De Sobremesa; crónicas, Primera Parte (de 5) - 01

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JACINTO BENAVENTE
DE SOBREMESA
CRÓNICAS


[Ilustración]
MADRID
LIBRERÍA DE FERNANDO FÉ
Puerta del Sol, 15
1910
ES PROPIEDAD.—DERECHOS RESERVADOS
MADRID.—Imprenta Española, calle del Olivar, 8


[Ilustración]


PRÓLOGO

Muchas y celebres conversaciones de sobremesa pasaron á la Historia
ilustradas con grandes nombres, y aún grandes acontecimientos de la
Historia se decidieron entre la _poir et le fromage_. De la panza sale
la danza, y esta danza del bien comer, danza de la vida, como aquellas
famosas danzas de la muerte, evocadas por poetas y pintores en la Edad
Media, á nadie excusa de danzar y todos hacen en ella su mudanza, unos
con gentileza y garbo, otros con más presunción que gracia; otros sin
una ni otra, tímidos y encogidos; pero todos al mismo son, que es la
armonía bien concertada de la vida que nunca pierde el compás, aunque
puede parecerlo alguna vez—á los que más atiendan al moverse de los
danzantes humanos que al son de la música divina.
Suelen ser mis comensales, muchas veces un periódico, revista ó libro,
sostenido entre la copa y el plato, cosa mal vista de los higienistas,
pero no se que más pueda perturbar la digestión, una lectura agradable
que un impertinente compañero de mesa ó que una orquesta próxima, así
sea la banda de alabarderos. Otras veces mis comensales son de las más
variadas condiciones y procedencias, y de todo se charla y de todo se
opina con la mayor disparidad de criterio, que no soy yo hombre de
compromisos políticos ni artísticos, ni mucho menos morales, para no
permitir la libre emisión de todos los disparates. Son juicios orales
sin reo y sin sentencia: personas y cosas son llamados á el, solo como
testigos y al final es siempre la absolución, sin más costas que haber
amenizado la sobremesa. Y he aquí, que como al terminar la comida
recoge el doméstico las migajas materiales, recojo yo las migajas del
alimento espiritual, que son estas charlas de sobremesa en que de todo
se habla, de todo se opina y nada se condena. Y para que nunca nos
falte qué comer ni de qué hablar, empecemos piadosamente diciendo: el
pan nuestro de cada día dánosle hoy ...
[Ilustración]


DE SOBREMESA


I

Bizancio anda revuelto; del circo sale la revolución, pero no se trata
de guiadores de carros, sino de bailarinas; no de verdes y azules,
sino de verdes y más verdes. Ya lo dijo un moralista: lo desnudo no es
indecente, sino lo «remangado»; y estos renacimientos paganos que de
cuando en cuando florecen en nuestros teatros, no son más que un puro
«remangarse». No es la Venus de Milo la diosa majestuosa que preside en
sus altares, no; la Venus de Milo oculta sus piernas y no tiene brazos,
y en esta ocasión piernas y brazos (¡oh Pepita Sevilla!) han sido los
perturbadores. ¿A quien culparemos? ¿A empresas y autores, que dirán
seguramente: el público lo pide? ¡ay, no! El público es como los niños:
sólo pide lo que le enseñan; eso sí, como los niños también, cuando
pide, siempre pide más, y empresas y autores son maternales. ¿Los
artistas? Recuerdo siempre una plegaria con aire de tango que cantaba
la bella Belén en sus tiempos, y era sólo la expresión poética de un
deseo prosaico:
¡Padre nuestro que estas en los cielos!
¿Por qué no me das mil duros de renta,
y la pobre Belén estaría sentada en su casa
tomando la cuenta?
El público reía y pedía: ¡más, más! Seguramente en tres mil pesetas
hubiera podido dejarse la petición por no servirle más de juguete.
¿Verdad que hay aplausos que deben sonar como bofetadas? ¡Pobres
mujeres! ¡Acaso las bofetadas de su casa les hacen preferir esos
aplausos del público!
¡El público! El público también es digno de compasión. En sus bramidos
bestiales, no hay alegría ni voluptuosidad; no es la admiración
desinteresada ó satisfecha á la belleza y á la gracia, es el rugido del
hambre, hambre de carne en todas sus manifestaciones; son las mismas
caras que se observa ante los escaparates de los «restaurants» ó casas
de comidas; no es la sonrisa plácida del sultán ante las danzas de sus
favoritas, es la burla del eunuco ó la rabia del esclavo ante lo que
nunca fué ni será para ellos. Un conjunto lastimoso al que solo pone
la nota ridícula, la autoridad en clase de «encargada», encargada de
que no haya escándalo en el barrio. Como siempre, para los efectos
muy solícita, para las causas ... Las causas que las estudien los
moralistas, los literatos, los periodistas; los que gobiernan sólo
están para prohibir y para castigar.
[Ilustración]


