Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - 06

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llenaba el cofre de cedro en que lo traje; y ahora se me figura que se
ha convertido en un mar de oro, y veo que al Niño se le erigen templos
de oro, altares de oro labrado y cincelado, tronos de oro en torno de
los cuales oscilan blancos flábulos de plumas con mango de oro, y que
ciñe su cabeza una triple corona de oro macizo también, incrustada de
diamantes y gemas preciosas. Olas de oro, fluyendo de los veneros de la
tierra, corren á los pies del Niño: y lo más extraño es que el Niño los
contempla con entristecida cara, y al fin esconde el rostro en el seno
de su Madre. ¿Habré obrado mal, ¡oh sabios!, en presentarle oro? ¿No le
agradará á la criatura celeste el símbolo de la autoridad real? Temo que
mis dones no hayan sido aceptos y mi obsequio pareciese sacrílego.
GASPAR (enderezándose sobre su montura, requiriendo la espada,
frunciendo las cejas y echando chispas por los ojos).--Patriarca de los
Magos, bien te lo pronostiqué. El nacido Rey de los judíos no es vil
mercader que quiere atesorar riquezas sin cuento en los subterráneos de
su morada. La codicia rebaja el alma y la hace pegajosa y grosera como
la arcilla que, despreciándola, pisamos. Mi don es el único que pudo
complacer al primogénito de la Virgen. Tú le trajiste oro, por monarca;
yo mirra, por hombre. Hombre ha querido nacer, y el llamarse hombre será
su mejor título. La mirra, amarga como el vivir y como el vivir sana y
fortificante; he ahí lo que conviene á quien ha de realizar obra viril,
obra de vigor y salud. ¿Creéis que se puede ser grande y noble y fuerte
sin gustar el cáliz amargo? Aquí me tenéis á mí, ¡oh, sabios!: he
combatido, he sufrido, he vencido monstruos, he lidiado con tentaciones
horribles, me he visto mil veces en manos de mis enemigos y el soplo del
martirio ha rozado mi sien. Pues sólo un día he llorado, y una gota de
mi llanto, cayendo en el ánfora de la mirra, le prestó su tónica y
sabrosa amargura y quizás su balsámico perfume. Yo también veo al Niño,
Baltasar, pero le veo combatiendo, arrollando, venciendo, aplastando
dragones, sometiendo á su yugo á la humanidad, sufriendo y regando con
sangre una palma. Bien hice en traerle mirra.
MELCHOR (tímidamente, con humildad profunda).--Yo no sé si habré
acertado, y, sin embargo, por la alegría que me inunda, presumo que el
Niño no rechaza mi don. Tú, venerable y doctísimo Baltasar, le
obsequiaste con oro, considerándole Rey. Tú, indomable y valeroso
Gaspar, le trajiste mirra, teniéndole por hombre. Yo, el último de
vosotros, el más ignorante, el etiope de negra tez, le ofrecí unos
granos de incienso, pues mi corazón le presentía Dios.
BALTASAR y GASPAR, _atónitos_.--¡Dios!
MELCHOR (con fe y persuasión ardiente).--Sí, Dios. Ahora mismo, en medio
de esta serena noche, sobre el limpio azul del cielo, he visto
resplandecer su divinidad. Ahí están las naciones postradas á sus pies y
redimidas por Él, y por Él igualados todos los hombres. Mi progenie, la
obscura raza de Cam, ya no se diferencia de los blancos hijos de Jafet.
Las antiguas maldiciones las ha borrado el sacro dedo del Niño. No le
reconocéis así al pronto, porque es un Dios diferente de los Dioses que
van á morir: no condena, ni odia, ni extermina; ama, reconcilia,
perdona, y sólo con acercarme á Él noto en mi corazón una frescura
inexplicable y en mi espíritu una paz que glorifica. Así que llegue á mi
reino abriré las prisiones, licenciaré los ejércitos, condonaré los
tributos, daré libertad á mis concubinas y me pondré desarmado en medio
de la plaza pública á confesar mis yerros y á que mis enemigos, si lo
desean, tomen venganza de mí.
