Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - 11

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escondida estaba Zenana, pero al fin se averiguó su refugio, é Higinio,
antes de llevarla á la presencia de Alejandro, la enteró de cómo el rey,
prendado de su voz, se moría por ella. La joven persa, al saber esto,
murmuró dulcemente, con su voz melodiosa, que la emoción timbraba:
--Gloria es para mí haber causado tal impresión en el gran rey; pero la
placa de plata bruñida en que contemplo mi rostro después del baño y el
tocado, me dice que no soy bella; Alejandro, al verme, perderá las
ilusiones. Temo su indignación, y temo ante todo que recaiga su cólera
sobre mi padre. ¿Por qué no le haces creer á Alejandro que estoy
obligada por un voto á los dioses á presentarme cubierta la cara con un
velo? Yo no he visto á Alejandro; él no me verá... y así tal vez consiga
evitar su enojo.
Pareció á Higinio tan excelente el ardid de la discreta Zenana, que
estuvo conforme, y la misma noche la condujo á los jardines del gineceo
de Alejandro. Embriagado éste con la divina voz de la joven persa, se
resignó á la condición del velo, y hasta encontró en ella un misterio
picante y un singular hechizo. Le parecía que aquel amor velado y
despojado del vulgar incentivo de unas facciones más ó menos lindas, era
algo delicado y original, que no había gustado nunca. El casto imán de
aquel velo triunfó de las desnudeces y la licencia impúdica de las otras
damas persas, obstinadas en requerir al héroe. «Habla y no te
descubras», murmuraba tiernamente Alejandro, sentado cerca de una fuente
donde la luna fingía en el agua de los surtidores continuo desgrane de
perlas; y las rosas del Gulistán, que después se llamaron de Alejandría,
dejaban caer sobre las cabezas de los amantes perfumados pétalos.--Fue
el amor de Zenana el más largo é intenso de cuantos disfrutó Alejandro
en su corta vida.


LA GOTA DE CERA

Aunque los historiadores apenas le nombran, Higinio fue de los más
íntimos amigos de Alejandro Magno. No se menciona á Higinio, tal vez
porque no tuvo la trágica suerte de Filotas, de Parmenion, y de aquel
Clitos á quien Alejandro amaba entrañablemente, y á quien así y todo, en
una orgía, atravesó de parte á parte; y sin embargo--si no mienten
documentos descubiertos por el erudito Julius Tiefenlehrer--Higinio gozó
de tanta privanza con el conquistador de Persia, como demostrarán los
hechos que voy á referir, apoyándome, por supuesto, en la
respetabilísima autoridad del sabio alemán antes citado.
Compañero de infancia de Alejandro, Higinio se crió con el héroe. Juntos
jugaron y se bañaron en Pela, en los estanques del jardín de Olimpias, y
juntos oyeron las lecciones de Aristóteles. La leche y la miel de la
sabiduría la gustaron, así puede decirse, en un mismo plato; y en un
mismo cáliz libaron el néctar del amor, cuando deshojaron la primer
guirnalda de rosas y mirto en Corinto, en casa de la gentil hétera
Ismeria. Grabó su afecto con sello más hondo el batirse juntos en la
memorable jornada de Queronea, en la cual quedó toda Grecia por Filipo,
padre de Alejandro. Los dos amigos, que frisaban en los diez y nueve
años entonces, mandaron el ala izquierda del ejército, y destruyeron por
completo la famosa _legión sagrada_ de los tebanos. La noche que siguió
á tan magnífica victoria, Higinio pudo haber conseguido el generalato;
Alejandro se lo brindaba, con hartos elogios á su valor. Pero Higinio,
cubierto aún de sangre, sudor y polvo, respondió dulcemente á los
ofrecimientos de su amigo y príncipe:
--No acepto el generalato, porque habiéndome portado bien hoy, tal
recompensa y tan alta dignidad me obligarían en conciencia á portarme
todavía mejor en otras ocasiones que sobreviniesen, y no puedo
comprometerme á amanecer cada día con más valor y más fortuna. Además,
de las enseñanzas de nuestro maestro Aristóteles saco yo en limpio que
el hombre, habitualmente, debe vivir en paz y no en guerra. Queda
demostrado que no soy ningún medroso. El que ha combatido á tu lado en
Queronea, ya tiene derecho á plantar un laurel en el sagrado bosque de
Marte. Déjame de batallas y dame otro puesto cerca de ti, Alejandro,
porque te quiero bien y te serviré fielmente.
