De Sobremesa; crónicas, Primera Parte (de 5) - 02

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Mucho ha perdido de su encanto con la intromisión de números más
propios de _Music-hall_ que del circo clásico, el de los caballitos, el
de los volatines, el de los payasos, como le amábamos de niños.
¡Qué efímera gloria la de sus artistas! Su cuerpo es toda el alma de su
arte. Para ellos, como para las mariposas en el año, sólo hay una edad
en la vida. Su arte y su gloria van unidos á la juventud, á la fuerza,
á la agilidad, y cuando acaban, aunque viva el cuerpo, su arte no puede
sobrevivirles.
No se da un salto mortal como se escribe un libro ó se pinta un cuadro
ó se compone una ópera, con recursos de la experiencia cuando faltan
alientos de la juventud.
¡Ah, si para todo arte y toda gloria suya existiera ese momento fatal
y preciso que advirtiera llegado el fin de los saltos mortales! Pero
el espíritu se cree siempre joven, y mientras aletee ya le basta para
creer que vuela.
¡Felices los acróbatas del circo que sólo tienen la juventud para su
arte, aunque muchas veces sólo tengan el hospital para la vejez!
[Ilustración]


VI

Tengo dos muchachas amigas, de estas madrileñitas de la clase media,
cuerpo corto y cabeza gorda, ojillos ratoniles y color de piso tercero,
izquierda ó derecha, con vistas á un patio sucio y obscuro y á una
calle más obscura y sucia que el patio. Pues con este físico y _el
moral_ correspondiente, hete aquí que les ha dado por todo lo inglés,
y hoy vienen á verme acompañadas de una _miss_ de lo más barato y
vestidas como no quieran ustedes saber. Cuando me aseguran que han
llegado á pie desde su casa y las contemplo incólumes, no puedo por
menos de pensar que este Madrid no es aquel Madrid.
Vienen á consultarme sobre lectura de novelas inglesas. Traen dos ó
tres tomos de la colección _Tauchnitz_; yo me esfuerzo por persuadirlas
de que la han errado de plano al principio: la colección _Tauchnitz_ no
tiene entrada en Inglaterra. A ellas no les cabe en la cabeza que un
libro inglés pueda no ser inglés. Les indico los nombres de los
novelistas ingleses más en boga—norteamericanos casi todos;—ellas,
en cambio, me informan de su nueva vida. Todas las mañanas toman su
ducha frío. Así están de roncas y con una tos perruna que debe alarmar
á los que llamen á su puerta en estos días de hidrofobia y recogida de
perros. Pero ellas no se acobardan. No comprenden como se puede vivir
sin ducha. Sus comidas todas á la inglesa, traducidas por una cocinera
de á cuatro duros. Un Támesis de te. En sociedad con otras amigas, han
alquilado un solar por las afueras, han plantado no se qué hierba,
y sobre la verde alfombra tienen su _lawn-tennis_ con su poquito de
_flirt_ y una variada exhibición de medias. La mamá cuida mucho de que
varíe su color todo lo posible, como dice ella, para que se vea que no
son siempre las mismas. ¡Sólo el corazón de una madre tiene cabeza para
pensar en todo!
Tienen una colección de perros y gatos para hablarles en inglés, como
si la _miss_ no fuera bastante. Procuran indignarse si algún corto de
vista las piropea en la calle. El rey Eduardo es para ellas como de la
familia. Piensan mudarse hacia la calle del Gobernador ó adyacentes,
para recibir bien los humos de la fábrica de electricidad sita en aquel
barrio y tener así una sensación londinense.
Toda esto son tonterías sin importancia, pero pensemos que á estas
horas son muchos los políticos, los hombres de negocios, los
comerciantes, los literatos, hasta los filósofos, atacados de esta
última manía nacional. Hay que llamarla de algún modo.
Ya Francia con su París no nos dicen nada; ya sólo creemos, todo lo
esperamos de la que fué reina de los mares y aspira á serlo de las
tierras. La ballena (por algo es mamífero) pretende ser anfibio.