BALTASAR.--Me dejas confuso, Melchor. Tu creencia se asemeja á la
locura.
GASPAR.--No te entiendo bien, Melchor. Tu creencia me parece afeminada,
impropia de un Rey.
MELCHOR.--No sé defenderla con razones. Hago lo que siento.
BALTASAR.--Mi dádiva era preciosa.
GASPAR.--La mía era digna y noble.
MELCHOR.--La mía expresa mi pequeñez y sólo significa adoración.
BALTASAR.--Reuniendo las tres en una, quizas obtendríamos algo que
hiciese sonreir al prodigioso Niño.
GASPAR.--No puede ser. ¿Dónde habrá un don que convenga al Rey, al
Hombre y al Dios juntamente?
(_La luna brilla con claridad más suave, más misteriosamente dulce
y soñadora. El desierto parece un lago de plata. Sobre el horizonte
se destaca una figura de mujer bizarramente engalanada y ricamente
vestida, hermosa, llorosa, con larga cabellera rubia que baja hasta
la orla del traje. Lleva en las manos un vaso mirrino lleno de
ungüento de nardo, cuya fragancia se esparce é impregna la ropa de
los Magos y sube hasta su cerebro en delicados y penetrantes
efluvios. Y los tres Reyes, apeándose y prosternados sobre el polvo
del desierto, envidian, con envidia santa, el don de la pecadora
Magdalena._)


EL ROMPECABEZAS

El niño es una de esas criaturas delicadas y precozmente listas, que se
crían en las grandes poblaciones, privadas de aire, de luz, de
ejercicio, de alimento sólido y sano, víctimas de las estrecheces de la
clase media, más menesterosa á veces que el pueblo. Siempre limpito, con
su pelo bien alisado, formal, dócil y reprimido naturalmente, Eloy no da
en la casa quebraderos de cabeza. Verdad que si los diese, ¿cómo se las
arreglaría para meterle en costura su infeliz mamá, viuda, sola y
atacada de un padecimiento crónico al corazón? Precisamente la verdadera
causa del buen porte y conducta de Eloy es esa vehemente y temprana
sensibilidad que suele despertar en las criaturas el temor de hacer
sufrir á un ser muy amado, de entristecer unos ojos maternales, de
agravar una pena que adivinan sin poder medir su profundidad.
Eloy estudiaba las lecciones al dedillo, porque su madre sonreía con
descolorida sonrisa cuando le oía recitarlas de memoria; Eloy cuidaba
mucho la ropa y el calzado, porque se daba cuenta de que su madre no
tenía para comprar y reponer lo manchado ó roto; Eloy se recogía á casa
al salir de la escuela, en vez de quedarse pilleando y haciendo
demoniuras con sus compañeros, porque su madre se alegraba al verle
volver, y el chiquillo, con la intuición del corazoncito cariñoso,
olfateaba que la melancolía de mamá se aliviaba con su presencia, y que
al enviarle á aprender, separándose de él por largas horas, realizaba un
sacrificio.
Recordaba Eloy, sin embargo, confusa y minuciosamente á la vez, como
recuerdan los niños, tiempos recientes en que su madre no se quejaba, en
que vivía gozosa. Es cierto que entonces un hombre joven, brioso,
animado, de pisar fuerte y negros bigotes, vivía en la casa.--¡El
papá!--Eloy asociaba su memoria á la de cabalgatas en las rodillas ó
sobre la punta del pie, violentos besos en los carrillos, un simpático
olor á cigarro fino, risas y juegos y humoradas como de otro muchacho...
