Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - 09

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estancias que decoran restos de ricas maderas y preciosos mármoles y
jaspes, parece haber sido erigido por la madre de Basilio XXVII para
asilo de un feliz amor conyugal; y su traza, su adorno, su carácter, en
fin, son marcadamente amables y alegres, con la alegría de una dicha
soberana, ostentosa y triunfante. El emplazamiento, su orientación al
Mediodía, su situación en el punto más despejado y dominando la
perspectiva más risueña, sobre la bahía y entre bosquecillos de
naranjos, limoneros y granados siempre en flor, tampoco permitían
inducir por qué hubo de ser llamado _frío_, nombre que parece delatar
solemnidad y tristeza.--El enigma de semejante tradición llegó á
preocupar al Dr. Herr Julius Tiefenlehrer, sabihondo catedrático alemán,
que se propuso descifrarlo á toda costa. Con la cachaza del que no
regatea tiempo, se instaló en las mismas ruinas, y araña de aquí,
escarba de allí, rebusca por allá y escudriña por acullá, consiguió
desenterrar, al pie de una columna, en la cripta bajo lo que fue salón
del trono, un cofrecillo de hierro que contenía un rollo de manuscritos.
A pique estuvo el Dr. Tiefenlehrer de volverse loco de júbilo con el
inestimable descubrimiento; como que los manuscritos eran nada menos
que unas instrucciones muy prolijas, de puño y letra del mismo Basilio
XXVII, y destinadas á sus herederos y sucesores, para adoctrinarles en
la recta gobernación del Estado y en la conducta que debe seguir un
monarca. Pero lo que sobre todo arrebató á Herr Julius al quinto cielo,
fue que, por vía de ejemplo, Basilio refería allí con pormenores la
historia del _Palacio frío_. Y nosotros, al traducirla del enorme
volumen en lengua alemana en que el sabihondo la publicó,
enriqueciéndola con toda especie de documentos, glosas, advertencias,
referencias, notas, comentarios, planos y estudios comparativos con
otras tradiciones de Magna y de los demás pueblos del mundo, la
extractamos rápidamente y sólo damos en forma escueta el relato del
extraño suceso por el cual se llamó _frío_ el palacio de Basilio XXVII.
Es el caso que cuando el joven Basilio heredó la corona, hallóse en un
estado de ánimo parecido al fervor de los que ingresan en una orden
religiosa, y se dió á pensar cómo debía conducirse á fin de cumplir sus
deberes y desempeñar á perfección la alta y ardua tarea que le señalaba
el destino. Penetrado de la grandeza y hasta de la santidad de su cargo,
pidió á Dios luz y fuerza para que su nombre pasase á la Historia con la
aureola y el prestigio de los reyes que saben ejercer el poder sumo en
provecho y honor de la patria. Sin embargo, tan excelentes intenciones
se estrellaban contra una dificultad: el rey quería el bien, pero no
sabía dónde estaba, ni en qué consistía, ni cómo era preciso
arreglárselas para descubrirlo.
Así las cosas, y mientras Basilio cavilaba en el modo de acertar, empezó
á darse cuenta de un sorprendente fenómeno; y es que dentro de su
palacio--aquel deleitoso palacio construído por una reina enamorada para
albergue de la dicha, y enclavado en un oasis, en lo mejor de un país de
clima naturalmente benigno,--hacía frío, mucho frío, un frío cruel. La
sensación de este frío, al principio sutil y casi imperceptible, iba
siendo á cada paso más fuerte y penetrante. Nadie dudará que el rey
aplicó al punto los remedios que suelen emplearse contra el descenso de
la temperatura; y el primero fue abrigarse, envolverse en ropas de
invierno. Desde la hopalanda de enguatada seda hasta el manto de finas
pieles de rata polar, colchón vivo que crea una atmósfera suave y tibia
en torno del cuerpo; desde el casacón de terciopelo de media pulgada de
alto hasta la funda de raso rehenchida de plumón de pato silvestre;
desde la vedijosa zalea de cordero blanco hasta la gruesa manta lanuda,
Basilio usó cuanto juzgó á propósito para entrar en calor, sin que se
desvaneciese aquel frío singular, siempre más intenso. Desesperando ya
del abrigo suyo, se dió prisa á calentar el palacio. De entonces procede
la construcción de las suntuosas y amplias chimeneas que por todas
partes lo decoran, y en las cuales noche y día se quemaba un monte
entero de leña seca, levantando mil lenguas y jirones de llama. No se
conocía en aquel tiempo otro sistema de calefacción; pero sobraba para
disipar cualquier frío natural y explicable en lo humano. No obstante,
el frío continuó, arreció, redobló, invadiendo ya la médula del rey, que
daba diente con diente á todas horas.