II

Una querida amiga viene á visitarme después de misa y se convida á
almorzar conmigo. Es una casada joven que no se preocupa para nada del
feminismo, porque hace mucho tiempo que ella se ha conquistado, por sí
y para sí, todos los privilegios femeninos y masculinos. (No hay como
la neutralidad en esta lucha de sexos).
El principal objeto de su visita es preguntarme quien hace los
sombreros á Rosario Pino.
—¿Se los traen de París, como las comedias?
—No lo se. Vivo alejado de los teatros; no se nada de comedias ni de
sombreros.
Mi amiga encuentra deliciosas las comedias francesas y admirables los
sombreros de Rosario Pino.
¡Ah! una mujer no cuidará nunca bastante su sombrero. El vestido puede
engañarnos respecto á la clase y condición social de una mujer, el
sombrero no engaña nunca. Desde que las señoras asisten sin sombrero
á los teatros, es más difícil distinguir de personas. Nos dirían que
tal señora no es la señora sino su cocinera, y lo creeríamos. Con
el sombrero no hay equivocación. Mi amiga se atreve á descubrir en
cualquier reunión de mujeres, sólo por el sombrero, á una «cocotte»
entre cien señoras, y viceversa. (Aunque el orden de factores altera
el producto, no altera la habilidad adivinatoria de mi amiga). Y del
mismo modo se atreve á clasificar á las idealistas, á las de sentido
práctico, á las rebeldes, á las resignadas ... (Esto me hace reparar en
el sombrero de mi amiga, que es, en efecto, un ¡viva la anarquía!).
Hablamos de otras cosas; de la temporada del Real que ha terminado. Le
preguntó si ha oído cantar á Anselmi, y cuando espero oir un elogio del
«bel canto» italiano que hiciera las delicias de Arana como empresario
retrospectivo, me deja atónito con un grito del corazón, vibrante como
un «sí» de la Barrientos ... ¡Qué hombre tan guapo!
—¿Quién?
—Anselmi.
—Canta con mucho gusto—insinúo, para encauzar la conversación, por
respeto al criado que nos sirve.
—¡Guapísimo!—insiste con una valentía irrebatible.
—Dicen que volverán á traérselo á ustedes para el año que viene.
—¿Cree usted que no habrá perdido voz?
—Si dependiera de ustedes, amiga mía. Pero creo que no; esos tenores
se cuidan mucho.
—¡Demasiado!—suspira con ingenuidad.
Procuro informarme de sus aficiones musicales; si comprende á Wagner,
si prefiere las óperas modernas, si ...
—Mire usted—me interrumpe.—La ópera es lo de menos. Anselmi con el
traje de Lohengrín, me haría soportar á Wagner.
—Sí, en efecto. La música entra mucho por los ojos.
Un santo bonito, un rey joven y un artista de buena figura, harán
siempre mucho por la Religión, por la Monarquía y por el Arte.
Cambia el tema.
—¿Qué le parece á usted de la «moción» que las solteras de Dublín han
elevado á la virreina de Irlanda, lamentándose de que las casadas de por
allá se traen un toreo que no deja colocarse en suerte á un soltero?
—Me parece que antes que las solteras, debían haberse querellado los
maridos de las acusadas, y no á la virreina precisamente.
—¿Cree usted que aquí sucede algo semejante, y á eso se deba la
abundancia de solteras sin acomodo?
—¿Aquí? Aquí debíamos ser las casadas las que nos quejáramos de que el
coro de vírgenes no nos deja en paz á los maridos.
Y me refiere unas cuántas historias tan escabrosas, tan escabrosas, que
no puede por menos de creerse que son verdaderas.
—Ahí tiene usted asuntos para unas cuántas comedias.
—¿Para sábados blancos? ¿Le parece á usted? ¿No es el día de las
solteras?
—¿Usted sabe el origen de los sábados blancos?
—No. Cuéntemelo usted. Con usted siempre se aprende.
—Eso me dice todo el mundo. Verá usted. Es muy verosímil.
Una señora distinguidísima, opulenta belleza á lo Rubens, mamá de dos
espirituales «Boticellis», padecía con tanta frecuencia de jaquecas,
que apenas asistía á teatros ni á reuniones, y para no privar de
asistir á sus hijas, las confiaba á la autoridad de una señora de
compañía muy garantizada, á quien tenía muy recomendado que si alguna
vez en el teatro, la comedia representada no era de la más absoluta
