Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - 03

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de un meteoro en las rocas insensibles y en las heladas estepas.--Y pasa
adelante.
El primer lugar donde encuentra hombres, es una llanura árida, el fondo
de un valle que altas montañas limitan y coronan. Hombres, sí, cubren el
suelo, apretados como la mies cuando la tumba la guadaña del segador;
pero hombres inmóviles, yertos, crispados, en posiciones violentas; y en
sus rostros lívidos vueltos hacia el cielo resplandeciente de dulce
claridad estelar, en sus ojos abiertos y sin mirada, una expresión de
rabia ó de espanto persiste, á despecho de la muerte... Porque son
cadáveres los que cubren la llanura, y la llanura es un campo de
batalla.--Jesús, pensativo, los contempla breves instantes. En los
pechos abiertos, las heridas bermejas parecen bocas; en las frentes
destrozadas, los negros coágulos de sangre mariposas fúnebres, de esa
horrible especie llamada _Atropos_, que lleva sobre el corselete la
figura de una calavera. Algunos de los hombres que yacen en la llanura
respiran todavía: prestando oído, se percibe su ronco estertor agónico.
Una mujer anciana, deshecha en llanto, amparando con la mano trémula
lucecilla, cruza inclinándose para ver los rostros: busca tal vez á su
hijo entre los muertos. Un caballo sin jinete pasa, olfateando la
carnicería y huyendo enloquecido...--Y Jesús sigue, se aleja.
Entra en una ciudad populosa. Por las calles circula gente alborozada,
gozando la deliciosa templanza de una noche tan apacible como las
primaverales. Voces vinosas entonan cantos desafinados; las guitarras
acompañan con su rasgueo procaz coplas equívocas; las panderetas repican
insensatamente, y discordes sonidos de rabeles, zambombas, chicharras,
carracas de metal, se enzarzan en el aire cual brujas volando al sábado.
La multitud, desparramándose por las calles, se arremolina ante los
cafés atestados, sofocantes de calor; á veces un grupo se cuela por la
puerta de alguna hedionda tabernucha, de donde salen pateos, algazara,
blasfemias y vaho de aguardiente.
Ante una de estas innobles guaridas se para el Nazareno. Ve allá en el
fondo un grupo alrededor de una mesa: dos hombres y una mujer. Ella da
cuerda á entrambos; los provoca, los enreda; ellos beben copa tras
copa, y disputan. El uno arroja un vaso á la cara del otro: el vaso se
hace pedazos, el hombre se incorpora chorreando heces de vino mezcladas
con sangre. Los demás bebedores intervienen, amonestan al sano, aplacan
al herido, le enjugan la faz, bromean, obligan á los adversarios á
reconciliarse, les incitan á que se abracen riendo; el sano tiende los
brazos, con cordialidad y sin recelo alguno; el herido desliza en el
bolsillo la mano abierta; corta el aire el relámpago de una navaja, y
cae un hombre con el pulmón partido.
Jesús se desvía, sigue andando, y ve un portal grandioso, iluminado,
sostenido en columnas de rojo mármol con capiteles de bronce. Sube la
escalera, que reviste densa alfombra y decoran nobles tapices de
batallas y cacerías, y penetra en una antecámara de vastas proporciones,
donde hacen la guardia criados de calzón corto y armaduras ecuestres
auténticas. La antecámara da acceso á un saloncito sin muebles,
alumbrado por centenares de globos eléctricos, y en el fondo del
saloncito, bajo celajes de tul fino batidos como espuma, aparece un
encantador Belén, un Nacimiento para niños millonarios, obra de arte más
que de ingenua devoción. Al través de los campos y los oteros imitados
con musgo y piedra pómez, salpicados de palmeritas enanas y de sicomoros
gentiles y diminutos, se deslizan murmurando riachuelos naturales, que
sin duda algún ingenioso mecanismo hidráulico hace correr. De los
montes de piedra pómez, en cuyas cimas reluciente polvo blanco remeda
la nieve, desciende el torrente Cedrón, y del césped verdadero de los
jardines se lanzan y se pulverizan en el aire enhiestos surtidores. Un
lago en miniatura refleja en su cristalino seno las torres de Jerusalem,
el circuito de sus murallas, las cúpulas del templo y los apretados
olivos del huerto de Getsemaní, que trepan por la ladera. Los mil
pintorescos detalles de los Nacimientos no faltan en éste, sólo que las
figuras, perfectamente modeladas, son muñecos primorosos, y desde el
grupo de pastores que se arrodilla como en éxtasis, hasta los Reyes
Magos que, caballeros en sus dromedarios, asoman por una garganta