Después... el papá desaparecía, y la mamá tenía á toda hora los párpados
hinchados y rojos. La casa se volvía callada y tristona, y Eloy sentía
escrúpulos, recelos de jugar ó de pedir alto la merienda, porque le
parecía estar dentro de una iglesia obscura ó de un sepulcro. Los
conocidos que encontraba le hablaban en tono compasivo al preguntarle
«si había noticias de papá, que estaba en la guerra» ¡En la guerra! Por
el acento con que madre y amigos modulaban la frase, comprendía Eloy
que la guerra era una cosa muy terrible, atroz, malísima. ¿Quizás en la
guerra papá se podía morir? ¡Ah! ¡vaya si podía! Como que una tarde, al
volver de la escuela, Eloy encontró a su madre con un síncope, á la
criada hipando, á las vecinas del segundo que se lo llevaron y le
atracaron de golosinas «para que no se impresionase, pobre pequeño...» Y
al otro día mamá le reclamó, le abrazó silenciosa, sin verter una
lágrima, y le vistió de negro; traje entero, desde las medias hasta la
boina... El muchacho no sabía definir, no acertaría á explicar en qué
consistía la muerte, pero estaba seguro de que era algo espantoso, y que
ese algo les impediría ya para siempre vivir contentos. Lloró á
escondidas por no afligir más á su madre, y rezó las oraciones que
sabía, muchas veces, «por el alma de papá». Desde entonces empezó á
empollar firme las lecciones, á no hacer nada malo, á doblar la
chaquetita antes de acostarse, á volver «al reloj» de la escuela, con
los libros atados bajo el brazo. El alma de papá de seguro aprobaba tal
proceder.
Sin embargo, el chico más juicioso es chico al fin, y Eloy, como oyese
en los primeros días del año las conjeturas de sus compañeros acerca de
lo que traerían los Reyes, y los proyectos de zapatos colocados en la
ventana ó la chimenea, no pudo menos de dar suelta á la imaginación.
También él deseaba que los Reyes le trajesen algo... ¿Por qué no se lo
habían de traer, señores? ¿No había sido bueno el año enterito? Si
pusiese su zapato en el alféizar de la ventana, ¿era justo que el zapato
amaneciese vano como avellana vieja?
Afortunadamente, la misma idea de equidad se había abierto camino en el
espíritu de la madre de Eloy. Ella, que jamás salía, que se ponía á
morir en las escaleras, se echó á la calle la tarde del 5 envuelta en su
modesto coleto de paño pasado de moda, y se detuvo en la tienda de
juguetes. Cuando volvió á casa llevaba escondida una cajita plana de
cartón. La escasez, al imponer el cálculo, destruye muchos gérmenes de
poesía. ¡Qué no hubiese dado aquella madre por traer á su niño el fogoso
caballo mecánico, la reluciente bicicleta, el caprichoso cinematógrafo,
la locomotiva de vapor con ténder y vagón, raíles verdaderos y caldera
de cobre! Pero ¡ay! eran caprichos de media onza, diez duros, quince, y
el bolsillo se encogía aterrado... No, no; convenía que el regalo de los
Santos Reyes Magos sabios y doctos no fuese una inutilidad, sino que
coadyuvase á la instrucción del niño... Y la madre adquirió por módico
precio un rompecabezas geográfico, nada menos que el mapa de España...
Así Eloy, jugando, aprendería mejor lo que ya había dado pruebas de no
ignorar, pues en geografía llevaba el número uno.