moralidad, se llevara á las niñas inmediatamente. Sucedió que una
noche, apenas levantado el telón, la primera actriz anuncio tan
resueltamente la decisión de engañar á su marido, que no había duda de
que así sucedería, á más tardar, en el segundo acto.
La buena señora creyó lo más conveniente levantarse y salir del
teatro con el mayor ruido posible, para marcar bien su desagrado.
Las muchachas hubieran querido terminar la noche en cualquier otro
espectáculo, pero la señora rabiaba por hacer presente á la mamá su
escrupuloso celo, y más que aprisa se las llevo á casa ... en mala hora,
porque la mamá, ante tan inesperado retorno, apenas tuvo tiempo de
esconder la verdadera antipirina de sus jaquecas, que era un íntimo
amigo. Y para que no volviera á suceder tal percance, al día siguiente
escribió al director del teatro: Distinguido señor: Como las obras que
se representan en su teatro, no siempre son de una moralidad y una
sana tendencia que puedan inspirar confianza á una madre celosa de no
ofrecer á sus hijas como recreo un espectáculo peligroso, de acuerdo
con otras distinguidas amigas en el mismo caso, ruego á usted fije un
día de abono en que todas, absolutamente todas las obras, puedan ser
vistas por nuestras hijas.
El director, amable, sometió á la censura de las celosas madres la flor
de azahar de su repertorio, las celosas madres aprobaron ... Y ese fué
el origen de los sábados blancos ... en París. Aquí siguieron por moda.
* * * * *
—Una huelga, un albañil muerto ...
—No hablemos de eso. Son cosas inevitables, viejas como el mundo, hoy
recrudecidas por la falta de creencias.
—¿De quien?
—De unos y de otros.
—Diga usted de unos, porque los otros en algo deben creer todavía. Les
han dicho: No matarás, y no matan. Les han dicho: No te matarás, y no
se dejan morir de hambre. Les han dicho: Ganarás el pan con el sudor
de tu frente, y eso es lo que no pueden obedecer, porque trabajar sí
trabajan, pero no ganan el pan, y eso es lo triste.
—Yo creí que ya se había usted curado del sarampión socialista que
todos los escritores y políticos de estos tiempos han padecido con
mayor ó menor intensidad.
—Sí, en efecto. Fué como sarampión. ¡Oh! muy benigno. Escritores y
políticos buscaban en la idea socialista un medio fácil de atraer hacia
ellos el aura popular. Paso la moda; los burgueses fruncieron pronto el
ceño, aterrados por el fantasma anarquista, y escritores y políticos
tornaron hacia el sol que todavía calienta.
El anarquismo, con ser el mayor antagonista del socialismo, proyecta
sobre éste su sombra fatídica, que confunde á los dos para la opinión
vulgar en el mismo espanto.
Si en la región de las ideas todas son admisibles, y acaso las más
avanzadas son las más necesarias, porque impidiendo la «calma chicha»
de los espíritus, agitan, renuevan y fecundan, en el terreno práctico,
una idea extremada es el mayor enemigo de una idea razonable. Por eso
cuando halléis un fanático en un partido, sospechad siempre si estará
de acuerdo con el partido contrario. No dijo ningún disparate el que
dijo que el santo es el mayor enemigo de la religión.
Muchas veces se disfrazan de grandes ideales ideas muy pequeñas. El
anarquismo, no hay duda, quiere un mundo transformado y perfecto, pero
con sus intransigencias estorba el andar reposado del socialismo hacia
ese mundo ideal. Desconfiemos de los grandes ideales y atengámonos á
los pequeños.
Como esos que dicen: Yo no soy español, soy algo más; soy ciudadano del
mundo.
Tened por seguro que en el fondo es un regionalista que solo quiere ser
ciudadano de su pueblo, y si es posible, vecino de su calle.
Por ser ciudadanos del mundo antes que españoles, regionalistas y
anarquistas se confunden á veces, y entre la idea chica y la idea
grande, estorban el andar de la vida, que no tolera empujones hacia
adelante ni tirones hacia atrás de violentos ni de fanáticos, sino que
va, va siempre, segura, majestuosa, al paso reposado y firme de los
hombres de buena voluntad.