Cuando Basilio XXVII preguntaba á sus ministros y magnates y á los mil
agradadores que bullen alrededor de los poderosos si sentían como él
aquel extraño frío, le desesperaba oirles responder vagamente que sí, y
al mismo tiempo verles andar á cuerpo y abanicarse, mientras él se
encogía castañeteando los dientes. Notaron los áulicos la contrariedad
del soberano, quisieron llevarle la corriente y fue muy gracioso verles
fingir que también se helaban, vestidos de riguroso invierno y sudando
como pollos. Y el joven rey, que tenía un espíritu sincero y leal, se
indignó ante la comedia y miró á sus cortesanos con desprecio profundo
al observar que en cosa tan evidente y palmaria le mentían y engañaban
sin temor. Acometido de tristes recelos, pidiendo la verdad á la
ciencia, Basilio llamó á un médico y le preguntó si el terrible frío que
sólo él padecía sería debido á mortal enfermedad. Reflexionó el sabio, y
después quiso saber si el rey notaba el mismo frío en todas partes.
Abriendo una ventana, suplicó á Basilio que se asomase; y cuando éste
pensó tiritar y morir helado, observó que, por el contrario, el aire
exterior le calentaba y reanimaba mucho.
--La solución de este problema no depende de la Medicina--declaró el
doctor.--V. M. no está enfermo. No me consulte á mí, sino á su
conciencia y á Dios, y pues aquí tiene frío y ahí no, salga, salga á
todas horas; viva fuera de este palacio fatal.
Y Basilio salió, en efecto, huyendo de la espléndida morada en que se
congelaba su sangre y los mármoles parecían témpanos, y los dorados,
irisaciones del sol en las paredes de alguna nevera. Echóse á todas
horas á la calle, gozando con delicia la suave temperatura,--y poco á
poco fue tomándose interés en lo que le rodeaba y estudiando y
conociendo lo que preocupaba y convenía á sus vasallos.--Vió con
extrañeza que el mundo no era como sus cortesanos lo pintaban, y le
pareció que se le barrían de los ojos unas telarañitas y que el cerebro
se le despejaba y se le despabilaba el sentido. Mil cuestiones que no
comprendía se le aparecieron claras, transparentes; conoció las
necesidades, oyó las quejas, se asimiló las aspiraciones, hizo suyos los
deseos y afanes del pueblo, y de tal modo se identificó á la vida de sus
súbditos, que su corazón llegó á latir enteramente al unísono del gran
corazón de la Patria, como si á los dos los regase la misma sangre y los
dilatasen y contrajesen iguales alegrías y tristezas. Basilio estaba
transportado; lo único que todavía le contrariaba era que, al retirarse
á palacio, le acometía el frío otra vez. Y, en un momento de
inspiración, se le ocurrió que, pues fuera hacía calor, quizás el
palacio se templaría abriendo de par en par las puertas y las ventanas
para que lo llenase el ambiente exterior, las ráfagas de la calle y
hasta la gente de la calle, la gente humilde. Dió, pues, la orden, y
fueron franqueadas á los súbditos las puertas del regio alcázar. Y á
medida que el pueblo, respetuoso y lleno de amor por su buen monarca,
recorría las estancias magníficas, verificábase el portento: derretíase
el hielo, el aire se hacía blando, templado; las avecillas de las
pajareras cantaban, los tiestos florecían, reía el dulce hálito de la
primavera.--Resuelto estaba el enigma. Basilio XXVII no volvió á tener
frío en su palacio.


EL TEMPLO

Sucedía lo que voy á referir en los tiempos modernísimos de la China,
séptimo siglo de nuestra era, reinando la emperatriz Vu. No incluyen los
historiógrafos sinenses á esta dama en la lista de los soberanos,
alegando que Vu era una usurpadora, ni más ni menos que la actual
emperatriz, que tanto preocupa á la Europa culta.
