Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - 04

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resistían aún algunos hombres, mandados por el párroco fraile; hacia la
plaza sonaban disparos; el pueblo, inerme ya, encontrábase entregado al
saqueo y á la matanza. Los españoles se precipitaron en él, y se luchó
confusamente entre las sombras ó á la luz del incendio, pisando muertos
lívidos, acribillados de heridas, vivos palpitantes aún, agarrándose con
los bandidos y cruzando con sus raras armas de salvajes, sus campilanes
y sus krises ondeados como sierpes, las leales espadas y las limpias
bayonetas. La pelea, sin embargo, duró poco; la horda, con exclamaciones
nasales, con atiplados chillidos, que delataban á la vez el despecho, la
ferocidad y la cautela, se comunicó la orden de retirada, y dejando en
la plaza y en las calles otra nueva hornada de cadáveres--porque la
tropa, cansada y todo, pegaba duro,--huyeron á la desbandada los
rebeldes, y los defensores de Arringuay, llorando de gozo, bajaron de la
torre, en cuyos escombros pensaron envolverse. El fraile, empuñando
todavía su Remington, corrió al encuentro del capitán, y aquellos dos
hombres que no se conocían, que no se habían visto nunca, pero que eran,
en el momento de encontrarse, una misma idea habitando dos cuerpos
diferentes, se abrazaron con esa efusión larga, ardorosa, con que sólo
se abrazan los que se quieren mucho...
La tropa, reanimada ya, ni pensaba en comer ni en dormir. Iban de casa
en casa ayudando á apagar el incendio. Y el fraile y el capitán,
comprendiendo que no era hora de entregarse á desahogos, se pusieron de
acuerdo en breves palabras, empezaron á dar órdenes y á ejecutarlas en
persona. Los moradores, como el rebaño después de la acometida del lobo,
juntáronse en la plaza: la madre buscaba al hijo, el hermano al hermano;
se llamaban, se contaban; algunos sacaban á cuestas á los heridos. Un
sargento trajo en brazos á un niño de pecho; acababa de encontrarlo en
una casuca que empezaba á arder, y donde sólo había una mujer muerta,
nadando en un charco de sangre. Era la criatura un muñeco amarillo, que
se descuajaba llorando; pero al capitán la vista del muñeco le avivó
deseos y afanes, con más viveza en aquella noche, en que especialmente
son sagrados los pequeñuelos; inclinóse y besó tiernamente al huérfano,
y el teniente, con bonita sonrisa juvenil, le alzó entre sus manos y le
enseñó á la multitud, diciendo humorísticamente:
--¡Miren qué Niño Dios nos cae hoy!
--Es bien feo el condenado, mi teniente--declaró el sargento.
--¡No tenemos otro...!
Y el niño, de raza malaya, fue festejado y compadecido, y chillado,
hasta que le tomó de su cuenta una china que le acercó á su seno
oblongo, y á la cual el capitán deslizó en la mano todo el dinero que
llevaba.


DOS CENAS

--Hoy es un día muy señalado y una noche en que no se debe cenar
solo--dijo Rosálbez el banquero á su amigo el joven conde de Planelles,
á quien encontró _casualmente_ en su misma calle, casi frente al
suntuoso palacio. Usted es soltero, no tendrá quizá comprometida la
cena... Si quiere hacernos el obsequio de aceptar... á las ocho en
punto... Yo apenas cenaré, me siento malucho del estómago; usted
despachará mi parte...
--Mil gracias y aceptado--respondió cordialmente el conde.--Pensaba
cenar con unos cuantos en el Nuevo Club. Les aviso y en paz... Aunque
casi no era necesario avisarles: al no verme allí...
--¡Perfectamente! Hasta luego--murmuró Rosálbez saltando á su berlinita
que le aguardaba, para llevarle, como todos los días, á una plazuela, y
de allí á pie á cierta casa, hasta la cual no le convenía que llegase el
coche. Era el secreto de Polichinela, como dicen nuestros vecinos los
franceses; nadie ignoraba en Madrid que Rosálbez protegía á aquella
rasgada moza, Lucía _la Cordobesa_, de tanta gracia y garabato, y que el
entretenimiento le salía carísimo--el que lo tiene lo gasta.
