Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - 08

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corcel blanco, salir al galope, esgrimir otra vez el acero llameante!
¡Hacía tanto tiempo que lo anhelaba! No por su gusto permanecía en la
inacción, con la montura amarrada al árbol y las armas colgadas del
ramaje... Y alzando y consolando al español y apretándole contra su
pecho, Santiago empezó á vendarle las heridas cruentas; hecho lo cual,
llegóse al tronco y desató al blanco bridón, que, loco de júbilo al
verse libre, al suponer que remanecían las aventuras de otros tiempos,
agitó la cabeza, hizo flotar la crin, corbeteó gallardamente, y batiendo
el polvo con sus bruñidos cascos, alzó una nubecilla de oro. Por su
parte, el Patrón descolgaba la cota de malla y se la vestía, calábase el
ancho sombrerón orlado de acanaladas conchas, afianzaba en los hombros
el manto, embrazaba el escudo y ceñía el tahalí y la espada terrible.
Entretanto, el español echaba al caballo la silla recamada de oro y le
ponía el freno y el pretal incrustado de cabujones de pedrería. Y cuando
ya el Apóstol trataba de afianzar el pie en el estribo de plata para
saltar, he aquí que aparece, saliendo del vecino bosque, otro español,
vestido de paño pardo, calzado con groseras abarcas, haciendo señas para
que se detuviese el Apóstol. Este aguardó: en el villano de tez curtida
y de rústico atavío, acababa de reconocer á San Isidro, pobrecillo
jornalero laborioso, que en su vida montó más que jumentos cargados de
trigo, porque los llevaba á la molienda.
--¡Orden del Señor!--voceaba el labriego descompasadamente.--¡Orden del
Señor! Ese caballo nos hace falta para uncirlo al arado y que ayude á
destripar terrones. Y ese español que está ahí, que venga á llevar la
yunta. Bien sabes, Bonaerges, lo que dijo el Señor en ocasión memorable,
cuando tu madre le pidió para ti y tu hermano el puesto más alto en el
cielo: los que quieran ser mayores beban primero su cáliz. Paisano mío,
á arar con paciencia y sin perder minuto...


LA EXANGÜE

--Alquiló el cuarto tercero de mi casa, desocupado hacía tiempo--nos
dijo el eminente Doctor Sánchez del Abrojo--una señora que me llamó la
atención al encontrarla casualmente en la escalera. Nada tenía, á
primera vista, de particular; ni era guapa ni fea, ni vieja ni joven;
vestía de riguroso luto, y pasaba como una sombra, tímida y muda,
acongojada por el sobrealiento de la subida. Lo que en ella me extrañó
fue la palidez cadavérica de su rostro. Para formarse idea de un color
semejante, hay que recordar las historias de vampiros que cuentan
Edgardo Poe y otros escritores de la época romántica, y servirse de
frases que pertenecen al lenguaje poético: hay que hablar de palidez
sepulcral: sólo la muerte da un tono así á una faz humana.
El manto negro encuadraba y realzaba aquel rostro de cera, y en él
observé una expresión peculiarísima, mezcla de dolor y de satisfacción,
de calina y de sufrimiento. Mi costumbre de ver enfermos me hizo
comprender que allí no existía sólo un estado físico delatado por el
color; reconocí las huellas de algún sacudimiento moral formidable, los
estragos de una catástrofe ignorada; y penetrado de simpatía y respeto,
saludé á mi vecina siempre que nos cruzábamos en la meseta, y la cedí el
pasamanos con especial deferencia y apresuramiento cortés.
Transcurrió una quincena sin que la viese, hasta que un día, la criada
de la pálida bajó á rogarme que visitase á su señora, encamada y
enferma. Subí al tercero y encontré una vivienda pobre, limpia, glacial.
Sin necesidad de tomar el pulso reconocí en mi nueva cliente los
síntomas de la anemia profunda, cuando ya ataca los tejidos y produce
desórdenes graves. Las piernas hinchadas, la extremada languidez, el no
poder alzar los párpados, eran señales de que faltaba el jugo vital,
licor precioso que reparte por todo el organismo energía y fuerza.
