El aprendiz de conspirador - 09

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grandes y muy altos, con las vidrieras de cristales pequeños, verdosos y
emplomados, y un segundo piso, estrecho y cuadrado, a modo de torre, con
un solo balcón.
En el piso bajo no tenía más abertura que unos ventanillos altos, con
rejas, y un portal estrecho, de trabuco, del que partía una escalera de
caracol.
Los chicos del barrio solían decir que aquella casa amarilla era
misteriosa en extremo; algunos aseguraban que en ella había duendes;
otros afirmaban que monederos falsos; pero los más enterados decían que
era uno de los puntos de cita de los masones.
Esta versión, poco a poco fué generalizándose, y entre la gente del
barrio se llamaba aquella casa la casa de los masones. Se contaban
historias extraordinarias de las reuniones que tenían allí los afiliados
a esta secta, en las cuales todos iban enmascarados. Se afirmaba que
bebían sangre y juraban guardar su secreto, delante de una calavera,
con la punta de una espada desnuda en el pecho.
Muchas veces, de chico, estuve mirando aquella casa amarilla con gran
curiosidad. De día no entraba nadie; sólo, a veces, al anochecer, se
veía pasar algún embozado; daba unos golpes con los nudillos en la
puerta, se abría ésta con una cuerda atada al picaporte desde arriba, y
el hombre desaparecía en la obscuridad.


IV
LA ÉPOCA

AUNQUE me consideres pesado, amigo Pello, te hablaré un poco de mi
época, porque los jóvenes de hoy no tenéis una idea clara de la
transformación verificada en España. Si la tuvierais miraríais con menos
desdén a los hombres de mi generación.
No digo que abundara entre nosotros la gente entendida y de talento;
pero entusiasmo y valor los había.
Sin preparación, sin cultura, sin medios, cogimos nosotros el momento
más difícil de España. El edificio legado por los antepasados se
cuarteaba, se venía abajo. Era la crisis de la patria, del imperio
colonial y, al mismo tiempo, del absolutismo, de la Inquisición, de toda
la vida antigua.
Ciertamente, hacía ya tiempo que las ideas filosóficas venían influyendo
en la sociedad, pero en una minoría exigua en el elemento culto. La
proclamación de la libertad civil y política, hecha por los
norteamericanos, fué muy simpática al elemento avanzado aristocrático
español; pero en cambio, la tempestad de la Revolución francesa produjo
tal pánico, que la aristocracia, el clero y el ejército reaccionaron por
instinto de conservación y se prepararon a defender sus privilegios.
El Gobierno mandó prohibir y recoger todo libro o periódico que hablara
de los sucesos ocurridos en Francia, y se expidió un decreto, dirigido a
las universidades y escuelas, suprimiendo la enseñanza del Derecho
natural y de gentes.

