El aprendiz de conspirador - 03

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--Nosotras vamos a quedarnos unos días en Vitoria.
--¿En Vitoria?
--Sí; ¿tiene usted algún pariente también en Vitoria?
--No; pero si a ustedes no les molesta, me quedaré unos días
acompañándolas--contestó Pello, atrevidamente.
La muchacha se rió y no dijo nada. Pello recordó que tenía un tío
segundo, cosechero, en Laguardia, a quien había escrito, por orden de su
principal, desde San Sebastián, pidiéndole vinos, y mentalmente murmuró:
--Mi calaverada va a parecer el viaje de un comisionista. La verdad es
que las personas serias como yo no pueden hacer disparates.
Llegaron a Santander. La niña y la vieja fueron a una de las mejores
fondas del pueblo y Leguía hizo lo mismo.
A pesar de que se veían en la mesa, la muchacha decidió no hablar
mientras estuviese en Santander con Pello. Este supo que la niña se
llamaba Corito Arteaga, y, a pesar de la filosofía del joven enamorado,
el descubrimiento le pareció importantísimo.
Al día siguiente, la vieja y la niña, y Pello de edecán, salieron en
coche para Vitoria. Allí, Corito tenía algunas amigas; Pello ganó
terreno, y la acompañó, con la vieja criada, por las calles y paseos de
la ciudad alavesa.
Cuando decidió Corito ir a Laguardia, las personas conocidas le
advirtieron que no intentara marchar por el camino recto, porque estaba
ocupado por los carlistas; pero ella dijo que iba a casa de su pariente
Ramírez de la Piscina, hombre de gran influencia en el partido de Don
Carlos, y que no le asustaba pasar por en medio de las balas.
--¿Usted vendrá?--le preguntó Corito a Leguía.
--Naturalmente.
En el camino, Corito y Pello se hicieron muy amigos.
Corito contó que su padre había muerto en el mar, al volver de Méjico, y
su madre en Francia; y dijo que no tenía más parientes que Ramírez de la
Piscina, y un amigo íntimo de su padre, a quien ella llamaba su padrino,
y que vivía en Madrid.
Pello dijo quién era y lo que hacía. Después hablaron de la gente de San
Sebastián, de los teatros, de las personas que conocían uno y otro;
luego, de los libros que habían leído, y Corito contó su vida en el
colegio de Angulema. De pronto, Pello preguntó:
--¿Y va usted a estar mucho tiempo en Laguardia?
--Sí; creo que sí--contestó Corito--. ¿Y usted?
--Yo, probablemente, también.
En este momento fué cuando el coche se rompió, y tuvieron que quedarse
los viajeros a pie, en Peñacerrada.


V
EN DONDE LEGUÍA SOSPECHA SI TENDRÁ BUENA SUERTE

A la mañana siguiente, al levantarse, Leguía sondeó un bolsillo del
chaleco, luego el otro, y notó, ciertamente, sin gran sorpresa, que no
tenía un cuarto. Pensó en si valdría la pena de hacer la cuenta de lo
gastado por él en los diferentes puntos del camino, desde su salida de
San Sebastián; pero comprendió, sin mucho trabajo, la inutilidad
manifiesta de este esfuerzo de memoria.
--¡Cuántas cosas se dejarían de hacer--exclamó Pello, mirando
filosóficamente su sombrero de copa, puesto sobre la consola--, si uno
tuviera el acierto de comprender con rapidez su inutilidad!
Dicho esto se vistió; se encasquetó el sombrero de copa y salió del
parador. Hacía un día hermoso; el sol brillaba en un cielo sin nubes.
Pello paseó, arriba y abajo, por delante de la muralla; se cruzó con
unos cuantos curas y vió una colección de viejos momias laguardienses,
envueltos en largas capas, que tomaban el sol. Presenció también cómo
entraban los soldados de la guardia exterior en el cuartelillo.