Levantándose á media noche, dejó el huérfano su zapato entre la fría
ceniza de la chimenea del gabinete, la única de la casa, encendida
rarísima vez. Por la mañana saltó de la cama, descalzo y tiritando, á
ver si los Reyes... ¡Sorpresa inolvidable! Sus majestades se habían
dignado venir: allí estaba la dádiva, el obsequio... ¿Qué encerrará
aquella cajita chata, tan mona con sus filetes dorados?... Eloy la cogió
afanoso, se volvió á la cama blanda y tibia, y allí, con los brazos
fuera y el tronco bien abrigado, desató la cinta y miró... ¡Anda,
corcho! Los Reyes le habían traído un mapa... Como les constaba el
comportamiento de Eloy, su costumbre de _sabérsela_... ¡De todos modos,
un mapa! ¡Pch!... ¿No valía más un aristón ó una linterna mágica igual á
la de Pepito Ponzano, que siempre la estaba refregando por las narices á
los otros?... Empezó Eloy á reconciliarse con los Reyes, al averiguar
que el mapita era de pedazos y se desbarataba y volvía á arreglarse... Y
ya levantado, tomado el café caliente, mientras mamá se preparaba para
ir á misa, Eloy se divirtió, armó y desarmó el país, barajó á España
cien veces, revolviendo á Zaragoza con Valladolid y á Salamanca con
Vigo...
De pronto, meditabundo, interrumpió su tarea, é interrogó inquieto á su
madre:
--Mamá, te han engañado... El juguete está incompleto. Falta aquí mucha
España. No encuentro la isla de Cuba. Ni á Puerto Rico... ¡Falta España!
Arrasáronse los ojos de la madre, y se quedó parada, con el velito á
medio prender. Por último, encogiéndose de hombros:
--¡Esas tierras estaban tan lejos!--dijo.--Y ya no son de España,
mira... Acierta el rompecabezas, porque... ya no son. ¡Allí murió tu
padre...!
Eloy calló: una tristeza mayor que las habituales, desmedida, que no
cabía en el alma de un niño, pesó un instante sobre su pensamiento. Y
con ademán expresivo apartó, rechazó el regalo de los Reyes.


EN SEMANA SANTA

A la cabecera del moribundo estaban Preciosa y Conrado, asistiéndole en
sus últimos instantes, temblorosos como el criminal que sube las
escaleras del cadalso. Y criminales eran--aunque criminales triunfantes
y coronados por el ciego destino--Conrado y Preciosa. El que, después de
largos sufrimientos, sucumbía en el cuarto impregnado de olores á
medicinales drogas, entristecido por la luz amarillenta de la lamparilla
que iba extinguiéndose al par que la vida del agonizante, era el esposo
de Preciosa, el protector y bienhechor de Conrado; y para los que de
común acuerdo le engañaron y ofendieron sus canas, no tuvo nunca aquel
honradísimo viejo, generoso y confiado como un niño, más que palabras de
dulzura y hechos de bondad y amor. Abierta siempre á Conrado su bolsa y
su casa; abiertos siempre los brazos y el corazón para Preciosa, cuya
juventud no quiso entristecer nunca con severidades de anciano y
melancolías de enfermo, el infeliz tenía derecho á la gratitud y al
respeto más tierno y grave..., ya que otros sentimientos vehementes no
pueda inspirarlos la senectud. Y ahora se moría, se moría lentamente...,
después de advertir á Preciosa que quedaba instituída su única heredera,
y que, si no sentía repugnancia por Conrado, á quien él miraba como
hijo, deseaba que ambos le prometiesen casarse á la terminación del
luto.