Alejandro, cuya sangre hervía pidiendo luchas y glorias, se conformó mal
de su grado á los deseos de Higinio, y le nombró su gran copero. Era
cargo en extremo descansado y de alta confianza, pues sus funciones
consistían en custodiar y servir la copa de oro reservada al príncipe, á
fin de que nadie pudiese depositar en ella ponzoña. El oficio de Higinio
le permitía vivir en constante comunicación con Alejandro, y cuando éste
subió al trono, sucediendo á su padre, asesinado por Pausanias, los
cortesanos auguraron á Higinio brillante carrera. Poco tardaron en verse
desmentidos tales pronósticos: Higinio continuó presentando, recogiendo
y custodiando la ya regia copa, sin mezclarse en intrigas ni aspirar á
otras grandezas.
Mientras tanto, Alejandro asombraba al universo con sus campañas y
triunfos, y ofrecía á Grecia, en compensación de la perdida libertad,
páginas de luz para la historia.
Conteniendo á los bárbaros y sojuzgando el inmenso imperio del Asia,
bien pronto se vió dueño del mundo Alejandro. Cuando, después de dejar
trazado el emplazamiento de Alejandría, y de entrar vencedor en
Babilonia y Ecbtana, el hijo de Filipo se declaró _hijo de Júpiter_ y
decretó su propia apoteosis, Higinio--que hacía mucho tiempo no departía
con su rey, limitándose á servirle la copa en silencio--fue despertado á
las altas horas de la noche de orden de Alejandro, que le llamaba á su
cabecera. La recién hecha deidad no podía dormir, y reclamaba cuidados y
consuelos...
--Señor--dijo Higinio,--celebro poder hablarte sin testigos, como
antaño. Justamente deseaba rogarte que me consientas dejar tu servicio y
retirarme á mi casita del Atica, donde poseo olivos y colmenas.
--¡Bonita ocasión escoges para abandonarme!--exclamó furioso
Alejandro.--¡Por el intento merecerías que te mandase crucificar!
¿Deseas riquezas? Pide cuanto se te antoje... ¿Pero marcharte? Ni lo
sueñes, ¿Y de dónde nace esa manía?
--Ya que lo preguntas--contestó Higinio,--lo vas á saber. Yo fuí amigo y
servidor de un hombre, pero ahora parece que ese hombre se ha vuelto
Dios. No tengo vocación al sacerdocio. Desde que has ascendido á hijo de
Júpiter Hamnon, hermano de Apolo, me inspiras temor y frialdad. El
Alejandro que yo amaba no existe. Ha ascendido al Olimpo. Él es
inmortal, yo mortal. No nos entendemos. Por otra parte, la idea que me
he formado de un Dios, según la sublime doctrina de Aristóteles...
--¡Dale con Aristóteles!--interrumpió el conquistador.--¡Como le atrape,
á ese sí que le crucifico! ¡Y alto, para que todos le vean!
--Crucifica, pero escucha. Prescindamos de Aristóteles y supongamos que,
en efecto, eres Dios. Pues si eres Dios, yo no puedo cometer sacrilegio;
yo no puedo seguir envenenándote.
--¿Envenenarme tú?--gritó Alejandro incorporándose convulso sobre su
lecho de marfil incrustado de oro.--¡Ahora comprendo por qué un fuego
constante abrasa mis venas; ahora comprendo por qué no descanso sino en
horrible modorra; ahora me explico las visiones y las pesadillas que de
noche me asaltan y empapan mis sienes en sudor frío! ¡Envenenarme tú!--Y
con súbito acceso de ternura suspiró.--¿Y por qué quieres mi muerte, tú,
mi amigo de la niñez, mi hermano de armas en Queronea?
Higinio, conmovido, se arrojó á los pies de Alejandro, y éste abrió los
brazos; los dos amigos juntaron sus rostros y mezclaron sus cabelleras,
y el copero declaró en tono muy diverso del de antes:
--Señor, dulce amado mío, si te enveneno, es contra mi voluntad y por
orden tuya... Esas visiones, esas torturas de que te quejas, proceden de
la doble embriaguez en que vives: estás ebrio de poder y de vino
añejo... Antes sólo me pedías la copa dos ó tres veces en cada comida;
desde que el Asia te ha inoculado su molicie y sus vicios, me duelen las
manos de tanto recoger la copa vacía y extendértela colmada... Tu alma
se ha turbado, la demencia te ronda, te habitúas á la crueldad, hieres á
tus leales y morirás joven, sin que nadie necesite pegarte una puñalada
como á tu padre. No quiero ser cómplice, y me voy.