EL TÍO JOSÉ JUAN
Cuando se cansó de pasear pensó que era tiempo de tomar una
determinación y se fué a comer. Concluyó de comer y preguntó a la
patrona:
--¿Usted sabe dónde vive don José Juan Gaztelumendi?
--¿El cosechero de vinos?
--Sí.
--Ahí; cerca de la plaza tiene el almacén.
Pello entró en el pueblo por la puerta de San Juan y se dirigió a la
plaza. Pronto dió con el almacén de su tío.
Abrió una puerta de cristales y pasó a un sitio largo y estrecho, con un
mostrador, un armario lleno de botellas y una ventana en el fondo. Una
muchacha, vestida de luto, se levantó al ver a Leguía.
--¿El señor Gaztelumendi?--preguntó Pello.
--Aquí es--contestó la muchacha--. ¿Quiere usted verle?
--Sí; si no está muy ocupado.
La muchacha recorrió el pasillo y llamó en una puerta:
--¿Qué hay?--dijeron de adentro.
--Un caballero que pregunta por ti.
--Que pase.
Pello entró en un despacho, con una ventana grande, donde escribía un
hombre todavía joven.
--He tenido que pasar por Laguardia--dijo Pello--, y vengo a visitarle
a usted de parte de su prima María, de Vera.
--¡Hombre! ¿Es usted de allá?
--Sí; yo soy el hijo mayor de María.
--¿Mi sobrino, entonces?
--Sí.
--¿Pello?
--Eso es; Pello.
--Me alegro de verte, chico. ¡Anita! ¡Anita!--exclamó el señor.
La muchacha de luto, que era una morena de ojos negros muy hermosos,
entró en el despacho.
--Aquí tienes a tu primo Pedro de Vera. ¡Mírale, qué grande y qué guapo!
La Anita se acercó, sonriendo, algo ruborizada.
--¿Y cómo están tu madre y tus hermanos?--preguntó el tío de Pello.
--Bien. Muy bien. Ya hace tiempo que no les veo. He estado fuera de
casa, en San Sebastián, en un comercio.
--¿Y qué piensas hacer?
--Tengo pensado ir a América.
--¿Estás muy decidido?
--No necesito estar muy decidido para ir.
--¿Sabes teneduría de libros?
--Sí.
--¿Y tienes práctica?
--También.
--¿Llevas dinero a América?
-No.
--¿Y no te convendría más hacer aquí unos cuartos antes de marcharte?
--Sí; pero esto me parece muy difícil.
--¿Tienes precisión de embarcar en seguida?
--¿Precisión? Ninguna.
--¿Te daría lo mismo marcharte dentro de unos meses o de un año?
--Igual.
--Pues mira, sobrino, si quieres quedarte aquí una temporada, te daré un
buen sueldo y un tanto por ciento. Tengo la contrata de vinos para el
ejército y necesito una persona de confianza que me ayude.
--¿Hay que estar en Laguardia?
--Sí, y andar al mismo tiempo por los pueblos de al lado entre las
tropas. ¿Es que te da miedo la guerra?
--¿Miedo? Ninguno.
--Pues mira, piensa y decide; porque yo estoy haciendo gestiones para
buscar un dependiente.
--Decido.
--¿Qué decides?
--Que me quedo por una temporada.
--¿Desde cuándo?
--Desde ahora mismo, si usted quiere.
--Bueno; pues quédate también a comer con nosotros, y a la tarde
empezaremos a trabajar.
Pello encontró que la suerte le favorecía demasiado, dándole una
ocupación tan pronto; pero si esto casi le parecía fastidioso, en
cambio, la idea de que podía vivir largo tiempo en el mismo pueblo que
Corito le encantaba.