Cuando manifestó así su voluntad, en voz desmayada y flaca y apoyando
sus manos ya frías en las manos febriles de Conrado y Preciosa, los dos
se estremecieron, y sus ojos, como delincuentes que tratan de ocultarse
y no saben dónde, vagaron por el suelo, cargados con el peso de la
vergüenza. Preciosa, sin embargo, mujer y extremada en la pasión, fue la
primera que recobró ánimos, y reaccionando violentamente, trató de
atraer la mirada de Conrado y de pagarla con una débil sonrisa. Pero
Conrado, como si sintiese picadura de víbora, se retiró al fondo de la
alcoba, y dejándose caer en la meridiana, escondió entre las palmas el
rostro. Un silabeo apenas perceptible del moribundo le llamó otra vez á
la cabecera del lecho. «Conrado, mira, soy yo quien te lo ruega en este
momento solemne... No dejes desamparada á Preciosa... Que sea tu mujer,
y quiérela y trátala... como la quise yo... Siquiera por el día en que
estamos..., dame palabra.» Y Conrado, balbuciente, sólo pudo barbotar:
«La doy, la doy...» Lució una chispa de contento en las apagadas
pupilas del moribundo; pero como si aquel esfuerzo hubiese agotado el
poco vigor que le quedaba, cayó en un sopor, nuncio del fin. Tal fue la
opinión del médico, que aconsejó se trajese la Extremaunción sin
tardanza; pero al llegar el sacerdote con los santos óleos, no había
calor vital en el cuerpo; Preciosa lloraba de rodillas, y Conrado,
agitadísimo, paseaba desesperadamente arriba y abajo por el gabinete que
precedía á la estancia mortuoria... El sacerdote, que salía, le tocó
suavemente en el hombro.
--No se aflija usted--dijo en tono afectuoso, confundiendo con un gran
dolor aquel acceso de remordimiento agudo.--Las virtudes de este señor
le habrán ganado un puesto en el cielo. Y después, la misericordia de
Dios, ¡especialmente en el día en que estamos!...
Era la segunda vez que esta frase resonaba en los oídos de Conrado; pero
ahora resonó, más que en los oídos, en el alma. ¡La misma del moribundo!
«El día en que estamos...» ¿Y qué día era? Conrado necesitó hacer
memoria, reflexionar... Recordó de pronto; un relámpago hirió su
imaginación fuertemente. El día era el Viernes Santo.
Pocos instantes después de haberse retirado discretamente el sacerdote,
que prometió volver á velar el cuerpo, acercóse Preciosa á Conrado de
puntillas y quedó espantada de su actitud, del movimiento que hizo al
verla tan próxima. ¡Qué desventura! Conrado ya no la quería; á Conrado
le infundía horror desde que la muerte había penetrado allí...
Adivinaba el estado de ánimo de su cómplice, y precaviendo el porvenir,
aspiraba á disipar aquella nube de tristeza, aquella alteración de la
conciencia impura. «Si esta noche vela el cadáver, se preocupará más; se
grabará doblemente en su espíritu esta impresión terrible...» Una idea
acudió á la mente de Preciosa, fértil en expedientes, atrevida--como
hembra apasionada y resuelta á lograr su antojo.--Entró en la estancia
mortuoria, y sobre el mueble incrustado, frente á la cama, buscó, entre
otros frascos, el que contenía poderoso narcótico. Una gota calmaba y
amodorraba; dos adormecían; tres ó cuatro producían ya un sueño largo,
invencible, muy duradero, semi-letal... Al poco rato, Preciosa se acercó
á Conrado nuevamente y le sirvió por su mano una taza de tila. «Bebe,
estás nervioso.» Conrado bebió por máquina; apuró la calmante
infusión... Cuando empezó á notar cierta pesadez incontrastable, le guió
Preciosa á su propio cuarto, le reclinó en el amplio diván, revestido de
raso y almohadillado de encaje, cubrióle con rico pañuelo de Manila, le
abrigó con edredón ligero los pies, le puso almohadas finas bajo la
nuca. «Duerme, duerme--pensó--y no despiertes hasta que esté fuera de
casa _el otro_...»