Alejandro, pensativo, seguía estrechando el cuello y la cabeza de su
amigo contra el pecho.
--Tienes razón, amado--murmuró al fin con sinceridad generosa.--Pero el
hábito de beber se ha arraigado en mí, y si no bebo, me caigo á pedazos.
¿Qué haré? Aconséjame.
--No puedo--declaró Higinio--curarte la borrachera del poder, pero
trataré de salvarte de la otra sin que te prives de tu gusto. Fíate en
mí y verás.
En efecto, los días que siguieron á esta conversación, Alejandro
continuó bebiendo copas tan rebosantes y tantas en número como siempre.
No obstante, poco á poco, notó con placer gran mejoría. Gradualmente se
despejaba su cabeza, se tranquilizaban sus nervios, volvía á sus
miembros el vigor y la alegría á su espíritu. Vastos planes maduraban en
su cerebro, sobrehumanas empresas bullían en su imaginación heroica.
Pasmado y enajenado preguntó á Higinio el secreto, sin que éste se
prestase á revelarlo. Pero un cierto Arsotas, juglar persa, adulador y
afeminado, que divertía mucho al rey, le dió la clave del enigma.
--Tu gran copero ¡oh divino Alejandro! echa cada día una gota de cera en
el fondo de tu copa. Así, insensiblemente, reduce su cabida y acorta tus
libaciones. Bebes cada día una gota menos. ¡El osado Higinio se atreve á
engañar á su soberano y á cercenar sus deleites!
Quedó Alejandro sorprendido: después su sorpresa se convirtió en enojo.
¡Tratarle como á un chiquillo! ¡Embaucarle con un artificio así! ¡Ah! No
lo consentiría. ¿Qué se figuraba Higinio? Y una mañana mandó registrar y
limpiar la copa, y á la tarde estableció sus famosos certámenes de
intemperancia, apostando á beber con los más pellejos de su ejército.
Higinio entonces desapareció: probablemente se retiraría al Atica. En
cuanto á Alejandro, nadie ignora la ocasión y modo de su muerte: después
de vaciar, con alarde jactancioso, no su propia copa, sino la enorme
llamada de Hércules, cayó redondo dando un grito. La fiebre que allí
mismo se apoderó de él, le arrebató del mundo á los treinta y dos años
de edad, en la plenitud de la vida y de la gloria.


LA PALINODIA

El cuento que voy á referir no es mío, ni de nadie, aunque corre
impreso; y puedo decir ahora lo que Apuleyo en su _Asno de oro: Fabulam
grœcanicam incipimus_: es el relato de una fábula griega. Pero esa
fábula griega, no de las más populares, tiene el sentido profundo y el
sabor á miel de todas sus hermanas; es una flor del humano
entendimiento, en aquel tiempo feliz en que no se habían divorciado la
razón y la fantasía, y de su consorcio nacían las alegorías risueñas y
los mitos expresivos y arcanos.
Acaeció, pues, que el poeta Estesícoro, pulsando la cuerda de hierro de
su lira heptacorde, y haciendo antes una libación á las Euménides con
agua de pantano en que se habían macerado amargos ajenjos y ponzoñosa
cicuta, entonó una sátira desolladora y feroz contra Elena, esposa de
Menelao y causa de la guerra de Troya. Describía el vate con una
prolijidad de detalles que después imitó en la Odisea el divino Homero,
las tribulaciones y desventuras acarreadas por la fatal belleza de la
Tindárida: los reinos privados de sus reyes, las esposas sin esposos,
las doncellas entregadas á la esclavitud, los hijos huérfanos, los
guerreros que en el verdor de sus años habían descendido á la región de
las sombras, y cuyo cuerpo ensangrentado ni aun lograra los honores de
la pira fúnebre; y trazado este cuadro de desolación, vaciaba el carcaj
de sus agudas flechas, acribillando á Elena de invectivas y maldiciones,
cubriéndola de ignominia y vergüenza á la faz de Grecia toda.