Cada quisque--prosiguió el médico, después de ligera pausa--tiene sus
caprichos y sus goces. Otros coleccionan dijes, baratijas, cuadros,
muebles, que avalora su belleza ó su rareza; yo--no por caridad, ni por
filantropía; por _tema_, por mi carácter tozudo--colecciono vidas; junto
resurrecciones... Es para mí deleite refinado arrancar á la nada su
presa... Me complazco en saber que gracias á mí andan por la calle más
de un centenar de personas que ya tenían ganado el puesto en la
Sacramental.--Ver á la pálida y prometerme enriquecer con ella mi
colección, fue todo uno. Déjense ustedes--añadió atajando nuestras
manifestaciones--de elogios que no merezco... Créanme. ¡Si me conoceré
yo! Los que nacen para Tenorios se desviven por _una más_ en la lista.
¿Se figuran ustedes que en el fondo hay gran diferencia? No tengo veta
de Tenorio, pero soy otro como él, que reune y archiva en la memoria
emociones de un género dado. ¿Amor á la humanidad? ¡Quiá! Odio al
sepulturero, ¡que no es lo mismo!...
Explicado así, comprenderán que no hay que alabarme tampoco por lo que
hice para ampliar y reforzar mi catálogo. La anemia se cura, más que con
medicinas, con alimentos y reconstituyentes. La señora no podía costear
ciertos manjares, substancia de carne, v. gr.; como yo deseaba hacerla
revivir, puse los medios, y la cosa marchó bien. Todavía está
descolorida; no creo que llegue nunca á preciarse de frescachona; pero
ya no sugiere ideas de vampirismo... Y no vendría á cuento que yo
hablase de esta curación, menos difícil que otras, si no me hubiese
proporcionado ocasión de saber la historia de la tremenda palidez. Fue
necesario, para que me la refiriese, todo el agradecimiento que la
pobrecilla me cobró, no sé por qué, acompañándolo de una veneración y
una confianza sin límites.
Era mi enferma una señorita bien nacida, y se había quedado sin padres,
ni más amparo en el mundo que el de un hermano menor, empleado por
influencia de un pariente poderoso en nuestras oficinas de Ultramar. El
sueldo módico sostenía mal á los dos hermanos; sospecho que ella
trabajaba para fuera; con todo eso, pasaban suma estrechez. Nació de
aquí el deseo de un traslado á Filipinas: la hermana siguió al único sér
á quien amaba, y se establecieron en uno de esos poblados, de barracas
de bambú, perdidos en el océano de verdor del hermoso Archipiélago que
ya no nos pertenece.
Abreviando detalles de los años que allí residieron en paz, diré que la
sublevación al pronto no les asustó; creían inofensivos á aquellos
adormilados y obedientes indígenas, y les parecía seguro reducirles, con
sólo alzar la voz en lengua castellana, á la sumisión y al inveterado
respeto. Disipóse su error al cercar el poblado hordas diabólicamente
feroces, que lanzaban gritos horrendos y esgrimían el bolo y el
campilán. Defendióse con valor de guerrillero el fraile párroco,
refugiado en la iglesia, realizando proezas que no pasarán á la
historia; ayudóle como pudo el empleado: cedieron al número; quedó el
fraile acuchillado allí mismo; al empleado le cogieron vivo, y á su
hermana la llevaron arrastra á una choza donde el vencedor cabecilla
tagalo--poco importa su nombre--tenía su cuartel general. La española se
arrojó á sus pies llorando, implorando el perdón del hermano con acentos
desgarradores. La cara amarillenta del cabecilla no se alteró: expresaba
la frialdad inerte de la raza, y se creería que era de madera de boj, á
no brillar en ella la chispa de los oblicuos ojuelos de azabache. En el
semblante impasible leyó la señorita, enloquecida de horror, la
sentencia del hermano adorado; y besando los pies del cabecilla, le
ofreció «su sangre por la de él». «Se admite», contestó de pronto el
amarillo. «La sangre de él no correrrá. Que sangren a ésta.»
La sangría--estremece decirlo--duró... una semana.--Cada mañanita, en
una escudilla de coco, recogían la sangre de la desdichada, que caía
después al suelo en mortal desmayo. Desde el quinto día, la debilidad la
produjo una especie de delirio; creíase á bordo del barco que la
conducía á España, libre y feliz, al lado de su hermano; escuchaba el
ruido del mar, batiendo los costados del buque, y notaba--efectos del
vértigo--el ir y venir de las olas, el balance y cuchareo de la
embarcación, el soplo del viento, la humareda que la chimenea lanzaba.