Hija de un príncipe de Mingrelia, Vu fue llevada al gineceo de Tai-Sung
con otras veinte doncellas nobles, encargadas de hacer el té y plegar,
guardándolos en cajas de sándalo oriental, los ropajes de seda del
emperador. La reconocieron los eunucos; se cercioraron de que tenía el
aliento sano, la dentadura pareja y completa, el cuerpo puro y gentil, y
sabía trazar con el pincel los caracteres complicados del alfabeto,
rasguear la guitarra y recitar de memoria las enseñanzas de la
literatura Pan-hoei-pan, que ordenan á la mujer ser en su casa nada más
que un eco y una sombra. Seguros ya de que Vu merecía el honor de
divertir al glorioso soberano, la vistieron de bordadas telas, la
perfumaron con algalia, salpicaron de flores de cerezo su negra
cabellera, peinada en complicadas y relucientes cocas, y la presentaron
á Tai-Sung. Este apenas la miró; altos designios, planes heroicos,
sabias máximas ocupaban su mente. Estaba disponiendo las instrucciones
que había de dar al príncipe heredero Kao-Sung, entre las cuales
figuraba este consejo: «Reina sobre ti mismo y sujeta tus pasiones.» Y
el príncipe heredero--asomado al balconcillo de un pabellón de bambú que
adornaban placas de esmalte y cuyo techo escamoso guarnecían
campanillitas de plata,--vió pasar á la nueva esclava de su padre y la
codició en su corazón de un modo insensato.
Un mes más tarde, el emperador bebía una taza de té servida por Vu, y
disuelta en la rubia efusión, fuerte dosis de opio ofrecía al mortal
reposo eterno. Después del solemne entierro del ilustre guerrero y
legislador, Kao-Sung repudió á sus legítimas esposas, emperatrices del
Poniente y del Levante, y sentó á su lado, en el trono, á Vu, dándola el
título nuevo é inaudito de reina celestial.
Jamás se había cometido tan grave y escandalosa acción. La piedad filial
es la virtud china por excelencia, y Confucio dice en el Y-King ó _Libro
de los libros_ que el padre es al hijo lo que el sol al mundo. Pero
habían pasado los tiempos en que el prestigio de la ley podía más que el
respeto al Monarca, y nadie se atrevió á chistar. Solamente un
literato--en aquel país los literatos llevaban la voz de la conciencia
pública--tuvo valor para anunciar á Kao-Sung que los Espíritus ó manes
de los antepasados tomarían venganza de la ofensa; por lo cual el
literato fue esmeradamente cortado en diez mil pedacitos, suplicio que
se reserva á los grandes culpables.
Sin duda los Espíritus quisieron dejar bien al literato, pues Kao-Sung
murió pronto, consumido por el incendio de sus venas, por el amor
desesperado y loco. Sucedíale su hijo Shun-Sung; pero á los pocos días
la emperatriz le hizo sorprender en su lecho y trasladar en palanquín á
una fortaleza fronteriza, de las que defendían la Gran Muralla. Y
apoderándose del trono, dió rienda suelta á su soberbia infinita. Mandó
construir un palacio desmesurado, y en él reunió servidumbre
innumerable, entre la cual había bailarinas, atletas, astrólogos,
arqueros muy diestros y palafreneros tártaros de suma habilidad. Todas
las noches los jardines se iluminaban con millares de farolillos, y
barcas empavesadas, de figura de dragones ó cisnes, llenas de músicos,
con mesas dispuestas para el banquete, recorrían los estanques y lagos;
en la más suntuosa de las embarcaciones, la emperatriz, rodeada de su
corte, se entregaba á los delirios de la orgía. Hasta tuvo el capricho
de hacer un lago de vino rojo y ver cómo se bañaban en él, ebrios ya,
los cortesanos. En medio de su desatinada vida, Vu pensaba en agrandar
su Imperio, y veteranos generales consiguieron para sus armas brillantes
victorias. Los literatos, no queriendo ser aserrados ó cortados en diez
mil trozos, cantaban la gloria de la excelsa Vu, y el Imperio entero,
postrado á sus casi invisibles pies, la reverenciaba acobardado, pues
las proscripciones habían hecho oscilar, al extremo de un bambú corvo,
muchas y muy ilustres cabezas.