Pidamos que nuestra suerte sea á lo menos la de Jonás en el vientre
del enorme cetáceo: fué devorado, pero salió incólume. Y si algo ha de
sucedernos con el cambio de vida, que no pase de dar que reir, ó todo
lo más, de una tos perruna, como en mis amigas las madrileñitas cursis,
á las que sienta lo inglés como es posible que nos siente á todos. No
tenemos físico para ello.
* * * * *
Por fin la lluvia. En Madrid, salvo por razón de salud pública, se
recibe como quien oye llover. Pero en esta pobre aldea donde ahora
escribo, es una fiesta para todos; la gente canta, baila, todos los
ojos se vuelven al cielo y el agua corre por los rostros curtidos
mezclada con lágrimas de alegría. Era la ruina y la miseria, y hoy es
la esperanza.
En Madrid, los abastecedores cuidan amorosos como padres de no bajar
el precio del pan en los años buenos para que no sea tan sensible
la subida en los malos. De este modo, nos preocupamos poco de las
cosechas. Pero aquí el pan es el verdadero pan de comunión, el pan de
vida que es toda la vida. En familia se sembró el grano, en familia se
labró la tierra, en familia se recogió el fruto, y en familia se muele
el trigo, y en familia se amasa la harina, y en familia se cuece el pan
que en familia se come; y el pan, que es casi un adorno en la mesa de
los ricos—la última moda es servir muy poco, y lo más _chic_ dejarlo
casi intacto, leo en unos avisos del buen tono,—es aquí todo el
alimento y su carestía es el hambre para los que muchos días sólo pan
comen.
Por eso el más incrédulo ó para rezar ó para maldecir, pero esperando
de la súplica ó de la amenaza, vuelve los ojos al cielo cuando pasa la
imagen santa en rogativa y mujeres y niños cantan:
¡Virgen, madre nuestra,
Virgen del Rosario,
envíanos agua
para nuestros campos!
y luego, en estrofas de dulce espíritu franciscano, piden por sus
ganados también, y la voz de los niños tiembla al cantar: «Los
corderitos se mueren de hambre ...» Porque no serán sólo los corderitos,
serán ellos también los que tendrán hambre. ¡Oh, madrileños, vosotros
no sabéis que la lluvia puede hacer llorar de alegría!
La lluvia, que puede suspender una corrida de toros, es necesaria para
que los toros se críen lúcidos y pujantes.
Pensad en esto y os alegrará también la lluvia como á las pobres gentes
de la pobre aldea.
[Ilustración]


VII

Me entusiasman esas personas que, sea cualquiera el asunto de que
se trata, son siempre de la opinión contraria. No hay que decir si
admiraré á D. Miguel de Unamuno. Por eso no pude por menos de abrazar
al amigo que después de leer las noticias de los últimos atentados de
Barcelona, exclamó con el mayor aplomo, sin dejó alguno de ironía:
—¡Qué agradable debe ser la vida en Barcelona!
Y como advirtió pronto la airada protesta de los otros amigos y mi
conformidad, que debió parecerle todavía más alarmante—no se tiene en
vano la reputación de mefistofélico,—no quiso esperar más para exponer
sus razones.
—Sí, señores; agradable agradabilísima: porque cuando en todas partes
y para todo el mundo y desde muy antiguo, ha sido una de las más
intolerables molestias del trato humano el curioseo y fisgoneo de
toda casta de vecindades, vecinos de barrio, de calle y de casa,
hay que admirar la discreción y poca curiosidad de los vecinos
en Barcelona, cuando es allí posible que por tanto tiempo y tan
continuadamente puedan existir gentes dedicadas á la confección y
colocación de explosivos sin haber tropezado todavía con un vecino
curioso investigador de vidas ajenas. Y esto, cuando todos deben estar
vigilantes como policías, con la indignación y la alarma naturales ante
la repetición de atentados que á todos amenazan. Ó ¿creen ustedes en
cavernas, lugares subterráneos y recónditas guaridas en una ciudad como
Barcelona?
—Luego, ¿usted cree?...
—No creo nada. Sólo pienso que en este caso, como en el de muchos
enfermos crónicos, parece que el enfermo acaba por encariñarse con su
enfermedad que le coloca en una situación interesante. Creo también,
cuando se habla de anarquismo, que por algo es la industrial Cataluña
famosa en imitaciones de todo género de productos, y no estará de más
la sabida advertencia: _Se méfier de contrefaçons_.