Tan pronto su alucinación la mostraba una bandada de tiburones, como un
asalto de piraguas llenas de indígenas; ya exhalaba chillidos porque
ardía el barco, ya oía silbar las balas de los cañones y veía que el
gran trasatlántico, partido en dos, hundíase en el abismo. Al amanecer
del octavo día--último de su suplicio según le habían anunciado--cuando
ya la vena del brazo, exhausta, sólo gota á gota soltaba su jugo, y el
corazón desfallecía próximo al colapso mortal--en un momento lúcido, ó
acaso de fiebre, se le apareció España, sus costas, su tierra amada,
clemente; y creyendo besarla, pegó la boca al suelo de la cabaña, donde
yacía sobre petates viejos, medio desnuda, agonizando, devorada por sed
horrible, clamor de las secas venas sin jugo...
La misma tarde cerró sobre el poblado una columna de infantería española
é indígena, poniendo en fuga á los insurrectos y libertando á los
prisioneros y heridos. Atendieron á la infeliz, reanimándola un poco á
fuerza de cuidados. Lo primero que pidió la exangüe fue á su hermano;
quisieron ocultarle la verdad, pero la adivinó: el castila colgaba de un
árbol corpulento... El cabecilla había cumplido su palabra, no sacándole
gota de sangre de las venas...
Entre los que escuchaban á Sánchez del Abrojo siempre, contábase el
pintor modernista Blanco Espino, á caza de asuntos simbólicos... Batió
palmas con entusiasmo.
--Voy á hacer un estudio de la cabeza de esa señora. La rodeo de
claveles rojos y amarillos, la doy un fondo de incendio... escribo
debajo «La exangüe...», y así salimos de la sempiterna matrona con el
inevitable león, que representa á España!


LA ARMADURA

No se hablaba más que de aquel baile, un acontecimiento de la vida
social madrileña. La antojadiza y fastuosa señora de Cardona había
exigido que no sólo la juventud, sino la gente machucha; no sólo las
damas, sino los caballeros, todas y todos, en fin, asistiesen _de
traje_. «No hay--repetía Mad. Insausti--más excepción que el Nuncio... y
eso porque va _de traje_ siempre.»
Prohibido salir del apuro con habilidades, como narices, girasoles
eléctricos en el ojal, pelucas ó trajes de colores. Obligatorio el traje
completo, característico, histórico ó legendario.
Se murmuró, naturalmente, de la Cardona (con los sayos que la cortaron
podrían vestirse los concurrentes á la fiesta); se la puso un nuevo
apodo: _Villaverde_... Pero, entre dentellada y dentellada, la gente
consultó grabados y figurines, visitó museos, escribió á París, volvió
locos á sastres y modistas... y las caras más largas no fueron debidas
á la sangría del bolsillo, sino á omisiones en la lista de invitados.
Quien estaba bien tranquilo era el joven duque de Lanzafuerte. Al
preguntarle Perico Gonzalvo _de qué_ pensaba ir, triunfante sonrisa
dilató sus labios. «Voy de abuelo de mí mismo. Ya verás mi martingala»,
añadió satisfecho.
Y es que--en confianza--gastos extraordinarios no le convenían al duque.
Estoy por decir que ni ordinarios. Embrolladísimos andaban los asuntos
de la casa, y gracias que el padre del duque se había muerto á tiempo;
que si dura dos añitos más... En fin, se salió adelante, por la puerta ó
por la ventana... Por la ventana sobre todo. Se vendían cortijos,
cuadros de mérito, literas, tapices... Quedaban aún, testimonio de la
grandeza pasada, algunas antiguallas preciosas, y entre ellas una
armadura completa de un paladín compañero de Carlos V. En esta armadura,
arrinconada en una especie de leonera, se había fijado el duque,
haciéndola limpiar de orín, y al aparecer limpia vió que era objeto
digno de la Armería, muy semejante--y quizás de la misma mano--al
célebre arnés de parada y guerra del Emperador, conocido por «el de los
mascarones». Igual labor milanesa, finísima, de ataujia de oro y plata,
igual empavonado...
A conocerse, hubiese sido cebo de anticuarios y envidia de
coleccionistas. ¿Qué mejor disfraz? ¿Qué cosa más propia de máscaras?
Sin gastos ni cavilaciones, Lanzafuerte sería el rey de la fiesta.
