Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - 10

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altares á los negros.» No sé si porque me soliviantó la grosería de la
frase ó por espíritu de contradicción, en el acto compré la escultura y
mandé que la llevasen á casa del restaurador directamente. Quería
desagraviar al Santo de la obscura tez, y dar de paso una lección al
ciudadano demócrata.
Por casualidad, estábamos de acuerdo en visitar aquella misma noche un
cafetucho de no muy buena fama, cerca de los barrios bajos. Si bien me
desagradaban tales excursiones, no me creí dispensado de acudir á la
cita, y nos instalamos ante una mesa, pidiendo cerveza y café. Habría
transcurrido un cuarto de hora, cuando ví que en la mesa próxima acababa
de ocupar una silla un corpulento negrazo. Es tan poco frecuente ver
negros en Madrid, que le miré con profunda sorpresa, admirando su
atlética complexión, su arrogante estatura, su vigor, sus ojos
brillantes y la corrección de su traje; vestía de gris, con chaleco
blanco, y calzaba guantes de gamuza barquillo. Sin poder contenerme,
toqué en el brazo á _don_ Ricardo y le dije sonriendo:
--Buen tipo, ¿eh? ¡Qué ejemplar!
Volvióse el yanqui y posó en el negro sus pupilas descoloridas y
aceradas. No recuerdo mirada así: el desprecio condensado hasta producir
la frigidez del hielo, y la altivez que encuentra su fórmula definitiva
y triunfante, se revelaron de la ojeada que siguió á mi observación. Y
con voz incisiva, estridente, que azotaba, pronunció en alto:
--¡Oh! Sí. ¡Vale mil dollars!
No puedo describir el efecto que me causó aquel precio de mercado,
aquella tasa de caballo ó de res vacuna, arrojada á la faz de un
racional, de un sér humano; pero describiré el que causó en el negro,
que había oído perfectamente. Palideció poniéndose verdoso--es como
palidecen ellos;--la blancura de sus ojos giró, y levantándose de un
brinco de tigre, quitóse un guante y lo proyectó contra la mejilla del
norteamericano. Éste esquivó el choque ladeando la cabeza; sin perder su
flema, asió las tenacillas del azúcar y con ellas cogió el guante, sobre
la mesa caído; llamó al mozo, y ordenó chapurreando más que de
costumbre:
--¡Se lleve usted pronto esto porquería!
El negro permanecía de pie, lívido, cruzado de brazos, desafiando. Por
un instante temí que iba á precipitarse hacia nosotros. Su corpachón
gigantesco retemblaba de coraje; sus dientes castañeteaban de ira. Sin
embargo, se contuvo, abrió los brazos, volvióse de espaldas, y yo,
advirtiendo que en el café la gente, alborotada, se arremolinaba ya
esperando alguna bronca, pagué el consumo y logré sacar al yanqui
afuera. Al verse en la calle, dijo seca y acerbamente:
--¡Qué cosas pasan aquí! ¡Me echar el guante un esclavo!
Respondíle enojado que ya no hay esclavos, y creo que saqué á relucir en
mi perorata el San Benito negro y las ideas de fraternidad. Debí de
predicar en desierto, porque al dejar á _don_ Ricardo á la puerta de su
fonda, todavía repitió, pegándome familiarmente en el hombro (me había
cobrado afecto á su manera):
--¡Un esclavo! ¡By God!
Cuando me alejaba de allí, iba asaz preocupado. Juraría que _alguien_
nos había seguido á distancia, paso á paso, desde la Plaza Mayor hasta
la calle del Caballero de Gracia, á tales horas poco concurrida. Miré en
derredor, escruté las bocacalles, pero á nadie ví. Rumiando el
incidente, me retiré, y los siguientes días rehuí acompañar á _don_
Ricardo. La curiosidad me movió á averiguar quién era el gigantesco
negro, y supe que procedía de las Antillas, que ejercía las altas
funciones de jefe en las cocheras del duque de S..., y que por su
habilidad y maestría se ganaba un pingüe sueldo.
Y ya llegamos al desenlace de esta aventura, más dramático de lo que
usted supone... Una semana después del episodio del cafetucho, leía yo
en la peluquería un periódico, y á poco me degüella el barbero; tal
respingo dí al tropezar con la noticia de que en una callejuela
sospechosa de los barrios bajos, no lejos del consabido cafetucho, había
sido encontrado el cadáver de un extranjero, cuyas iniciales, _R. S._,
no me permitieron dudar de quién se trataba. El periódico traía más
detalles: la muerte había sido causada por dos cuchilladas tremendas, y
en los bolsillos del muerto estaban la cartera repleta y el soberbio
reloj, signo evidente de que el crimen obedecía á una venganza...