III

Se de una linda marquesa, por blasón de su hermosura, rayos de sol en
campo de rosas, de pura elegancia española—única elegancia femenina á
la que sientan bien todas las elegancias, lo mismo las de Van-Dyck que
las de Watteau, que las de Gainsborough que las de nuestro Goya—que al
salir del estreno de «Daniel» decía á sus amigos:
—Esta obra sólo puede gustar á los que no tienen una peseta ó no
tienen vergüenza.
¿Una peseta ó vergüenza? ¡Pícara peseta! En qué poco ha estado que la
obra no gustara por completo á cierto público.
¡Oh gentil marquesa, como aquellas de Versalles, más inconscientes ó
más atrevidas al representar con su reina y en la misma corte, «Las
Bodas de Fígaro», como si las burlas no fueran también amenazas; el
autor de «Daniel» no tuvo consideración con vosotras. Ha recargado de
negrura su obra, ¿verdad? Esas cosas no pasan en la vida ó por lo menos
pasan de tarde en tarde. ¿No es eso? Los ricos no son tan malos ni los
pobres tan desgraciados. Lo dices tu, lo dice la crítica. Sí, Dicenta
ha recargado los colores.
Suaves tintas de acuarela son las de ese embarque de emigrantes de que
pocos días después supimos. La realidad ha sido el mejor crítico de la
obra de Dicenta.
¡Oh, qué lindo _embarquement pour Cythere_, como aquel de Watteau, el
de ese barco de miseria, de dolor y de muerte! ¡Oh, qué propio asunto
para ser cantado en rimas ricas y metros dislocados por algún exquisito
poeta de los del Arte por el Arte y caiga el que caiga!
¡Heliópolis! ¿Puede darse más bello nombre para un barco florido,
bogador siempre por mares azules hacia tierras de sol y de alegría?
Dice un crítico, que desde Edipo no se ha presentado en el teatro un
personaje sobre el que tantas desdichas se acumulen como sobre Daniel.
Sí, son muchas desdichas para un solo hombre si fuera un hombre solo.
Pero Daniel es algo más: no es un hombre, son muchos, son muchas
generaciones; sus desdichas no son las que caben en unas horas de
representación teatral: son las de muchos siglos, las de muchas vidas.
Y lo mismo la crueldad, la fuerza y la indiferencia de los otros.
La visión amplia, abarcadora de Dicenta concentra lo esparcido. ¿No es
un derecho del artista? La gentil marquesa estaba también en su derecho
al distraer cuanto podía su atención de la obra y á juzgarla con frase
ligera y desdeñosa. Pero la crítica, no; la crítica ante la obra de
Arte tiene otros deberes que las lindas marquesas.
* * * * *
Los artistas lamentan de continuo la falta de ambiente artístico,
increpan al filisteo y al beocio, que no sienten ni admiran, como los
artistas quisieran, la artística belleza, y cuando ellos tratan de
glorificar á otro artista no se les ocurre sino vulgaridades del más
prosaico burguesismo: el insustituible banquete á siete cincuenta,
la abominable estatua á cincuenta mil pesetas, la velada teatral ó
académica. ¿No habrá un poco de fantasía, señores artistas? ¡A ver si
_pué_ ser!—como dicen los chulos.
La escultura conmemorativa moderna, aplicada á políticos, escritores
y demás señores civiles, es francamente horrible. Si el escultor se
atiene á la realidad, un señor de levita ó gabán parecerá siempre
una figura de cera sin colores; si mezcla lo real con lo ideal, la
mezcolanza no es menos detestable: el buen señor rodeado de ninfas ó
genios desnudos hace la más triste figura. Recuerdo la estatua del gran
Eça de Queiroz en Lisboa, bailando un vals _renversée_ con la Verdad
desnuda entre sus brazos; todo ello como interpretación escultórica del
lema literario del escritor: Sobre la fuerte desnudez de la verdad el
velo diáfano de la fantasía.
No sospechaba artista de tan delicado gusto como Eça de Queiroz, que
tan al pie de la letra iban á tomarse sus palabras como esculturales.
Quédese la estatua para perpetuar cuerpos bellos y bellas actitudes, y
de los grandes hombres que triunfaron por el espíritu, perpetúese el
espíritu en copiosas y artísticas ediciones de sus obras. De este modo
llegará su espíritu á todas partes y será la inmortalidad mejor que una
estatua ridícula ante la cual el hombre del vulgo preguntará ignorante:
¿Quién será este? Para que su mujer le responda: ¿No lo ves? Un tío muy
feo.
* * * * *
Bombita regresa triunfador de Méjico, Madrid y Sevilla le reciben con
aclamaciones.
Los hombres graves exclaman una vez más: ¡Qué país este! Y otros
hombres que no parecen graves, porque nada les parece tan antipático
como las jeremiadas de esos que no encuentran mejor forma de
patriotismo que abominar por todo de su patria, decimos y creemos: Que
por muchos años vayan nuestros toreros á Méjico y por muchos años sean
allí aplaudidos, que peor señal de los tiempos sería para España si una
ley en idioma extranjero hubiera prohibido las corridas de toros en
aquellas tierras.
[Ilustración]