Cualquiera pensaría que Vu, en tal esplendor de triunfo, no envidiaba á
nadie en la tierra. Y sin embargo, á los tres años de reinar, dió
marcadas señales de cansancio y hasta de melancolía, por lo cual los
médicos y astrólogos de palacio no sabían á qué santo encomendarse, pues
la Emperatriz, encerrada en sus habitaciones, se negaba á ver á nadie, y
hasta hubo días en que rehusaba el alimento. Mil versiones corrían
acerca del padecimiento incomprensible de la Emperatriz,--y es que nadie
podía sospechar que Vu, la ambiciosa, la caprichosa, estaba perdidamente
enamorada de un joven bonzo, sacerdote de Fo (á quien en la India llaman
el Buda).
Ni toda la ciencia del gran Confucio y de Lao-Seu, el filósofo de las
blancas cejas, alcanzaría á explicar la secreta razón del enamoramiento
y del sufrimiento de la Emperatriz. Así como se habían reclinado en los
cojines de seda de su gabinete los esculturales hijos de Corea ó Kaolín
(la tierra cuyo barro sirvió al Espíritu para modelar al primer hombre),
los indianos del Himalaya, de negros ojos de gacela y dorada piel; los
siberianos, de azules pupilas, y los montañeses Kirguizos, de arrogante
apostura, nada más fácil para la celeste Emperatriz que prender al joven
bonzo Hoay y encerrarle allí, entre jardines de arbustos enanos en
flor, que convidan á la molicie. Mas no era eso lo que Vu deseaba. Había
visto al bonzo en ocasión de hallarse ella pescando en un estanquito
peces de colores. Al tirar de la cuerda y sacar un plateado ciprino de
aletas de carmín, el budista, que pasaba con los ojos bajos, había
alzado la voz, exclamando severamente: «Mujer, ¿por qué haces daño á los
seres vivos é inofensivos? Si quieres saciar tu crueldad, clávame el
anzuelo á mí.» Y desde aquel instante, Vu veía siempre el grave rostro,
la mirada intensa, de fuego, la figura penitente del bonzo Hoay; y en
memoria suya, á ningún sér viviente se hacía mal en el inmenso palacio.
Vu comía frutas confitadas, legumbres cocidas, y las aves anidaban
pacíficamente en el imbricado reborde de los pabellones de recreo.
Un día, ya desesperada, sintiendo que la tristeza la consumía hasta la
médula de los huesos, Vu se hizo conducir al monasterio donde habitaba
el bonzo, y arrojándose á sus pies, sin orgullo ni alarde de poderío, le
explicó su mal y le pidió el remedio. «Yo sanaré si tú me guías; yo
sanaré si tú estás á mi lado.» Hoay levantó del suelo á la Emperatriz
celeste, y con palabras fraternales la calmó: «Empieza--la dijo--por
elevar un templo á la Luz y otro al Cielo..., y después llámame.» Vu
erigió dos templos altísimos, que agotaron su tesoro; terminadas las
obras, avisó al bonzo, el cual acudió, y, armado de una antorcha,
incendió los maravillosos edificios. No quedó de ellos más que ceniza.
Después dijo á la consternada Emperatriz: «Ahora, mujer, eleva un templo
más alto, más alto, dentro de ti, en tu corazón, al Cielo y á la Luz...
y cuando esté erigido vuélveme á llamar.» Vu ignoraba cómo arreglárselas
para elevar un templo dentro de su corazón; no obstante, por instinto
del querer--instinto infalible,--adoptó vida distinta de la anterior:
abrió las prisiones, prohibió los suplicios, rebajó los impuestos, oyó
las quejas justas, dió premios á la piedad filial, amparó la
agricultura, y en su palacio estableció tal moralidad, que podrían ser
de vidrio las paredes. El bonzo, satisfecho, venía á visitarla todas las
tardes, y cogidos de las manos, apaciblemente, conversaban sobre las
cuatro virtudes sublimes y la liberación de la bienaventuranza final. Vu
era dichosa como en su vida lo había sido.
Sin embargo, los veteranos generales, los eunucos directores de las
fiestas, los panzudos mandarines y hasta los literatos, envidiosos de la
privanza de Hoay, al ver que ya no se ordenaban suplicios, conspiraron.
Y Vu, aquella Emperatriz que (según el dicho del historiador Padre
Amiot) emprendió y ejecutó impunemente las cosas más extraordinarias y
más opuestas al criterio y costumbres de la China, fue sorprendida en su
pabellón y secretamente estrangulada, en castigo de haber concebido un
amor diferente de otros amores, y de haber, á impulsos de ese extraño
sentimiento, elevado en su corazón un templo muy alto al Cielo y á la
Luz.