* * * * *
Conrado, entretanto, abría los ojos, sacudía el sueño de plomo que le
había postrado, y se restregaba los párpados, notando que el sitio en
que se encontraba no era el elegante dormitorio de su tentadora
Preciosa, sino una calzada en cuesta, empedrada de losas rudas y anchas,
sobre la cual caía á plomo un sol ardoroso y esplendente, como de
primavera en país cálido. Miró en derredor. A sus pies se extendía una
ciudad que le parecía conocer mucho: ¿dónde había visto él aquellas
puntiagudas torres, aquellos extensos baluartes, aquel recinto
fortificado, aquellas casas cónicas, aquel monumental templo, aquellas
puertas angostas, sombrías, bajo las cuales cruzaban dromedarios y
bueyes guiados por hombres de atezado cutis? La vestimenta de estos
hombres también se le figuró á Conrado, aunque extraña, _vista_ alguna
vez, no en la realidad, sino en esculturas ó cuadros: como que era la
indumentaria hebraica de la gente humilde en tiempo de Augusto--la
_chituna_ ó túnica ceñida, el _tallith_ ó manto, el _sudaz_ que rodea
las sienes, el ceñidor que ajusta el ropaje, y los pies descalzos, ó
metidos en gastadas sandalias de cuero.--Conrado pensó oir una voz
persuasiva, salida quizás de lo íntimo de su ser, que murmuraba
misteriosamente:
--Esa ciudad es Jerusalén.
¡Jerusalén! Conrado casi no se admiró. Jerusalén no era para él un lugar
exótico. ¡En Jerusalén había pensado tantas veces! Desde niño, por el
Nacimiento que preparaba su madre, se había familiarizado con
Jerusalén... En Jerusalén tenía hogar su espíritu, su fe tenía casa
propia. Lo único que sintió fue inmensa alegría... Imaginó volver de un
largo destierro.
Un grupo de gente que se apiñaba en la puerta fijó la atención de
Conrado. Instintivamente siguió al grupo. Por un camino que defendían á
ambos lados setos de chumberas y que orlaban palmas y vides, rosales de
Jericó é higueras ya cubiertas de hoja, dirigíase el grupo hacia áspero
cerrillo, que destacaba sus líneas duras sobre el horizonte color de
violeta. Bullía una muchedumbre en la colina; hormigueaban los de á pie,
y se mantenían inmóviles sobre sus recios corceles los legionarios,
cuyas lorigas y rodelas rebrillaban. Dominando la multitud, coronando la
escena, erizando el cerro, se erguían tres cruces negras, sobre las
cuales parecían estatuas de pórfido rosa, desde lejos, los cuerpos de
los tres ajusticiados...
Conrado, entonces, tampoco se asombró, tampoco se creyó juguete de un
delirio. Al contrario: se penetró de que estaba asistiendo, no á un
drama, á la representación de la verdad misma. Aquella escena, aquella
triple crucifixión, y sobre todo una de las cruces, la llevaba él dentro
desde los primeros días de la niñez. Si había sufrido, era cuando,
teniéndola en sí, no podía verla ni contemplarla; cuando se le
desvanecía, como se desvanece el rostro de una persona querida al querer
reconstruirlo cerrando los ojos... ¡Qué felicidad, poseer de nuevo la
visión--clara, concreta, firme, indubitable--de _la Cruz_; no una cruz
de oro, plata ni bronce, sino la Cruz viva, el madero al punto en que lo
calienta el calor del Cuerpo divino y lo empapa la Sangre redentora!
Conrado, sin aliento, de tan aprisa como iba, seguía al grupo, subiendo
la agria cuesta, hollando el seco polvo y los abrojos espinosos del
siniestro Gólgota, salpicado de blancos huesos humanos que calcinaba el
sol... Su afán era colocarse cerca de la Cruz, ver la cara del Salvador
en la suprema hora.
Era difícil la empresa. Bullía cada vez más compacta la muchedumbre.
Como sucede en sueños, á cada obstáculo que Conrado lograba vencer,
surgían otros mayores, insuperables. Nadie le quería abrir paso.