Hacer luz... era bastante difícil, como yo no cantase... Y no canté. ¡No
me atreví á echar el peso de mis palabras en la balanza terrible! ¿Hice
mal? ¡Mi instinto me dictaba que guardase silencio!... Y siempre que
pienso en esta página de mi vida moral, para tranquilizarme, para
recobrar la paz, miro esa efigie del Santo de la cara obscura...


CUENTOS ANTIGUOS


LA PALOMA
Á NUESTRO PADRE EL ZAR

Cuando nació el príncipe Durvati, primogénito del gran Ramasinda, famoso
entre los monarcas indianos, vencedor de los divos, de los monstruos y
de los genios; cuando nació, digo, este príncipe, se pensó en educarle
convenientemente para que no desdijese de su prosapia, toda de héroes y
conquistadores. En vez de confiar al tierno infante á mujeres cariñosas,
confiáronle á ciertas amazonas hircanas, no menos aguerridas que las de
Libia, que formaban parte de la guardia real; y estas hembras varoniles
se encargaron de destetar y zagalear á Durvati, endureciendo su cuerpo y
su alma para el ejercicio de la guerra. Practicaban las tales amazonas
la costumbre de secarse y allanarse el pecho por medio de ungüentos y
emplastos; y al buscar el niño instintivamente el calor del seno
femenil, sólo encontraba la lisura y la frialdad metálica de la coraza.
El único agasajo que le permitieron sus niñeras fue reclinarse sobre el
costado de una tigre domesticada, que á veces, como en fiesta, daba al
principito un zarpazo; y decían las amazonas que así era bueno, pues se
familiarizaba Durvati con la sangre y el dolor, inseparables de la
gloria.
A los diez y ocho años, recio, brillante y animoso, entró el príncipe en
acción por primera vez, al lado del rey, que invadía la comarca de
Sogdiana y Bactriana, para someterla. Erguíase Durvati sobre un elefante
que llevaba á lomos formidable torre guarnecida de flecheros; cubría el
cuerpo de la bestia un caparazón de cuero doble, y en sus defensas
relucían agudas lanzas de oro. Escogida hueste de negros armados de
clavas cercaba al príncipe, y cuando se trababa la lid, Durvati se
estremecía sintiendo que los pies enormes del belicoso elefante, que
barritaba de furor, se hundían en cuerpos humanos, reventaban costillas,
despachurraban vientres y hollaban cráneos, haciendo informe masa
sanguinolenta y palpitante. Al acabarse una batalla más reñida, Durvati
osó preguntar á su padre, el gran rey, si aquella gente aplastada sufría
mucho y si placía á Brama que la gente sufriese. Y Ramasinda, colérico
de la pregunta, que le pareció rasgo de flaqueza en el novel guerrero,
sólo contestó con palabras de un cántico sagrado: «Mira delante de ti la
suerte de los que fueron; mira delante de ti la suerte de los que serán.
El mortal madura como el grano, y como el grano renace.» Acababa de
pronunciar estas palabras Ramasinda, cuando cortó el aire una flecha, y
vino á fijarse temblando en la espalda del rey. Durvati, precipitándose
hacia su padre, sólo alcanzó á recibirle en brazos moribundo. La tropa,
después de hacer pedazos al matador del rey, proclamó á Durvati,
gritando que era preciso llevar á sangre y fuego aquel país, y que el
nuevo rey sabría cumplir tan alta empresa.--Aquella noche, el huérfano
se durmió con sueño de plomo y soñó cosas raras. Representósele otra vez
el triste fin de su padre; sintió la humedad de la sangre que manaba la
herida y la humedad del llanto que él mismo, Durvati, no se había
atrevido á derramar en presencia del ejército, pero que ahora fluía
copioso, empapando sus ropas. Y cuando desahogaba así el dolor,
parecióle que sobre su pecho notaba un calor grato y suave, como un peso
delicioso, y rozaba su cara algo fino cual seda. Era, á su parecer, una
blanquísima paloma, de rosado pico, de cuello de bizantinos esmaltes
verdiazules, de benignos y amorosos ojos negros, que arrullando
mansamente murmuraba á su oído una frase misteriosa. El arrullo calmó
las angustias del príncipe, y le sepultó en un anonadamiento absoluto,
reparador.--Al despertar gritó de sorpresa. Echada á su lado, recostando
la frente en su pecho, había una mujer muy joven, celestialmente bella,
de blanco seno, de rosada boca, de cabellera sombría y suelta como
plumaje de ave, de negras pupilas; y al preguntar atónito Durvati quién
era la admirable criatura, fuéle respondido que una cautiva, una
esclava, por hermosa señalada para botín real, y que á no haber sido
muerto el rey Ramasinda, estaría ahora en su tienda y no en la de
Durvati.