LA INQUISICIÓN Y LOS SABIOS
Al mismo tiempo se recomendó el celo del Tribunal de la Inquisición,
organismo que se sentía envejecido y fuera de lugar, y que no se atrevía
a emplear los procedimientos severos de otras épocas.
A pesar de su general lenidad, el Santo Oficio castigaba a veces con
mano firme.
En mi tiempo se hablaba todavía del proceso de Pablo Antonio de Olavide,
hombre ilustre, de ideas reformadoras, a cuya inteligencia y celo se
debieron las colonias de Sierra Morena. Delatado por un capuchino alemán
como partidario de la filosofía, fué llevado a las cárceles de la
Inquisición, donde tuvo que abjurar de rodillas, cubierto de un
sambenito.
Después de salido de las cárceles del Tribunal de la Fe, Olavide se fué
a vivir a la ciudad de Almagro, y de allí partió para Francia, donde le
hicieron un recibimiento soberbio. La Asamblea Constituyente le declaró
hijo adoptivo de la nación francesa. Olavide vivió algún tiempo en la
Malmaison, que fué después la finca favorita de Napoleón y de Josefina.
Esta finca pertenecía, por entonces, a un amigo de Olavide, M.
Lecoulteux Dumolay.
Olavide fué, con Marchena y Guzmán, uno de los españoles que colaboró en
el gran incendio de la Revolución francesa.
Después, preso con su amigo Lecoulteux en la cárcel de Orleáns, hubiera
sido quizá guillotinado, a no haber sobrevenido la caída de Robespierre.
Otra persona conocida, presa años después en las cárceles del Tribunal
de corte, por sospechas de ateísmo y materialismo, fué el profesor de
Matemáticas don Benito Bails, que era autor de algunos compendios que se
enseñaban entonces en las escuelas de España y en algunas de Europa.
A pesar de ser don Benito hombre de grandes relaciones en la corte, un
día se presentaron los alguaciles en su casa de la calle de Carretas y
le dijeron que se preparara para ingresar en la cárcel.
El pobre profesor, además de viejo, estaba tullido, y alegando su
impotencia para valerse de sus piernas, se aceptó que se encerrara con
él una sobrina suya, que por piedad accedió a asistirle.
El buen matemático, hombre ingenuo, antes de la declaración de los
testigos de cargo, confesó haber dudado algunas veces de la existencia
de Dios y del alma, aunque aseguró que no llegó tampoco a considerar
como definitivo el ateísmo materialista.
Los inquisidores, viéndole reconocer tan fácilmente sus herejías, le
trataron con cariño y le sacaron todo el dinero posible.
Por esta época, también un señor, don Felipe Samaniego, se delató a la
Inquisición como lector de Voltaire, de Rousseau y de Hobbes, y de paso
comprometió al duque de Almodóvar, a Campomanes, a Floridablanca, a
Lacy, al general Ricardos y a otros hombres notables que eran
partidarios de las tendencias reformistas.
La misma condesa del Montijo, en cuya casa se reunían personas
distinguidas aficionadas a la lectura, fué desterrada por el rey a
Logroño, acusada por los frailes de jansenista y de tener
correspondencia con el abate Gregoire.
En el Palacio Real, los curas, que habían perdido mucha influencia desde
el tiempo del conde de Aranda, la recobraron íntegra. El padre Eleta,
confesor de Carlos IV, que era un fanático, embrutecía a su real
penitente; mientras, el padre Múzquiz, un cura cínico, favorito de Godoy
y confesor de María Luisa, convertía el confesonario en un cómodo lugar
de tercería.
Los cortesanos, que veían que este padre ponía la religión al servicio
de la reina y de su majo, le llamaban el traidor Don Opas, y el bueno de
Carlos IV decía que el confesor de su mujer tenía conciencia de jareta.

LA INQUISICIÓN Y LOS ILUMINADOS
Con la gente pobre, el Tribunal de la Fe luchaba también a brazo
partido, no porque la plebe sintiese inclinaciones por la filosofía y el
enciclopedismo, sino porque había en España por entonces una epidemia de
santos y de iluminados que a Dios le ardía el pelo.
Uno de los casos más célebres ocurrió en Cuenca con una mujer llamada
María Herráiz. Afirmaba María que su carne se había convertido en la
carne de Jesucristo.
Algunos frailes y clérigos lo creyeron; el pueblo fanático comenzó a
rendir culto a la beata María, y la Inquisición metió a todos los
complicados en el milagro en la cárcel. La beata murió en prisión y fué
quemada en efigie; a su criada la impusieron diez años de reclusión en
una casa de recogidas, y a los aldeanos embaucados se les condenó a
cadena perpetua y a doscientos azotes previos.
Los frailes y uno de los curas que habían sostenido a la beata María
salieron al auto de fe con túnica corta y soga al cuello, y fueron
condenados a reclusión perpetua en las islas Filipinas. Una ligera
bromita que sirvió para amenizar la vida monótona de los conquenses.
También en Madrid hubo otra famosa beata, la de la calle de Cantarranas.
Esta señora, a creerle a ella, se alimentaba sólo de hostias consagradas
y hacía cada milagro que temblaba el credo.
La ciudadana de la calle de Cantarranas, en unión de varios cucos como
ella, tenía un negocio magníficamente montado; pero algún celoso del
éxito de su lucrativa empresa hizo que la sorprendieran con testigos
atracándose de carne natural y de vino igualmente natural y de buena
marca, y su prestigio desapareció.