Pastores de la sierra, tratantes y tenderillos de la ciudad, mujeres
harapientas con niños famélicos en brazos, fariseos altaneros, esenios
pálidos y compadecidos, hijas de Jerusalén, modestas burguesas que
bajaban los ojos llenos de lágrimas al ver las torturas del Maestro, y
por último, los soldados á caballo, enhiesta la lanza, se atravesaban
para impedir que nadie salvase el círculo de cuerda y estacas que
rodeaba los patíbulos. Conrado suplicaba, cerraba los puños, quería
infiltrarse, llegar hasta la cruz central, más alta que las otras, donde
colgaba Jesús; quería verle vivo, antes del momento en que, doblando la
cabeza, exclamase: «Todo se acabó.» Una angustia profunda se apoderaba
de Conrado. ¿Lo conseguiría cuando ya el Salvador hubiese muerto? Y
bañado en sudor, anhelante, afanoso, corría, corría en dirección á la
cima del cerro, que siempre se le figuraba más distante.
Sus ojos divisaron entonces á una mujer abrazada al árbol mismo de la
Cruz; y sin reparar que la mujer estaba casi desvanecida de congoja,
fijándose sólo en que á aquella mujer _también la conocía_, gritó con
esfuerzo:
--¡María, María de Nazareth!, alárgame la mano, que quiero llegar hasta
tu hijo.
Y María de Nazareth, temblorosa, con los ojos inflamados, trágica la
actitud, se adelantó, alargó la mano, cubierta por un pliegue del manto,
y Conrado, inmediatamente, se halló al pie del madero, tan cerca, que el
ruido del afanoso resuello del moribundo se le figuraba un huracán. Sin
embargo, pensó con gozo:
--¡Vive! ¡Vive! ¡Puede escucharme todavía!
Y alzando la frente, doblando las rodillas, poniendo la boca sobre el
palo ensangrentado, cerca de los sagrados pies, Conrado suspiró:
--¡Jesús, Jesús, no me abandones!...
Y ¡oh asombro!; una voz dulce, empapada en lágrimas, respondió desde
arriba:
--Tú eres el que me abandonaste hace años, Conrado. ¿No te acuerdas?
Profundo sacudimiento experimentó Conrado. Un agudo cuchillo de pena, de
contrición, se clavó en su pecho. Miró hacia lo alto con ansia: Jesús ya
había inclinado la cabeza; el sol se velaba tras negrísima nube; la
tierra se estremecía convulsa; á las plantas de Conrado se abrió una
grieta horrible, casi un abismo... y el pecador, atónito, cayó con la
faz contra el polvo y las rocas descarnadas...
* * * * *
Al despertarse Conrado de su largo sueño artificial, Preciosa estaba
allí, vestida de negro, pero linda, fresca, reposada, espiando el
instante de estrechar en sus brazos al durmiente. Éste se incorporó,
aturdido aún, sin darse cuenta de lo que le sucedía... Preciosa,
sonriendo, quiso halagarle, ser para él la vida que renace al borde de
una sepultura. Conrado, sin aspereza, la rechazó; y á paso mesurado,
firme, sin tambalearse ya, despejada la cabeza, salió á la antecámara,
abrió la puerta, la cerró de golpe y corrió á la calle... Una brisa
suave acarició sus sienes. Era la mañana del Domingo de Resurrección.


LA ORACIÓN DE SEMANA SANTA

El último chá de Persia, que, según nadie ignora, murió á manos de un
fanático, tuvo en su historia una página de muy pocos conocida, y yo la
ignoraría también á no referírmela una viajera inglesa, de esas mujeres
intrépidas é infatigables que registran con emoción y curiosidad los más
apartados confines del planeta. Cómo se las arregló miss Ada Sharpthorn
(que así se llama la inglesita) para obtener la confianza y casi la
privanza del chá, y penetrar en la cerrada magnificencia de su palacio y
conocer íntimamente á sus allegados, áulicos, cortesanos y generales, es
punto de difícil investigación; pero seguramente, al aspirar á este
resultado, no se valió miss Ada de ningún medio reprobable, pues
compiten en esta valiente exploradora la decencia y pulcritud de las
costumbres con la austeridad del criterio moral y la delicadeza de la
conducta. Si miss Ada gozó privilegios desconocidos en Persia, debe
atribuirse á la tenacidad que sabe desplegar la raza anglo-sajona para
conseguir sus propósitos--tenacidad que va haciendo á esa raza dueña del
mundo.