EL MILAGRO DE LA DIOSA DURGA

La historia religiosa y la civil y militar se encuentran tan íntimamente
enlazadas en los pueblos antiguos de la India, que ni la crítica intenta
separarlas; los textos históricos se hallan en los libros sagrados; las
mismas epopeyas tienen carácter teológico, y obra son de bramanes ó
sacerdotes. En una epopeya de las más difusas encuentro el relato del
hecho sobrenatural que vais á leer, si lo leéis, y á meditar, si
gustáis. De mí sé decir que me dejó buen rato pensativa.
La ciudad y estados de Kapala, florecientes bajo los reyes de la casa de
Dapatamali, decayeron poco á poco de su antiguo esplendor, y en plazo
relativamente corto vinieron á ser invadidos y sometidos por sus
constantes enemigos los de Kamurti. Tributos onerosos, vejámenes
intolerables, humillaciones continuas, las leyes y las instituciones, el
comercio y la agricultura de Kapala sometidos á la fiscalización y á la
avidez codiciosa del enemigo, todo esto tuvieron los kapaleños que
sufrir y llevarlo en paciencia, pues al soberbio vencedor le parecía
harto haberles dejado la vida salva. Es verdad que cuando aconteció á
Kapala tal desventura, ya estaba muy abatida y desbaratada por culpa de
la mala administración, rapacidad y desmanes de los exactores, y de
infinitos vicios que se habían ido arraigando en su constitución y
enfermándola, hasta producir una atonía que hizo á los kapaleños
indiferentes á su propio decaimiento y vergüenza.
Como si todas las manifestaciones del espíritu se agotasen á la vez en
Kapala, cayó también en olvido la religión, y quedó abandonado el
maravilloso templo de la diosa Durga, emplazado al pie de la montaña de
Sindoro, que es el Olimpo javanés, residencia favorita de los
inmortales. Y se necesitaba que Kapala hubiese descendido tanto para que
yaciese desierta la sacra montaña, poblada de arbustos en flor, regada
por ríos y manantiales de deleitosa frescura, en cuyos remansos abrían
los lotos azules, blancos y rosados, sus redondas y geométricas corolas;
la montaña poblada de lindas _apsaras_ (las ninfas de la mitología
indostánica) y de aves canoras y dulces, cuyos gorjeos hacen insensible
el transcurso de las horas, de los años y hasta de los siglos.--En la
vertiente de la montaña alzábase la mole del templo de Durga, cuyas
imponentes ruinas son aún hoy asombro de arqueólogos y viajeros. Salvada
la puerta, lo primero que se divisa es la efigie colosal de la diosa,
de aspecto venerando. Bajos los ojos como en misterioso éxtasis, y
cubierta la cabeza por la alta mitra, en cuyo centro refulge enorme
esmeralda; apoyados los pies en el lomo del toro Nandi, Durga tiende sus
ocho brazos, y en cada uno de ellos lleva un atributo de sus enseñanzas
y doctrinas. El primero empuña la cola de un búfalo, emblema de la
agricultura; el segundo una espada, que significa el heroísmo; el
tercero el vaso sagrado, símbolo de la religión; el cuarto la maza,
representación del vigor y la fuerza; el quinto la luna, imagen de la
sabiduría; el sexto el escudo, que aconseja prudencia y ánimos para
defenderse; el séptimo el estandarte, que es la ley, y finalmente, el
octavo agarra, con brío y violencia los cabellos del muñeco Maikasur,
personificación del vicio, ordenando así la diosa que no se omita el
castigo de los culpables, tan necesario para ejemplo y escarmiento en
las bien ordenadas repúblicas. Dentro no faltaban otras efigies de
Durga, y se adoraban las de Siva y Ganesa.--Pena infundía ver el
magnífico templo sin sacerdotes ni acólitos, vacío y mudo, invadido por
las plantas parásitas que se agarran á la piedra y consuman su
destrucción.