—¿Entonces?...
—¿No les parece á ustedes como á mí, que para anarquismo es poco y
para separatismo sería demasiado?
Y hubo un silencio que si no fué de aprobación, fué por lo menos de
_solidaridad_.
* * * * *
Entre los colores que la moda femenina ha impuesto en esta temporada,
hay uno que me seduce sobre todos: el color de humo; el color de humo
es adorable. _Couleur fumé_, digámoslo en francés, que es el lenguaje
de la modistería universal, como lo es de la diplomacia, y ya que en
modistería y en diplomacia de fuera ha de venirnos siempre la moda.
Dos tendencias opuestas dominan en el vestir de las mujeres: el género
sastre, vestimenta práctica para la calle, que es democrática, y tanto
quiere serlo que no se contenta con nivelar las clases, sino que
pretende nivelar los sexos. El gabán con vuelo y pliegue _Watteau_
masculino, y la falda redonda, _troteusse_, femenina, son una verdadera
_entente cordiale_ de sastres y modistos.
Pero en la casa, en los salones, en el teatro, triunfa por contraste
en la _toilette_ de las mujeres, lo dulcemente femenino. Nunca más
delicada, más tenuemente vestidas, ¿vestidas? No es exacto; envueltas
apenas, acariciadas en la suavidad de gasas, tules y encajes y telas
flexibles, ondulantes, de matices descoloridos, esos tonos al pastel,
inconsistentes como pelusilla de alas de mariposa, como el polen de las
azucenas. No son aquellos terciopelos y brocados y rasos que se tenían
de pie, según ponderaban nuestras abuelas; aquellos trajes de aparatoso
señorío que podían transmitirse de madre á hijas en cinco ó seis
generaciones. Estos de ahora son gala de una noche, efímeros como flor
ó mariposa, no admiten reformas ni composturas, sus telas diáfanas, no
se cortan, se cortiquean; no se cosen con aquel fuerte pespunteado de
la clásica costura española, se hilvanan ó se prenden de alfileres. Un
pisotón es bastante para destrozar una de estas envolturas de ensueño
que costó cuatro ó cinco mil francos; su misma fragilidad es la mejor
defensa de otras fragilidades. ¿Qué mujer se dejará acariciar con
pasión con uno de estos trajes? Ya eran nube, espuma, flor y mariposa,
y ahora, con el color de moda, son algo más tenue, más vaporoso, son
humo. ¿No es el color de nuestro tiempo? Humo por todas partes. De
la riqueza de las naciones es señal el humo de sus fábricas, de sus
trasatlánticos, de sus ferrocarriles; de su poderío, el humo de sus
acorazados; con el automóvil triunfa también el humo, porque el
automóvil pasa pero el humo queda. Si el siglo XIX pudo llamarse de las
luces, ¿no puede llamarse este siglo XX el de los humos? Los humos de
aquellas luces que no brillaron tanto como había derecho á esperar.
Yo os digo que hay trajes de mujer que son una verdadera obra de arte;
pero si un traje de estos es además de color de humo, ¡oh! entonces ya
es filosofía.
[Ilustración]


VIII

A estas horas son innumerables los Paturots que andan por esos
distritos en busca de una posición social. Unos, con lucida escolta,
se entran por los pueblos como conquistadores, á cosa hecha, les basta
con pasar. Otros, llegan humildes, desconfiados, prodigan sonrisas,
apretones de manos, prometen, regalan; los buenos aldeanos se muestran
socarrones ...—Tocante á nosotros ...—Por nuestra parte ...
¿Pero qué más tiene un diputado que otro? Eso, lo que tenga.
A dos pesetas, un cigarro y vino á _indiscreción_, el voto ... Después
de todo, un voto no es ninguna primogenitura que no esté bien pagada
con un plato de lentejas.
¿Quién engaña á quien? Nadie se engaña por lo visto; todos están
contentos. El diputado cuenta sus votos y triunfa con su acta; los
buenos aldeanos cuentan unas pesetas y ríen entre ellos ...
