De Sobremesa; crónicas, Primera Parte (de 5) - 03

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tierra á que no alcanza nuestra filosofía, ¿por qué no hemos de creer
en ese algo? Si toda fe nos falta, tengamos fe en la fe.
Próximo el centenario de los Sitios de Zaragoza, aquel milagro de
heroísmo sobrehumano, en que todos pudieron admirar á un pueblo más
tullido que todos los tullidos, sin creencia y sin esperanzas en lo
humano, levantarse y andar y estremecer con su empuje al mayor imperio
moderno, ¿por qué hemos de sonreir y burlarnos escépticos de un humilde
milagro?
Bien se que las burlas de los descreídos hubieran sido más
irrespetuosas si de otra imagen se tratara. El Pilar es algo muy
respetable, y mal aconsejado estaría el que á estas fechas quisiera
milagrear á su costa, sin un hecho, todo lo maravilloso que se quiera,
pero hecho al fin indudable, que después cada uno puede explicarse á
su manera: desde el milagro divino hasta la sugestión hipnótica ó el
histerismo, hay explicaciones para todos los gustos. Hay cosas que
parecen sobrenaturales y son las más naturales del mundo.
Tengamos fe en la fe, no sonriamos demasiado pronto. ¿Quién sabe si aún
no veremos mayores milagros?
Si algún día, un imperio absorbente ó un disolvente anarquismo,
hubieran conseguido borrar las fronteras de todos los pueblos, el
último patriota que sucumbiría sería un aragonés sobre la última piedra
que marcaría una frontera: el Pilar de Zaragoza.
[Ilustración]


X

Si la felicidad se consiguiera por leyes, decretos, reales órdenes,
ordenanzas, bandos y demás literatura oficial, España sería la nación
bienaventurada entre todas; pero si el infierno, según dicen, esta
todo el empedrado de buenas intenciones, es posible que también esté
empapelado de leyes españolas.
Esta novísima de la colonización interior es otro bello trozo de
literatura, y por si no pasará de serlo, ¿por qué no añadirle algunos
comentarios poéticos?
Esa colonización interior sería una gran empresa si para ella no se
contara sólo con las naturales gentes del campo. La trasfusión de
sangre es de tanto interés para el organismo físico como para los
organismos sociales. Colonizar el campo con gente de la ciudad sería
verdadera y meritoria colonización.
La tierra en España es sólo un lujo de ricos ó una esclavitud de
pobres. Grandes propiedades mal atendidas por sus dueños y otras tan
reducidas que apenas ofrecen la porción de tierra que basta, como
suele decirse, para tener donde caerse muerto, no digamos de qué vivir
mientras se muere.
Hay en las ciudades un proletariado burgués, el que más padece y menos
grita, que se consideraría dichoso con poseer un pedazo de tierra en el
campo. Es un gran error creer que el habitante de la ciudad no ama el
campo. Ofrecedle facilidades para llegar á el, dádselas para poseerlo
y veréis con cuánto más amor lo cultiva y hace suyo que quien vivió
siempre en el y ya lo mira como indiferente ó enemigo.
Sean donaciones de tierras el premio de los buenos servidores del
Estado, el pago de muchas de esas clases pasivas que acaso llevan vida
inútil y vergonzosa en las ciudades. Ellos llevarán al campo cultura
social y el campo les dará en cambio salud y alegría. La tierra no
pide sólo brazos fuertes que la trabajen con dureza, como quien golpea
ó hiere, pide también quien la mire con amor; y nadie la amaría tanto
como esos proletarios que vivieron siempre en vivienda alquilada, muy
tasado el terreno, y el sol y el aire aún más tasados. Esos que en un
día de fiesta en Madrid, van en bandadas como peregrinos del sol, hacia
el Retiro, hacia la Moncloa, hacia los Cuatro Caminos, á emborracharse
de luz para muchos días, ¡como serían felices sobre un pedazo de
tierra suyo, donde el sol es el buen padre de la tierra que á su calor
fructifica y florece, no el astro avergonzador de la gente pobre con su
luz indiscreta que descubre el brillo de la ropa usada y las grietas
del calzado viejo!