Aparte de las aves y de los reptiles, no quedaba dentro del santuario de
Durga más sér viviente que un anciano solitario. Es verdad que valía por
cien bramanes: la austeridad increíble de sus mortificaciones, que le
habían desecado el cuerpo y consumido y destuetanado hasta los huesos,
le tenían hecho una momia, pero tan comunicado con la esfera superior de
Brama, que cuantas veces hincaba en el suelo su báculo, el seco tronco
brotaba rama y flor, y que, sin sentirlo, á ratos se elevaba de tierra
siete codos el penitente, con otros prodigios que despacio refiere la
epopeya. La fama del santísimo Majamí, tal era su nombre, empezó á
divulgarse, y llegando á oídos de tres kapaleños que no podían
resignarse al triste estado presente de su nación, resolvieron
peregrinar al santuario de Durga y pedir á Majamí consejo y á la diosa
intervención eficaz.
Pertenecían estos tres últimos kapaleños patriotas á la casta de los
_chatrias_ ó guerreros, que forma, después de los bramanes ó sacerdotes,
la primer aristocracia de la India. Bien montados y llevando ofrendas
para la deidad, se encaminaron á Sindoro al rayar la mañana, y salvando
la odorífera selva y los lagos deliciosos, no tardaron en avistar las
galerías de arcadas y las innumerables cupulillas del vasto templo.
Pasaron, sobrecogidos de religioso pavor, bajo la enorme puerta de
entrada, en cuyas jambas hacen la guardia dos colosos armados de sendas
porras; y dentro del patio, al pie de la estatua de la diosa, cruzado de
piernas y mirándose al sitio en que debía estar el vientre,--la posición
en que suelen representar á los Budas,--calcinándose bajo un sol de
fuego, hecho un pedazo de yesca ó un tronco que abrasó el estío, vieron
al santo Majamí, tan quieto, que un pájaro se había posado en su cráneo
y sólo voló al ver aparecer á los tres chatrias.
--Grande y venerable asceta--dijo el que llevaba la palabra,--hemos
venido á turbar tu quietud y á interrumpir las místicas meditaciones que
te ponen en contacto con las esferas divinas, para rogarte que te
acuerdes del daño, desastre y acabamiento de nuestras comarcas y reino
de Kapala, y ejercites el formidable poderío que te otorga tu santidad
para obtener de la diosa Durga, en otro tiempo tan propicia á los
kapaleños, que nos restaure. Únicamente Durga puede hacer un milagro que
nos saque del abismo. Concentra tu voluntad, y obtén de la diosa el
favor que solicitamos.
Permanecía Majamí como si fuese labrado en piedra. Los chatrias,
respetando su inmovilidad, se prosternaron y adoraron á Durga, admirando
los atributos de sus ocho brazos y la esmeralda que en su mitra
resplandecía como una esperanza dulce. Entonces, con imponente lentitud,
los blancos ojos del solitario giraron en sus órbitas; su boca quemada y
negruzca se abrió solemnemente; su esternón, en que se contaban las
costillas apenas sujetas por la piel, jadeó para recobrar el ritmo de la
respiración olvidada; y al fin, con voz discorde y cavernosa, como el
chirrido de una puerta de oxidados goznes, murmuró gravemente:
--Contemplad ¡oh chatrias! los atributos de la diosa. ¡Ellos os dirán
cómo se hacen los milagros!
No les contentó la respuesta, é insistieron. El gran Majamí podía
solicitar de Durga milagrosa intervención: ¡el poder de la diosa era
tan infinito! Entonces el penitente, levantándose con trabajo, y
renqueando y vacilando sobre sus canillas huesosas, registró bajo el
zócalo de la estatua y sacó un pez muerto, ó mejor dicho, un pez seco
ya, de tonos metálicos, momificado como el propio Majamí--un pez que
parecía de estaño y cobre,--y se lo tendió á los chatrias, que no
pudiendo comprender el sentido de tan raro presente, sin replicar lo
tomaron.
--Durga os manda alimentaros de ese pez,--declaró Majamí.--Al sestear en
la montaña lo asaréis... y el pez os dirá cómo se hacen los milagros.
Asaz mohínos se despidieron los tres kapaleños patriotas, comentando el
regalo del pez y conviniendo en que Durga, airada ó indiferente, no
quería socorrer á Kapala. Con todo, á la primer parada bajo un grupo de
limoneros y tamarindos, dócilmente encendieron una hoguera y arrimaron á
la brasa el pez. Y, al caer sobre las ascuas, el pez empezó á hincharse,
á esponjarse; sus metálicas escamas se hicieron flexibles; al cabo de
pocos instantes, sus aletas se abrieron, se coloreó de rojo su abierta
boca, palpitaron sus branquias, y ¡oh prodigio de Durga! el pez, de un
brinco, saltó de la llama á la hierba, fresco, vivo, coleando.