Ha de saberse que Rosálbez el opulento había llegado á los cincuenta y
seis años y empezaba á cambiar sensiblemente de genio y de gusto. En
otro tiempo no necesitaba la nota afectuosa en sus relaciones con
mujeres: sólo exigía que le divirtiesen un instante. Ahora, sin duda, el
desgaste físico de la edad reblandecía sus entrañas, y lo que buscaba
era agrado tranquilo, el halago suave de un mimo filial. Su hija
verdadera, Fanny, le demostraba un respeto helado, una obediencia pasiva
y mecánica, y Rosálbez aspiraba á encontrar en _la Cordobesa_
espontaneidad, calor amoroso, algo distinto, algo que removiese cenizas
y alzase suaves llamas. Con esta esperanza y este deseo, llamaba á su
puerta el día de Navidad.
Lucía estaba en su tocador. Vestía una bata de franela rosa. La
doncella, que le recogía con ancho peine la magnífica mata de pelo
ondulado, de un negro de azabache, al ver entrar al protector retiróse
discretamente.
_La Cordobesa_ sonrió; Rosálbez la tomó una mano, y acariciando con
reiterados pases la piel de raso moreno y los torneados dedos, la
interpeló así:
--¿Conque cenamos juntos esta noche, nena? ¿Conque tú misma irás á la
cocina y dirigirás la sopa de almendra y la compotita con rajas, al uso
de tu país?
Lucía entornó un instante los párpados pesados y sedosos, y su boca
pálida, en la cual refulgían los dientes como trozos de cuajado vidrio
frío y blanco, hizo un gesto de mal humor.
--¡Ay, hijo! ¡Pero qué caprichos gastas, vaya por San _Rafaé_! ¿Te lo he
de decir cantando ó _resando_? Ya sabes que está en Madrid mi prima la
de Écija, y quiere que la acompañe á la misa _el_ Gallo, á media noche.
Si te conformas con cenar á las ocho y largarte á las once en punto...,
santo y bueno; después... tengo compromiso.
Rosálbez se soliviantó; se inyectó de sangre su cráneo calvo.
--¡Compromiso! ¡Me gusta! ¿Y qué compromiso es más que yo para ti? A las
ocho se cena en mi casa; tal noche como hoy no he de dejar á mi hija
sola, y menos teniendo convidados.
--¡Hola! ¡Convidados! ¿Quién?
--Gente que no conoces. Los Ruidencinas, Mario Lirio, el conde de
Planelles...
Lucía se echó á reir. Su carcajada era vulgar (nada como el eco de la
risa delata la extracción, la educación y la calidad del alma).
--¿De qué te ríes?--exclamó el banquero impaciente.
--De ti--respondió ella con cinismo.--¡Mira tú que _empeñate_ en que no
conozco á esos! Conozco yo á _to_ el mundo.
--Aquella risa insolente y mofadora, que continuaba, le hacía daño á
Rosálbez. Hubiese pagado á buen precio una luz de melancolía en los
grandes ojos árabes de _la Cordobesa_, un aire de mansedumbre en su
morena faz.
--¿Me das de cenar ó no?--insistió secamente, sintiendo en las manos
como unas cosquillas, impulso de tratar con brutalidad á la reidora.
--A las _dose_... ni que te lo imagines, criatura,--declaró ella con la
misma desdeñosa inflexibilidad.
--Bien, hija--exclamó Rosálbez con laconismo, levantándose y
encaminándose hacia la puerta.
A medio pasillo sintió detrás de sí las pisadas y la voz de Lucía, que
le llamaba bromeando; pero en vez de volverse, apretó el paso, tiró
vivamente del resbalón de la puerta y bajó las escaleras á escape. Al
verse en la plazuela, recordó que había despedido su coche, y echó á
andar á pie, para calmar su agitación nerviosa. Claridad repentina
alumbraba su mente; comprendía lo que estaba sucediendo. Era, sin
ambajes, que se encontraba enamorado de Lucía, de _la Cordobesa_
agitanada é indómita. Hasta entonces la había mirado como un mueble ó un
objeto de lujo: indiferencia absoluta. Pero la crisis de su madurez,
ablandándole el corazón, hacía germinar en él un sentimiento
desconocido. Al acercarse la noche inmortal, consagrada al amor puro, en
que se desea reclinar la frente sobre el pecho de un sér amado, Rosálbez
soñaba que ese pecho sería el de _la Cordobesa_, y las proporciones de
su pena ante el desengaño le daban la medida exacta de su ilusión.