salvaje, todo revela la mano de hábil escultor. El prodigio es la gruta;
hecha de cristales de roca menudísimos y cristalizaciones de amatista,
se irisa con múltiples cambiantes al herirla la luz del foco eléctrico
en forma de estrella, que, suspendido de un hilo de perlas, oscila á
gran altura. Y en la gruta deslumbradora, entre un asno y un buey de
plata cincelada, la Virgen, de oro, vela al Niño, de oro y esmalte
también, con la cabecita de madreperla. Para ostentar dignamente aquel
grupo, joya de la orfebrería florentina del Renacimiento, tal vez de
Benvenuto Cellini, aquellas efigies en que la riqueza de la materia
compite con lo inestimable de la ejecución, se ha armado, sin género de
duda, el Belén suntuoso, y han corrido los torrentes y las cascaditas
bajo las palmeras y los olivos.--Lo extraño era que no hubiese nadie,
nadie absolutamente, en el salón; nadie para admirar tal maravilla,
nadie para acompañar al niño Jesús de oro y piedras, á fin de que no se
helase en su gruta de cristalizaciones, entre los reflejos violáceos de
la amatista y los destellos multicolores de la diáfana roca... Y sin
embargo, el palacio no debía de estar desierto, sino al contrario, lleno
de gente: se notaba en la atmósfera esa vibración, esos efluvios tibios
que sólo produce el aliento de muchos hombres y mujeres reunidos para
una fiesta. Del fondo de una galería llegaba á veces prolongado
murmullo, las rotas cadencias de una música alada y sensual, el gorjeo
de las risas. Jesús adelantó y se encontró en la galería, bello jardín
de invierno, decorado por gigantescas plantas y árboles de remotos
climas, gomeros y lantanas de enormes hojas, cicas y pandanos de
complicada estructura semejantes á pagodas y obeliscos de porcelana
verde. Esparcidas por el jardín se veían las mesas donde cenaban alegres
grupos, mujeres engalanadas, acribilladas de pedrería, hombres que
ostentaban sobre la solapa de raso de su frac grana gardenias ya mustias
por el calor. La orquesta de cuerda, oculta en un kiosco árabe que
revestían floridas enredaderas, acompañaba suavemente el rumor de las
conversaciones y de las carcajadas melodiosas, el ticliteo de las
transparentes copas que el Champagne orlaba de espuma, y el levísimo
choque de los platos, que la destreza de los criados amortiguaba lo
posible. Era una lujosa cena de Navidad.--Jesús retrocedió, volvió al
salón del Nacimiento, donde se vió otra vez en el establo, niño y solo.
El roce de unos pasos sobre el pavimento de incrustaciones de madera se
dejó oir, y una mujer, una jovencilla, de ojos azules, de blanco traje
apenas escotado, penetró en el saloncito, fue derecha al Belén, y envió
una tierna sonrisa al Niño, que contempló despacio con amor. Después,
como el que tiene que ocultar una escapatoria, volvió precipitadamente á
la galería, donde tal vez la echasen de menos. Era la hija del dueño de
la casa. El Niño de oro ya no sentía tanto frío, y Jesús, extendiendo la
mano, bendijo á la doncellita, la única que se acordaba del Misterio...
Salió del palacio sin volver atrás la vista, y alejóse del pueblo, de la
gran ciudad corrompida y fangosa, como se había alejado del siniestro y
sangriento campo de batalla. Un cambio repentino en la atmósfera
presagiaba temporal: nubarrones densos y obscuros como plomo corrían por
el cielo: ráfagas de cierzo glacial azotaban los árboles, y se oía el
mugir pavoroso del mar rompiéndose contra los escollos. Jesús se
encontró en una aldea de pescadores, mísero grupo de chozas, colgado á
guisa de nido de gaviota en una escotadura de la costa salvaje. A pesar
de la hora, bastante avanzada para gente que suele economizar luz, nadie
duerme en la aldea: ábrense de golpe las puertas de las cabañas, y
hombres y mujeres, provistos de faroles encendidos y de largas pértigas,
de bicheros, de cestos y de sacos, se dirigen en tropel hacia la playa,
despreciando el viento que les azota el rostro y la lluvia que empieza
á caer sacudida por las rachas furiosas del huracán. Imponente aspecto
el del Océano: olas gigantescas, con cresta de espuma, se encrespan
descubriendo abismos, y el sulfuroso zig-zag de un relámpago alumbra en
el fondo de la sima á una embarcación que corre sin rumbo. Los ribereños
alzan las luces, las hacen brillar, y el barco, que en ellas cree
distinguir la salvación, el puerto amigo, maniobra hacia la costa, y,
precipitándose, va á chocar contra el bajío, donde se clava despedazado.