PELLO EN LAGUARDIA
A pesar de que su tío le propuso ir a vivir con él, Pello no aceptó;
deseaba desde el principio gozar de alguna independencia, y se fué de
pupilo a una casa de huéspedes, donde solían alojarse varios oficiales
de la guarnición.
El tío José Juan era una excelente persona; la prima Anita se
manifestaba muy amable con Pello; pero éste se guardó muy bien en los
días sucesivos de galantearla; sus pensamientos íntegros estaban
dedicados a Corito.
Pello hizo efecto en Laguardia. Corito le presentó a las personas de más
viso de la ciudad. Conocía, a poco de llegar, a toda la aristocracia
laguardiense. Iba a la tertulia de las señoras de la Piscina, a casa de
los Ribavellosa y Manso de Zúñiga. Era el _dandy_ de la Laguardia.
Durante el día, Pello trabajaba, y por las tardes, al anochecer, tenía
tiempo de pasear. Con mucha frecuencia daba la vuelta al pueblo,
alrededor de las amarillentas murallas.
El contemplar aquella gran explanada desde el cerro donde se levanta la
ciudad le producía a Pello una impresión de vida andariega y aventurera
que le encantaba. Recorrer tierras y tierras a caballo, cambiar de
paisajes constantemente, comer aquí, dormir allá, no volver nunca la
mirada atrás, éste hubiera sido su ideal.
Muchas veces, abandonando el libro Mayor y tomando las riendas, en el
cochecito de su tío iba a Logroño, a El Ciego, a La Bastida, a Viana,
para los negocios de vinos de la casa, y con frecuencia tenía que verse
con los jefes del ejército.
Los domingos, por la tarde, Pello acompañaba a Corito y a sus amigas a
dar la vuelta al pueblo, alrededor de las murallas; paseo que no dejaba
de tener sus inconvenientes, porque a veces disparaban los carlistas al
bulto, desde lejos, y llegaba alguna bala perdida.


LIBRO SEGUNDO
LAS TERTULIAS DE LAGUARDIA


I
LAGUARDIA, EL AÑO DE GRACIA DE 1837

HOY se baja en una estación del ferrocarril de Miranda a Logroño, y en
un coche, cruzando por El Ciego, se llega a Laguardia, pueblo de esos
que hacen pensar al viajero que allí ha quedado una ciudad antigua,
destinada a desaparecer olvidada por los trenes y los automóviles.
Laguardia tiene la silueta hidalguesca, arcaica y guerrera. Se destaca
sobre un cerro, con sus murallas ruinosas y amarillentas, al pie de una
cadena de montañas; pared obscura, gris, desnuda de árboles. Este muro
pétreo, formado por la cordillera de Cantabria y la sierra de Toloño,
ofrece en su cumbre una línea casi recta. Sólo hacia el lado de Navarra
muestra un picacho abrupto, el pico de la Población.
Desde el tiempo de la primera guerra civil acá, la ciudad de Laguardia
apenas ha cambiado; un hombre de entonces, bastante viejo para vivir
hoy, la recordaría, como si sobre sus piedras no hubiera pasado la
acción de los años. La única diferencia que podría encontrar sería ver
la muralla agujereada por ventanas, balcones y miradores; aberturas
éstas que en tiempo de la guerra civil primera no existían.
Laguardia, antes y ahora se ve pronto; encerrada en sus altos paredones,
con sus dos iglesias góticas, no ha podido desarrollarse, ha quedada
enquistada, oprimida entre sus viejas murallas de piedra.
Laguardia tiene la forma de barco con la proa hacia el Norte y la popa
hacia el Sur. Cinco puertas abren sus muros al exterior; éstas son la de
Santa Engracia, Carnicerías, Mercado, San Juan y Paganos.
Todas las calles de la ciudad alavesa se reducen a tres: la de Santa
Engracia, la Mayor y la de Paganos, a la cual la gente del pueblo llama
«páganos»; no se sabe si porque, en realidad, es ese su nombre, o por un
vago temor a la paganía.
Las demás calles de Laguardia son pasadizos estrechos y húmedos;
callejones sombríos, entre dos tapias, donde no penetra jamás el sol.