--¡Después de lo que hice por ella!--pensaba el banquero.--La he sacado
de la abyección y de la miseria; me debe hasta el aire que respira. La
he tratado mejor que á _nadie_; la he rodeado de bienestar y de lujo; la
he guardado incluso consideraciones... La quiero, la idolatro...
¡Ingrata!
La idea de la ingratitud de Lucía causó á Rosálbez una especie de
enternecimiento: sintió lástima de sí mismo; se tuvo por muy
desventurado. A aquella hora de su vida, ante la vejez amenazadora, con
la caja bien repleta y el alma completamente árida y obscura, Rosálbez
lo que echaba de menos, para tapar el negro agujero, era _cariño_. Su
mujer fue una dura vascongada, una rígida ama de llaves, una secatona
administradora, que no pensaba sino en cooperar dentro de casa, por
medio de una economía estricta, á las brillantes especulaciones del
marido. Cuando murió, Rosálbez notó su falta en que le robaron los
cocineros y subió bastante el gasto diario. Y Fanny, la única hija, algo
inclinada á la devoción, seria y callada por naturaleza, tampoco tenía
para su padre halagos. Hasta se diría que le miraba como á un amo que
manda, un superior, con quien no existe comunicación afectiva.
Actualmente, la absorbían del todo sus amoríos con el conde de
Planelles, no formalizados aún, Rosálbez lo sabía; y en el súbito acceso
de bondad que le había acometido, en el deseo de ver algún rostro que
le sonriese, al volver á casa se apresuró á entrar en el saloncito de
Fanny y darle la noticia de que estaba invitado Planelles á cenar.
Equivalía á decir: «Autorizo tus relaciones; ya tienes oficialmente
novio.»
Fanny, al recibir la nueva, se puso roja como una cereza, tembló, pero
sólo respondió:
--Está bien...
Rosálbez fantaseaba otra cosa; que le saltasen al cuello, que le
abrazasen estrechamente. Acababa de traslucir una solución para su vida:
unirse á su hija, crearse un hogar en el suyo, adorar y mimar á los
nietos que enviase Dios. Ya veía una larga serie de Navidades futuras,
de gozosas cenas de familia, con Arbol cargado de juguetes, con
sorpresitas retozonas y babosas del abuelo. Creía sentir sobre sus
rodillas el peso del «mayorcito» y en las barbas la sobadura de las
manos tibias de «la pequeña». ¡Ah, sí; aquello era lo bueno, lo honrado,
lo digno, lo que debía hacerse! Y conmovido, se acercó á Fanny y besó su
frente marmórea, bebiendo ansioso la nitidez virginal de la fresca piel.
Espléndida fue la cena, servida á las ocho en punto. En nada se pareció
á la que pretendía Rosálbez organizar en casa de _la Cordobesa_: ni hubo
sopa de almendra, ni besugo con ruedas de limón, ni compotita con rajas
de canela.--Esos platos clásicos, familiares, no suelen dignarse
presentarlos los cocineros de miles de pesetas de sueldo. Esos platos
son mesocráticos.--En cambio, desfilaron por la mesa del banquero los
peces y mariscos más suculentos, aderezados al genuino estilo francés,
y regados con vinos añejos, raros y preciosos. El triunfo del cocinero
fue un fingido jamón en dulce hecho de pescado prensado (no se podía
infringir el precepto de la vigilia), que engañaba, no sólo á la vista,
sino al paladar. Fanny, sentada á la derecha del que ya consideraba su
prometido, en la penumbra del centro de mesa formado de lilas blancas
forzadas en estufa y tallitos de combalaria alternando con camelias
rojas, le hablaba quedo. Rosálbez, que los miraba á hurtadillas, no pudo
menos de exclamar:
--Pero Planelles, ¡qué poco come usted!
A lo cual contestó el conde:
--Es que me siento malucho del estómago...
Tan sencilla frase hizo estremecerse al banquero. Era exactamente la
misma que él había pronunciado por la mañana, al invitar á Planelles,
cuando proyectaba reservarse para la otra cena, íntima, en casa de
Lucía, á las doce. Aquella singular coincidencia, no descifrada todavía,
heríale, sin embargo, como chispa lumínica el pensamiento. ¿Quién
averiguará por qué inmateriales hilos es conducida la leve sospecha que
precede á la entera revelación de la verdad? No fué el protector
apasionado de _la Cordobesa_, sino el padre de Fanny, quien calculó,
fijando los ojos en los del futuro yerno:
«A mí con esas. Tú ayunas para guardar apetito. ¡Ah! Yo te vigilaré.