Mozo era, y nunca había ardido en su corazón el incendio que transforma
y perpetúa los seres. En aquel punto y hora lo sintió con tal fuerza,
que se borró de su mente cuanto no fuese la cautiva. Olvidando planes de
conquista y dominación, fijó sus reales en la ciudad más próxima, y
embelesado en coloquios deleitosos se pasaba la existencia. No por eso
se crea que Durvati se entregó á la molicie y al desenfreno. Al
contrario; poseído casi siempre de exquisita delicadeza, con casto
arrobamiento, amaba á la cautiva á la manera que enseñan los _kandas_, ó
himnos védicos,--con el _atmán_, que quiere decir _aliento_ ó
_espíritu_;--repitiendo aquellas palabras consagradas:--«En verdad lo
que amamos en la mujer no es la mujer, sino el espíritu; y quien busque
en la mujer más que el espíritu, será abandonado por Brama.»--Recordando
que la primer noche en que tuvo cerca á su amiga soñó Durvati que una
paloma se le arrimaba arrullando, Paloma la llamó, y Paloma la nombraron
todos.
Lo que más encantaba á Durvati en Paloma, y lo que justificaba tal
apodo, era la ternura, la mansedumbre, la piedad, la blanda condición,
tan diferente de la de aquellas feroces guerreras sin atributos
femeniles, entre cuyas manos se había criado el joven rey; y según éste
intimaba con Paloma, y la frecuentaba, y se apegaba á ella, y pasaban
juntos las largas siestas del estío á orillas de los lagos cristalinos y
bajo los copudos árboles, le repugnaba más y más la idea de la crueldad
y de la matanza, se le hacía más cuesta arriba lanzar al combate otra
vez sus huestes. Ya dueña de su confianza, y usando de la libertad que
da el afecto, Paloma le pintaba con sus colores horribles el estrago de
la guerra, y le aseguraba que todos tienen derecho á vivir y deber de
amarse, para disminuir los males que cercan en la tierra al mortal.
Por desgracia, no poseía cada soldado de Durvati su Paloma; furiosos con
la inacción, vejaban y oprimían á los naturales, y el país se alzaba
indignado, clamando independencia ó muerte. Los jefes, compañeros del
victorioso Ramasinda, aficionados al combate, maldecían y renegaban de
la hechicera que tenía embaucado al rey, y suspiraban por el momento de
armar á sus elefantes de combate y arrojarse al botín y á la gloria.--La
sorda conjuración contra la favorita tomó cuerpo al difundirse una
noticia grave: contra todos los ritos, costumbres y leyes, contra el
decoro de su nombre y las tradiciones heroicas de su raza, Durvati iba á
elevar al trono á aquella mujer, y regresar después á los bordes del
Ganges, abandonando la tierra ganada por el empuje de sus armas,
devolviendo la libertad á sus moradores, sin apropiarse ni una pulgada
de territorio ni una oveja de ajeno rebaño. Cundió la nueva entre las
tropas, y oyéronse maldiciones é imprecaciones contra el afeminado rey
que los deshonraba y envilecía. Era preciso que su razón estuviese
perturbada, y que aquella bruja, secuaz de los magos, hubiese dado algún
bebedizo ó hierba mala al joven héroe, para que olvidase la dignidad
real y los deberes de su cargo altísimo, que principalmente en la guerra
se resumen. Persuadidos ya de haber adivinado la causa de la decadencia
y trastorno de Durvati, concertáronse las amazonas y los jefes, y una
noche, sigilosamente, sorprendieron y robaron á Paloma de la misma
cámara real.--No ha logrado la historia exclarecer su paradero; las
desgarradoras quejas de Durvati, sus ruegos, sus amenazas, no
consiguieron que los raptores se la restituyesen; únicamente, ante la
insistencia del joven rey, quizá deseosos de hacerle irónica burla,
idearon colocar en su lecho, mientras dormía, una paloma mansa, que
llevaba por collar el anillo de la cautiva: paloma de níveo plumaje, de
tornasolado cuello verdiazul, de rosado pico, de ojos negros, amantes y
candorosos...