* * * * *
No me atrevería yo á censurar la prohibición de las capeas en nombre
de las sacrosantas costumbres nacionales, pero á trueque de incurrir
en el enojo de Mariano de Cávia, me atrevo á censurarla por exceso
de sensiblería mía, no de la orden, que á primera vista parece bien
intencionada.
Pero considerando que en esas capeas tomaban la más activa parte los
más brutos de cada pueblo; considerando que en la mayoría de los casos
había cornadas providenciales; considerando que todo ello era indulto
de infelices mujeres, condenadas de por vida á marido bruto, alivio
para el Estado de candidatos al ingreso, aumentando sus cargas, en
establecimientos penitenciarios, considerando que, llegado el día de
la fiesta, habrá sus motines y algaradas que darán lugar á mayores
barbaridades, pues es casi seguro que en muchos pueblos no admitirán
á la Sociedad de Conciertos, como festejo digno de sustituir al toro,
considerando que las escuelas de casi todos los pueblos y aldeas de
España no tienen mejor uso que servir con sus ventanas de palcos y
talanqueras para presenciar con relativa seguridad la gallarda fiesta;
considerando que si damos en lavarnos la cara no van á conocernos,
vengo en opinar que la orden sería más efectiva, plausible y meritoria,
de haber ido precedida de otra: la ley de Instrucción obligatoria;
porque los lugareños son gente maliciosa, y como sólo les llegan del
poder central órdenes prohibitorias, no será extraño que algún día se
cansen y digan: ¡Todo es prohibir, prohibir! ¿Y qué nos dais en cambio?
Que nos manden siquiera un cinematógrafo.
* * * * *
Todas las mujeres tienen una edad para parecer más hermosas ó menos
feas. No siempre es la juventud, como puede creerse. Hay géneros de
belleza que se acomodan mejor con la madurez y hasta con la ancianidad.
Cuántas veces la que conocimos francamente fea de joven, nos sorprende
á su declinar con un agradable aspecto.
Hay también bellezas por horas, á las que favorece más ó la mañana ó
la tarde ó la noche, sea por la luz, sea por los trajes propios de
aquellas horas.
Para ser hermosa á toda edad, á todas horas y á todas luces, es preciso
ser la forma de Arte que nunca pasa, como dijo Leonardo de Vinci.
A las ciudades les sucede lo mismo que á las mujeres. Hay de ellas que
sólo parecen bien en invierno, otras que entonan mejor con la suavidad
otoñal, otras que sólo son bellas en verano.
A París, por ejemplo, le sientan bien las estaciones crepusculares;
primavera y otoño, como belleza cansada que se defiende de la luz cruel
con velos y pantallas. A las viejas ciudades flamencas y castellanas
les dice bien la lluvia, bajo un cielo como de cristal esmerilado.
Granada y Córdoba, á pesar de su oriental carácter, entonan mejor en el
invierno. Sevilla, en cambio, sólo se concibe inundada de luz.
Madrid también es hijo predilecto del sol y necesita de toda su luz
para parecer algo. En los días de invierno, con sus tejados parduzcos
y la pobreza de su caserío, visto á lo lejos, parece de un color de
puchero viejo, y bajo la lluvia como lamentable trapo de mil remiendos
desteñido al mojarse.
Pero al sol es como prisma que rompe la luz en destellos de pedrería.
Ya sus remiendos parecen labores de tapiz oriental, los revoques
desconchados de sus fachadas reflejan el oro y el rosa como granitos
y mármoles preciosos. Su gente también parece engalanada: la mayor
baratura de las telas veraniegas pone en las calles la alegría de sus
colores claros.
Esas pobres y simpáticas cursis, tan mal pergeñadas en invierno con
sus abriguillos de sutil pañete, que á nadie engañan, y al frío mucho
menos, con sus boas de pluma de pavo casero y sus manguitos ó sus
estolas de piel, en que aún palpita el último maullido de la víctima,
con sus caritas anémicas amoratadas y sus narices arreboladas y sus
ojillos lacrimosos por el frío, esas pobres cursis que tanto deben
odiar el invierno, con ellas más que con nadie despiadado, ahora son
reinas de calles y paseos, ahora lucen con valentía batistas y gasas y
muselinas y arrogantes sombreros de paja con sus flores vistosas ó su
golpe de guindas entre verde hojarasca que la lluvia y el sol no han
descolorido todavía.