LOS SOSTENES DEL MUNDO VIEJO
Por una parte, la monarquía, que iba desacreditándose y envileciéndose,
rodeada de una aristocracia corrompida; por otra, el ejército en un
ambiente de favoritismo, y el clero cada vez más inclinado a las
supersticiones... La situación era desastrosa. Se veía que los pilares
del mundo antiguo se cuarteaban.
Arriba, en las altas esferas de la sociedad, no había más que vicio,
escándalo, licencia; abajo, brutalidad, superstición, miseria. Manolería
de seda y manolería de harapos. Unicamente como remedio se veía un grupo
exiguo de gente culta, desligado de los unos y de los otros, hombres
entendidos, pero egoístas; incapaces de arrastrar a nadie, incapaces de
comprender al pueblo, orgullosos y al mismo tiempo cobardes.
Probablemente no habrá habido período en España en que el pueblo
estuviera tan muerto. Al oído más fino le hubiera sido difícil encontrar
en aquel gran cuerpo desorganizado algo como un latido revelador de la
vida.


V
LA MOJIGONA

EN los dos campos donde se desarrollaba mi infancia, el familiar y el
callejero, tenía amigos.
Los de la calle eran chicos de familias de artesanos, libres, mal
atendidos, que constantemente estaban haciendo diabluras y barbaridades.
A alguno de ellos lo vi treinta y tantos años después de miliciano
nacional y lo reconocí.
Los amigos míos de casa eran Ignacio Arteaga y José Antonio Emparanza.
Estos dos muchachos eran primos, los dos de la misma edad, pero de muy
distinto carácter.
Ignacio Arteaga era un buen chico, generoso, lleno de efusión.
Emparanza, en cambio, se manifestaba mal intencionado y canalla, sobre
todo conmigo.
Arteaga y yo solíamos ir de paseo con un asistente de su padre, un
soldado viejo, que se llamaba Medinilla.
Medinilla era andaluz, había estado en la guerra del Rosellón, y era el
hombre más mentiroso y más alegre que he conocido.
Mientras estábamos en las Vistillas haciendo subir una cometa, o
paseábamos por los altos de Monteleón, nos contaba cada bola que nos
dejaba estupefactos.
Era también bastante aficionado a meterse en figones y tabernas, donde
tenía grandes amigotes, y nos llevaba a nosotros en su compañía; así que
conocíamos un personal tabernario de lo peor del pueblo.
Muchas veces llegábamos a casa con una mancha de vino en la camisa y
teníamos que contar una serie de mentiras, una detrás de otra, para
explicar la genealogía de la mancha.
Emparanza era muy poco amigo del viejo Medinilla, y menos amigo mío.
La razón de nuestra enemistad consistía en que éramos rivales.
Ignacio Arteaga tenía una hermana, Consuelito, que era una muchacha
preciosa; Emparanza y yo nos disputábamos su amistad.
Ella no tenía motivo alguno para odiar a Emparanza, y le trataba como a
mí; en cambio, yo sí lo tenía. Emparanza buscaba siempre la ocasión de
mortificarme, de desacreditarme ante ella; yo lo sabía y estaba
dispuesto a romperme el alma con él.
Ignacio me defendía casi siempre; éramos los dos muy amigos, y una
aventura que nos ocurrió yendo juntos nos hizo inseparables.
En aquella época se celebraba en Madrid la Cruz de Mayo con grandes
fiestas.
Las de mi barrio eran de las más célebres, y entre éstas tenían fama las
de Puerta de Moros, Morería y la de la ermita de San Millán, en la
plaza de la Cebada.
Se ponían altares con imágenes y flores en las esquinas, y se nombraba
la Maya, la chica más bonita de la calle, vestida con las mejores
prendas, no sólo de su casa, sino de la vecindad.
Para contraste con la Maya, los mozos solían escoger una vieja, la más
fea y la más negra del barrio; la vestían con un traje desastrado y la
llevaban así, como en triunfo, al frente de una rondalla. A esta vieja,