No se sabe si Durvati entendió la sátira, ó si, en efecto, supuso que
aquella ave arrulladora y dulce era el _atmán_ ó espíritu de su
amada.--Lo cierto es que, fingiendo atribuir el caso á un prodigio,
convocó á sus huestes y les hizo saber que aquella metempsícosis de la
amiga, vuelta paloma, significaba que Brama quería la paz perpetua, la
paz luciendo como blanca aurora sobre el mundo; y que esta resolución
estaba decidido á mantenerla, cortando la cabeza sin demora á quien se
opusiese ó suscitase dificultades de cualquier género.--Y en efecto, en
todo el reinado de Durvati no se derramó gota de sangre humana.


PREJASPES

Pensamos los occidentales haber inventado la lealtad monárquica, y
atribuímos el desarrollo de este singular sentimiento á las ideas
cristianas, confundiendo los afectos que debe inspirarnos Dios, suma
Causa y Bien sumo, con los que tienen por objeto á hombre nacido de
mujer. Yo no sé si un sentimiento se califica ó descalifica por ser
antiguo, pero sé que la lealtad monárquica es tan vieja como los más
viejos cultos, y en apoyo de esta opinión recordaré la aventura que le
sucedió al adictísimo Prejaspes.
Ciro había sido un soberano glorioso y justo, pero su hijo y sucesor
Cambises, á medida que fue catando el vino del absoluto poder, mostró
los síntomas de la embriaguez especial que ocasiona este terrible licor,
destilado con sudor humano, sangre y lágrimas. Creyóse el centro de la
vida y el ojo del mundo, y contribuyó á engreirle más y á persuadirle de
que su voluntad no reconocía ley ni freno, su incursión por el Egipto,
reino que había llegado á brillante esplendor de civilización bajo el
Faraón Amasis y que el persa rindió y subyugó, entrando triunfante en
las magníficas ciudades de la ribera del Nilo, henchidas de palacios,
jardines en terrazas, obeliscos, pirámides, esfinges y colosos de
pórfido y basalto. Dueño del Egipto Cambises, y viendo su nombre grabado
en caracteres jeroglíficos en el pedestal de las estatuas naóforas y en
las columnas de los templos, se tuvo, más que por mortal, por una
divinidad como Osiris, y los egipcios se postraron ante aquel
conquistador de tiara de oro, aquella faz pálida venida del Oriente.
Sólo hubo una clase social que se resistió á tributar adoración á
Cambises, y fué la de los sacerdotes. La religión era lo único que
resistía en medio del abatimiento de todos, y por lo mismo Cambises tuvo
empeño en humillarla y vencerla, en satirizarla y, como hoy diríamos,
ponerla en solfa. No perdía ocasión de burlarse de aquel culto tributado
á dioses con cabezas de animales, tan risibles para un adorador de la
Luz, el Fuego y el eterno Sol; y si casualmente sorprendía alguna
ceremonia de la religión egipcia, ideaba bufonadas para escarnecerla.
Acertó á regresar impensadamente á Menfis en ocasión en que se celebraba
la fiesta del sagrado buey Apis; y entrándose de rondón por el templo,
mandó que le sacasen allí inmediatamente al bovino dios, y tirando de
cimitarra, le hirió de una cuchillada, que quiso dar en el vientre y
dió en el muslo. «Este dios que sangra y muge es digno de vosotros»,
gritó á los egipcios, horrorizados de la profanación. Entonces el gran
sacerdote, alzando las manos á la bóveda celeste, profetizó que el impío
que hería al dios Apis recibiría herida igual. Cambises mandó azotar
mortalmente al profeta, pero la profecía quedó grabada en la mente de
los egipcios como esperanza, como vago terror en la del rey.