Madrid es suyo en este tiempo. Son las mariposas de su primavera. Pero
como dijo el poeta: ¿Es que los pájaros se esconden para morir? Digamos
también: ¿Dónde se esconderá en invierno tanta pobre cursi? Porque
todas estas que véis ahora no las volveréis á ver hasta otra primavera
y otro verano, aunque las busquéis en el paraíso del teatro Real,
en las galerías de Palacio en los días de capilla pública ó en las
funciones de sociedades de aficionados.
* * * * *
En Copenhague, un actor y marido ha disparado unos tiros sobre su dos
veces compañera, en la vida y en el teatro, al terminar ella de bailar
con otro actor un vals que, por lo visto, se las traía. ¡Para que se
fíen ustedes del teatro del Norte!
Se atribuye á los celos el arrebato del marido; pero como da la
casualidad de que el valsecito había entusiasmado al público, vaya
usted á saber si no serían los aplausos los que pusieron al actor,
antes que marido, en el disparadero. ¡La psicología de los actores es
tan complicada!
De cualquier modo, los matrimonios siempre son ocasión de disgustos en
el teatro; sólo sirven para dificultar el buen reparto de las obras y
para desilusionar al público.
Cuántas veces oye uno durante una representación:—Me parece que la
fulana (el nombre de una actriz) engaña á su marido.
—No lo crea usted; si es un matrimonio modelo.
—Si digo en la comedia.
—¡Ah!
Y otras veces lo contrario.
—¡Qué buena es esta mujer para su marido!
—¿Pero usted no sabe ...?
—Ya lo se; si digo en este papel ...
Y con esta confusión de la vida doméstica con la artística se embrolla
á cada paso el asunto de las comedias. Los actores no debían tener vida
privada y las actrices mucho menos. A lo mejor hay aquello de:
—¿Ve usted aquellos cinco niños tan monos que están en aquel palco?...
Son de la que hace de Doña Inés de Ulloa.
Y, en efecto, al llegar la escena del rapto, los chiquitines lloran que
se las pelan porque se llevan á su mamita, y las buenas mamás que están
en el teatro cuchichean unas con otras ... ¡Pobrecitos! ¡Qué ricos!
¡Lloran porque ven que se llevan á su mamá ...!
Y á un espectador que no esta en el secreto y los manda á la Inclusa
desde el paraíso, le advierte uno de la _claque_, con muy malos modos:
—¡No sea usted bruto! ¿No ve usted que son los niños de doña Fulana?
Y con todo esto, al llegar la escena del sofá, ya el público sólo se
interesa porque los niños van á volver á llorar más desesperados,
temiendo que con los arrumacos de Don Juan les van á traer otro
hermanito de París ... ó de Nápoles, rico vergel, que es de donde se los
traerían á Don Juan ...
En fin, que en el teatro como en la política cuando la vida privada
no casa con la pública, no hay modo de convencer á nadie, aunque los
versos sean de Zorrilla y los discursos de Demóstenes.
* * * * *
Un libro de versos—_Alma-Museo-Cantares_—simpático como su autor,
Manolo Machado; un moro andaluz que, por no saber adónde iba, se perdió
en Montmartre y se encontró en Madrid, y en el fué bien hallado, porque
su espíritu es de chispero, aunque al cantar su serenata á la luna,
su blancura parece envolverle unas veces en el blanco alquicel de los
árabes, otras en la túnica blanca de Pierrot.
Es muy convencional la división de géneros en poesía; porque si la
poesía lírica es sincera, tiene siempre mucho de dramática; en un solo
monólogo nos dice el drama interior del poeta.
Los sonetos ¿no son una tragedia más de Shakespeare? En las poesías
de Manuel Machado también podemos seguir los pasos de una interesante
acción dramática, por fortuna no trágica. En este caso, ó yo no se
leer, ó todo acabará en boda, y la voluntad del poeta, su voluntad, que
_murió en una noche luna, en que era muy hermoso no pensar ni querer_,
resucitará á la luz de otra luna ... de miel. ¿No es eso? Y el poeta nos
dirá entonces: que es muy hermoso pensar, pensar intensamente ... cuando
se piensa en lo que se quiere.