Los náufragos, que á la luz de otro relámpago habían podido verse sobre
el puente, en actitudes de terror y desesperación, se arrojan al agua
asidos á tablas, cogidos á cuerdas, montados sobre barriles; y luchando
con las monstruosas olas que los sacuden y los zapatean contra el
peñascal, nadan desesperadamente para alcanzar la playa, en que brillan
y corren las luces, en que ven agitarse seres humanos. Y entonces se
verifica algo espantoso: los que en la playa esperan á los náufragos, al
verlos llegar moribundos, con las pértigas, con los bicheros, con remos,
con palos, con cuchillos, los rechazan hacia el agua otra vez; pero
antes les despojan de la cintura de cuero en que salvaban oro y papeles,
de la cartera que se ataron bajo el sobaco al comprender el peligro, de
la ropa, de cuanto poseen; y por si las olas tardasen en hacer su
oficio, aturden á los infelices de un golpe en la cabeza, y así los
arrojan al piélago, inertes ya. Y danzando de júbilo, ó gruñendo como
canes por el reparto del botín, esperan la madrugada al pie de los
escollos, para recoger los despojos del buque que el mar escupirá bien
pronto, aprovecharse de la feliz albana, y celebrar después con grosero
y copioso banquete el día de la Natividad del Señor...
El Redentor ha huído de la playa: sus ojos están nublados, su alma
triste hasta la muerte, según estaba cuando sudó sangre en Getsemaní. Y
su corazón, abrasado de caridad como nunca, insaciable en amar á los
hombres, siente las espinas de la corona que se le clavan, agudas é
invisibles. ¡Para esta raza había nacido en el establo y había muerto en
la cruz!--Entrando en una de las cabañas que los pescadores dejaron
desiertas al salir á su horrible pesca de náufragos, divisa, en un
rincón, cerca del fuego, un niño arrodillado. Al verse tan solo, el
rapaz ha tenido miedo; se ha acercado al hogar buscando abrigo, y reza
buscando amparo y protección. Jesús le coge en brazos, le besa, le
acuesta, le pone la mano en los ojos y le deja tranquilamente dormido,
soñando con los ángeles. Y al ascender otra vez al cielo, se lleva Jesús
en el hueco de la mano cuatro perlas: las lágrimas de una madre que
buscaba á su hijo en el campo de batalla; el abrazo de un hombre que
pide le sea perdonado un agravio; la sonrisa de una doncella, y la
oración de un inocente.


EL BELÉN

De vuelta á su casa, ya anochecido, D. Julio Revenga--sentado en el
tranvía del barrio de Salamanca, metidas las manos en los bolsillos del
abrigado gabán con cuello y maniquetas de pieles--rumiaba pensamientos
ingratos. Su situación era comprometida y grave, doblemente grave para
un hombre leal y franco por naturaleza, y obligado por las
circunstancias á engañar y á mentir. ¡Qué cara pagaba una hora de
extravío! La tranquilidad de su conciencia, la paz de su casa, la
seriedad de su conducta, todo al agua por algunos instantes en que no
supo precaverse de una tentación.