Entre tanto se sigue labrando la tierra como debió labrarla Adán á la
salida del Paraíso, y cuando llueve, por el techo de la escuela cae la
lluvia benéfica sobre la cabeza de los chicos; y es la mejor enseñanza
que allí reciben, porque así aprenden que todo han de esperarlo del
cielo, hasta el sencillo acto de lavarse la cara algunas veces.
* * * * *
Uno de los _clous_ del Salón de París en este año es el retrato de
Tomás Hardy, obra de Blanche. Como la aduana francesa es el tránsito
obligatorio para que llegue hasta nosotros todo nombre y toda fama, es
posible que con este motivo descubramos á Hardy.
Entre la balumba abrumadora de novelas inglesas, acaso no sean las
suyas las que tengan más lectores, aún en la misma Inglaterra. Al
francés tampoco creo que haya sido traducida ninguna, y en España,
donde nos extasiamos con D’Annunzio, donde Bourget, Prevost y Hervieu
nos parecen hondos psicológicos, y las _Claudinas_ de Willy nos
interesan como si aquí estuviéramos en el secreto de los chismes del
_boulevard_, que son todo su chiste, Hardy es casi ignorado, como es
ignorado Meredith, el más original estilista entre los novelistas
ingleses, á quien seguramente D’Annunzio ha leído mucho, porque aquí
nos pasamos el tiempo buscando los plagios en los de casa y mientras
los de fuera se despachan á su gusto.
Hardy es un admirable novelista, de esa raza robusta de escritores
que sólo es producto de una sociedad fuerte; no es de los que salen á
conquistar un público con colorines y fanfarrias.
Hay una firme serenidad en los escritores ingleses, una despreocupación
de la _coterie_ literaria de muy buen ejemplo para nuestros escritores
jóvenes, que sólo saben andar en grupitos para la recíproca admiración;
hasta que alguno del grupo sobresale, que apenas eso sucede, ya le
declaran indigno por haber hecho concesiones al público; porque la
condición para formar parte de uno de esos grupos, es la de ser
_genio_, pero sólo para andar por el grupo.
Sucede como en esas pandillas de estudiantes mozalbetes que emprenden
reunidos la conquista de alguna agraciada muchacha, y reunidos la
siguen y reunidos le pasean la calle y entre todos se escribe una
declaración, y cuando la favorecida, naturalmente, desea saber en quien
ha de fijarse, ó concluye aquel amor colectivo como por encanto, ó
se destaca uno más resuelto á terminar por su cuenta la conquista. Y
entonces los demás le llaman mal amigo.
* * * * *
_Baby_ es terrible; tiene unas ocurrencias que dejan parado á
cualquiera; sus padres no saben á quien ha salido. Sus papás son dos
jóvenes, aristócratas de abolengo ilustre, que de sobremesa íntima
tijeretean á los amigos sin preocuparse por la presencia de _Baby_, muy
entretenido en enseñar las estampas de una ilustración extranjera á un
tremendo danés que no parece muy interesado por los sucesos mundiales.
Los papás hablan de unos _parvenus_ con flamantes títulos adquiridos en
Roma, y ríen á su costa.
_Baby_ pregunta muy grave:
—¿Quién es más, el Rey ó el Papa?
El padre se hace el desentendido, esta afiliado á una de las cuarenta y
nueve fracciones liberales.
La madre se cree en el caso de afirmar sus sentimientos católicos, y
contesta sin vacilar:
—El Papa, hijo mío.
—Entonces, ¿por qué os burláis de los títulos pontificios?
Los padres convienen en que delante de los niños no se puede hablar de
nada.
* * * * *
Ecos de las elecciones.
La marquesa de—— tiene á su marido diputado conservador y á su mejor
amigo, liberal. La gente ya la llama: el triunfo de la solidaridad.
* * * * *
A un candidato á la diputación, de quien ya no se cuenta las
desventuras conyugales, como se lamentara de que le habían birlado su
distrito, le aconsejaba un amigo para consolarle:
—Si usted no necesita el distrito para nada. Usted debía presentarse
por acumulación.
* * * * *
En casa del modisto:
La cliente, entusiasmada con un nuevo vestido que favorece mucho su
belleza algo vespertina, le dice al modisto:
—Crea usted que si aquí tuviéramos voto las mujeres, todas las señoras
le votaríamos á usted.