que hacía contraste con la Maya, la llamaban, no sé por qué, la
Mojigona.
Uno de estos días en que se celebraba la Cruz de Mayo, tendría yo diez o
doce años e Ignacio Arteaga otros tantos, cuando salimos de casa, y al
cruzar la calle de Segovia vimos una comparsa de bandurrias y de
guitarras que marchaba por la calle de la Morería abajo. La seguimos
hasta cansarnos. Volvíamos a casa, cuando en un portal estrecho nos
sorprendió una escena grotesca. Una vieja de pelo blanco, fea, horrible,
una verdadera arpía, bailaba, mientras un gitano tocaba la guitarra.
--Eh, eh. ¡La Mojigona!--decía el hombre--. A ver cómo se mueve ese
cuerpo sandunguero.
Y la vieja se agitaba en contorsiones horribles.
Llevaba la vieja un delantal hecho con una estera, adornado con cáscaras
de huevo, un collar de guindillas y cáscaras de patatas y una corona de
ajos en la cabeza.
Varios chiquillos desharrapados de la calle miraban desde la puerta, y
nosotros nos acercamos a ellos; pero el gitano, empujando bruscamente a
los harapientos, gritó:
--¡Fuera de ahí! Dejad pasar a los señoritos.
Pasamos los dos, siguió el baile, y de pronto, el viejo, dejando la
guitarra, cerró el postigo de la casa y nos quedamos Ignacio y yo dentro
del zaguán. Luego, la vieja horrible abrió la puerta de un corralillo y
nos dijo:
--Pasad aquí.
Pasamos los dos, sorprendidos y amedrentados, y el gitano, dirigiéndose
a la vieja, le dijo:
--Vamos, señora Mojigona, ayúdeme usted a desplumar a estos pajaritos.
--Con mil amores pichón; ya sabes que lo que tú me mandas es para mí la
santa palabra.
La vieja nos intimó para que nos acercásemos a ella, y nos despojó de
nuestras ropas. Quedamos desnudos. A mí, únicamente me dejaron la
montera, porque, sin duda, les pareció que no valía nada.
Después nos echó a cada uno una chaqueta formada por harapos y llena de
piojos.
--Y ahora, ¿qué hacemos con estos niños?--preguntó la vieja.
--Que se pasen así unas horas--contestó el gitano--. Así sabrán estos
angelitos lo que es el hambre, mientras nosotros comemos y bebemos.
Se cerró la puerta del corral, y al verse Ignacio solo y desnudo,
comenzó a llorar. En aquel momento yo no tenía miedo; mi única
preocupación era encontrar un recurso para salir de allí; más que por
otra cosa, por demostrar mi superioridad a Ignacio.
Durante unos momentos hice un examen de todo lo que se podía ensayar en
aquel rincón. Era muy poco o casi nada. Me llevé maquinalmente la mano a
la cabeza, me saqué la montera y me encontré con que dentro llevaba,
como siempre, un trozo de pedernal, de acero y de yesca.
Pensé si se podría hacer algo con aquello, y vi que en un ángulo del
corralillo había un montón de paja y otro grande de tablas viejas y de
maderas podridas.
Al momento se me ocurrió una idea.
--Bueno--le dije a Ignacio, rudamente--, te advierto que dentro de un
momento estamos fuera.
Ignacio me miró asombrado. Saqué yo de la chaqueta vieja una serie de
hilas y le dije a Ignacio que hiciera lo mismo.
Después comencé a dar con el acero en el pedernal y encendí la yesca.
Con la yesca y los pedazos de trapo encendimos la paja, y en la llama
que se formó fuimos echando trozos de tabla, hasta que se hizo una
hoguera grande. El humo nos hacía llorar, nos ahogaba; pero peligro no
teníamos ninguno. En esto apareció un hombre en una ventana, que comenzó
a gritar; poco después varios vecinos abrían la puerta del corral y nos
dejaban en libertad. Cuando contamos nuestra aventura, los vecinos nos
trajeron ropas, y en medio de un grupo de gente llegamos a casa. Lo
mismo en mi familia que en la de Arteaga, produjo nuestro relato gran
sensación.