Mientras el cobrador iba cantando las estaciones del trayecto y el coche
despoblándose, Revenga daba vueltas á la historia de su yerro. ¿Cómo
había sido? ¿Cómo había podido suceder? Como suceden esas cosas:
tontamente. Si no es la quiebra de su amigo y paisano Costavilla, no
tendría ocasión de ponerse en frecuente contacto con la hermana,
aquella Anita Dolores--mujer ya espigada en los treinta años, y más
desenvuelta que candorosa.--Ante la desgracia de la quiebra, Costavilla
perdió la energía y la esperanza; pero Anita Dolores, en cambio, se
reveló llena de aptitudes comerciales, dispuesta, activa, resuelta á
salvar la casa de cualquier modo. Para sus gestiones se asesoraba con
Revenga, le pedía auxilio, préstamos, celebraban conferencias que
duraban horas. Al manejar los papeles, al calcular probabilidades de
liquidación, establecíase entre los dos una intimidad chancera, que se
convertía de repente, por parte de Anita, en afición inequívoca. Al
sospechar Revenga lo que iba á sobrevenir, ya estaba interesado su amor
propio, encendida su imaginación. Sin embargo, la fiebre duró poco: el
esposo leal, el hombre honrado é íntegro se dió cuenta de que era
preciso cortar de raíz lo que no tenía finalidad ni excusa. Sacrificó de
buen grado algunos miles de duros para sacar á flote á Costavilla, y se
apartó de Anita Dolores con propósito de no verla más.
No contaba con las fatalidades de la naturaleza. Ocultamente, en
apartado rincón de provincia, Anita Dolores dió al mundo una criatura.
Fue el castigo providencial, no sólo para ella, sino para Revenga, que
no había tenido prole de su matrimonio, ni esperanzas. Y al rodar del
tranvía que apresuraba su marcha, al vacilar de la luz de la linterna
que se proyectaba sobre los vidrios nublados por el hielo del aire
exterior, Revenga quería dominar una tristeza inconsolable, una
amargura que le inundaba como ola de hiel.--Nunca vería á su niña; nunca
la estrecharía, nunca la tendría sobre las rodillas ni la besaría
riendo... Anita Dolores, vengativa y tenaz, la había escondido, la había
hecho desaparecer. ¿Desaparecer?... ¡A cuántas conjeturas se presta este
verbo!
¿Qué era de la niña?... A aquella hora, cuando Revenga penetrase en su
morada lujosa, en su comedor que la electricidad alumbraba
espléndidamente y la leña de encina calentaba, intensa y crujidora;
cuando la intimidad del hogar le sonriese, y las golosinas de Nochebuena
lisonjeasen su apetito, ¿dónde estaría la abandonada? ¿En qué casucha de
aldeanos, en qué glacial dormitorio del Hospicio? ¿Vivía siquiera?
¿Valía más que viviese?
Estremeciéndose de frío moral, Revenga subió el cuello del gabán y caló
el sombrero. Desolación inmensa caía sobre su alma. Precisamente acababa
de saber en casa de unos amigos de Costavilla, donde solía preguntar
disimuladamente por Anita Dolores, noticias alarmantes. ¡Anita Dolores
se casaba! El nuevo socio de Costavilla, mozo emprendedor y dispuesto,
era el novio. No mortificaban los celos á Revenga; no le quitaban el
sueño memorias de lo pasado... Pensaba en la suerte de su niña, y
aquella boda obscurecía más aún el misterio de su destino. ¡Ah! ¡Pues si
creían que iba á quedarse así, con los brazos cruzados y mucha flema
británica! ¡Desde el día siguiente--desde temprano--que Anita Dolores se
preparase! ¡Allí iría, á reclamar la chiquilla, á escandalizar si era
preciso! El escándalo repugnaba á su carácter; el escándalo podía herir
de muerte á Isabel, á su mujer, enterándola de lo que debía ignorar
siempre... No importa, escandalizaría, ¡voto á sanes! Cantaría claro;
desbarataría la boda; pondría en movimiento á la policía, si era
preciso... pero le darían su pequeña, y la entregaría á personas que la
cuidasen bien, y la educaría y haría que de nada careciese..., y sobre
todo, la vería, la besuquearía, la llevaría juguetes en la Navidad
próxima... Con firme determinación cerró los puños y apretó los dientes.
¡Amanece, día de mañana!
Entretanto Isabel, la esposa de Revenga, acababa de adornarse en su
tocador. La doncella abrochaba la falda de seda rameada azul obscuro, y
prendía con alfileres la pañoleta de encaje, sujeta al pecho por una
cruz de brillantes y zafiros--el último obsequio de Revenga, traído de
París.--Con inocente coquetería se alisaba el pelo ondulado y se miraba
en el espejo de tres lunas, cerciorándose de que las señales de las
lágrimas se habían borrado del todo, después del lavatorio con colonia y
el ligero barniz de velutina. ¡El llanto no tenía para qué notarse!