DURANTE LA GUERRA CIVIL
En la época de la primera guerra civil, Laguardia era uno de los puntos
avanzados del ejército liberal, en la línea del Ebro.
Los carlistas, que dominaban la zona Norte de esta línea, hacían
constantes apariciones por las alturas de la cordillera de Cantabria y
la sierra de Toloño, y en todos aquellos pueblos y aldeas de la Ribera
luchaban casi constantemente, con alternativas de éxito y de fracaso,
las fuerzas enemigas.
El ejército, que consideraba a Laguardia como plaza fuerte de
importancia, había mejorado las antiguas y ruinosas fortificaciones de
la ciudad, construyendo reductos y baterías, reparando la muralla,
emplazando algunos cañones modernos.
Habían habilitado también los ingenieros el torreón de Sancho Abarca;
alto, de cinco pisos, al que llamaban en el pueblo el Castillo Grande;
magnífica atalaya, desde donde se dominaba toda la llanura próxima. Este
Castillo Grande se hallaba en el centro de una plaza de armas,
circunscrita por la muralla, que trazaba a su alrededor un arco de
herradura, avanzando hacia el Norte. Cerca del torreón del rey Sancho se
erguía otra atalaya, la torre de Santa María, antiguo castillo Abacial.
Estas tres torres del pueblo, la de San Juan, la de Santa María y la de
Sancho Abarca servían para el telégrafo de señales con que el ejército
se comunicaba con Viana y con otros pueblos de alrededor.
El Castillo Grande daba, por la parte de atrás, a un cobertizo largo,
dirigido de Este a Oeste, donde había almacenes y depósitos de
municiones, llamados los Generales.
El cobertizo cerraba la plaza de Armas. En ésta, por las fiestas y en
período de paz, solían correrse toros.
Al Oeste del pueblo, por el lado de Paganos, el muro trazaba hacia el
exterior una línea convexa, comenzando en las paredes de la torre de
Santa María y terminando en una barbacana, que aun se conserva. Esta
línea convexa se hallaba interrumpida por una serie de cubos con
almenas, denominados los Siete por su número.
En aquella época, fuera del casco no había en Laguardia más que dos
edificios: uno, el parador, a pocos pasos de la muralla y cerca de la
puerta de Santa Engracia; el otro, el cuartelillo, entre esta puerta y
la de San Juan, donde se alojaban los soldados de la guardia de
extramuros, y donde hacían el rancho.

LA GUARNICIÓN
Laguardia tenía por entonces un regimiento de guarnición, con sus
respectivos oficiales, alojados en el Castillo Grande y en sus anejos.
El regimiento estaba destinado únicamente a guardar la plaza y las cinco
puertas del pueblo.
A pesar de que exteriormente parecía pequeño el recinto amurallado de la
ciudad, no lo era tanto; y los soldados y los oficiales tenían bastante
que hacer con vigilar las puertas, los baluartes y toda la línea
fortificada de la plaza. Cuando había que operar en columnas por los
terrenos próximos, llegaban más batallones, que se alojaban en las
casas.
Alrededor de la ciudad, y encerrando el paseo de extramuros, un paredón
recién construído continuaba la barbacana y rodeaba el cerro sobre el
que se asienta Laguardia.
Los hermosos nogales, que antes daban sombra al paseo exterior, habían
sido talados, para impedir una sorpresa del enemigo.
En aquella época, Laguardia estaba muy animado: de día, por las calles
se veía mucha gente, sobre todo militar; por las tardes, al Angelus, se
cerraban las puertas de la muralla, y al toque de retreta soldados y
paisanos desaparecían de las calles.
Solamente las personas alojadas en el parador tenían, con alguna
frecuencia, necesidad de entrar y salir. Cuando se creía posible un
ataque, todos, los de dentro y los de fuera, se quedaban en el pueblo.

POR LA NOCHE
Al encenderse los faroles comenzaban las rondas; se ponía el retén e
iban colocándose los centinelas. Pocos momentos después, el soldado que
estaba de guardia en el baluarte de la puerta de San Juan, a la
izquierda de la torre, comenzaba dando el grito: «¡Centinela, alerta!»,
y todos los de alrededor de la muralla iban contestando sucesivamente:
«¡Alerta!» «¡alerta!». Subía el grito desde los adarves hasta los cubos,
bajaba de nuevo, corría a lo alto de los torreones hasta que llegaba la
vez al soldado de la derecha de la puerta de San Juan, que gritaba:
«¡Alerta está!»; lo que indicaba que la línea se hallaba vigilada y los
centinelas en su puesto.
Cada cuarto de hora, el primer soldado daba su grito de «¡Centinela
alerta!». Si la serie de voces se interrumpía se llamaba al oficial de
guardia para ver si alguno de los centinelas se había quedado dormido en
su garita o si ocurría novedad.
A pesar de la estrecha vigilancia que se mantenía en la plaza, muchas
veces los carlistas de fuera del pueblo hablaban con los del interior.
El procedimiento que usaban era éste: Escogían noches obscuras y
tempestuosas en que soplaba el cierzo, y solían ir varios. Uno se
colocaba en un punto, fuera de la muralla, para preguntar, y la
contestación, el de dentro de Laguardia se la daba a otro, aprovechando
la dirección del viento. Generalmente tenían que esconderse detrás de
una piedra o de un tronco de árbol, porque el centinela muchas veces
disparaba al oir la voz.
También se aseguraba que había sitios por donde se podía entrar y salir
de la ciudad sin ser visto. Algunos se reían de estos rumores; pero,
realmente, no debía ser difícil comunicarse con el exterior.
Se habían hecho investigaciones sin resultado; pero los que afirmaban la
existencia de las salidas secretas no se convencieron.
Varias veces que se inició un ataque de los carlistas se vió Laguardia
preparándose para la defensa. Los soldados se fueron colocando en las
trincheras escalonadas que había alrededor de las murallas; las puertas
se cerraron; las baterías comenzaron el fuego, y los voluntarios,
apostados en las almenas de los baluartes, se dispusieron a rechazar al
enemigo.
Con los medios de entonces, Laguardia era casi inexpugnable; los que
vivían en el pueblo experimentaban la impresión del peligro y, al mismo
tiempo, de la seguridad.