Con gran asombro de Estesícoro, los griegos, conformes en lamentar la
funesta influencia de Elena, no aprobaron, sin embargo, la sátira. Acaso
su misma virulencia desagradó á aquel pueblo instintivamente delicado y
culto; acaso la piedad que infunde toda mujer habló en favor de la
culpable hija de Tíndaro. Su detractor se ganó fama de procaz,
lengüilargo y desvergonzado; Elena, algunas simpatías y mucha lástima.
En vista de este resultado, Estesícoro, con las orejas gachas como suele
decirse, se encerró en su casa, donde permaneció atacado de misantropía
y abrazado á su fea y adusta musa vengadora.
El sueño había cerrado sus párpados una noche, cuando á deshora creyó
sentir que una diestra fría y pesada como el mármol se posaba en su
mejilla. Despertó sobresaltado, y á la claridad de la estrella que
refulgía en la frente de la aparición, reconoció nada menos que al
divino Pólux, medio hermano de Elena. Un estremecimiento de terror
serpeó por las venas del satírico, que adivinó que Pólux venía á pedirle
estrecha cuenta del insulto.
--¿Qué me quieres?--exclamó alarmadísimo.
--Castigarte--declaró Pólux;--pero antes hablemos. Dime por qué has
lanzado contra Elena esa sátira insolente; y sé veraz, pues de nada te
serviría mentir.
--¡Es cierto!--respondió Estesícoro.--¡En vano trataría un mortal de
esconder á los inmortales lo que lleva en su corazón! Como tú puedes
leer en él, sabes de sobra que la indignación por los males que ocasionó
tu hermana y el dolor de ver á la patria afligida, me dictaron ese
canto.
--Porque leo en lo oculto sé que pretendes engañarme--murmuró con
desprecio Pólux.--Y sin poseer mi perspicacia divina los griegos, han
sabido también conocer tus móviles y tus intenciones. No existe ejemplo
¡oh poeta! de satírico que tenga por musa el bien general: siempre esta
hipócrita apariencia oculta miras personales y egoístas. Tú viste la
belleza de mi hermana; tú la codiciaste, y no pudiste sufrir que otro
cogiese las rosas cuyo aroma te enloquecía.
--Tu hermana ha ultrajado á la santa virtud--declaró enfáticamente
Estesícoro.
--Mi hermana no recibió de los dioses el encargo de representar la
virtud, sino la hermosura--replicó Pólux enojado.--Si hubiese un mortal
en quien se encarnasen á un mismo tiempo la virtud, la hermosura y la
sabiduría, ese sería igual á los inmortales. ¿Qué digo? Sería igual al
mismo Jove, padre de los dioses y los hombres; porque entre los demás
que se nutren de la ambrosía, los hay, como la sacra Venus, en quienes
sólo se cifra la belleza, y otros como la blanca Diana, en quienes se
diviniza la castidad. Si tanto te reconcomía el deseo de zaherir á los
malos, debiste hacer blanco de tu sátira á algunas de las infinitas
mujeres que en Grecia, sin poder alardear de la integridad y pureza de
Diana, carecen de las gracias y atractivos de Venus. La hermosura merece
veneración; la hermosura ha tenido y tendrá siempre altares entre
nosotros; por la hermosura, Grecia será celebrada en los venideros
siglos. Ya que has perdido el respeto á la hermosura, pierde el uso de
los sentidos, que no te sirven para recrearte en ella por la
contemplación estética.
Y vibrando un rayo del astro resplandeciente que coronaba su cabeza,
Pólux reventó el ojo derecho de Estesícoro. Aún no se había extinguido
el ¡ay! que arrancó al poeta el agudo dolor, y apenas había desaparecido
Pólux, cuando apareció el otro Dioscuro, Cástor, medio hermano también
de Elena, hijo de Leda y del sagrado cisne; y pronunciando palabras de
reprobación contra el ofensor de su hermana, con una chispa desprendida
de la estrella que lucía sobre sus cabellos, quemó el ojo izquierdo del
satírico, dejándole ciego. Alboreó poco después el día, mas no para el
malaventurado Estesícoro, sepultado en eterna y negra noche.
Levantándose como pudo, buscó á tientas un báculo; y pidiendo por
compasión á los que cruzaban la calle que le guiasen, fué á llamar á la
puerta de su amigo, el filósofo Artemidoro, y derramando un torrente de
lágrimas se arrojó en sus brazos, clamando entre gemidos desgarradores:
--¡Oh Artemidoro! ¡Desdichado de mí! ¡Ya no la veré más! ¡Ya no volveré
á disfrutar de su dulce vista!