IV

Pérez Galdós es siempre admirable: terminados sus cuarenta Episodios;
después de haber estudiado para escribirlos, mejor dicho, después
de haber vivido para revivirlos, toda la historia contemporánea de
España con toda su lastimosa política, en lugar de quedar fatigado,
desilusionado y, si se quiere, empachado, con la mayor ilusión del
mundo—¿no se presenta como candidato republicano?—se lanza á la
política activa.
Y es que Galdós, nuestro único gran historiador, al escribir
sus Episodios, ha podido comprender como nadie que, sobre todas
las desventuras de la patria, sobre sus luchas civiles y sus
pronunciamientos, y las intrigas de camarilla y de partido, sobre
Carlos IV, y Godoy, y Fernando VII, y Calomarde, y Espartero, y Narváez
y todas las clases directoras que tan malos pastores fueron de este
pobre rebaño, esta siempre la _masa_, la soberana masa, que dijo el
mismo Galdós, la masa, verdadero héroe de esos cuarenta Episodios
nacionales; y cuando un hombre como Pérez Galdós, después de haber
escrito los cuarenta episodios, hace profesión de fe republicana, es
porque espera mucho de esa masa; porque es de creer que no será en
Salmerón en quien espere.
De todos modos, Pérez Galdós, en lenguaje de empresa teatral, es
una excelente adquisición para el partido republicano; y si no va á
el sólo llevado de su curioso espíritu, á documentarse para futuras
novelas ó comedias, la significación de su nombre glorioso es de gran
importancia. Galdós cuenta con incondicionales adictos á su talento
y á su persona, cuenta con una juventud que le admira y le proclama
maestro; todo eso aporta Galdós á la causa de la República. ¡Ah! Y la
espada de Machaquito. No la tuvo mejor ningún partido español hace
mucho tiempo.
* * * * *
Entre la Fiesta del Sainete, la corrida de la Prensa, la Semana Santa,
para terminar con la corrida de inauguración de temporada, he aquí una
semana bien española. Lo picaresco, lo piadoso, lo emocional y lo
sangriento en pintoresca mezcla: toda la lira, mejor dicho, toda la
guitarra.
Y sobre todo ello y para todo ello, la mantilla, que es tanto como la
bandera española, nunca mejor prendida que en nuestras actrices, de tan
diversos pero tan castizos tipos de belleza española todas ellas.
D. Ramón de la Cruz y Goya se habrán asomado, allá por un barandal de
la gloria—algo como la cúpula de San Antonio de la Florida,—para
sentirse más en sus glorias, y los académicos habrán pensado que con
tan lucido cortejo no es posible negar entrada al plebeyo sainete en la
aristocrática Academia. Los ojos de Rosario Pino bien valen por todo un
Diccionario.
* * * * *
Con el sainete vuelve el baile español, casi perdido ya, degradado
en esos tangos de un orientalismo de Exposición universal; el baile
clásico español, señoril ó popular ó villanesco, pero verdadero baile
de arte, el baile por el baile; no como el baile francés, que es
siempre decente—porque siempre es un pretexto para enseñar,—ni
como el inglés, que, por otros medios, llega á los mismos fines,
más gimnasia que baile.—En Inglaterra el _sport_ lo tapa todo ó
lo descubre todo.—En Francia aparenta malicia lo más inocente; en
Inglaterra aparenta inocencia lo más malicioso.—Sólo el baile español
es baile, en una justa ponderación, como el amor sano, ni todo carne ni
todo espíritu.
¡Boleras gloriosas que inmortalizaron los nombres de Lola
Montes, de la Nena y de Petra Cámara! En la memoria de los viejos se
asocia el recuerdo de aquellos bailes al del toreo de brazos de Montes,
el Chiclanero y Cúchares: ¡Entonces se bailaba, entonces se toreaba!,
dicen estos respetables viejos, y es: ¡Entonces bailábamos, entonces
toreábamos!, lo que quieren decir siempre estos recuerdos.
¡Dios mío! ¿No habré yo sido nunca joven? Porque todavía alcancé los
tiempos en que las boleras robadas eran fin de fiesta en el teatro
del Príncipe, y me parece más divertido el tango con molinete; y de
toreros, ví muchas veces á Lagartijo y á Frascuelo, y confieso que no
me divertí en los toros hasta el advenimiento del _Guerra_ con todos
sus modernismos tan censurados.
Por fortuna, dentro de pocos años la Imperio y el _Guerra_ serán tan
clásicos como la Nena y Montes, y con qué desdeñoso gesto diré yo
á mi vez: ¡Como se bailaba entonces, como se toreaba ... y como se
escribía! Porque yo también seré clásico. ¿Por qué no? Comparado con el
cinematógrafo, que será toda la literatura dramática del
porvenir al paso que vamos.
[Ilustración]