UNA BROMA
Una vez, algunos burlones, probablemente carlistas, soltaron de noche
dos perros con una lata vacía de petróleo atada a la cola; al estrépito,
las cornetas tocaron alarma, y se alborotó la ciudad y la guarnición.
Se sospechó del criado de una taberna y de algunos amigos suyos; y como
el coronel del regimiento había mandado a un capitán hacer indagaciones
para averiguar a los autores de la broma, tres o cuatro mozos, sobre los
cuales recaían sospechas, tuvieron a bien largarse.
En general, por la noche solamente quedaba habilitada para entrar y
salir en la ciudad la puerta de San Juan. Como no había caseríos lejos
ni gran seguridad en las afueras, pasada la hora de la queda nadie salía
de Laguardia, y únicamente, en casos raros, era indispensable abrir la
puerta a los paisanos.

LOS ALREDEDORES
Los campos de los alrededores estaban en aquella época en el mayor
abandono, y pocas veces se veía trabajar en los viñedos y en las
heredades.
En los pueblos que se divisaban desde lo alto del cerro de Laguardia se
advertían con frecuencia llamas y enormes humaredas de los pajares
incendiados, y se oía a veces el rumor de las descargas.
Los aldeanos de Paganos y del Villar, y de Viñaspre y de El Ciego, ya no
pasaban con sus caballerías por los caminos llevando sacos de trigo, ni
las mujeres de Cripan se acercaban al pueblo con sus machos cargados de
leña; sólo los convoyes militares, formados por grandes galeras en fila,
custodiadas por la tropa, se acercaban a Laguardia.
Durante el invierno, con las nevadas, la campiña quedaba aún más triste
que de ordinario; la sierra aparecía como un paredón gris, veteado de
blanco, y sobre la alba y solitaria extensión de las heredades y de los
viñedos brillaba el resplandor de los incendios y resonaba el estampido
del cañón.
Hacia el Sur de Laguardia, dos lagunas grandes, redondas, alimentadas
con las nieves y con las aguas del invierno, parecían dos ojos claros
que reflejasen el cielo.


II
LA TERTULIA DE LAS PISCINAS

UN pueblo como Laguardia, en la línea de combate de las fuerzas
liberales y carlistas, era, a pesar de la vigilancia del ejército, un
foco de intrigas.
Estas intrigas, en general, no tenían gran importancia; eran como nubes
de verano, se deshacían por sí solas; pero a veces se tramaban proyectos
serios, de ventas, de traiciones, de los cuales se enteraba todo el
mundo menos la autoridad.
Un pueblo de escaso número de habitantes como aquél, en donde
constantemente estaban yendo y viniendo las tropas, en donde a cada paso
corría una noticia importante, verdadera o falsa, necesitaba una serie
de puntos de reunión, de pequeñas tertulias, para comentar los
acontecimientos y calcular las probabilidades de éxito de los bandos.
La esperanza y el desaliento iban, alternativamente, de la derecha a la
izquierda, y los dos partidos contaban su triunfo como seguro repetidas
veces.
Entre las tertulias realistas de Laguardia, la más conocida, la más
distinguida, la más aristocrática, la única que tenía opinión cotizada y
valorada, era la de los Ramírez de la Piscina.
La tertulia de las Piscinas--se le daba el nombre de las damas, y no el
de los varones de la casa--, no contaba en aquella época más que con un
varón. Los otros dos, los más notables, estaban en la corte carlista.
La familia de los Piscinas que vivía en Laguardia estaba formada por un
señor, casado con una Ribavellosa, y por dos solteronas viejas.
La casa de las Piscinas era una casa chapada a la antigua, gran mérito
en Laguardia. Se rezaba el rosario en la tertulia; se tomaba chocolate
por la tarde; se llamaba estrado al salón, y a los tres o cuatro
criados, la servidumbre.
Todas las cuestiones de etiqueta se llevaban a punta de lanza; se vestía
luto por la muerte del pariente más lejano, si era aristócrata, y se
cubría con un paño negro el escudo de la casa.
Al viejo demandadero se le daban honores de mayordomo; a las pequeñas
fincas que poseía la familia se las llamaba las posesiones, y a todo se
intentaba prestar un aire de grandeza que no tenía.