Dicho y hecho. Dos horas antes de la solemne de entrar en el baile,
estaba el duque abierto de brazos y esparrancado de piernas, dejándose
abrochar piezas de la armadura. Fue especialmente arduo el ajuste del
peto y espaldar; se habían olvidado las correas con su hebillaje.
Terminada la difícil obra, se miró el duque en un espejo de cuerpo
entero y no se reconoció. Afeitado el bigote; cayendo á ambos lados del
rostro las melenas de la peluca--era un retrato antiguo bajado del
lienzo. La apostura arrogante; la boca desdeñosa; el diseño de las
facciones viril y adamado á un tiempo,--convertían al duque en _doncel_,
y la raza hirvió en su sangre, causándole la nostalgia de la edad
heroica. «¡Si nazco entonces!» murmuró con orgullo. «¡Pero ahora...
claro! No hay medio...» Aumentaba su engreimiento el que la armadura le
venía un poco estrecha. «Soy más hombre que el paladín...»
Al bajar las escaleras sus ideas tomaron otro giro. Si no le ayudan los
criados, de cabeza al portal. Y precauciones infinitas para meterse en
el coche, para sentarse, para salir, para subir á la regia morada de
Cardona, por peldaños de mármol, entre doble fila de lacayos empolvados,
de azul librea y calzón corto. En cambio, la entrada, de sorprendente
efecto. Destacándose sobre los trajes, que al fin eran disfraces de
relumbrón, la armadura se imponía por el arte, por la verdad, por la
seriedad y la extrañeza. Un guerrero se alzaba del sepulcro; una estatua
yacente se había incorporado. Como animada figura debida al cincel de
Pompeyo Leoni, avanzaba el duque, levantando á su paso murmullos de
admiración. Los inteligentes tasaban aquel noble despojo y lo valuaban
en cifras sonoras, con el impudor del hábito de que todo se venda. Los
artistas, transportados, clamaban elogios. Los preciados de eruditos
recordaban timbres de la casa de Lanzafuerte, y una vez más desfilaba la
clásica lista de nuestros triunfos: San Quintín, Pavía, Orán, Cerinola.
Y el choque del acero, al andar el duque, tenía un eco romántico, algo
parecido al son de los escudos en la cabalgada wagneriana. Sólo una voz
burlona, casi en la misma cara de Lanzafuerte, pronunció: «Se ha
disfrazado de héroe para que no le conozca ni su madre...»
Por fin la maravillosa armadura se confundió entre el bullicio del
baile, en un remolino de zíngaros, andaluces, _gigerls_, marquesas Luis
XV, rosas, libélulas y japonesitas de cejas pintadas. El paladín de
Carlos V empezaba á notar indefinible molestia, que fue acentuándose,
convirtiéndose en declarada fatiga.
No podía dudarlo: le pesaba y le apretaba la maldita armadura... ¡Qué
idea, haberse metido en semejante caparazón! Ni poder bailar, ni
siquiera estar de pie... ¿Sentarse? ¿Y cómo? ¿Que á lo mejor saltasen
las escarcelas y se quedase allí en calzón de punto? Imposible... Un
sudor de angustia humedeció sus sienes. Irse era exponerse á la
chacota... Por fatalidad, la bella Inés Puenteancha vino á rogarle que
hiciese vis en un rigodón. ¿Rigodón? ¿Andar, volverse, inclinarse?
Lanzafuerte, acongojado, se excusó lo mejor que supo... Pidió en el
comedor un vaso de ponche helado y experimentó momentáneo alivio. La
Puenteancha le preguntó risueña si estaba malo. «No es nada... calor...»
Y á manera de quien huye, pálido, escalofriado, se escabulló á la
_serre_, casi desierta, y con paso trabajoso se dirigió á la antesala.
Los lacayos le socorrieron, le bajaron en vilo, avisaron á un coche.
Dentro cayó el guerrero, produciendo temeroso ruido. ¡Uff! ¡Por fin! En
casa le arrancarían la horrible armadura.
--¡Fuera todo esto, fuera!--gritó cuando estuvo en manos de sus
servidores, que se miraban sorprendidos y descontentos... ¡Ellos que se
prometían una noche de libertad! Y además... ¡qué compromiso!
--¡Fuera todo, volando!--repetía el duque, abriendo los brazos otra vez,
esparrancando las piernas.
Quitáronle gola, escarcelas, quijotes, grevas, brazales, cubos,
guanteletes... Al llegar á la coraza, se pararon.