V

Las naciones que han convenido en llamarse civilizadas, tienen, como
suele decirse, cosas de á cuarto. Apenas en un pueblo de los llamados
salvajes se atropella de cualquier modo á un súbdito de alguna de las
susodichas naciones, ponen todas el grito en el cielo y el cañonazo
en la tierra, y amenazan con meterse todas como Pedro por su casa
y el Kaiser por la de todos, para hacer un ejemplar escarmiento
en los infelices salvajes, y mientras, en el propio territorio de
esas grandes, fuertes y civilizadas naciones, en sus mismísimas
y civilizadísimas capitales, campan bandidos de toda especie que
asesinan, roban, estafan y atropellan á naturales y á extranjeros; y si
cada vez que esto sucede se hablara de intervenciones, no pasaría día
sin una conflagración mundial, como ahora se dice.
Y al hablar de bandidos, no lo digo por el Pernales, que España en
esto también apenas puede llamarse civilizada, y bandolerismo es
éste de lo más inocente y primitivo, como de jácara ó romance; pero
léase cualquier periódico de París, y como la cosa más natural, sin
comentarios y sin aspavientos, raro es el día que no traen sección
especial dedicada á las proezas de _apaches_, _cambrioleurs_,
_souteneurs_ y demás productos de una civilización admirable. ¿Qué
diríamos si aquí sucediera algo parecido, ó qué dirían los franceses si
los moros menudearan tanto y con tal desahogo sus atropellos? Fuera del
centro de París es más aventurado pasearse á ciertas horas que explorar
por el centro de Africa, y mucho más ciertamente que pasear á cualquier
hora por cualquier lugar de Marruecos.
De Londres no se diga; asustan las recomendaciones y advertencias
que recibe cualquiera que llega á la poderosa Metrópoli, y todas son
pocas para evitar y prevenir emboscadas, atracos al cloroformo y otras
menudencias.
En los Estados Unidos el robo á mano armada, el _chantage_, el timo en
todas sus manifestaciones, han llegado á tan suprema perfección, que ya
no se sabe si clasificarlos entre las ciencias ó entre las bellas artes.
Esos piratas modernistas de que nos habla la prensa, que desalojan
una quinta de todo el ajuar y mobiliario y lo transportan á un barco
especial, con toda comodidad y elegancia, son el último chillido de la
civilización. Y nadie se asusta ni pide urgente remedio.
En cambio, ya verán ustedes correr por toda la prensa europea la
leyenda de nuestro Pernales, y en cuanto á los infelices moros,
¡cuidadito con pisar siquiera á un civilizado! ¡No faltaba más! ¿Es que
no habrá nunca seguridad personal en Marruecos?
Sería preciso saber quien tiene la culpa de que no la haya.
Dice la mamá al niño:—Pepito, no tires del rabo al gato.—Si yo no le
tiro, no he hecho más que agarrarle; el que tira es el, por eso chilla.