El modisto, confuso y galante:
—¡Oh, muy amable! Pero sería yo el que votaría siempre con ustedes.


IX

Cuando creíamos que los norteamericanos estaban como el pez en el agua,
con sus instituciones democráticas—¿nos habrán refregado el morro
con ellas, hablando pronto y claro, nuestros sociólogos de corrillo
intelectual y lata libre?,—ahora salimos con que el pez es rana y el
agua de charca, y de las más corrompidas, y las ranas no se contentan
con pedir un rey para cambio de sus males, sino que piden nada menos
que un emperador. Mejor dicho, es posible que no sean las ranas, sino
el único que no es rana quien lo pide. Como aquel personaje de un
fin de fiesta, interpretado por Mariano Fernández, que, harto de las
molestias que una finca de recreo le produce, se decide á ponerla en
venta, porque dice el: Mal vendida, ya podrán darme cinco mil duritos
por ella. Y al poco rato insiste en su propósito: Nada, nada, yo vendo
esta finca ... ¿Quién me dijo que me daba por ella cinco mil duros?...
¡Ah! Fuí yo mismo. ¿Quién dijo que los norteamericanos necesitaban un
emperador? El mismo, Teodoro Roosevelt, de imperial y sonoro nombre,
ese Napoleón que, más afortunado que el primero, recoge los laureles de
la guerra y cobra en buenas coronas—¡oh, presagios!—la oliva de la paz.
Yo celebraré la realización de esos imperiales sueños, aunque no sea
más que por ver á su alteza Alicia (así la llamaban de antemano) de
alteza imperial efectiva; porque es seguro que habrá de dar mucho juego
en clase de princesa, y á qué estamos los que hemos de agarrarnos al
clavo ardiendo de la actualidad, antes de que se enfríe, para escribir
de cosas, á los que más calienten, muevan y remuevan esa actualidad de
ordinario monótona.
Pero ¡ay! qué difícil es estar á la última moda en nada y como hemos
de vivir aquí siempre retrasados en literatura, en política, en
filosofía ...
En dramaturgia, cuando nos damos á imitar á Ibsen, ya es Maeterlink lo
que se lleva; cuando empezamos con éste, ya es D’Annunzio; y lo mismo
en filosofía: cuando empezamos á sentirnos superhombres con Nietzche,
ya es la filosofía rusa la que se cotiza por el mundo ó ya hemos vuelto
á Platón; como decía aquel señor á quien pretendían pasmar sus amigos
con toda clase de _sicalipsis_ exóticas. Aquí ya hemos vuelto á lo de
siempre. El caso es que siempre hemos de retrasar. He aquí que cuando
todo un D. Benito Pérez Galdós en España, se hace republicano, todo
un pueblo tan adelantado, tan práctico y tan _vivo_ como los Estados
Unidos, declara que la república y la democracia están mandadas á
retirar.
* * * * *
Las buenas hadas de los infantiles cuentos madrinas en todos los
bautizos de príncipes, con sus carrozas voladoras y su cortejo de
elfos y silfos, minúsculos y alados, ya se apresuran para llegar en
torno de la regia cuna á predecir felicidad; y el hada de la Poesía,
la que tiene su reino en un rosal silvestre enrejado de zarzales, la
que ni adula ni miente, sólo te dirá: Príncipe ó princesita; cuando
todas las hadas con su lenguaje cortesano te predicen venturas, yo sólo
te compadezco; te compadezco, por el odio y la envidia que zumbarán
alrededor de tu cuna, sólo por ser regia, cuando todo es amor sobre
cunas humildes; te compadezco por los preceptores que atormentarán tu
inteligencia para cultivarla como flor de invernadero, sabedora de
muchas ciencias, ignorante de la vida; por las adulaciones cortesanas
que interpondrán siempre el velo encantado de Maya entre tus ojos y la
verdad; por tus pasos, siempre vigilados; por tus acciones de todos
sabidas, y cuando no sabidas, calumniadas; por tu corazón, del que
dispondrá la razón de Estado; por toda esa esclavitud de los reyes y
de los príncipes, que os hará sonreir con amargura cuando sepáis que
vuestro pueblo pide libertad. ¡Libertad, que para vosotros quisierais!