Ya vestida y engalanada, pasó á un cuartito contiguo á la alcoba, donde
solía guardar baúles, pero que ahora presentaba aspecto bien distinto
del de costumbre. Tapizaban las paredes ricas colchas y cortinas de raso
y damasco; corría por el techo un cordón de focos eléctricos, y cubría
el piso blando tapiz. En el testero, como á una vara de altura, se
levantaba un tabladillo, y sobre él un Nacimiento, el Belén clásico
español, con su musgo en las praderías, sus pedazos de vidrio y de
hojalata imitando lagos y riachuelos, sus selvas de rama de romero, sus
torres puntiagudas de cartón, sus pastorcicos de barro, sus dromedarios
amarillos y sus Magos con manto de bermellón, muy parecidos á reyes de
baraja. Dos diminutos surtidores caían con rumor argentino, bañando las
plantas enanas en que se emboscaba el Portal. Isabel se detuvo á
contemplar los hilitos del agua, á escuchar el musical ritmo, y recordó
sus propias lágrimas, y sintió nuevamente preñados de ellas los ojos y
rebosante el corazón... La injusticia, la maldad, la mentira, lastimaban
á Isabel más aún que la ofensa. ¿Por qué la engañaban, á ella que era
incapaz de engañar, enemiga de la falsedad y el embuste? ¿Cabía salir de
casa despidiéndose con una sonrisa y una caricia, para ir á pasar horas
en compañía de otra mujer? Los surtidores goteaban, gimiendo bajito, é
Isabel también gimió; el son del agua que cae se adapta á la alegría lo
mismo que á la pena; para unos es concierto divino, para otros queja
desgarradora. Quejábase el alma de Isabel, pidiendo cuentas, exponiendo
agravios, alegando derecho y razón. ¿No había ella cumplido sus
promesas, lo jurado al pie de aquel altar, pedestal y morada de su Dios?
¿No había sido siempre fiel, dulce, enamorada, dócil, casta, buena en
fin? ¿Por qué su compañero, su socio en la familia, rompía secretamente
el pacto?
La mirada de la esposa de Revenga se fijó, nublada y húmeda, en el
Belén, y la luz de la estrellita, colgada sobre el humilde Portal, la
atrajo hacia el grupo que formaban el Niño y su Madre. Isabel lo
contempló despacio, y un cuchillo agudo de dolor se le hundió en el
pecho. «No pidas cuentas..., parecía decir la voz del grupo. No te
quejes... Tú no has dado á tu esposo sino la mitad del hogar; tú no le
has dado el Niño...» La esposa permaneció un cuarto de hora sin ver el
Nacimiento, viendo sólo, en las tinieblas interiores de sus penas, lo
que cada cual, durante ciertos supremos instantes que deciden del
porvenir, ve con cruel lucidez: lo fallido de su existencia, el
resquicio por donde la desgracia hubo de entrar fatalmente... Suspiró
muy hondo, como para echar fuera toda la pesadumbre, y poco á poco se
apaciguó; su condición era resignarse, aceptar lo dulce, rechazando
mansa y tenazmente lo amargo. «El Niño Dios me está diciendo que hice
bien, muy bien...» La sonrisa volvió á sus labios, aunque sus ojos
estaban anegados en un llanto que no corría. En aquel mismo instante se
oyeron pisadas fuertes en el pasillo, y apareció Julio Revenga.
--¿Qué es esto?--preguntó con festiva extrañeza á su mujer.--¿Has hecho
un Nacimiento para divertirte?
--Para divertirme yo, no--respondió expresivamente Isabel, ya serena del
todo.--Tengo los huesos durillos para divertirme con Belenes... Es...
¡para divertir á una criatura!...
--¡A una criatura!--repitió maquinalmente el esposo.--¡No será nuestra
esa criatura!--añadió de un modo irreflexivo, que tal vez respondía á
sus íntimas preocupaciones.
--¡Qué sabes tú!--murmuró Isabel con calma.
Debió de palidecer Revenga. Bajó la cabeza, desvió el rostro. Tales
palabras despertaban eco extraño en su espíritu. ¡Cómo había pronunciado
Isabel la sencilla frase!
--No entiendo...--tartamudeó el infiel, con raros presentimientos y
peregrinas sospechas.
--Ahora entenderás...--¿No tienes hijos, Julio?--interrogó ella
derramando dulzura y compasión, y, por extraña mezcla, despecho
involuntario.