¿Buscas en mi hija el oro ó el amor? ¡Cuidado conmigo!»
La impresión adquirió fuerza cuando, á pesar de que Fanny anunció que á
media noche justa, al dar las doce, serviría á los convidados una copa
de Champagne para celebrar el Nacimiento, el conde manifestó que se
retiraba.
Un cuarto de hora después que el conde, bajaba el banquero la escalera
de mármol blanco, y saltaba en el primer coche de punto varado en la
esquina. El simón destartalado se paró á la puerta de _la Cordobesa_. No
acudió el sereno á abrir: Rosálbez le daba muy generosas propinas porque
le dejase servirse de su llavín, sin oficiosidades importunas. Cruzó el
tenebroso portal, y girando á la izquierda y encendiendo un fósforo,
encontró la cerradura de la puerta del cuarto bajo.
Sufría una agitación honda cuando introdujo en ella el otro extremo del
llavín. ¡Aún dudaba! ¿Quién sabe? Tal vez, como buena andaluza apegada á
la tradición y creyente, _la Cordobesa_ no había querido pasar la noche
del 24 de Diciembre sin asistir á la Misa del Gallo, la más alegre y
tierna de todas las misas.--¡Qué dicha esperarla en el cuartito forrado
de felpa azul, y cuando regresase á la una, depositar en su regazo el
estuche con las calabazas de perlas, el último capricho!--Giró la llave
sordamente; el banquero sintió bajo sus pies la alfombra de la antesala.
Dió luz al tulipán, y al mismo tiempo oyó que salía del comedor algazara
y risa. De puntillas se coló en el ropero, que estaba á la derecha del
pasillo; quería saber á qué atenerse: iba á ver, á saber, á cerciorarse
de la infamia.--Del ropero se pasaba á un gabinete, y ya en éste, al
través de una puerta vidriera, era fácil distinguir cuanto en el
comedor sucedía. Rosálbez se agachó, entreabrió las cortinas... Enfrente
tenía á _la Cordobesa_, con mantón de Manila y flores en el moño; á su
lado, Planelles alzaba la copa.
El banquero retrocedió; reclinóse en un sofá, y creyó que una mano le
apretaba la nuez hasta asfixiarle. Era el desastre completo; era no
solamente la burla para él, sino el desprecio de su pobre Fanny, de su
hija. Las risas, las coplas, venidas del comedor, le azotaban como
látigos. Se levantó; á tientas buscó la salida, y se encontró de nuevo
en la antesala. Dejó la puerta abierta; en la calle tiró la llave al
primer agujero de alcantarilla; y subiendo á otro coche, dió las señas
de su palacio. Todavía estaban iluminados los salones; Fanny, en la
antesala, despedía á los convidados. Cuando desaparecieron, Rosálbez se
acercó á su hija, y cogiéndola de la mano tartamudeó:
--¡Valor! ¡No te sobresaltes!... Acabo de adquirir la prueba de que el
conde de Planelles no te merece; de que es un miserable, que te engaña
con la última de las mujerzuelas. Te lo juro; tu padre te lo jura, acaba
de cerciorarse de ello, positivamente... Jamás consentiré que vuelva á
poner los pies aquí.
Y Fanny, sin replicar, blanca como su traje, balbuceó:
--Entraré en las Reparadoras.
Rosálbez vió, mirando al porvenir, una larga serie de Navidades frías y
solitarias, inmenso agujero tétrico en su existencia...


LA NOCHEBUENA DEL CARPINTERO

José volvió á su casa al anochecer. Su corazón estaba triste: nevaba en
él, como empezaba á nevar sobre tejados y calles, sobre los árboles de
los paseos y las graníticas estatuas de los reyes españoles, erguidas en
la plaza. Blancos copos de fúnebre dolor caían pausadamente en el alma
del carpintero sin trabajo, que regresaba á su hogar y no podía traer á
él luz, abrigo, cena, esperanzas.