LAS LUMBRERAS DE LA REUNIÓN
Don Juan de Galilea y don Hernando Martínez de Ribavellosa pontificaban
en esta reunión. Eran allí estrellas de primera magnitud. Sus opiniones
pasaban por dogmáticas. Unicamente, a su altura, estaba, tratándose de
asuntos religiosos, el vicario de Santa María, don Diego de Salinillas.
Don Juan de Galilea, hombre grave, hablaba por apotegmas; creía que el
desconocimiento de las humanidades y del latín era el que estaba
perturbando la sociedad; don Hernando coincidía con él en hallar
lastimoso el estado de su época; pero extraía sus argumentos casi
exclusivamente de la Historia. El estado natural de la política del
mundo, según el señor de Ribavellosa, era el de hacía doscientos años,
por lo menos. Hablaba del reino de Castilla, del señorío de Vizcaya, del
fuero de Sobrarbe, y siempre que nombraba a Laguardia tenía que decir
Laguardia de Navarra.
De las damas de la tertulia, las más principales, después de las
señoritas de la casa, eran las dos marquesas de Valpierre, la hermana de
don Hernando, las de Manso de Zúñiga cuando estaban en el pueblo, y la
señorita de San Mederi.
En esta reunión aristocrática cada cual tenía asignado su papel. Don
Juan de Galilea y don Hernando resolvían las cuestiones políticas
graves. Las señoras, a quienes no preocupaba gran cosa el sistema
constitucional ni el rey absoluto, criticaban los acontecimientos y
hablaban de las costumbres y de las modas.
Las marquesas de Valpierre eran en esto las más intransigentes. Estas
dos viejas solteronas vestían siempre de negro; llevaban toca en la
cabeza, y solían dedicarse a hacer media en la tertulia.
Estaban las dos constantemente escandalizadas con los abusos del siglo;
para ellas, un lazo azul o verde socavaba los cimientos del orden
social, y por ende, como hubiera dicho el señor de Galilea, los del
universo.
Según las de Valpierre, el mundo estaba perdido; ya no se respetaban
las clases, ni a las señoras; el desenfreno era horrible. Laguardia,
para ellas, era una nueva Babilonia, llena de vicios y de impurezas.
Entre la gente de media edad que figuraba en casa de las Piscinas había
dos o tres solterones que vivían con sus madres. Uno de ellos, don Luis
de Galilea, el hermano de don Juan, se dedicaba a escandalizar a la
tertulia con barbaridades y groserías que él consideraba concepciones
atrevidas de orden filosófico.
Don Luis era pequeño, tostado por el sol, con los ojos ribeteados y
desdeñosos y la nariz arqueada y roja.