--¿A quién dices que no verás más?--interrogó sorprendido el filósofo.
--¡A Elena, á Elena, la más hermosa de las mujeres!--gritó el satírico
llorando á moco y baba.
--¿A Elena? ¿Pues no la has rebajado tú en tus versos?--pronunció
Artemidoro más atónito cada vez.--¿No la has estigmatizado y flagelado
en una sátira quemante?
--¡Ay! ¡Por lo mismo!--sollozó Estesícoro dejándose caer al suelo y
revolcándose en él.--Ahora comprendo que mi sátira era un himno á su
hermosura... un himno vuelto del revés, pero al fin un himno. Los
celestes gemelos me han castigado privándome de la vista, y las
tinieblas en que he de vivir son más densas, porque no veré á la
encarnación humana de la forma divina, al ideal realizado en la tierra.
--No te aflijas y espera--dijo Artemidoro;--tal vez consiga yo salvarte.
* * * * *
Cuando la incomparable Elena supo de Artemidoro que su detractor
Estesícoro sólo lamentaba estar ciego por no poder admirar sus
hechizos, sonrió, halagada la insaciable vanidad femenil, y murmuró con
deliciosa coquetería: «Realmente, Artemidoro, ese vate es un infeliz, un
sér inofensivo; nadie le hace caso en Grecia, y yo menos que nadie. No
merece tanto rigor y tanta desventura. Anúnciale que voy á sanarle los
ojos.» Y tomando en sus manos ebúrneas una copa llena de agua de la
fuente Castalia, bañó con su linfa las pupilas hueras del satírico, que
al punto recobró la luz. Como el primer objeto que vió fue Elena, se
arrodilló transportado, prorrumpiendo en una oda sublime de gratitud y
arrepentimiento, que se llamó _Palinodia_.


EL MANDIL DE CUERO

No creáis que esto que voy á referir sucedió en nuestros días ni en
nuestras tierras, ni que es invención ó ficción. Si encierra alguna
moraleja aprovechable, consistirá en que la historia tiene sentido y
enseñanza. ¡Ay del género humano si la historia se redujese á la
opresión del débil por el fuerte, al triunfo de la violencia!
Érase que se era un rey de Persia, á quien muchos llaman Nemrod, pero
que según versiones más fundadas debió de llamarse Doac, y fue matador y
sucesor de aquel Yemsid cuyo pecado consistía en creerse perfecto. Este
Doac era mago, brujo y sabidor; pero en vez de ejercitar su ciencia
según la habían ejercitado sus predecesores--fundando ciudades,
enseñando y propagando artes é industrias, venciendo en singular batalla
á los _divos_ ó genios del mal, estableciendo las primeras pesquerías de
perlas, horadando las primeras minas de turquesas, popularizando el
conocimiento del alfabeto y de los signos que trazados sobre ladrillo ó
piedra conservan al través de las edades el recuerdo de los hechos
insignes,--el empecatado Doac sólo utilizó su magia para componer y
destilar filtros y venenos y refinar ingeniosos suplicios, porque se
deleitaba en el dolor, y los gemidos eran para él regalada música. Hasta
el reinado de Doac, no sabían los persas cómo desgarra las carnes un haz
de varillas, ni cómo aprieta la nuez una soga. Cuando se pregunta qué
enseñó Doac á sus súbditos, la crónica responde que enseñó á azotar y
ahorcar.
Cansado sin duda el cielo, infligió á Doac un padecimiento cruel y
vergonzoso. Una mañana, al disponerse á gozar las delicias del baño,
notó el rey que en cada hombro le había salido gruesa verruga, tamaña
como un huevo y de la mismísima figura que una cabeza de
serpiente--chata, verdosa, horrible.--Al principio no dolían las tales
excrecencias, pero no tardaron en ulcerarse y causar atroz martirio, que
determinaba en Doac accesos de rabia, siendo lo peor que como no quería
enseñar á los médicos ni á persona viviente su asqueroso alifafe, tenía
que lavarse, curarse y vestirse solo, y atender á las úlceras con las
plastas y ungüentos que encontraba en su repertorio mágico. Desesperado
ya de tantas recetas que habían salido vanas, y realizando nuevos
conjuros, un día amaneció con la persuasión de que el único remedio eran
los sesos de un hombre, aplicados calientes aún á las enconadas
heridas.
