ni Aviraneta ni Leguía le
reconocieron; era uno de los que habían estado la noche anterior en el
parador del Vizcaíno, el compañero del asesinado por la banda del hombre
de la zamarra.
--¿Quién es usted y qué quiere?--preguntó Zurbano, al verle.
--Vengo a declarar--dijo el labriego--. Ayer noche, un compañero mío,
tratante en granos, y yo fuimos al parador del Vizcaíno, de Laguardia.
Nos pusieron a los dos a dormir en el mismo cuarto. A media noche me
desperté sobresaltado, y me encontré con cinco hombres que me ataron y
me amenazaron con las navajas si daba un grito. Aquellos hombres
acababan de matar en la cama a mi compañero; entre los asesinos estaban
estos dos.
--¡Miente!--gritó el hombre de la zamarra--. Ese día yo no estaba en
Laguardia.
--Digo la verdad--afirmó el labriego.
--¿Los reconoce usted a los dos? ¿Tiene usted la seguridad de que son
ellos?--preguntó Zurbano, señalando al de la zamarra y al Raposo.
--Sí, señor; la seguridad absoluta.
--Está bien. No hay más que hablar. Retírese usted, buen hombre. Se hará
justicia. La señora y el caballero, que vayan escoltados al depósito de
Logroño. A estos dos granujas pegarles cuatro tiros delante de esa
tapia.
El hombre de la zamarra, al oir esto, dió un salto y se echó para atrás;
derribó a tres o cuatro soldados; pero no pudo salir y cayó al suelo.
Allí se defendió como una fiera, pateando, mordiendo, hasta que le
sujetaron y le ataron los brazos. El Raposo, sin que nadie se diera
cuenta, se escabulló como una rata y comenzó a correr a campo traviesa.
Los soldados le dispararon una descarga y cayó a cuarenta o cincuenta
metros; pero poco después se levantó y echó a correr.
El hombre de la zamarra presenció la fuga de su compañero. Cuando le
mandaron avanzar por la carretera, para fusilarle, estaba transfigurado.
Se veía vencido; pero esto le daba una gran energía.
--¡Canallas! ¡Cobardes! Por mucho que me matéis yo he matado más de los
vuestros--gritaba.
--¡Anda! ¡Anda! Que te vamos a dar para vino--le decía un soldado joven,
riendo.
Al pasar por delante de Aviraneta, el hombre de la zamarra le miró
fijamente y exclamó:
--Señor de Aviraneta. Cada cual trabaja por sus ideas, a su manera,
¿verdad?
Aviraneta no dijo nada.
La patrulla que llevaba al que iban a fusilar se alejó.
Al poco rato se oyó una descarga; poco después un tiro suelto, y luego,
otro.
--Ya lo han rematado--dijo un soldado viejo a Leguía.
--En fin, un enemigo menos--murmuró Aviraneta.
Aviraneta y Leguía montaron en la silla de postas y cruzaron por entre
los soldados de Zurbano.
--¿Habrá usted presenciado muchas escenas de éstas, eh, don
Eugenio?--preguntó Leguía.
--¡Figúrate! Cuando estemos tranquilos, y si no te aburre, te contaré
algunos episodios de mi vida.
--¿Aburrirme? ¡Nada de eso! Le escucharé a usted con mucho gusto.
La silla de postas marchó a tomar la carretera de Haro, y de allí siguió
en dirección a Miranda de Ebro.


LIBRO SEXTO
LA INFANCIA DE UN CONSPIRADOR


I
EL ARCHIVO SECRETO

UN año después, una tarde de invierno, Aviraneta y Pello marchaban, en
un tílburi, por la carretera de Bayona.
Habían salido de Irún después de comer, y pensaban detenerse en Bidart.
Bidart es una aldea de la costa vascofrancesa que está entre San Juan de
Luz y Biarritz; tiene una iglesia, con su cementerio alrededor; unas
cuantas casas agrupadas, constituyendo el pueblo, y otras varias
diseminadas por las dunas próximas al mar y cubiertas de hierba verde.
Estas dunas forman parte del acantilado que comienza en Hendaya y acaba
en Biarritz.
La tarde estaba lluviosa y gris. Entre la niebla apenas se veía. Pello
iba dirigiendo el tílburi, obedeciendo las indicaciones de Aviraneta.
--El tiempo se nos mete en aguas--murmuró Aviraneta.
--Sí; parece que sí.
--A ti eso no te preocupa; pero a mí, mucho.
--¿Por qué?
--Por el reúma.
--Pero ¿tiene usted reúma, de veras, o es que dice usted que lo tiene
cuando le conviene, don Eugenio? Porque voy viendo que cuando no quiere
usted hacer algo, padece usted de reúma.
--¡Qué opinión estás formando de mí! Lo que es si a ti te encargaran mi
biografía, ¡me he lucido!
--Yo supongo que no sólo engañará usted a los carlistas, sino que
engañará usted también a los amigos.
--Eres un granuja, Pello. Eres indigno de mi amistad.
--Insúlteme usted, y soy capaz de ir con el tílburi al mar y empezar a
marchar por encima, como Neptuno.
--¡Neptuno, sí; buen tuno estás hecho tú!
--¡Hombre, don Eugenio! No juegue usted con el vocablo de una manera tan
vulgar; eso no está a su altura.
--¡Hay que descender a veces, amigo Pello!

EL CASERÍO ITHURBIDE
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