Al emprender la subida de la escalera, al llegar cerca de su mansión, se
sintió tan descorazonado, que se dejó caer en un peldaño con ánimo de
pasar allí lo que faltaba de la alegre noche. Era la escalera glacial y
angosta de una casa de vecindad, en cuyos entresuelos, principales y
segundos vivía gente acomodada, mientras en los terceros ó cuartos,
buhardillas y buhardillones, se albergaban artesanos menesterosos. Un
mechero de gas alumbraba los tramos hasta la altura de los segundos;
desde allí arriba, la obscuridad se condensaba, el ambiente se hacía
negro y era fétido como el que exhala la boca de un sucio pozo. Nunca el
aspecto desolado de la escalera y sus rellanos había impresionado así á
José. Por primera vez retrocedía, temeroso de llamar á su propia puerta.
¡Para las buenas noticias que llevaba!
Altas las rodillas, afincados en ellas los codos, fijos en el rostro los
crispados puños, tiritando, el carpintero repasó los temas de su
desesperación y removió el sedimento amargo de su ira contra todo y
contra todos. ¡Perra condición, centellas, la del que vive de su sudor!
En verano, cebolla, porque hace un bochorno que abrasa y los pudientes
se marchan á bañarse y tomar el fresco. En Navidad, cebolla, porque
nadie quiere meterse en obras con frío, y porque todo el dinero es poco
para leña de encina y abrigos de pieles. Y qué, ¿el carpintero no come
en la canícula, no necesita carbón y mineral cuando hiela? El patrón del
taller le había dicho, meneando la cabeza: «Qué quieres, hijo, yo no
puedo sacar rizos donde no hay pelo... Ni para Dios sale un encargo...
Ya sabes que antes de soltarte á ti, he _soltao_ á otros tres... Pero no
voy á soltar á mis sobrinos, los hijos de mi hermana..., ¿estamos? Ya me
quedo con ellos solos... Búscate tú por ahí la vida... A ingeniarse se
ha dicho...» ¡A ingeniarse! ¿Y cómo se ingenia el que sólo sabe labrar
madera, y no encuentra quien le pida esa clase de obra?
Un mes llevaba José sin trabajar. ¡Qué jornadas tan penosas las que
pasaba en recorrer á Madrid buscando ocupación! De aquí le despedían
con frases de conmiseración y vagas promesas; de allá, con secas y duras
palabras, hasta con marcada ironía... «¡Trabajo! Este año para nadie lo
hay...» respondían los maestros, coléricos, malhumorados ó abatidos. De
todas partes brotaba el mismo clamor de escasez y de angustia; doquiera
se lloraban los mismos males: guerra, ruina, enfermedades, disturbios,
catástrofes, miedo, encogimiento de los bolsillos... Y José iba de
puerta en puerta, mendigando trabajo como mendigaría limosna, para
regresar á la noche, de semblante hosco y ceño fruncido, y contestar á
la interrogación siempre igual de su mujer, con un movimiento de hombros
siempre idéntico, que significaba claramente: «No, todavía no.»
La mala racha les cogía sangrados, después de larga enfermedad, una
tifoidea de la chica mayor, Felisa, convaleciente aún y necesitada de
alimento substancioso; después de la adquisición de una cómoda y dos
colchones de lana, que tomaron el camino de la casa de empeños á escape;
después de haber pagado de un golpe el trimestre atrasado de la vivienda
y oído de boca del administrador que no se les permitiría atrasarse otra
vez, y al primer descuido se les pondría de patitas en la calle con sus
trastos... En ocasión tal, un mes de holganza era el hambre en seguida,
el ahogo para el resto del venidero año. ¡Y el hambre en una familia
numerosa! Nadie se figura el tormento del que tiene obligación de traer
en el pico la pitanza al nido de sus amores, y se ve precisado á volver
á él con el pico vacío, las plumas mojadas, las alas caídas... Cada vez
que José llamaba y se metía buhardilla adentro, el frío de los desnudos
baldosines, la nieve de la apagada cocina se le apoderaban del espíritu
con fuerza mayor; porque el invierno es un terrible aliado del hambre, y
con el estómago desmantelado muerde mil veces más riguroso el soplo del
cierzo que entra por las rendijas y trae en sus alas la voz rabiosa de
los gatos...