VI
CONSUELO ARTEAGA

IGNACIO y yo, durante la infancia, fuimos a casa de un dómine que daba
lecciones particulares a muchachos de buenas familias. Este dómine sabía
algo de Latín y de Gramática, pero no nos enseñaba nada; lo único que
hacía era espiarnos, y luego denunciarnos a nuestras familias. Creo, la
verdad, que en el tiempo que estuve yendo a la clase de aquel buen señor
no llegué a aprender cosa de provecho.
Ignacio adelantaba algo más que yo, y entró poco después de cadete en
las Reales Guardias Españolas. Su padre era militar de graduación y
noble, y no le fué difícil conseguir esta prebenda.
Mi familia hubiera podido lograr alguna otra cosa por el estilo para mí;
pero a mi padre no le gustaba la milicia. Mi madre aseguraba que
nosotros también éramos nobles, lo cual no me he tomado el trabajo de
comprobar, porque no me ha interesado nunca.
Mi madre conservaba pergaminos de su familia materna, de los Alzates;
pergaminos que supongo se habrán perdido.
De todas las historias, verdaderas o falsas, que contaban estos
pergaminos, de lo único que me acuerdo, por su extrañeza, es de una
lucha bárbara que uno de los Alzates tuvo con el señor de Saint-Per, que
era francés, en el siglo XV, dentro del río Bidasoa, y de que un Pedro
de Alzate fué trinchante de la reina Doña Blanca, y un Juan de Alzate,
copero del rey.
Como te decía, nada de esto me ha entusiasmado; únicamente la realidad,
de chico y de hombre, ha llegado a apasionarme. En la misma literatura
no he podido nunca comprender las obras basadas en frases bonitas; si
detrás de la ficción poética o dramática no he sentido la realidad, no
me ha interesado el libro o el drama.
Mi padre no participaba de estas ideas. Él era, por el contrario,
entusiasta de la Retórica y de las Humanidades, y me hacía leer versos
académicos y almibarados, que a mí me aburrían.
Como te digo, sólo allí donde he vislumbrado la realidad, aunque sea a
través de un velo espeso de ficción, he podido sentir interés.
A la muerte de mi padre, ocurrida en tiempos de la batalla de Trafalgar,
se decidió entre mi madre y don Domingo Larrinaga que fuera yo a Méjico,
donde teníamos un pariente rico.
Desde entonces, y puesto que tenía que dedicarme al comercio, la índole
de mis estudios varió, y comencé a practicar el Francés y la Teneduría
de libros.
La decisión de viajar me hizo creerme un aventurero, y me dió más valor
y audacia en mis correrías callejeras.
Estaba deseando marcharme a América. Lo único que me ligaba a Madrid era
mi madre y Consuelito Arteaga.

EN LA DEHESA
Consuelo Arteaga era una rubia encantadora; tenía unos ojos azules
claros; la nariz, un poco larga; la boca, ideal, y el pelo, ceniciento.
Contaba dos o tres años más que yo, y esta diferencia de edad le hacía a
ella ser una señorita y a mí un chico.
Consuelo era una criatura mimada, delicada hasta tal punto, que todo le
hacía daño. Era una sensitiva, una planta de invernadero.
Vivir pobremente, alternar con gente ordinaria, le parecía un horror.
Creía que ella, por ser ella, tenía derechos especiales que no tenían
las demás mujeres.
Yo estaba entusiasmado; me hubiera dejado hacer pedazos por un capricho
suyo; pero ella no me quería; le parecía un chico atrevido,
estrafalario, y nada más.
Yo creía que, probándole que era valiente, audaz, llegaría a ganarme sus
simpatías; pero, no, a Consuelo no le agradaba esta manera de ser; sólo
los príncipes y los cortesanos le gustaban. Yo, pequeño, bizco, sin
fortuna, le parecía insignificante.
Para Consuelito, la vida de grandezas, de fausto, de elegancia, era la
única digna; lo demás era vegetar miserablemente.
Yo, como había oído hablar en mi casa de la tranquilidad del hogar, de
la mediocridad feliz, repetía estos conceptos; pero ella se burlaba de
mis palabras.
También intentaba convencerla de que una cosa como la riqueza, que no la
da el mérito, sino la casualidad, no podía tener el valor absoluto que
ella le daba; pero Consuelo se reía de la justicia o injusticia de las
cosas.
Un día fuimos a una dehesa próxima a San Fernando del Jarama, en dos
coches tirados por mulas, una porción de muchachas y de muchachos.
Varios jóvenes montaron a caballo, y con una vara larga se ejercitaron
en derribar reses bravas.
Emparanza, que montaba muy bien, se lució en este ejercicio, y me miró a
mí varias veces burlonamente.
Luego, uno de los jóvenes se acercó a un novillo y le dió dos o tres
quiebros. Yo no quise quedar mal, y por más que Ignacio me tiró varias
veces de la casaca para disuadirme, me planté delante de un torete, que
quizá por misericordia no me hizo nada.