Tenía Cambises entre sus servidores al mayordomo Prejaspes, hombre
valeroso, capaz de echarse al fuego por su monarca. Veía Prejaspes en
Cambises la forma de lo divino sobre la tierra, y entendía que un acto
era óptimo ó pésimo según á Cambises placía ó desplacía. Sin embargo, al
mismo tiempo que tan decidida abnegación, existía en el alma de
Prejaspes un instinto natural de veracidad y de honradez, que le
enseñaba á discernir el valor moral de las acciones, y á darse cuenta de
su alcance, al menos en su propia conducta. La única noción que
Prejaspes no alcanzaba, es que si hay regla moral para las acciones
humanas, esta regla obliga lo mismo ó más á los príncipes que á los
vasallos, y cuando las órdenes de los príncipes están con la regla en
contradicción, la obediencia sólo á la regla es debida. No lo entendía
así Prejaspes, y hasta suponía, por exceso de nobleza de ánimo, que su
sangre y su vida entera y su alma inmortal pertenecían á Cambises.
Sucedió, pues, que Cambises, conocedor de la incondicional lealtad de
su mayordomo, preguntóle un día qué decían de su rey los vasallos. Y
como Prejaspes hubiese observado que al monarca le enfurecía y exaltaba
el beber, contestóle lleno de buena intención y con entereza y respeto:
«Señor, opinan que eres un soberano valeroso y grande, pero que te gusta
el vino en demasía.» No complació la respuesta á Cambises, por lo mismo
que exhalaba el acre aroma de la verdad; frunció el poblado entrecejo de
azabache, y por sus ojos cruzó un relámpago como el que despide el puñal
al salir de la vaina. Sin embargo, no hizo la menor objeción--señal
malísima,--y siguió hablando con agrado á su mayordomo.
Cosa de una semana después, al levantarse de la mesa, hora en que solía
Cambises pasear por los jardines entreteniéndose en tirar agudas flechas
á los pajarillos, llamó á Prejaspes y al hijo de Prejaspes, copero mayor
de palacio; y al verles en su presencia, dijo á Prejaspes en tono
alegre: «¿Sabes que he estado pensando en eso de que mis vasallos
comenten mi afición al vino? Porque capaces serán de creer que soy algún
insensato y que el abuso de la bebida ha turbado mis sentidos, nublado
mis pupilas y debilitado este brazo que puso al Egipto por alfombra de
mis pies. ¿Lo creerás? Yo mismo siento aprensión y quiero hacer un
ensayo. ¡Ea! Que tu hijo se coloque ahí enfrente... Cuádrale bien,
échale atrás los brazos para que descubra el pecho... Así... Voy á
flechar el arco y disparar... Si coloco la punta en mitad del corazón,
convendrás en que se engañan mis súbditos y Cambises conserva íntegras
sus facultades.»
Prejaspes, silencioso, obedeció. Temblor profundo sacudía sus miembros;
gruesas gotas de sudor helado asomaban en la raíz de sus cabellos; un
vértigo oscurecía sus ojos. Pero aún le sostenía la esperanza quimérica
de que aquello fuese una chanza feroz, y no más. Cambises tendió el
arco, apuntó cuidadosa y lentamente, pellizcó la cuerda; un silbido
desgarró el aire, y el hijo de Prejaspes giró sobre sí mismo y cayó al
suelo desplomado. «Hola», gritó Cambises; «aquí mis trinchantes... Abrid
el pecho de ese, á ver si el hierro ha partido de medio á medio el
corazón.» Palpitaba éste débilmente aún cuando se lo presentaron á
Cambises, con la flecha plantada en el centro, sin desviación de una
línea. Soltó el rey gozosa carcajada, y volvióse hacia el anonadado
Prejaspes, preguntándole en tono de buen humor: «¿Qué tal? ¿Sé yo
disparar? ¿Sé acertar? ¿Conoces otro arquero mejor que tu rey?» Tardó
Prejaspes en contestar á la regia chanza cosa de medio minuto. Estaba
inmóvil, y sus pupilas, inmensamente dilatadas, no sabían apartarse de
aquel corazón sangriento, tibio todavía,--el corazón de su dulce hijo,
cuyas débiles contracciones expirantes, á cada segundo parecían decirle
con misterio: «Padre, véngame.» ¡Arrancar aquella flecha misma, clavarla
en la tetilla de Cambises! ¡Oh ventura, oh goce!...--De pronto,
Prejaspes volvió en sí: era el rey, era su rey, su dueño, su árbitro, la
imagen del eterno Sol sobre la tierra...!; y devorándose el labio en
desesperada mordedura, su lengua profirió esta respuesta cortesana:
«Señor, el dios Apolo no flecha mejor que tú...» É inclinándose hasta el
suelo, desapareció para revolcarse á solas, para poder morderse las
manos y herirse el rostro y cubrirse el cabello de ceniza.