No vaya nadie á asustarse de la ignorancia que esto acusa en los tiempos
de Doac, pues aún en los nuestros hemos podido ver que se receta el
redaño del carnero, el pichón abierto en canal, y el trozo de carne de
buey sobre el _lupus_. Que la sangrienta medicina sería algo eficaz, se
demuestra con que poco á poco fueron vaciándose las prisiones del reino
de Persia; diariamente ejecutaban á dos presos para sacarles el meollo.
Mas no hay en el mundo cosa que no se agote, y también los criminales
encerrados; así es que, cuando faltó la ración de meollo fresco, se fijó
un tributo de dos hombres por día, que cobraban sayones y verdugos
enviados aquí y allí á requisar. Solían éstos elegir, entre las familias
numerosas, el individuo enfermizo, deforme, imposibilitado, el viejo, el
inútil. Y ocurrió que enterándose Doac de esta circunstancia, montó en
furiosa cólera, jurando que si seguían dándole el desecho y lo peor de
los sesos de sus vasallos, los degollaría á todos. Entonces los verdugos
resolvieron sacrificar lo más florido de Yspahan, para dejar al rey
satisfecho.
No se determinaron, sin embargo, á buscar víctimas entre la gente
poderosa--magnates, empleados de la casa real;--pero, en los primeros
instantes, acordáronse de que un pobre herrero, llamado Cavé, tenía dos
hijos como dos pinos de oro, gallardos en extremo y diestros en todos
los ejercicios corporales; y pareciéndoles buena presa, los
sorprendieron en la plaza pública, los degollaron, les abrieron el
cráneo, y llevaron á Doac su masa cerebral caliente todavía.
Hallábase Cavé trabajando en su forja, cuando los vecinos, entre
compasivos é indiscretos, acudieron á darle la fatal nueva. Al pronto
pareció como si el mísero padre no se hubiese enterado de la inaudita
desventura que le comunicaban: helado, inmóvil, mudo, escuchó la
relación del atroz caso. De súbito, su pena estalló formidable cual
transporte de león que rompe la cadena y arranca de un zarpazo los
hierros de la jaula. Lo que hizo saltar á Cavé fue saber que
precisamente por ser sus hijos fuertes, inteligentes y hermosos, los
habían señalado para la cuchilla. «¡No dejarme ni siquiera uno para
consuelo! ¡Ah! Juro por la luz eterna del Sol que me vengaré.» Y el
herrero, gritando así, blandía su enorme martillo, y al blandirlo,
montañas de carne bronceada, endurecida por el trabajo, se acumulaban en
su brazo desnudo y negro de escoria.
Desciñéndose el amplio mandilón de cuero que le protegía, Cavé lo ató á
la punta de un palo, y con el mandil por estandarte y el martillo por
arma, salió á la plaza profiriendo clamores de maldición contra Doac. A
la voz del desesperado padre, sucedió un extraño fenómeno: los
habitantes de Yspahan, que yacían aletargados y helados de miedo,
recobraron energía, sacudieron la modorra; al ver que existía un hombre
que se atrevía á enarbolar un estandarte, corrieron á rodearle locos de
entusiasmo, y la sedición estalló tan repentina, que el tirano sólo
tuvo tiempo de huir vergonzosamente con sus mujeres y sus tesoros.
Lejos ya de Yspahan, juntó Doac un ejército de más de cien mil hombres,
y volvió dispuesto á disolver las hordas que un artesano capitaneaba y
que tenían por bandera sucio y denegrido mandil de cuero. Pero avínole
mal, porque el bordado guión de Doac, de seda y oro, recamado de perlas,
ostentando por emblemas los siete planetas y la luna, hubo de retroceder
ante el pedazo de suela que sólo lucía los estigmas del trabajo y las
huellas del humano sudor; y la cabeza de Doac, goteando sangre, lívida,
contraída por la mueca de la agonía, quedó hincada en el palo que
sostenía el mandil de cuero, mientras las tropas de Cavé, habiendo
despojado al tirano de sus vestiduras, se reían á carcajadas de las dos
verrugas que en sus hombros figuraban cabezas de serpiente...