Él no contestó. Medio arrodillado, medio doblegado, cayó sobre la
banqueta de terciopelo frente al Belén. El mundo se le venía encima: ¡lo
que adivinaba era tan grande, tan increíble! Quería pedir perdón,
disculparse, explicar..., pero la garganta se resistía. Isabel,
llegándose á su marido, le echó al cuello los brazos, sofocada de
indignación, pero magnífica de generosidad.
--No se hable más del caso... Tranquilízate... Así como así, estábamos
muy solos, muy aburridos á veces en esta casa tan grandona. Yo tenía
muchas, muchas ganas de un chiquillo, ¿sabes? No te lo decía por no
afligirte. Hace catorce años que nos hemos casado, de manera que ya las
esperanzas... ¡Qué se le ha de hacer! No es uno quien dispone estas
cosas... Vamos, no te pongas así, Julio, hijo mío... Alégrate. ¡Hoy nos
ha nacido una pequeña!...
Revenga, en silencio, besó las manos, besó á bulto la cara y el traje de
su mujer. Temblaba, más de vergüenza y de remordimiento--es justo
decirlo--que de gozo. Sus labios se abrieron por fin, y fue para repetir
desatentadamente:
--¿Cómo has sabido...? Mira, yo no veo á esa mujer..., te juro que no,
que no la veo... Te juro que no me importa, que la detesto, que...
--Estoy bien informada--contestó Isabel un tanto desdeñosa,
apacible.--Me consta que no la ves ni la oyes. Su venganza, su desquite
por tu abandono, fue enterarme de _todo_..., y por fin de fiesta,
enviarme la niña... Y ya que me la envía... ¡caramba!, no la he soltado,
¿sabes? Está en mi poder... La reconoceremos, arreglaremos lo legal. Que
no le quede á _esa_ ningún derecho...
Al aflojarse el nuevo abrazo de los esposos, Revenga imploró:
--¡Tráemela!... No la conozco todavía...


PAGINA SUELTA

El destacamento había marchado toda la mañana, y después de un breve
alto, fue preciso seguir la caminata emprendida para acampar, ya
anochecido, como Dios dispusiese, en la linde del bosque. La lluvia
(rara en aquel clima durante el mes de Diciembre) no había cesado de
caer en hilos oblícuos, apretados y gruesos. Sorprendidos por el
capricho de las nubes, desprovistos de mantas y capotes, soldados y
oficiales se resignaron, ó mejor dicho, se chancearon con el agua; y era
preciso todo el azogue de la juventud, todo el ánimo del soldado, todo
el estoicismo del carácter peninsular, para no darse al mismo demonio al
sentirse empapados como esponjas. Hacía calor, y el chorreo del agua no
parecía sino que aumentaba la densidad de la temperatura pegajosa,
sofocante, y con la marcha, irresistible. ¡Sudar el quilo y mojarse á un
tiempo, caramba! Y no había otro remedio que seguir andando, á socorrer
al pueblecillo cercado por los insurrectos, donde hacían desesperada y
heroica defensa los moradores, capitaneados por el párroco, un fraile
dominico muy terne... La idea de salvar á españoles y españolas de la
muerte y de los ultrajes, alentaba al destacamento y le ponía alas en
los pies, aunque el barro, que subía hasta las rodillas, se los calzase
de plomo.
Por necesidad, porque no se veía, y también porque las fuerzas humanas
tienen un límite, se detuvieron á la entrada de la selva. Casi en el
mismo instante cesó el aguacero, cual si algún tifón lo hubiese barrido,
y apareció un trozo de cielo limpio de nubes. A buen presagio lo
tuvieron los españoles, que se dispusieron á acampar al pie de un copudo
y añoso tamarindo, cuyos frutos, de ácida pulpa, sabían que son seguro
remedio contra el cansancio y la fiebre. La luna, que filtraba ondas de
luz gris perla al través del espeso ramaje enredado de lianas y tupido
por los helechos colosales, fue acogida como una amiga; á su claridad
añadieron la llama de una hoguera que no quería arder, y soldados y
oficiales medio se secaron, abanicándose con hojas de cocotero, porque
aquel calor húmedo asfixiaba.
Colocados ya los centinelas, los soldados buscaron en el sueño, ó más
bien en un inquieto y pesado letargo, el descanso indispensable después
de tan fatigosa jornada; pero el capitán, alto, moreno, enjuto, apoyado
en el tronco del tamarindo, y el teniente, muy joven, aniñado, de dulce
cara femenil, se quedaron un instante en pie, abiertos los ojos, como
si interrogasen á la noche.