Cavilaba José. No, no era posible que él pasase aquel umbral sin llevar
á los que le aguardaban dentro, famélicos y transidos, ya que no las
dulzuras y regalos propios de la noche de Navidad, por lo menos algo que
desanublase sus ojos y reconfortase su espíritu. Permanecía así, en uno
de esos estados de indecisión horrible que constituyen verdaderas crisis
del alma, en las cuales zozobran ideas y sentimientos arraigados por la
costumbre, por la tradición. Honrado era José, y á ningún propósito
criminal daba acogida, ni aun en aquel instante de prueba; las manos se
le caerían antes que extenderlas á la ajena propiedad; pero esta
honradez tenía algo de instintivo; y lo que se le turbaba y confundía á
José era la conciencia, en pugna entonces con el instinto natural de la
hombría de bien, y casi reprobándolo. Él no robaría jamás, eso no...;
pero vamos á ver, los que roban en casos análogos al suyo, ¿son tan
culpables como parece? A él no le daba la gana de abochornarse, de
arrostrar el feo nombre de ladrón; unas horas en la cárcel le costarían
la vida; moriría del berrinche, de la afrenta; bueno; esas eran cosas
suyas, repulgos de su dignidad, que un carpintero puede tenerla también;
mas los que no padeciesen de tales escrúpulos y cometiesen una
barbaridad, no por sostener vicios, por mantener á la mujer y á los
pequeños..., ¿quién sabe si tenían razón? ¿Quién sabe si eran mejores
maridos, mejores padres? El no daba á los suyos más que necesidad y
lágrimas...
Gimió, se clavó los dedos en el pelo, y estúpido de amargura, miró hacia
abajo, hacia la parte iluminada de la escalera. Por allí mucho
movimiento, mucho abrir de puertas, mucho subir y bajar de criados y
dependientes llevando paquetes, cartitas, bandejas: los últimos
preparativos de la cena, el turrón que viene de la turronería, el
bizcochón que remite el confitero, el obsequio del amigo, que se asocia
al júbilo de la familia con las seis botellas de Jerez dulce y las rojas
granadas. Una puerta sola, la de la anciana viuda y devota, doña Amparo,
no se había abierto ni una vez; de pronto se oyó estrépito, una turba de
chiquillos se colgó de la campanilla; eran los sobrinos de la señora, su
único amor, su debilidad, su mimo... Entraron como bandada de pájaros en
un panteón; la casa, hasta entonces muda, se llenó de rumores, de
carreras, de risas. Un momento después, la criada, viejecita tan beata
como su ama, salía al descanso y gritaba en cascada voz:
--¡Eh, Sr. José! ¿Esta por ahí el Sr. José? Baje, que le quiero un
recado...
En los momentos de desesperación, cualquier eco de la vida nos parece un
auxilio, un consuelo. El que cierra las ventanas para encender un
hornillo de carbón y asfixiarse, oye con enternecimiento los ruidos de
la calle, los ecos de una murga, el ladrido del perro vagabundo... José
se estremeció, se levantó, y ronco de emoción contestó bajando á saltos:
--¡Allá voy, allá voy, señora Baltasara!...
--Entre...--murmuró la vieja.--Si está desocupado nos va á armar el
Nacimiento, porque han _venío_ los chicos, y mi ama, como está con ellos
que se le cae la baba pura...
--Voy por la herramienta--contestó el carpintero pálido de alegría.
--No hace falta... Martillo y tenazas hay aquí, y clavos quedaron del
año _pasao_; como yo lo guardo todo, bien apañaditos los guardé...
José entró en el piso invadido por los chiquillos y en el aposento donde
yacían desparramadas las figuras del belén y las tablas del armadijo en
que había de descansar. Entre la algazara empezó el carpintero á
disponer su labor. ¡Con qué gozo esgrimía el martillo, escogía la punta,
la hincaba en la madera, la remachaba! ¡Qué renovación de su sér, qué
bríos y qué fuerzas morales le entraban al empuñar, después de tanto
tiempo, los útiles del trabajo! Pedazo á pedazo, y tabla tras tabla, iba
sentando y ajustando las piezas de la plataforma en que el belén debía
lucir sus torrecillas de cartón pintado, sus praderas de musgo, sus
figuras de barro toscas é ingenuas. Los niños seguían con interés la
obra del carpintero, no perdían martillazo, preguntaban, daban parecer,
y coreaban con palmadas y chillidos cada adelanto del armatoste. La
señora, entretanto, colgaba en la pared unas agrupaciones de bronce y
vidrio para colocar en ellas bujías. Los criados iban y venían,
atareados y contentos. Fuera nevaba, pero nadie se acordaba de eso; la
nieve, que aumenta los padecimientos de la miseria, también aumenta la
grata sensación del bienestar íntimo, del hogar abrigado y dulce. Y José
asentaba, clavaba la madera, hasta terminar su obra rápidamente, en una
especie de transporte, reacción del abatimiento que momentos antes le
ponía al borde de la desesperación total...