* * * * *
Una madre con cinco hijas en cuenta corriente, esto es, en espera de
colocación, me decía: ¿Ha visto qué idea la de ese joven mejicano?
¡Distinguido, millonario y dedicarse á torero! ¡Mire usted que si le
cogiera un toro!
—¡Qué envidia!, digo, ¡qué lástima!, contesto distraído, pensando en
las cinco hijas.
Lo cierto es que la gente de dinero es la que arriesga la vida con
mayor facilidad y por puro capricho.
¿Es aburrimiento de todo lo que el dinero puede proporcionar, lo que
les lleva á buscar emociones en peligros contra los que nada puede el
dinero? ¿Es la confianza que da el haber triunfado de todo en la vida
por el dinero, la que acaso les hace considerarse inmunes á todo
peligro? ¿Ó es, como dice una amiga mía, que el dinero por sí solo es
seco como un sustantivo y los que lo poseen buscan á toda costa un
adjetivo que lo califique y lo decore?
¡La conquista del adjetivo! No basta tener dinero, hay que llamarse
distinguido, intrépido, inteligente; cuando no se puede otra
cosa, _sportsman_. No saben que una vez encasillados en un adjetivo, no
hay mayor esclavitud que la de sostenerlo y justificarlo.
—¿Usted sabe, me dice esta amiga mía, la venganza que tomó un cronista
de salones de una señora muy distinguida, que en cierta ocasión le hizo
un pequeño desaire? Muy sencillo. En una de sus crónicas de sociedad
escribió:
«La elegantísima señora de——, que cada vez que se presenta en
sociedad luce una nueva _toilette_ ...» Bastó con esto; la elegante
señora, que como cada hija de vecino, tenía sus cuatro ó cinco trajes
de luces para todas las _soirées_ de una temporada, se creyó desde
entonces comprometida á sostener su reputación, y á fuerza de exhibir
_toilettes_, se arruinó en un par de años bonitamente. ¿Qué le parece á
usted?
—Que no debe uno preocuparse por adquirir adjetivos ni por sostenerlos.
—Es mi opinión. Por eso verá usted que yo no vivo para la galería;
no me verá usted nunca danzar en fiestas de sociedad, ni en funciones
benéficas, ni en juntas piadosas ni feministas ... Renuncio á todos los
adjetivos.
—¿Se atiene usted al sustantivo?
—Al verbo, amigo mío, al verbo, que es el fundamento de la oración y
de la vida ... ¡Vivir, poseer, querer ... gozar ...!
—¡Basta, basta amiga mía! Temo que va usted á traspasar los límites
del Diccionario en un rapto lírico.
—¿Pero no esta usted de acuerdo conmigo?
—¡Ya lo creo! Yo tampoco me he preocupado nunca por los adjetivos. Y
sobre todo, ya sabe usted lo que dice el _Génesis_: En principio era
el Verbo ... El adjetivo fué después del Paraíso perdido ... ¡Y cuántas,
cuántas veces puede perderse el estado de inocencia del Paraíso por
querer saber del bien y del mal de un adjetivo!
[Ilustración]


XI

Cuando Enrique III de Francia se vió venir amenazadora aquella famosa
liga dirigida por el duque de Guisa, como no era el un rey para
asustarse por liga más ó menos, se acordó del florentino que llevaba
dentro (¡tal madre tuvo!) y dió con una idea maquiavélica: proclamarse
el mismo como jefe supremo de la liga, que fué como decir á los que
en ella entraban: todo lo que vosotros queréis soy yo el primero en
quererlo, no hay por qué molestar.
No me atrevería yo á comparar á D. Antonio Maura con Enrique III,
aunque en su corte, como en la del último Valois, figuren muy gentiles
_mignons_; pero el también, como Enrique III, se ha visto venir esta
nueva liga de la solidaridad como un peligro más ó menos temible, y ha
querido salirle al encuentro con su proyecto de Administración local;
con el pensaba poco menos que parecer como el primer solidario.