--Pepe--dijo de pronto el capitán,--¿sabes que me da el corazón que
cuando lleguemos se habrán rendido? Por mi gusto... ¡ahora mismo los
hago levantar á todos y monto á caballo, y seguimos, hombre, seguimos
para adelante!
--La tropa está que no puede con su alma--objetó el teniente, que se
caía de sueño.--Dicen que tienen los pies como carbones ardiendo y los
huesos calados...
--¡Bah! en cuanto dormiten un cuarto de hora, los azuzo y se enderezan
frescos como lechugas... ¡Si conoceré yo á mi gente! Son de hierro...
forjados en Eibar.
--¿Pero de dónde sacas tú que allá se han rendido? Hay armas,
municiones, y por sabido se calla, corazón; la iglesia y su torre son
fuertes; hay una buena empalizada de bambú y otra de tapial; con menos
que eso se resiste á un ejército; y los que quieren entrar en Arringuay
son cuatro gatos...
--Tienes razón--declaró el capitán,--menos en lo de los cuatro gatos,
porque son centenares y no sé si millares de gatos los que están allí;
¿pero sabes lo que más me desespera de esta parada? ¿Tú no te acuerdas
de la noche que es hoy? Como van ocho días que no sosegamos, como aquí
hace verano cuando allá invierno... qué, ¿no sabes que es...?
--¡Nochebuena!--exclamó con acento penetrado el teniente, cuyos ojos
garzos se velaron de nostalgia.--¡Nochebuena! ¡Y yo que no me acordaba,
chico! ¡Nochebuena! ¡Ay, quién comiese hoy la sopita de almendra y la
compota rajada de canela, en casa de tía Dolores! ¡Con las primillas, al
lado de Fanny! ¡Está uno tan harto de ver caras amarillas y juanetudas!
¡Olé las mujeres de nuestra España!
--España es también aquí--respondió seriamente el capitán.--¡Lo que es
el mundo! Tú te acuerdas de las muchachas... y yo de mi nene, que ha
nacido hace tres meses... No le conozco aún.
--¡Nochebuena!--repitió el teniente de la cara afeminada.--Mira tú; ello
será tontería ó chifladura... pero me acaba de dar por el alma no sé qué
cosa rara, chico, y me pasa como á ti... que me gustaría hacer algo
gordo esta noche.
--¡Para escribirlo allá!
--¡No, que sería para contárselo al emperador de la China!
Las manos de los amigos se buscaron y se estrecharon enérgicamente; la
hoguera, casi extinguida por la humedad del suelo, lanzó un reflejo rojo
sobre el semblante de los dos oficiales; y el teniente, despabilado,
electrizado, dijo en voz opaca y ardiente como un ruego:
--¡A despertarlos, chico, á despertarlos! Tres ó cuatro leguas que
faltan se andan pronto... El guía me ha dicho á mí que sabe un atajo...
Quince minutos después, ni uno más, ni uno menos, el destacamento
caminaba otra vez, mejor dicho, se arrastraba penosamente, cortando con
hachas las espesas lianas y los bejucales, hundiéndose en charcos donde
la amarillenta sanguijuela les adhería á las piernas su ventosa, y
oyendo deslizarse en la maleza la iguana y la venenosa serpiente palay.
Cubierta otra vez la luna por nubarrones, la obscuridad era casi total,
y la tropa avanzaba á tientas, riendo y renegando, pero sin quejarse,
sin echar de menos el interrumpido reposo. El que tropezaba en un tronco
de árbol y daba de bruces, juraba y se incorporaba, sin pensar siquiera
en enterarse del daño recibido. ¡Sí, para mimitos estaba el tiempo!
¡Cuando tal vez ardía Arringuay y destripaban á sus moradores los
condenados rebeldes! ¡A menear las patas! Y una calentura de voluntad,
de deseo, de abnegación, impulsaba los cuerpos exhaustos, despejaba las
cabezas cargadas de modorra, y prestaba fuerzas á los más endebles, á
los que menos podían consigo... Iban como se va en una pesadilla.
Media noche era por filo cuando avistaron al enemigo. Para decir verdad,
lo que avistaron fue un caserío envuelto en llamas, un grupo de chozas
de donde salían clamores: el capitán había adivinado: Arringuay se
encontraba ya en poder de los asaltantes. Parapetados en la iglesia
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