Marruecos es siempre el gato; Europa no le tira del rabo, no hace más
que sujetarle, el que tira es el y por eso chilla y alguna vez araña.
¡Pobre gato! Todavía recuerdo que fué león en algún tiempo; pero ya
si la piel de león no le alcanza, no le queda siquiera el recurso que
aconsejaba el sabio, de empalmarla con la de zorro, porque su piel
la han agotado entre todas las naciones civilizadas para su
diplomacia.
* * * * *
Desde que paso la moda—pícara moda que tanto se detiene en las
frivolidades y tan de ligero pasa por las cosas serias—de asistir á
los conciertos del antiguo Príncipe Alfonso, en cuántas restauraciones
se ha intentado en Madrid de aquellas fiestas musicales, con excelente
propósito todas y éstas de ahora, dirigidas por el maestro Arbós,
con entusiasmo y constancia dignos de todo estímulo y aplauso, se ha
notado siempre el _absentismo_ de la clase más distinguida de nuestra
sociedad. Y digo yo: para esas familias fundadoras de sábados blancos
¿qué espectáculo menos peligroso y de mejores garantías que éste?
¿Ó creen ustedes, como el conde Tolstoï, que hay música pecaminosa y
una sinfonía de Beethoven ó una fantasía de Berlioz pueden turbar la
limpidez lacustre de las almas cándidas?
¿Ó es que teméis á los verdaderos aficionados, que estorbarían con sus
protestas vuestra bulliciosa cháchara?
¿Ó es que la música, sin gorjeos de tiple ó arrullos de tenor, os
aburre?
De cualquier modo, vuestra ausencia de los conciertos no marca un buen
punto en vuestra cultura ni en vuestro interés por el arte nacional.
Claro es que vuestras razones tendréis para no asistir; pero si la
decisiva fuera la del aburrimiento—aburrirse con Beethoven ya es una
distinción como otra cualquiera,—hay un medio de conciliarlo todo.
Podéis pagar vuestro abono y regalarlo después á familias modestas
que, sin duda, agradecerían el regalo. ¿Que sería una primada? No lo
niego; pero yo os hablo en nombre de la distinción, y eso es lo que
hacen en otras partes las personas distinguidas cuando se creen en el
caso de proteger el arte de su patria: pagan, y cuando el espectáculo
les agrada, asisten, y cuando no, regalan su localidad ó se quedan en
casa, pero no _chinchorrean_ á empresas y á autores exigiendo obras
especiales y cambios de función por no perder un solo día y sacarle
el jugó al abonito. Y no cuidarse del dinero ni del cartel, eso es lo
_chic_.
El dinero ya se que no os importa, ni el cartel tampoco debe
importaros, porque si no, debiera parecéroslo de ignominia que sobre la
taquilla del Circo aparezca todos los jueves de moda el cartel de: «No
hay palcos ni sillas», y en la de los conciertos del Real: «Sólo quedan
palcos y butacas».
* * * * *
Por lo demás, toda mi simpatía—toda mi admiración están con el Circo.
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