Naturalmente, como la historia es de una gran monotonía, tanto ha
convencido á los solidarios el proyecto como á los partidarios del
duque de Guisa la jefatura de Enrique III.
Hasta aquí la semejanza, y esperemos que de aquí no pase, porque los
sucesos que siguieron en la historia de Francia fueron muy trágicos.
Pero los tiempos no están para tragedias—como deplora D. Valentín
Gómez en su discurso de recepción en la Academia.—La vida, como el
arte, sólo recogen de la historia las pequeñas comedias. La política
moderna, como el teatro moderno, da poco en qué pensar y mucho de qué
reir.
Este proyecto de Administración local, ni una cosa ni otra; es de esas
obras en que el aburrimiento no deja fuerzas para el pateo, en opinión
de los pocos que se han tomado el trabajo de leerlo, tan pocos que,
seguramente á su propio autor podría decírsele sin paradoja, lo que una
dama de la corte de Luis XV contestó á un obispo que le preguntaba si
no había leído sus últimas pastorales.
—No, no las he leído. ¿Y vos, monseñor?
* * * * *
Los que conocemos al doctor Simarro, nunca pudimos imaginar que no
fuera el amado maestro de sus discípulos. Con su cara de amable
filósofo griego, con su indulgente escepticismo, sólo podemos creer que
esa severidad de examinador, que tanto ha soliviantado á sus alumnos,
es sólo bondadosa y fraternal solicitud, mal comprendida por ellos.
Creedlo, jóvenes estudiantes; cuando no se ama la ciencia con toda
verdad y todo desinterés; cuando solo se busca en la indulgencia de un
profesor el portillo de escape para llegar más pronto á la declaración
oficial de sabiduría, el maestro, y mucho más si lo es de Fisiología
psicológica, tiene el deber, no sólo de juzgar por vuestra suficiencia
en el examen, sino hasta por la expresión de vuestra fisonomía, que no
habéis elegido el mejor camino, aunque solo pretendáis de la ciencia un
modo de vivir; pero la Ciencia, como el Arte, sólo dan de vivir al que
les dió toda su vida; hay otras profesiones honrosas y lucrativas en
que la impaciencia por llegar pronto esta justificada.
Los sacerdocios exigen verdadera vocación y la verdadera vocación no es
nunca impaciente.
Muchas veces, por la voz del maestro que nos detiene con un suspenso
en lo mejor de una carrera, habla la voz del destino que nos llama
por nuestra verdadera senda. ¡Hay tantos caminos en la vida! Pero la
Ciencia, que es la verdad, sólo tiene uno: ella misma.
* * * * *
Cada día es una nueva conquista de la libertad; esta del voto
obligatorio es una de las más preciosas. Cuando vivíamos en la creencia
de que ese voto era un derecho que la ley nos concedía graciosamente,
ahora resulta que es un deber ineludible, un deber del que no nos
habían hablado ni el Catecismo ni la Etica. Verdad es que cuando se
escribió el Catecismo y cuando nosotros estudiamos la Etica, era la ley
la que impedía á la mayoría de los ciudadanos el cumplimiento de ese
deber, al que ahora cree que ninguno debe faltar.
Hasta ahora lo mejor de ese derecho, como de casi todos los derechos,
era la facultad de no usarlo; aparte que si es bueno que todo ciudadano
intervenga en la gobernación del Estado, el abstenerse de votar era en
política, como el sueño en cuestiones literarias, una opinión de tanto
peso como cualquiera otra.
Porque veamos qué hace con su voto un ciudadano con ideas propias y
particulares. ¿Votar una de esas candidaturas impresas, de candidatos
encasillados, desconocidos para el, ó demasiado conocidos? ¿Manuscribir
una candidatura de su gusto, con personas de su particular confianza y
aprecio? ¿Y qué adelantará con votarla el solo? Porque, supuesto que
haya otros ciudadanos que tampoco estén conformes con los papelitos
impresos, menos han de estarlo con el manuscrito por cualquier buen
ciudadano con los nombres de amigos muy apreciables para el, pero no
tan apreciables para su vecino.
¡Ay, bien dicen que nunca aprecia uno lo que tiene ni sabe lo que pide!