LA MALA FE DE EMPARANZA
Los circunstantes y Consuelo Arteaga admiraron mi valor. Yo había
cumplido, estaba tranquilo; pero todavía me quedaba otra prueba. José
Antonio Emparanza se empeñó en decir que tenía miedo a los caballos, y
para demostrar lo contrario me monté en uno y pude galopar sobre él sin
caerme. Volvía ya satisfecho de los éxitos de aquel día, cuando
Emparanza, pasando a mi lado, le dió a mi caballo un latigazo. El
caballo botó y me tiró al suelo. Me levanté rápidamente; no me había
hecho daño.
Presa de una cólera terrible, no dije nada; dejé el caballo en manos de
un palafrenero y me reuní a los expedicionarios.
Estábamos esperando a montar en el coche cuando se me acercó Emparanza,
sonriendo:
--Por fin caíste--me dijo.
--Sí--y levantando la mano le pegué una bofetada que lo volví loco.
Se armó un escándalo formidable, y tuvimos que volver a Madrid en
distintos grupos. Cuando se supo la causa de mi cólera casi todos se
pusieron a mi favor.
Al día siguiente le escribí a Emparanza diciéndole que le había ofendido
en público, y que si quería una satisfacción podía elegir las armas.
Cuando se supo esto en mi casa, mi madre y mis hermanas me acusaron de
bárbaro y sin entrañas; me dijeron que quería matarlas a fuerza de
disgustos. Se averiguó pronto la causa de la hostilidad mía con
Emparanza, y se me conminó para que no dirigiera la palabra más a
Consuelo.
Yo estaba furioso; creía que tenía razón. Mi madre, para apartarme de
Consuelo, decidió que fuera a Irún, a casa de un hermano suyo. Allí
podía aprender mejor el Francés, mientras se fijaba la época de mi
marcha a Méjico.
Yo me alegré de salir de Madrid. Estaba deseando ver un poco de mundo.


LIBRO SÉPTIMO
EL AVENTINO


I
ETCHEPARE EL SOLITARIO

MI tío Fermín Esteban Ibargoyen tenía una pequeña tienda en Irún, en la
calle Mayor. Era una de esas tiendas de pueblo en las que se encuentra
de todo. En el mostrador solían estar constantemente dos sobrinas suyas,
solteras, la Shilveri y la Juanita.
Mi tío Fermín Esteban era un egoísta perfecto. Viudo, sin hijos,
bastante rico para vivir sin trabajar, consideraba que el ideal del
hombre es agitarse lo menos posible. Creía que cualquier cosa podía
minar su salud; así que tenía prohibido a sus sobrinas que le dieran
malas noticias.
Le gustaba a Fermín Esteban comer bien, y cuidaba de su gallinero y de
su huerta mejor que de su alma; le interesaba también mucho lo que
ocurría en el mundo, y se agenciaba para enterarse todas las gacetas que
podía.
Como hombre egoísta, ingenioso y poltrón, era muy aficionado a hacer
comentarios burlones acerca de la vida de los demás. Fermín Esteban
dirigía frases y chistes sangrientos contra el uno y contra el otro;
tenía el golpe seguro en su sátira; pero no le gustaba que los demás
hicieran chistes contra él.
Al llegar a Irún, mi tío me recibió con cierta amabilidad socarrona; por
orden suya, su sobrina la Shilveri me puso la cama en un cuartito
independiente de la escalera. Era un cuarto muy alegre, con dos
ventanas: una que daba a un patio y la otra sobre el tejado.
Fermín Esteban era poco aficionado a vigilar a los demás.
El primer día de verme me advirtió que creía que no haría ninguna
simpleza, y me aseguró que cuanto más juicioso me mostrara yo, más
libertad me daría él.
Me dijo que mi madre le había recomendado que me llevara a un colegio, y
me indicó el de don Mariano Arizmendi, un señor que enseñaba a muchachos
de mi edad nociones de Matemáticas y de Física, Teneduría de libros y
Francés.
Mi tío Fermín Esteban me advirtió que podía ir a la escuela, o no ir,
que él no pensaba hacer indagaciones acerca de mi conducta. Yo fuí
porque si no no hubiera sabido cómo pasar el tiempo.
El maestro don Mariano Arizmendi fué para mí un amigo. Don Mariano era
hombre muy religioso, pero no intransigente. No le gustaba meterse en la
conciencia ajena; tenía bastante dinero para vivir y daba las clases por
afición, no por ganar dinero. Una de las cosas que más le encantaba era
que algún muchacho de familia pobre le pidiera asistir a su colegio de
balde.
Don Mariano no tenía esa tendencia inquisitorial de otros maestros que
se dedican a espiar a los muchachos dentro y fuera de la escuela.
Concluída la clase quería considerarse como si no fuera maestro; si
alguna vez nos encontraba en la calle, haciendo alguna barbaridad,
fingía no habernos visto.