Cuando el tablado estuvo enteramente listo, y José hubo dado alrededor
de él esa última vuelta del artífice que repasa la labor, doña Amparo,
muy acabadita y asmática, le hizo seña de que la siguiese, y le llevó á
su gabinete, donde le dejó solo un momento. Los ojos de José se fijaron
involuntariamente en los muebles y decorado de aquella habitación ni
lujosa ni mezquina, y sobre todo, le atrajo desde el primer momento una
imagen que campeaba sobre la consola, alumbrada por una lamparilla de
fino cristal. Era un San José de talla, escultura moderna, sin mérito,
aunque no desprovista de cierto sentimiento; y el santo, en vez de
hallarse representado con el Niño en brazos ó de la mano, según suele,
estaba al pie de un banco de carpintero, manejando la azuela y
enseñando al Jesusín, atento y sonriente, la ley del trabajo, la
suprema ley del mundo. José se quedó absorto. Creía que la imagen le
hablaba; creía que pronunciaba frases de consuelo y de cariño infinito,
frases no oídas jamás. Cuando la señora volvió y le deslizó dos duros en
la mano, el carpintero, en vez de dar gracias, miró primero á su
bienhechora y después á la imagen; y á la elocuencia muda de sus ojos
respondió la de los ojos de la viejecita, que leyó como en un libro en
el alma de aquel desventurado, deshecho física y moralmente por un mes
de ansiedad y amargura sin nombre.--Y doña Amparo, muy acostumbrada á
socorrer pobres, sintió como un golpe en el corazón: la necesidad que
iba á buscar fuera de casa, visitando zaquizamíes, la tenía allí, á dos
pasos, callada y vergonzante, pero urgente y completa. Alzó los ojos de
nuevo hacia la efigie del laborioso Patriarca, y bondadosamente,
tosiqueando, dijo al carpintero:
«Ahora subirán de aquí cena á su casa de usted, para que celebren la
Navidad.»


EL CIEGO

La tarde del 24 de Diciembre le sorprendió en despoblado, á caballo, y
con anuncios de tormenta. Era la hora en que, en invierno, de repente se
apaga la claridad del día, como si fuese de lámpara y alguien diese
vuelta á la llave sin transición, las tinieblas descendieron borrando
los términos del paisaje acaso apacible á medio día, pero en aquel
momento tétrico y desolado.
Hallábase en la hoz de uno de esos ríos que corren profundos,
encajonados entre dos escarpes; á la derecha el camino, á la izquierda
una montaña pedregosa, casi vertical, escueta y plomiza de tono. Allá
abajo no se divisaba más que una cinta negruzca, donde moría,
culebreando, áspid de carmín, un reflejo rojo del poniente; arriba,
densas masas erguidas, formas extrañas, fantasmagóricas; todo solemne y
aun pudiera decirse que amenazador. No pecaba Mauricio de cobarde, y sin
embargo, le impresionó el aspecto de la montaña; sintió deseos de
llegar cuanto antes al Pazo, del cual le separaban aún tres largas
leguas, y animó con la voz y la espuela á su montura, que empinaba las
orejas recelosa.
Arreció el viento y le obligó á atar el sombrero con un pañuelo bajo la
barba; el trueno, lejano aún, retumbó misteriosamente; ráfagas de lluvia
azotaron la cara del jinete, que ahogó un juramento. ¡Aquello era mala
sombra! ¡Justamente empezaba á llover á la mitad del camino! Al punto
mismo el caballo se encabritó y pegó un bote de costado: de entre la
maleza había salido un bulto. Echaba ya Mauricio mano al revólver que
llevaba en el bolsillo interior de la zamarra, cuando oyó estas palabras
en dialecto:
--¡Una limosnita! ¡Por amor de Dios que va á nacer... una limosnita,
señor!
Mauricio, tranquilizándose, miró enojado al que en tal sitio y ocasión
cometía la importunidad de pedir limosna. Era un hombrachón alto,
descalzo de pie y pierna, que llevaba al hombro unas alforjas, y se
apoyaba en recio garrote. La obscuridad no permitía distinguir cómo
tenía el rostro; la ancianidad se adivinaba en lo cascado de la voz y en
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