Pedimos una gracia y nos encontramos con una obligación. De este modo
no sería extraño que el día en que se votara la ley del divorcio,
en vista de que la gente no hacia tampoco gran aprecio de ella, se
impusiera también como obligatorio; porque las libertades se conceden
para eso, para disfrutarlas, ya que tanto les cuesta á los gobiernos
concederlas.
Como todo se andará al paso que vamos, la instrucción obligatoria,
el servicio obligatorio, la vacuna obligatoria, el matrimonio y el
divorcio obligatorios, el voto obligatorio, prohibida la emigración
y el suicidio muy perseguido, no será ningún contrasentido que las
futuras revoluciones liberales se hagan al grito de: ¡Abajo la
libertad! ¡No más libertades!
* * * * *
El actual verano se presenta en Madrid como los más clásicos de feliz
memoria; mucho calor, crimen misterioso, y para que no le faltará su
poquito de epidemia, hemos padecido una de oratoria, más alarmante por
haber sido los casos más fulminantes justamente entre los encargados de
inocularnos el virus preservativo de la enfermedad.
Se conoce que por ahora su sistema de curación es la homeopatía; no por
las pequeñas dosis, sino por lo de _similia_, etc., el mismo que ya
recomendó Cervantes en su entremés de _Los dos habladores_.
Como era de esperar, en el concurso de gorros solidarios: frigio,
barretina y boina, ha sobresalido la última; de modo que ya sabemos por
dónde viene esa España viva dispuesta á luchar con la España muerta.
Con eso y con dividirnos, subdividirnos y desmenuzarnos en castas, cada
una con sus fueros particulares, según su aplicación y comportamiento,
pero siempre bajo la hegemonía de Atenas, ya estamos arreglados para ir
tirando otros cuántos siglos por esos andurriales de la historia.
¡Buenos están los tiempos para jugar á los estaditos! En Alemania—que
es hoy por hoy la verdadera portería—darán razón; y en la Haya, las
mejores referencias.
* * * * *
Muy del tiempo y de los tiempos también, ese juez que entrega al
fuego purificador la biblioteca de Vicenta Verdier. Todo cuestión de
forma literaria; porque si esos libros los hubieran firmado Bourget,
D’Annunzio, Willy y Felipe Trigo, á estas horas la Vicenta figuraría en
el libro de oro de nuestros intelectuales.
¡Y qué reclamo para los autores! Como lo será, sin duda, para los
vendedores furtivos de esas amenidades galantes, el susurrar al
ofrecernos su mercancía: ¡Un librito alegre! ¡De la biblioteca de la
Vicenta! ¡El último que me queda!... ¡Qué idea! El reclamo moderno
no se detiene por nada. ¿Será esta una nueva pista del crimen? Si
estuviéramos en los Estados Unidos, no habría que dudarlo; aquí los
crímenes son de una vulgaridad tal, que lo único que puede darles un
poco de poesía es el misterio.
Después de un crimen de estos ¿quien no comprende la emoción que deben
sentir esas mujeres para quien el amor es un constante juego de azar al
encuentro, cuando piensen ante el desconocido de cada día: ¿Será éste
el que mató?
¡Oh suprema voluptuosidad que no saboreó el marqués de Sade y que
tantas mujeres desgraciadas pueden saborear cada día, para envidia de
esas mundanas aburridas que, ansiosas de emociones, se despeñan en un
automóvil á 80 kilómetros por hora!
Las conveniencias sociales nos obligan á buscar derivativos confesables
á nuestras energías más íntimas. ¡Asusta pensar lo que sería de algunas
elegantes automovilistas que conocemos si aplicaran al amor esas
velocidades y ese desprecio á los peligros!
* * * * *
Rafael Calvo y Antonio Vico fueron los dos intérpretes brillantes de
ese teatro tan nuestro, sin sinuosidades psicológicas, rotundo como
un imperativo, todo altivez, todo arrogancias; con impertinencia de
bravucón á veces, sombrío acaso, nunca obscuro, en que la imprecación
es razonamiento y el rugido llanto. Ese teatro fué tan de Rafael Calvo
y de Antonio Vico, que bien puede dudarse si ellos fueron por el ó el
fué por ellos.