--¿Qué aguardáis?--interrogó furioso.--¡Si esto es lo que más me oprime!
El ayuda de cámara, tartamudeando, se disculpó. ¿No se acordaba el señor
duque? Su coraza, por faltarla el hebillaje y correas, estaba soldada á
fuego.
--¡A fuego! ¡Es verdad! ¡Maldita sea! ¡Volando!... ¡El armero!... ¡Ya
estáis aquí con él!
Nuevas excusas. Confusión. ¡El armero! Si el señor duque lo deseaba
irían... pero inútil buscar á nadie, á la una de la noche del Domingo de
Carnaval. Hasta la mañana siguiente...
Ante una orden á rajatabla salieron á caza del armero, con la convicción
de no encontrarle, y quedóse el duque embutido en la coraza, echado
sobre la cama, sin poderse revolver, ni resollar. La opresión de su
pecho, la sensación de asfixia, eran ya tormento insufrible. Y pasaban
las horas de la noche con cruel lentitud, y comprimía sus pulmones,
hasta ahogarle, una mano de plomo. ¡Armadura odiosa! ¡Cuánto daría el
descendiente de los paladines por verse libre de ella, por tenerla
colgada en la pared, en panoplia decorativa, luciendo sus labores
riquísimas, sus figuras paganas del más puro Renacimiento! ¡En la pared,
sí; en el pecho, no! ¿Qué sugestión diabólica había sido aquella?
Incrustarse en el molde de otros siglos... ¡y no poder salir! Sentir
sobre un costillaje débil, sobre un corazón sin energía, la cáscara del
heroísmo antiguo... ¡y no romperla! ¡Prisionero en una armadura! El
golpe de sus arterias remedaba el trotar de bridones; el zumbido de la
sangre era el fragor de la batalla...
--Así verás que no es tan fácil disfrazarse de abuelo de sí mismo--dijo
soltando la carcajada Perico Gonzalvo, que, según costumbre, subió á
casa de su amigo al retirarse del baile, y penetró en la alcoba de
Lanzafuerte tocando una trompeta de cotillón, toda guarnecida de
cascabelitos dorados. ¿Parecerse á la gente de _entonces_? ¡Hombre! Ni
en guasa...
Y como Lanzafuerte gimiese medio muerto (ya ni respirar podía), añadió
el gomoso:
--¿Sabes qué me ocurre? España está como tú... metida en los moldes del
pasado, y muriéndose porque ni cabe en ellos ni los puede soltar...
Bonito simbolismo, ¿eh? Vaya, voy en persona á traerte alguien que te
libre de ese embeleco... Porque ¡si esperas á los criados!...


EL TORREÓN DE LA ESPERANZA

¿Conocéis por tradiciones y descripciones el torreón fatídico desde cuya
plataforma la infeliz Isaura, séptima esposa de Barba Azul, aguardó con
sudores de agonía á sus hermanos, que venían á libertarla de la muerte?
Aferrada á una almena como si ya se defendiese instintivamente del
cuchillo, Isaura, con el rostro del color de la cera y el cuerpo
tembloroso, no tenía ánimos ni para seguir avizorando el horizonte. Su
esposo y verdugo, después de sorprender la delatora mancha de sangre en
la llave del terrible gabinete, mandó á Isaura subir á lo más alto de la
torre para encomendarse á Dios, advirtiéndola que de allí á media hora,
sin remisión, iría á degollarla. Isaura, flaqueándole las piernas,
nublados por el miedo los ojos, sólo acertaba á preguntar de minuto en
minuto, con voz á cada paso más apagada y desfallecida: «Hermana Ana,
¿no ves nada? ¿no viene nadie?» Y Ana, dolorosamente, respondía: «Sólo
veo la hierba que verdea y el camino que blanquea.» Cuando ya faltaban
pocos instantes para cumplirse el plazo; cuando Isaura, crispadas las
manos, se agarraba á las piedras creyendo sentir en la garganta el frío
del cuchillo, Ana exhaló un grito loco, delirante: «¡Allí vienen, allí
vienen!» y disipada la nube de polvo que arremolinaba el galope de los
corceles, Isaura reconoció á los paladines que volaban á salvarla...