Y en presencia de Cambises, Prejaspes ocultó sus lágrimas. Fiel como el
perro, acompañóle siempre. Pasado el primer horrible dolor, diríase que
le amó más desde que hubo entre los dos sangre y sacrificio. A su lado
estaba el día en que, montando Cambises precipitadamente para sofocar
una rebelión, se hirió con su propia cimitarra en el muslo, donde había
herido al dios Apis; y á su cabecera, cuando se gangrenó la herida y le
llevó á la sepultura, Prejaspes fue quien ungió con aromas de nardo y
cinamomo el cadáver, y le colocó en las yertas sienes la tiara de oro.


ZENANA

Alejandro Magno es de esos caracteres históricos que se prestan
igualmente á severa censura y á hiperbólica alabanza. Atrae en virtud de
un contraste vigoroso. Es ya luz, ya tinieblas, pero grande siempre. La
complejidad de su alma extraordinaria se explica por antecedentes de
familia y de educación. Era hijo de Filipo--que reunía á un valor de
león una sensualidad de cerdo,--y de Olimpias--reina de arrestos
viriles, capaz de ajusticiar á sus enemigos por su propia mano, y de
mirar con tan despreciativa majestad á doscientos soldados encargados de
asesinarla, que se volvieron sin hacerlo, declarando no poder resistir
aquella mirada dominadora y terrible.--Era alumno de Aristóteles, cuyo
solo nombre lo dice todo, y durante ocho años había bebido de tal fuente
la sabiduría, que sirve para templar y engrandecer el ánimo, y la
ciencia política, que señala rumbos gloriosos á la ambición. Y en un
espíritu donde la levadura de todas las pasiones humanas fermentaba al
lado de las nociones de todos los ideales divinos, tenían que surgir,
entre impulsos atroces y violentas concupiscencias, bellos rasgos de
continencia, piedad y magnanimidad, y hasta poéticos romanticismos,
semejantes al que da asunto á este cuento.
La casualidad ha traído á mi poder algunas monografías que dejó inéditas
el doctísimo alemán Julius Tiefenlehrer, y que forman parte de las
doscientas setenta y cinco que este profesor de la Universidad de
Gotinga consagró á esclarecer la biografía de Alejandro; las cuales
consultan fructuosamente y rebañan sin escrúpulo los más recientes
historiadores. Parece que la leyenda contenida en la monografía que hoy
saco á luz, es la misma que representa una tapicería gótica
perteneciente al barón de Rothschild, y en la cual, con donoso
anacronismo, Alejandro luce una armadura de punta en blanco, del siglo
XIV, y Zenana el luengo corpiño, el brial y el ancho tocado de las damas
contemporáneas de la Santa Sede en Aviñón.
Ha de saberse que Alejandro, después de aniquilar á Darío y hacerse
dueño de Persia, fue corrompido por la muelle y refinada vida asiática y
por el servilismo de aquellas razas que, á diferencia de los griegos, se
postraban ante el rey tributándole honores divinos. Pero, en los
primeros tiempos, antes de que el vencedor se dejase vencer por las
delicias que reblandecen el alma, luchó para sobreponerse y conservar
sus energías morales, y esta lucha, sostenida por un hombre
omnipotente, debe serle contada más gloriosa que la victoria de Arbelas.
Claro es que entre las tentaciones de que se veía asaltado Alejandro á
cada instante, descollaba la tentación de la mujer, dulcísima asechanza
en que caen las almas grandes, igual ó acaso más hondo que las pequeñas.
