De Sobremesa; crónicas, Primera Parte (de 5) - 11

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excursión á París en busca de los últimos figurines y de los primeros
estrenos ... Todo lo que no sea volver á Madrid envueltos en pieles, con
los baúles llenos de modelos y con noticias de la «première» de Donnay
ó de Capús, es degradarse.
¡Y andan algunas personas respetables tan afanadas por ver de animar
Madrid con fiestas y bullas! ¿No ven ustedes que la gente pudiente solo
viene á Madrid á hacer economías? Su única gracia es tener dinero y se
lo dejan por ahí; aquí solo nos traen religiosidad, que cuando se gasta
el dinero va también para Roma ... ¡Como que no saben en Barcelona la
ganga que tiene Madrid con ser la capital de España!
* * * * *
Nuestro querido amigo y compañero—como escriben en las dedicatorias
de sus obras, los autores eminentes que quieren halagar á un autor
novel,—Guillermo II, ha tenido un brillante éxito, en el baile de gran
espectáculo «Sardanápalo», estrenado en Berlín.
Ningún género teatral, tan propio para ser cultivado por un emperador,
como este de los grandes bailables pantomímicos, tan parecidos por la
precisión de evoluciones á las maniobras militares. Género, además,
en que huelga toda literatura, género sin palabras inútiles, en que
todo ha de explicarse por la acción misma; género de todo punto
imperialista, en una palabra.
Ahora, si reparamos en que la elección de personaje tan decadente y
desfalleciente, como el sibarita Sardanápalo, más parece en los gustos
de un Luis de Baviera que en los de un Guillermo de toda Alemania ...
Claro es que un Alejandro Magno, un Aníbal, un Julio César, no se
prestan á pasos de bailes. Y ¡quien sabe si Guillermo II no ha puesto
en su obra una delicada ironía y una saludable advertencia! ¿No hay
en los desfallecimientos del mundo moderno, mucho de sardanapalesco?
¿No es el Imperio Germánico, el gran mantenedor de energías, el gran
director de baile, cuya imperiosa voz de mando hace danzar á todos?
Pero, ¿quien tendrá razón al final de las humanas danzas que han de
terminar todas en una general danza macabra? Solo el hecho de haberse
acordado un Guillermo II de un Sardanápalo, para héroe de su obra, nos
dice la obsesión interior de muchas cosas que aparentamos aborrecer
exteriormente, pero que en el fondo admiramos ... Moralizar, es querer
convencernos de que no debemos admirarlas; pero si no las admirásemos
no tendríamos por qué moralizar. ¡Arde Sardanápalo en su pira!
Moralicemos ... Todos, chicos ó grandes, hemos quemado á fuego lento
nuestro Sardanápalo; unos por falta de medios para sostener sus vicios,
otros por falta de valor; pero de cuando en cuando Sardanápalo surge;
unas veces en una obra de arte, como el poema de Byron; otras, en un
baile de gran espectáculo, como el del emperador Guillermo II.
* * * * *
Una de las amenidades del verano para los que no veranean, es leer
las revistas de toros y confrontar las versiones de los distintos
corresponsales de provincias. En nada se muestra tanto la falibilidad,
no ya de los juicios humanos, de los mismos sentidos corporales. Donde
uno dice magistral faena, el otro dice: faena desdichada por la torpeza
del torero, y el otro: deslucida por las malas condiciones del toro.
Donde uno dice: volapié magno; el otro dice: bajonazo ignominioso, y el
otro: bajonazo, precedido de siete pinchazos.
Yo no creo que las simpatías personales por este ó el otro diestro,
puedan modificar hasta ese punto las apreciaciones. Prefiero
atribuirlo, como dije, á error de la vista. De todos modos, debiera
evitarse esa disparidad de visiones. El asunto, salvo para las
futuras crónicas de las grandes figuras del toreo, no es de gran
transcendencia. Pero hay gentes suspicaces que por los pequeños asuntos
juzgan de los grandes y no falta quien diga: ¡Ah! la prensa; aquí
tienen ustedes, si en estas cosas tan claras, que entran por los ojos
de miles de personas, dice cada uno lo que le parece, ¿qué será en
otros asuntos? ¡Cualquiera se fía!
Todos estamos interesados en sostener el prestigio de una institución
que cuenta con muchos fieles. No hagamos vacilar la fe de los creyentes
ni perdamos del todo la de los indecisos. ¡Ah! las menudencias, las
pequeñeces, parecen nada y son un mundo. Yo conocía una señora muy
buena cristiana y muy devota, que de pronto dejó de ir á misa y
renunció á toda práctica religiosa. Pero, ¿qué es eso? la preguntaban
sus amigos ... Usted, tan buena cristiana ...