Mucho se ha escrito y discutido acerca del torreón de Barba Azul. La
opinión más general es que yace en ruinas, y que si los medrosos
subterráneos, con sus mazmorras y pozos donde aparecen aún hoy, al
excavar y registrar, huesos y calaveras humanas, se conservan intactos,
el torreón de la Esperanza se vino á tierra.--Mejor informada, puedo
asegurar que el torreón existe.--Es tan fuerte y sólido, sus piedras
están tan bien trabadas, con cemento tan indestructible; su gorguera de
elegantes almenas posee una resistencia tal, que ni las tormentas, ni la
lluvia, ni el aire, ni siquiera el transcurso del tiempo y el abandono,
han podido dar cuenta de él. Hay más todavía. No sólo no ha sufrido
deterioro el torreón, sino que actualmente es visitado por innumerables
peregrinos y viajeros de todos los países del mundo, que acuden allí
como en romería, atraídos por la leyenda. Esta asegura que encaramándose
al torreón de la Esperanza y aguardando con paciencia--sin dejar de
implorar el auxilio del cielo,--cada cual acaba por ver venir, alzando
la indispensable nube de polvo, una representación de su porvenir y su
destino. Ya se adivina si estará concurrida la plataforma de la torre, y
si los que se agarran á sus almenas--las mismas á que Isaura se abrazó
en trance apretadísimo--sentirán latir el pecho de ansiedad, á veces de
dolor, á veces de suprema alegría.
No hace mucho--esta noticia nos interesa especialmente--una caravana de
viajeros españoles, como pasase cerca del torreón de la Esperanza, deseó
subir á él. Antes de realizar la ascensión conferenciaron, y con la
verbosa familiaridad y la espontánea franqueza que caracteriza á los
españoles, se confiaron recíprocamente sus aspiraciones y hasta sus
fantásticos sueños. Abrieron su corazón como se abre una puerta, de par
en par, y resultó que existía entre sus anhelos afinidad y analogía
extraña. Querían encaramarse al torreón de la Esperanza, porque,
aburridos y hastiados de lo presente, sólo fiaban en las novedades que
diese de sí lo futuro. Mostrábanse los peregrinos descontentos de cuanto
existe, y andaban conformes en atribuir los males y decaimiento de
España á los individuos que figuran á la cabeza de la nación. Sólo un
ciego no vería la decadencia y lastimoso agotamiento de nuestros
_héroes_. Sobre este tema había que oir á los peregrinos, oportunos,
decidores y epigramáticos. Las flaquezas, las deficiencias, las torpezas
y los yerros de las celebridades salieron á relucir con salsa de mostaza
picante, con fuego graneado de chistes y anécdotas. Quedaron allí las
altas famas pulverizadas, las glorias disueltas y devoradas por el ácido
corrosivo de una crítica mofadora. ¿Los estadistas? garduñas, vividores
sin conciencia. ¿Los caudillos? cobardones, y por contera ineptos, sin
el acierto instintivo del guerrillero ni la vasta estrategia del
verdadero gran capitán. ¿Los artistas? imitadores misérrimos, que se
traían del extranjero las ideas y hasta las formas, como las bailarinas
se traen pantorrillas de algodón. ¿Los literatos? pobres diablos secos y
vacíos hasta la médula de los huesos, y además, pesadísimos...
«¡_Lateros_ insufribles!» gritó uno de los peregrinos, que frisaría en
los veintitrés años y lidiaba á la sazón con el tercero de Derecho. La
frase resumió el debate; todos convinieron en que se estaba erigiendo
una catedral de hojalata para que se riese la posteridad. Urgía
refrescar, variar el personal; era llegado el instante de cambiar de
baraja, estrenando una nueva, tersa, reluciente, no sobada ni fatigada
del uso... ¡Vengan otros, los desconocidos, los ignorados genios que
encierra en su seno la multitud anónima!--Por eso ardían los españoles
en deseos de subir al torreón y divisar á lo lejos el remolino de polvo
que anuncia la irrupción triunfante del porvenir...
A la mañana siguiente, al despuntar el día, trepando por las piedras,
agarrándose á las matas de hiedra, valiéndose de escalas y de sogas,
arañándose las manos, alcanzaron la plataforma, y reclinados en el
parapeto y el almenaje, consultaron ansiosos el horizonte.--Desde luego
pudieron cerciorarse de la verdad histórico-topográfica que envuelve la
conseja de Barba Azul. Arrancando de la calzada que conduce al puente
levadizo del castillo, y prolongándose hasta perderse allá entre dos
montañas casi difumadas en la lejanía, serpeaba por frescos prados la
cinta de plata del camino. En lo más distante que de él podía percibirse
clavaron los ojos los españoles, como los había clavado la despavorida
Isaura; y repitiendo su pregunta con afán poco menor, preguntaban los
cortos de vista á los que asestaban poderosos gemelos: «Qué, ¿nada? ¿No
asoma nada aún?» Y los otros respondían: «Nada... Sólo se ve la hierba
que verdea y el camino que blanquea.»