Contóme miss Ada el episodio que voy á narrar la tarde del Jueves Santo,
mientras recorríamos las calles de Avila visitando Estaciones. En
aquellas calles que todavía recuerdan por varios estilos la Edad media
española, el nombre de Persia sonaba como el de un país fantástico, de
juglaresca leyenda ó de romance tradicional; costaba trabajo admitir que
existiese. Quizás la misma _irrealidad_ de Persia en la pacífica
atmósfera de la ciudad teresiana, acrecentó el interés de los extraños
recuerdos de viaje que evocaba miss Ada, y que intentaré trasladar al
papel sin alterarlos.
«Nasaredino--empezó la inglesa--era un monarca absoluto, á quien sus
vasallos llamaban _sombra de Dios_, y que disponía de haciendas y vidas,
con dominio incondicional. No sé si ahora se habrá modificado el régimen
interior de Persia; entonces--y son épocas bien recientes--no había allí
más ley que la omnímoda voluntad de Nasaredino. Para mayor desventura de
sus súbditos, el chá no conocía el cristianismo, ó por mejor decir, no
quería conocerlo, ni permitía que se propagase en sus Estados opinión
alguna que se apartase del código de Mahoma. Quizás comprendía que
Cristo nuestro Señor es el verdadero enemigo de los déspotas, y que la
libertad y la dignidad humana tuvieron su cuna en el humilde establo de
Belén.
»Esta misma intransigencia del chá con nuestra santa religión me incitó
á probar si le atraía al terreno de la controversia, á fin de combatir
sus errores. Aprovechando la rara amabilidad con que me acogía, me
dediqué á catequizar á Nasaredino, y buscando el flaco de su orgullo,
comencé por pintarle la gloria y prosperidad de naciones cristianas como
Francia y la Gran Bretaña, superiores en las mismas artes de la guerra á
las naciones sujetas al fanatismo musulmán. Mis argumentos parecían
hacer mella en el monarca; á veces le ví quedarse pensativo, acariciando
la negrísima y puntiaguda barba, con los rasgados ojos de pestañas de
azabache fijos en el punto imaginario de la meditación. No era un necio;
ciertas ideas le movían á reflexionar; ciertos problemas se le imponían
á pesar suyo, al través de su oriental indolencia y su soberbia de dueño
absoluto de muchos millones de seres racionales.--Despaciosamente, en
correcto inglés, solía, transcurrido un rato, contestarme, no sin alguna
inflexión de desprecio en su voz grave y bien timbrada:
--»Jamás me convenceré de que sean heroicas y viriles naciones que se
postran ante un Dios humilde, muerto en un suplicio afrentoso. El gran
atributo de Dios es _el poder_ y _la fuerza_. La única explicación que
encuentro á ese enigma es que vuestras naciones se llaman cristianas sin
serlo realmente, y cuando funden cañones y botan al agua barcos
blindados, niegan á su Dios con los hechos, aunque le reconozcan con la
palabra. Y porque lo niegan han logrado el predominio que ejercen. Si
se atuviesen á la letra de su fe, como nos atenemos nosotros á la
nuestra, nosotros les pondríamos la planta del pie sobre la garganta.
»Al hablarme así Nasaredino, dejábame confusa. Pertenezco á las _Ligas_
del desarme y de la paz universal, y confío más en la energía del amor y
de la fraternidad, que en todos los ejércitos de Europa reunidos. Mas
¿cómo hacer entender la verdad á un bárbaro, y á un bárbaro que se cree
un semidiós? Sin embargo, lo intenté. A mi manera, empleando los
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