GANISCH
Yo me hice en seguida amigo de varios chicos del pueblo. Dos muchachos
con quienes tuve íntima amistad, que ha seguido después, fueron Ramón
Echeandía, hijo de un fondista de Irún, y Juan Larrumbide, a quien
llamábamos Ganisch porque a su padre, que era vasco-francés, se le decía
también así.
Ganisch fué, durante mucho tiempo, mi compañero de glorias y fatigas.
Los dos éramos considerados como los granujas más redomados del pueblo.
Robábamos las huertas, escalábamos las casas, dejábamos sin fruta los
perales y los albaricoqueros. Ganisch era más fuerte que yo; yo, en
cambio, tenía una ligereza de ardilla. Juntos uníamos la fuerza y la
astucia. En aquella época, para mí, era una cosa fácil subir por una
cañería a un tejado, o andar por una cornisa estrecha, a treinta o
cuarenta varas a la altura del suelo. Había algunos dueños de huertas
que se resignaban a nuestras rapiñas, y con éstos éramos comedidos; nos
contentábamos con cobrarles una contribución en especie; pero otros
pretendían cogernos, y con aquellos nos sentíamos implacables.
Uno de éstos, cerero y concejal, tenía unos perales que daban unas
frutas magníficas, y para evitar que se las robasen ponía telas
metálicas, alambres, pinchos. Todo era inútil.
Un día, ya cansado, dispuso el cerero que el mozo de la tienda, el
alguacil, la criada y él, se apostaran en la huerta, nos esperaran a ver
si caíamos en el garlito.
Ganisch, con un hierro, solía abrir un pestillo de la reja del jardín,
y, cruzando la huerta, por allí solía escaparme yo en caso de apuro.
Este día, figurándome que habría vigilancia, esperé al anochecer para
saltar a la huerta del cerero, y no hice más que poner los pies en
tierra cuando una mano fuerte me agarró de la chaqueta. Era el alguacil.
El, queriendo sujetarme, yo queriendo escapar, no sé cómo me las arreglé
que, dejando la chaqueta entre sus manos, salí corriendo y me escabullí
por la reja que tenía Ganisch abierta.
Al día siguiente, al pasar por delante de la cerería del concejal, vi en
la trastienda colgada mi chaqueta, como si fuera un trofeo. Me pareció
un insulto. Ganisch y yo discutimos la manera de rescatar la prenda, y
pensamos en esto: Ganisch tenía guardado en su casa un pistolón;
compramos pólvora y lo cargamos.
En la esquina de la cerería, a unos diez metros, Ganisch disparó un
tiro, que sonó como un cañonazo.
Al estampido salió toda la gente a la calle, y de los primeros, el
cerero y su criado. Yo, que estaba en un portal próximo, en el momento
del mayor barullo, entré en la tienda, di un salto por encima del
mostrador y me llevé la chaqueta. Este rescate nos dió a Ganisch y a mí
un gran prestigio entre todos los muchachos.
También solíamos dar unas bromas pesadas al criado de una carnicería,
que era medio tonto y se llamaba Canca.
--¡Canca!--le decíamos.
--¿Qué?
--Dame ese pedazo de lomo que tienes en el mostrador.
--No quiero--decía él.
--Pues entonces dame ese chorizo largo que tienes ahí en la esquina.
--No quiero; no me da la gana--contestaba él, incomodado. Y le íbamos
pidiendo la carnicería entera, y él contestando cada vez más indignado y
sorprendido por nuestra tenacidad de querer llevarnos trozos de carne y
de chorizo sin pagar.
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