Pasaron horas y horas, y mis españoles quietos allí, catalejo en ristre,
ó haciéndose pantallas y tubos con periódicos los que de anteojo
carecían. El sol, que iba remontándose al cénit, picaba más de lo justo
y quemaba las pupilas y derretía los sesos; la sed inflamaba los
gaznates y el hambre pellizcaba los estómagos; pero la magia de la
Esperanza, como un filtro, sostenía á los expedicionarios, impidiéndoles
retirarse. Cerca ya de la hora meridiana, un privilegiado que poseía
unos soberbios _marinos_ exhaló chillido indescriptible. ¡Allá, allá, en
lontananza remotísima, acababa de aparecer un punto blanco, el núcleo de
un astro, la misteriosa nube de polvo!
Creyeron volverse locos los españoles. De mano en mano pasaron los
gemelos. ¡Sí, sí, allí estaba, creciendo, dilatándose, la nube! Pronto,
roto el turbio velo, lograron distinguir lo que se acercaba. Era una
lucida cohorte á caballo, una hueste espléndida, bizarramente engalanada
y armada de punta en blanco, apercibida al combate. Ya se podían admirar
el corbeteo de los fogosos bridones, ya el damasquinado de los arneses y
cotas; ya gallardeaba el ondear de las plumas y el flotar de las bandas
de colores; ya se distinguían las empresas de los pendones y el blasón
de los escudos... Los de la plataforma, ebrios de entusiasmo, gritaban,
vitoreaban, cabalgaban en las almenas á riesgo de estrellarse...
Faltábales sólo ver las caras de los paladines: era una fatalidad:
llevaban todos baja la visera del casco. ¡Grande, ardiente era el anhelo
de conocer á los que cifraban el destino de la patria española!...
Un clamoreo inmenso, de nervioso entusiasmo, se alzó de la plataforma
cuando, llegados al pie del puente levadizo, los _héroes_ que venían
alzaron la visera... Y otro clamor especial, de ironía y desencanto,
siguió al primero.--Los de la hueste esperada, los de la hueste
desconocida... no eran sino _aquellos_ mismos, ¡vive Dios! aquellos que
desde hacía años lidiaban, resistiendo los embates de la censura y las
exigencias del descontento y del cansancio. Todos iguales, invariables,
ya curtidos, ya veteranos... Los mismos caudillos, los mismos
estadistas, los mismos artistas y literatos célebres... ¡Ni una cara
nueva, vive Dios!--Y los viajeros españoles, asaz mohinos, descendieron
aprisa... A la noche se consolaron armando una tertulia, volviendo á
pulverizar á los eternos _héroes_, y planeando, para el otoño próximo,
otra subida al torreón de la Esperanza.


EL PALACIO FRÍO

¿Os acordáis de aquella princesa enferma, hija del rey de Magna, á quien
curó como por ensalmo un viejo mostrándola cierto panorama muy lindo?
Pues habéis de saber que á la vuelta de muchos años el cetro de Magna
vino á recaer en un hijo de esta princesa, y este hijo, bajo el nombre
de Basilio XXVII, reinó gloriosamente por espacio de más de un cuarto de
siglo, persistiendo la huella de su paso por el trono en varios
monumentos grandiosos y venerables, que estudian hoy los arqueólogos con
particular interés, discutiendo si el estilo peculiar de tales
construcciones es invención que exclusivamente pertenezca al
vigesimoséptimo Basilio ó procede ya de la influencia de su madre y
quizás se remonta hasta la de su abuelo. Punto es éste acerca del cual
se han escrito doce voluminosos libros y cosa de sesenta monografías
asaz doctas.--Lo que especialmente hizo darse de calabazadas á los
sabios fueron ciertas imponentes ruinas que la tradición popular llama
del _Palacio frío_, sin que hasta hace poco tiempo se consiguiese
averiguar el origen de tal nombre, que contrasta con el aspecto de lo
que del edificio resta en pie.
En efecto; el palacio, del cual se conservan galerías, salones y
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