LA SEÑORITA DE SAN MEDERI
El elemento más romántico de la reunión, sin que nadie pudiera
disputarle esta preeminencia, era la señorita Graciosa de San Mederi.
Graciosa tenía sus cuarenta años; pero no le parecía decoroso reconocer
más de veintinueve. Alta, caballuna, con la nariz larga y los dientes
salientes y amarillos, no tenía la pobre señorita físico para producir
grandes pasiones; pero si le faltaba físico, indudablemente, no le
faltaba corazón.
Graciosa tenía un gran entusiasmo por el vizconde de Arlincourt y por
sus novelas. Hubiera andado mejor por el osario del Morar que por el
camino de El Ciego o de Logroño, y el monte Salvaje, lugar de románticos
paseos del Ermitaño, del vizconde, era para ella más conocido que los
alrededores de Laguardia.
Graciosa de San Mederi había leído también una novela de Ana Radcliff,
que le produjo gran admiración, y desde entonces no pensaba más que en
situaciones extraordinarias y espantosas, en bosques incultos y llenos
de misterio, en castillos con subterráneos y almas en pena, en rocas
malditas y, sobre todo, en lagos, en esos lagos sombríos y poéticos, en
los que se puede navegar una noche de luna, sobre un ligero esquife,
mientras se escucha, a lo lejos, el rumor de las locas serenatas.
Desgraciadamente para ella, vivía en un pueblo asentado en lo alto de
una colina, en donde no había más lago que aquellas dos charcas que se
llenaban con las lluvias del invierno, y en las que no se podía navegar
más que en un cajón, y empujando con un palo en el fondo cenagoso, cosa
horriblemente antipoética.

EL CAPITÁN HERRERA
La señorita de San Mederi había sido víctima de uno de los militares de
la guarnición, del capitán Herrera.
Este capitán, joven andaluz, fué durante algún tiempo el niño mimado de
la tertulia de las Piscinas. Se le llamaba Herrerita.
Herrerita cantaba al piano las últimas canciones; Herrerita inventaba
juegos de prendas; Herrerita era chistoso, ocurrente, amable. Todo el
mundo le consideraba como una alhaja, y Graciosa sentía una gran
inclinación por él. Unicamente le reprochaba en el fondo de su corazón
el no tener un aire siniestro. Con su bigotillo rubio y su ceceo
andaluz, no encajaba en el marco de los héroes de Arlincourt ni de Ana
Radcliff.
De pronto, y sin motivo, Herrerita dejó de aparecer en casa de las
Piscinas; pasó un día y otro y se supo con gran escándalo que se había
presentado en la tertulia liberal de las de Echaluce, donde era
obsequiadísimo.
El asombro, la estupefacción de las Piscinas y de sus amigos fué enorme.
¿Qué idea tenía aquel hombre de las categorías sociales? ¿Qué concepto
de la sociedad y del mundo?
Se comprendía que hubiera ido a casa de Salazar. ¡Pero a la tienda de
Echaluce! ¡Qué vulgaridad la de aquel capitán!
Los contertulios de las Piscinas, en tácito y común acuerdo, decidieron
no volver a saludar ya más al traidor, infligirle este severo castigo;
pero vieron con asombro que a aquel inconsciente militar no le
preocupaba gran cosa la falta de saludo, y que seguía en su
inconsciencia tan alegre y tan sonriente.

EL LICEO
Era difícil en un pueblo tan pequeño como Laguardia, en donde todo el
mundo se conocía y encontraba varias veces en la calle, hacerse el
desentendido; sin embargo, la gente sabía fingir el desconocimiento
perfectamente; llevaba sus divisiones a punta de lanza.
Había entonces en una casa grande y antigua un teatro que se llamaba el
Liceo. Allí se representaban comedias en un acto, en las que tomaban
parte las señoritas y caballeros más distinguidos de la localidad.
En aquel estrecho recinto las tertulias tenían sus grupos, y unos eran
tan extraños a otros como los osos blancos del Polo Norte pueden serlo
de los osos blancos del Polo Sur.
Para representar se elegían las obras más tontas e inocentes, porque
había algunas damas, como las marquesas de Valpierre, que eran capaces
de encontrar intenciones deshonestas en la culata de un fusil o en el
extremo de una bayoneta.
Casi todas las muchachas habían recitado algún monólogo o tomado parte
en algún sainete. Graciosa, no; decía que no sentía lo cómico, y no
quería representar astracanadas groseras y vulgares. Graciosa sentía lo
trágico, lo sublime; varias veces trató de convencer a los jóvenes para
que declamaran con ella un trozo de un drama espeluznante; pero nadie
quería figurar en la representación, hasta que pudo convencer a Luis
Galilea.
La noche de la función hubo risa para mucho tiempo.
Graciosa, tan alta, tan desgarbada, al lado de Galilea, tan bajito, con
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