No son más hermosas que las griegas las hijas de la Susiana, y acaso sus
formas no se prestan tanto á que el pincel las reproduzca; pero en
cambio poseen un hechizo perturbador, que enciende la fantasía y subyuga
potencias y sentidos. Los rostros pálidos y prolongados como la luna en
su creciente--según la comparación del poeta Firdusi,--donde se abren
los labios sinuosos, color de cinabrio, parecidos á una flor de sangre;
los ojos luengos, de negrísimas y pobladas pestañas, _lagos á la
sombra_, dice una canción persa; los cuerpos flexibles, delgados de
cintura y que en lo alto se ensanchan á manera de jarrón que contiene
dos tersas magnolias; el cutis impregnado de aromas sabeos, el pie
diminuto encerrado en la delicada babucha de piel de serpiente bordada
de perlas, el vestir artificioso, las gasas que muestran y encubren
hábilmente el tesoro de la beldad, los cabellos rizados con primor, los
brazos lánguidos que saben ceñirse á guisa de anillos de culebra,--otros
tantos anzuelos y redes para Alejandro, de los cuales no acertaba á
desenvolverse.--Y como quiera que á cada instante venían á su tienda ó á
su palacio damas persas á impetrar clemencia ó justicia, Alejandro,
conociéndose y no queriendo prevaricar en sus funciones de árbitro del
mundo, ideó un extraño preservativo: al acercarse una mujer, cubríase el
rostro y los ojos con un paño de púrpura, y así las recibía y escuchaba,
creyendo ellas que era misterio de la majestad real lo que sólo era
prevención contra la humana flaqueza.
Acaeció, pues, que estando prisionero de un general de Alejandro el
sátrapa Artasiro--y habiéndose resuelto que si el sátrapa no entregaba
pingües tesoros que suponían ocultos le matarían cortándole en
pedazos,--la única hija del sátrapa, Zenana, se dió arte para llegar
hasta el rey, con propósito de abrazar sus rodillas y librar á su padre
del suplicio. El candor y la pureza de Zenana se revelaban en la
sencillez no estudiada de su atavío; vestida ya de luto, sin adornos ni
joyas, con el cabello suelto, sólo por natural efecto de la gracia
juvenil podría agradar. Y es preciso que, á fuer de verídica, añada que
Zenana no era tampoco lo que se llama una hermosura, ni menos poseía el
hechizo malvado de las grandes cortesanas de Babilonia, que saben con
añagazas y tretas enredar un albedrío. Sin embargo, Alejandro, al oir
que una mujer moza solicitaba audiencia, se echó el paño por cara y
hombros, y así la recibió.
El no ver la faz augusta prestó ánimo á la tímida Zenana: arrojóse á los
pies del macedón, y bañándolos con muchas lágrimas, expuso el objeto de
su venida. Notando que Alejandro la escuchaba atentísimo y al parecer
con extraña complacencia, explicó detenidamente el caso. Y así que hubo
oído la promesa de que su padre tenía salva la vida, Zenana, después de
estrechar otra vez las rodillas de Alejandro, desapareció, yendo á
ocultarse con su nodriza en una cueva cercana á Babilonia, pues temía
ser perseguida y ultrajada por los mismos que intentaban matar al
sátrapa.
Pocos días después de este suceso, habiendo notado Higinio, el mayor
amigo y confidente de Alejandro, que éste andaba asaz pensativo,
cabizbajo y melancólico, le preguntó la causa, y Alejandro, exhalando un
suspiro, respondió:
--Es una cosa extraña, querido Higinio, lo que me sucede. Ya sabes que
para precaverme recibo á las mujeres con el rostro cubierto, porque las
hermosas persas hacen daño á los ojos[1]. ¡Ay! ¿De qué me ha servido?
¡Ya veo que el enemigo más allá de los ojos tiene su
fortaleza!--Recordarás que últimamente me pidió audiencia una dama, hija
del sátrapa Artasiro; y yo, fiel á mi propósito, no alcé el trozo de
púrpura que me impedía verla. Pero escuché su voz, y no hay arpa hebrea
ni lira eolia que á la cadencia de esa voz pueda compararse. El corazón
me salta al recordar la música de esa voz. A solas repito palabras que
ella pronunció, por evocar mejor el recuerdo del tono con que las dijo.
No sé cómo no atropellé por todo y no la detuve aquí cautiva, para
seguir oyéndola: creo que fue efecto del mismo encanto que la voz me
produjo. Estaba que ni me atrevía á respirar.--Y ahora, de día, de
noche, tengo aquella voz en los oídos, sueño con ella, y sólo puede
aliviar mi mal oirla resonar otra vez. Ya lo sabes. Búscame á Zenana,
tráemela aquí, porque si no, conozco que perderé el juicio.
Obedeció Higinio prontamente, y puso en movimiento numerosa cohorte, á
fin de descubrir á la misteriosa beldad:--por tal la tenía.--Bien
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