Y por todo esto, cuando todas las hadas con su lenguaje más cortesano
te predicen felicidad, el hada de la Poesía, la que tiene su reino
entre los rosales, enrejados de zarzales, el hada libre que ni miente
ni adula, con todo su corazón compadece.
* * * * *
La fiesta de San Isidro es como la poesía lírica eminentemente
subjetiva. Hallar motivo de esparcimiento en un paisaje risueño, á la
sombra de árboles frondosos, sobre prados amenos y por fondo montañas
siempre verdecidas y más lejos otras que azulean, no tiene gracia
alguna: la decoración pone la mejor parte. Lo admirable es hallar
ocasión de regocijo en un erial con cuatro estaquillas hojosas por
toda vegetación, entre sucios tenderetes, mendigos harapientos, y allá
arriba, como aviso supremo de un triunfo final de la muerte, digno
de figurar entre los frescos del Camposanto de Pisa, la vista de los
cementerios.
Sólo un pueblo como el madrileño es capaz de poner alegría sobre todo
esto; esa alegría que tanto desconcierta á los extraños, que quieren
persuadirnos de que no es tal alegría. Bien esta, será humorismo si
ustedes quieren; pero es la misma que ríe del hambre, de la suciedad
y de la truhanería en nuestras novelas picarescas; es la misma que
ríe en los mendigos de Velázquez y de Goya, la misma que se desborda
en la Plaza de Toros entre horrores de sangre y peligros de muerte;
alegría que solo puede comprender el que sienta la espiritualidad de
esos ascetas atormentados de los cuadros del Greco, alegría que no
comprenden los extraños, porque es la alegría del «no importa», ese no
importa que es toda la filosofía del alma castellana.
Somos pobres, nuestra tierra es triste, sabemos que hemos de morir,
después ... nada sabemos; se reza ó se blasfema, según las horas; pero
como no pedimos razón para vivir ni para alegrarnos en la vida, tampoco
la pedimos para morir cuando es preciso; ya supo decirlo el pueblo del
Dos de Mayo; el mismo que acude á la fiesta de San Isidro á divertirse
de su propia alegría, en el erial desolado, entre mendigos harapientos
y á la vista de un Camposanto.
* * * * *
Después del éxito comercial de la exposición de automóviles, en la
que apenas queda coche sin vender, empezamos á ser distinguidas las
personas que nos hemos quedado sin comprar uno. Por llegar tarde, no
por otra cosa, porque según los jaleadores del _democrático sport_, el
que no tiene auto es porque no quiere.
Hay coches baratísimos, el verdadero _carro do povo_, como llaman en
Portugal al tranvía; el sostenimiento insignificante, los _chauffeurs_
de balde, un apostolado por vocación, los neumáticos irrompibles, ¡Y
los encantos del auto! ¡Higiene, cultura, poesía! ¡El aire libre de
campos y montañas, la geografía y la topografía aprendidas del modo
más fácil y práctico!... ¡El amor sano al paso! ¡Y qué paso! Aquí,
sin exagerar, bien puede sentirse en Cádiz repercutir un beso dado en
Cantón.
Pero digan lo que quieran los propagandistas del automóvil como
panacea, no es su ejercicio muy propicio á los amores; desgasta mucha
fuerza nerviosa y absorbe la atención demasiado. El juego, el automóvil
y las corridas de toros, son los más terribles rivales de las mujeres.
Un hombre sentado á una mesa de juego ó con el guía de un 40 H. P. en
la mano ó sentado en una barrera de la plaza, ante una faena de Bombita
ó de Machaquito, es insensible á las seducciones femeninas. Las mujeres
lo saben; por eso, ya que no pueden competir con esas tres grandes
aficiones de los hombres, han decidido compartirlas con ellos; y cuando
una mujer sale jugadora, automovilista ó aficionada á toros, que se
quiten todos los hombres, con la ventaja para las mujeres de que ellas
pueden llevar su pasión al extremo: en el juego, hasta el _croupier_;
hasta el _chauffeur_ en el automóvil, y en los toros hasta el torero.