Hoy es otro teatro; el llamado de ideas, donde se refugian como
novedades las ideas ya viejas en el libro y en el pensamiento. Y otras
obras de chistes ingeniosos, de chismorreo malicioso; hay quien las
dispensa el favor de llamarlas satíricas y hasta quien las considera
demoledoras; nos asustamos por poco, quizás porque lo tememos todo.
Los buenos burgueses no quieren que los autores de comedias asustemos á
sus mujeres y á sus hijas: es un monopolio que quieren conservarlas.
Yo lo encuentro muy natural; tan cuidadosos como ellos de que sus hijas
no oigan algunas de mis comedias, lo sería yo si tuviera hijas de que
no oyeran las conversaciones de las suyas. ¡Porque si uno se limitara á
copiar lo que oye, sin atenuaciones!
Y no es sólo en las clases altas; no cometeré yo tal injusticia. En
la primitiva aldea en que paso algunas temporadas, oí un día de estos
á una sencilla zagala que le decía al autor de sus días con la mayor
ingenuidad: ¡Pero cuando reventará usted, padre! ¡Para lo que sirve
usted en el mundo!
No digo que quedé consternado, porque hace tiempo me sometí á un
tratamiento muy enérgico para curarme de la consternación á que era muy
propenso desde pequeñito, pero sí pensé que tampoco queda el recurso de
refugiarse en la sencillez de los campos para llevar algo de realidad
al teatro sin miedo á escandalizar. Habrá que buscar asuntos de pura
imaginación. ¡Pero hay que ver como esta la imaginación muchas veces,
sobre todo con estos calores!
[Ilustración]


XII

El gobierno con las Cortés y los empresarios de género chico con sus
teatros, siempre se proponen lo mismo al empezar el verano: no cerrar ó
cerrar lo más tarde posible.
Los empresarios siquiera procuran refrescar la vista del público
con su golpe de cortinajes blancos y macetas de permanente verdor,
repartidas por el vestíbulo y los pasillos del teatro. Cuentan además
con la fantasía de autores y escenógrafos, para transportar á los
espectadores á una de esas playas de ensueño cómico-lírico en que todas
las bañistas lucen carnes de color de rosa—todos los rosas marítimos,
desde el salmón al coral, sin olvidar el salmonete ni la langosta
cocida,—visten de raso, impermeabilizado sin duda, calzan sandalias
con tacones Luis XV, y no prescinden de corsé, pendientes, sortijas,
colorete, etc. Y no es cosa de lamentar la impropiedad; desde muy
antiguo, los poetas se permitieron con Galatea toda clase de licencias
al presentarla _alegre y bulliciosa por la ribera arenosa_ ...
¿No nos dijo por ella el poeta en sus quintillas clásicas?
¿Qué pasatiempo mejor
orilla al mar puede hallarse
que escuchar al ruiseñor,
coger la olorosa flor
y en clara fuente bañarse?
Pasatiempos algo más difíciles de hallar á orillas del mar que puede
serlo el ver por esas playas á una bañista moderna, más bulliciosa que
Galatea, vestida como una tiple de juguete cómico-lírico veraniego.
¡Así dispusiera el gobierno de estos recursos teatrales para retener
á su público durante el verano! Pero cualquiera detiene á nuestros
legisladores para estudiar y discutir leyes de tanto peso y abrigo, con
billete gratuito por todas las líneas, y, el que más y el que menos,
con dos ó tres sirenas en casa llamándole hacia el mar con voz, ya
acariciadora y mimosa, como de hija, ya terrible y conminadora, como de
mujer ó de suegra, y todas ellas mostrándole, no sólo un nuevo mundo
como á Colón, sino muchos mundos, tal vez viejos, pero llenos de cosas
nuevas que descubrir y que enseñar por esas playas y casinos.
Como hay autores cómicos que no empiezan á escribir una obra hasta
tener apuntado el suficiente número de chistes con que amenizarla, hay
señoras que hasta no contar con buen número de _toilettes_ no empiezan
á planear su viaje; de otro modo, tampoco tendría chiste. Después,
según la ropa, se piensa en un sitio ó en otro.
Yo se de un padre de familia que este año ha decidido dar la vuelta al
mundo con su mujer y sus hijas, según dice, por economía.
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