--Durga nos manda imitar á ese pez--exclamó el primer chatria.--He
comprendido, hermanos míos. _¡Resucitemos!_


ENTRE RAZAS

Al admirar la colección de objetos de arte de mi amigo el conde de
Boltaña, me llamó la atención uno que no descollaba por su mérito, pero
que decía á mi alma cosas muy expresivas. Era la efigie--de talla, con
ropaje dorado y estofado--de San Benito de Palermo. La negra faz del
Santo, su testa de cabellera lanuda, se destacaban con singular energía
sobre las ricas vestiduras sacerdotales. Notando el interés con que yo
miraba la estatuilla, me advirtió el conde:
--Esa escultura es de lo más flojo que hay aquí.
--Pero encarna una idea--respondí al punto.--Encarna la idea tan
esencialmente democrática del Catolicismo. Es la apoteosis de la
igualdad humana; reprueba la división en razas superiores é inferiores
que estableció el paganismo. Por eso me conmueve el santito negro, que
estará ahora bañándose en la blanca luz celestial.
--Si yo le refiriese á usted--exclamó el conde--cuándo y en compañía de
quién adquirí esa talla y lo que después ocurrió, tal vez pensaría usted
que á fines de nuestro siglo la civilización vuelve al cauce pagano,
restaurando la desigualdad basada en la fuerza material... y que pierde
terreno, en los pueblos directivos, la noción del derecho.
Y como yo insistiese en conocer sin tardanza la historia de la compra
del San Benito, nos sentamos en cómodos y vetustos sillones de badana
cordobesa, y el conde habló así:
--Ha de saber usted que hace años, un primo mío, cónsul en Baltimore, me
recomendó á cierto norteamericano que venía á recorrer las principales
ciudades de España y proyectaba detenerse en Madrid cosa de un mes. Con
la hospitalaria cortesía de que nos preciamos los españoles,
sacrificando tiempo y dinero, me dediqué á acompañar y obsequiar al
yanqui, llevándole adonde mostraba deseos de ir: á las casas de los
anticuarios y también á los cafés flamencos y teatrillos de mala muerte,
con todas sus consecuencias. Para que usted se explique éstas al parecer
contradictorias aficiones de mi extranjero, habré de retratarle en
cuatro rasgos. Podría tener de veintiséis á treinta años de edad; era
alto, anguloso, como tallado á hachazos; y el contraste de su figura
consistía en aquel corpachón de boxeador y púgil terminado por una cara
imberbe, rasa, de ojos incoloros y fríos, de boca femenil. Llevaba el
pelo muy recortado, y al sol su cabeza parecía bola de oro pálido; en
suma, la facha de un _clergyman_, y desmintiendo el tipo clerical y
beatífico, una fisiología poderosa. Su carácter era poco expansivo, con
súbitos arrebatos de voluntariosos antojos; y noté fácilmente cómo en
las tiendas de antigüedades pasaba de la glacial indiferencia al
violento deseo, determinado, no por la belleza de un objeto, sino por su
alto precio ó su rareza. «Dentro de poco--solía decir en regular
castellano al sacar la cartera atestada de billetes--tendremos _allá_ lo
mejor de la vieja Europa.» Compraba lo mismo que quien roba, y sin mirar
sus adquisiciones segunda vez, las encajonaba y expedía. Lo único que
despertaba en él una emoción parecida al respeto, eran los cachivaches
de carácter nobiliario--que suelen hacernos sonreir á los españoles.--Un
carcomido escudo de armas, una amarillenta ejecutoria con miniaturas, le
atraían y borraban la contracción irónica de sus labios. Llamábase
Ricardo Stoddard, y sospecho que poseía fábricas de harinas y pastas;
pero jamás lo confesó, y pidióme por favor que le llamase siempre _don_
Ricardo, en lo cual á poca costa le dí gusto.
Una mañana, mientras rebuscábamos tesoros de arte, apareció ese San
Benito de Palermo, cubierto de polvo y destrozadillo. _Don_ Ricardo miró
la efigie y pronunció con calma: «Estúpida, una religión que pone en
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