* * * * *
En la exposición de automóviles:
Un distinguido automovilista á una belleza recién lanzada á la
circulación.
—¿Vienes á ver los automóviles? ¿Quieres comprar alguno?
—Ya lo creo.
—¿Pues sabes quien puede venderte uno?
—No; lo que quiero saber es quien puede comprármelo.
* * * * *
Entre mujeres de hombres políticos:
Una de ellas se queja á su amiga del marcado desvío que viene
observando en su marido, desde algún tiempo. Su amiga, para consolarla:
—Eso es por disciplina política.
—¿ ...?
—Como tu marido es de los liberales, esta en plena abstención.
—Si es que ayer le sorprendí abrazando á la doncella.
—Entonces es que se ha pasado á los demócratas.
* * * * *
Dejemos al Congreso con sus discusiones de actas, dejemos á los
liberales en su abstención y á los carlistas en su incontinencia; de
todo eso se hace la Historia; la Historia, que va por encima, lo mismo
en las naciones que en los individuos; mientras la vida va por dentro,
tan hondo á veces que apenas percibimos sus pulsaciones. Por eso hay
quien, atento sólo á la superficie bullidora, no vacila en declarar:
Aquí se muere algo; pero aún vivimos, por lo menos aún queremos vivir.
La Agricultura, la Industria, el Comercio, alientan en exposiciones y
concursos, á los que debe atenderse con mayor interés que al cubileteo
de actas; esto es la Historia, mejor dicho, la chismografía de la
Historia; lo otro es la vida, en la que debemos esperar salvación.
Si algunas veces he _fustigado_ (según _cliché_) á nuestra
aristocracia, no fué por prevención desfavorable contra ella, sino que
puesto á satirizar y dada la natural y pícara preferencia del público
por reir á costa de alguien, me pareció más piadoso hacer reir á costa
de los que gozan de muchas ventajas en la vida, que á costa de los
humildes que trabajan y padecen escasez de todo. Nunca me ha parecido
que el tener hambre sea cosa de risa, y ya sabemos que en la mitad de
nuestro teatro cómico es el hambriento principal motivo de regocijo.
Pero como nunca me dolieron prendas, soy el primero en reconocer que á
nuestra aristocracia debe en primer lugar la agricultura española sus
mayores progresos y adelantos. Buena prueba es la actual Exposición
agrícola y de ganados.
En la sección de ganadería, hay ejemplares magníficos. Toros dignos de
ser amados por Pasifae; caballos, por Semíramis.
Un toro negro, de dulce y paternal mirada, como un patriarca bíblico,
nos promete dilatada sucesión y con ella pródigas provisiones de
sabrosa leche y suculentos solomillos.
Vacas suizas nos hablan de praderas idílicas, ovejas y corderos de
todas castas, al ser acariciados por manos de marquesas, evocan
pastorales de Versalles.
Allí están nuestros famosos merinos, y la oveja castellana, y la
andaluza, y las inglesas, de cabezota redonda (como los puritanos
de Cromwell) y de lana apretada, que parecen talladas en piedra por
escultores medioevales. Y razas cruzadas, muy dignas de consideración
en estos tiempos. Y el caballo Orlof, digna cabalgadura de un héroe
victorioso, para bracear sobre laureles y rosas. Y caballos andaluces
de jacarandosa estampa, y tantos bellos animales, á los que nunca
amaremos bastante.
Porque no hay animales fieros; si algunos lo parecen, es porque el
hambre ó el hombre (no es juego de palabras) los hostiga. Pero ellos
agradecen nuestros cuidados y nuestras caricias; ellos nos ofrecen
sumisos su fuerza, y al someterse al hombre, parecen someterse á su
natural destino. En su mirada, ó hay alegría ó dulce resignación;
tristeza, sólo cuando su dueño los maltrata.
¡Como nos enseñan á vivir y á morir los buenos animales; algo hermanos
nuestros porque son hijos también de la Tierra, madre de todos!
* * * * *
Si el príncipe Hamlet, prototipo de la duda aunque, como todos los
escépticos, creyó en lo más dudoso, la eficacia de las representaciones
teatrales para descubrir secretos,—aseguraba que hay algo en cielo y
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