Al ser saludado rey por su ejército, el herrero se negó rotundamente á
aceptar la corona. Él mismo señaló para reinar al príncipe Feridún, que
después fue un gran monarca y un sabio profundo, y enseñó á los persas
la astronomía, la medicina y la botánica. La única gloria que cupo á
Cavé el herrero se cifró en su mandil, que Feridún tomó por estandarte
regio. Siempre que al entrar en batalla Feridún, sin falso rubor ni
respetos humanos, colocaba ante sí aquel trozo de suela que representaba
la santidad del trabajo y la protesta contra la injusticia y el abuso
del poder, era como si llevase un talismán: tenía la victoria segura.
Cuando se avergonzaba del mandil de cuero, salía derrotado. Por haberse
perdido en las revueltas y vicisitudes de la invasión griega el mandil,
símbolo de que no debe el monarca colmar la copa de la iniquidad para
que no se desborde la de la ira celeste; por haber desaparecido, digo,
el estandarte de Cavé y su tradición de independencia, llegaron los
persas, pueblo nobilísimo en su origen y de altas facultades
intelectuales, al atraso, al servilismo y á la abyección en que hoy se
pudren.


LOS CABELLOS

Era en el doble reducto de la plaza fuerte de Mahanaim. Entre ambas
líneas de fortificaciones, sobre el reborde de piedra gris que sostenía
la casamata, David, estenuado, se sentó á esperar noticias. Más de dos
horas hacía que daba vueltas impaciente, porque no acababan de llegar
los mensajeros. Aumentaba su fiebre la imposibilidad de acudir en
persona al campo de batalla, lo cual rompería su propósito firme de no
mandar nunca tropas en casos de guerra civil. Si se tratase de combatir
á los filisteos y de renovar los laureles de Balparasim, derramando la
heroica libación del agua sagrada de Belén, por no aplacar la sed cuando
desfallecían los soldados, ó de organizar otra batalla de Refaim, donde
por primera vez en el mundo antiguo hizo milagros la estrategia; si se
encendiese la lucha con los Moabitas idólatras y libres, ó con los
opulentos Arameos, ó con los insolentes Amonitas, que habían ultrajado á
los embajadores de Israel,--allí estaría David el hondero, el _gibor_,
el aventurero para quien es dulce música, más que el acorde de la
cítara, el choque de las armas. Pero oponerse á los suyos, desenvainar
la espada ó blandir la lanza para que busque el costado de un amigo, de
un pariente, de un compañero--había repugnado á David.--Y ahora, en el
trágico momento presente, el rey bendecía aquella antigua resolución,
que le evitaba luchar con su propia sangre, el preferido de su alma, la
luz de su ojo derecho, su hijo!
Hay en las situaciones violentas y en las horas de extremada ansiedad un
instante en que los nervios se aflojan y el cuerpo se rinde á la
necesidad de descanso. La inquietud, la calentura del viejo monarca se
aplacaron desde que se dejó caer sobre aquel reborde de piedra en el
solitario fortificado recinto. Por las saeteras veía la luz roja del
Poniente, que abrasaba el campo con reflejos de hoguera enorme. Aquella
claridad purpúrea, sangrienta, devoradora, fue lo último que advirtió
David antes de cerrar los párpados y reclinar la cabeza en el muro,
olvidando lo presente, las angustias de la incertidumbre y los terrores
del espíritu...
Y después siguió viendo la misma claridad del ocaso; pero sus tonos se
habían dulcificado, fundiéndose en suaves medias tintas naranja, oro y
verde. Era el divino atardecer de los países orientales, cien veces más
hermoso que la aurora. Irisaciones de perla abrillantaban las
imperceptibles nubecillas desgarradas como girones del velo de una
danzarina filistea; y sobre el arrebolado horizonte, las ramas de los
sicomoros y de los cedros formaban un pabellón de misterio y sombra
sugestiva. La frescura del aire atenuaba las emanaciones fuertes de las
resinas y las gomas; una languidez voluptuosa se apoderaba del corazón.
David se levantaba, se apoyaba en el balaustre de jaspe de la terraza,
se inclinaba para hundir la mirada en los macizos de verdura, atraído
por el rumor delicioso de los chorros de agua que se deshilan en el
ancho pilón de mármol, surtiendo por diez bocas de bronce. Y al punto
mismo en que el rey se inclina, sobre las gradas que conducen á la pila
aparece una viviente estatua, rosada por el reflejo del cielo, vestida
únicamente de la negra cabellera caudalosa, que se reparte como los
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