—No me digan ustedes; ya no creo en nada; no vuelvo á poner los pies
en una iglesia ...
—Pero, ¿ha leído usted algún libro, se ha hecho usted protestante?...
—Nada de eso. Es que el otro día tuve una cuestión con un monaguillo.
En esto, como en todo, ¡cuántas veces se pierde la fe, no por dudar
del dogma, ni de verdades fundamentales, sino por haber tenido unas
palabras con un monaguillo!
Conviene juzgar con imparcialidad á los toreros, para que el público no
pueda dudar de la imparcialidad con que se juzga á los que torean al
país.
* * * * *
Se juzgó siempre triste destino el del actor, el cantante y el
instrumentista, porque al morir sólo dejan el recuerdo de su arte, sin
otro testimonio de su gloria que la opinión de los contemporáneos.
Por algún tiempo, aún son muchos los que pueden decir: Nosotros le
hemos oído. Después, son unos pocos, algún anciano, reacio á nuevas
admiraciones, que pretende consolarse de lo que el no verá, con lo que
ha visto, y hay que oirle decir con fervorosa devoción, como testigo
electo de un milagro: ¡Yo le oí, señores, yo le oí! Y ponderar
definitivo: ¡No volverá á oirse nada semejante! Después ... ya no queda
ninguna voz viva que atestigüe la razón de la gloria; solo queda la
crónica escrita para asegurar la inmortalidad.
¿Triste? No; ¡envidiable destino! ¿Puede haber gloria más espiritual
que esta que solo deja el destello de un nombre glorioso? Toda la obra
es el nombre mismo. Toda su fama esta encerrada en ese nombre, como en
urna preciosa, de más segura permanencia que monumento cimentado en
obras.
¡Las obras! ¿No hemos visto por ellas al aquilatarse muchas glorias,
obscurecerse unas, desaparecer otras? En cambio, estos nombres sin
obra, van ganando en estimación cada día y los juicios de la posteridad
nada podrán sobre ellos. Por ellos tal vez, á pesar del automóvil y
del aeroplano, pensamos alguna vez con tristeza si no habremos nacido
demasiado tarde. Por ellos también nos envidiarán en lo venidero.
¿Quién nos quitará, sobre las generaciones futuras, sobre la eternidad
del tiempo, la gloria de estos recuerdos, quizás los únicos sin sombra
de tristeza en nuestra vida efímera? ¡Oimos á Julián Gayarre, oimos á
Adelina Patti, oimos á Sarasate, oimos la voz de oro de Sarah y la
admiramos, reina de la actitud y princesa del gesto, como la proclama
el poeta: nos conmovió Leonora Dusse, dolorosa del Arte!... Y la gracia
de esas divinas voces, que al callarse callarán para siempre, es algo
muy nuestro, porque ya otros no volverán á escucharlas, y la emoción
que nos causaron será eterna de toda eternidad en lo humano: porque esa
emoción es todo lo que queda de su arte, y ¿quien podrá decir en lo
futuro, que ese arte no valía la pena de emocionarnos, si su obra es
solo un nombre y ese nombre es nuestra emoción eternizada?
* * * * *
¡La buena Prensa! ¡La mala Prensa! Que si la buena no se lee y la mala
cuenta por millares sus lectores ... Esto me recuerda algo que ocurría
hace años, y creo que sigue ocurriendo, en una capital de provincia,
que no he de nombrar, pero que bien pudiera no hallarse muy lejos de
donde en la actualidad se discute tan calurosamente la cuestión de la
buena y de la mala Prensa. Sucedía que eran allí dos comerciantes del
mismo apellido y los dos en géneros comestibles, y de los dos, el
uno era excelente persona, muy cristiano, muy buen esposo, muy buen
padre, y hasta dicen que pesaba corrido. Era el otro persona de mala
reputación y peores costumbres y mal mirado por todos; pero, por
cuanto, los géneros que expendía eran siempre de lo más selecto,
mientras los del primero eran de calidad muy inferior. Y nadie sabe las
confusiones que esto originaba á cada paso. Decían las señoras á sus
criadas: ¿De dónde ha traído usted este chocolate tan detestable?—De
casa de Fulano.—¿Cuál de ellos? ¿el bueno ó el malo?—El que la señora
dice que es tan bueno.—Es que ese es el malo, el bueno es el otro ...
¡nunca acabarás de entenderlo!—Que es lo mismo que les sucede á los
lectores con la Prensa; la buena, que es la mala; la mala, que es
la buena ... Si los de la buena, que es la mala, procuran mejorar el
género, quizás los lectores de la mala, que es la buena, se decidieran
á leerla.
FIN DE LA 1.^a SERIE
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