Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - 05

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el vago reflejo plateado de las greñas blancas.
--Apártese--murmuró impaciente el señorito.--¿No ve que el caballo se
asusta? Si me descuido, al río de cabeza... ¡Vaya unas horas de pedir, y
un sitio á propósito para saltar delante de la montura! ¡Brutos!
El pordiosero se había quedado como hecho de piedra.
--¿Dónde está el río?--gritó con hondo terror.--¿No es aquí el camino de
la iglesia de Cimáis? Señor, por el alma de quien lo ha parido... Señor,
no me desampare... ¡Soy un ciego! ¡Nuestra Señora le conserve la vista!
¡Pobre del que no ve!
Mauricio comprendió. El viejo sin ojos se había perdido, ignoraba dónde
se encontraba, y para no despeñarse necesitaba un guía. Sí, convenido;
necesitaba un guía... ¿Y quién iba á ser? ¿Él, Mauricio Acuña, que desde
Orense regresaba á su casa en tarde de Navidad, á cenar, á pasar
alegremente la velada, jugando al julepe ó al golfo con sus hermanos y
primos, fumando y riendo? Si sujetaba el paso de su caballo al lento
andar de un ciego; si torcía su rumbo cara á la iglesia de Cimáis,
distante buen rato, ¿á qué santas horas iba á hacer su entrada en la
sala del Pazo de Portomellor? Un instante titubeó: pensaba que no podía
menos de sacrificar algunos minutos á colocar al ciego en la dirección
de Cimáis, y dejarle, ya orientado, arreglarse como Dios le diese á
entender. Sólo que era internarse en la _carballeda_, exponerse á
tropezar en los cepos y en los pedruscos, y sobre todo, era condescender
á los ruegos del mendigo, que no soltaría á dos por tres á su lazarillo
improvisado, y si le complaciese en lo primero exigiría lo segundo...
¡Estos pobres son tan lagoteros y tan pegajosos! «Más vale escurrirse»,
decidió; y sacando del bolsillo un duro, lo dejó en la mano temblona
que el viejo extendía, más para implorar que para mendigar; picó al
caballo y escapó como un criminal que huye de la justicia.
Sí, como un criminal--así definió su conducta él mismo, luego, en el
punto de refrenar á _Maceo_, su negro andaluz cruzado, y darse cuenta de
que había caído enteramente la noche.--Velada por sombríos nubarrones,
la luna se entreparecía lívida, semejante á la faz de un cadáver
amortajado con hábito monacal. La carretera se desarrollaba suspendida
sobre el río que, á pavorosa profundidad, dormitaba mudo y siniestro. El
viento combatía, haciéndolos crugir, los troncos robustos de los
árboles; un relámpago alumbró la superficie del agua, un trueno resonó
ya bastante cercano; Mauricio se estremeció. Le parecía escuchar ruidos
extraños, además de los de la tormenta. ¿Se habrá caído el viejo al
agua? Detrás, sobre la peñascosa senda, creía escuchar el paso de un
hombre que tentaba el suelo con un palo, como hacen los ciegos. Absurdo
evidente, pues con la galopada que _Maceo_ había pegado ya, quedaría el
mendigo atrás un cuarto de legua. Lo cierto es que Mauricio juraría que
le seguía _alguien_: alguien que respiraba trabajosamente, que
tropezaba, que gemía, que imploraba compasión. Invencible desasosiego le
impulsó á apurar nuevamente á su montura, para alcanzar pronto el cruce
en que la carretera se desvía del río, cuya vista le sugería el temor de
una desgracia. ¿Se habrá caído?...--Lo que á Mauricio le acongojaba era
la idea de haber abandonado á un ciego en tal noche. «Pero, ¿cómo fuí
capaz...? ¡Si parece mentira! Me lo contarían después y no lo creería...
Hoy no debí dejar solo á un infeliz...» cavilaba, hincando la espuela en
los ijares de _Maceo_. «Y lo más sucio, lo más vil de mi acción fue
darle dinero. ¡Dinero! Si á estas horas flota en el Sil su cuerpo..., el
dinero ¿de qué le sirve? Creemos que el dinero lo arregla todo...
¡Miserable yo! Estoy por volverme. ¿No viene nadie detrás?...»
_Maceo_ volaba: un sudor de angustia humedecía las sienes del jinete. El
zumbido de sus oídos y el remolino del viento, profundo como una tromba,
no le impedían oir, cada vez más próximas, las pisadas del que le
seguía, ya sin género de duda, y percibir la misma respiración
entrecortada, el mismo doliente gemido; y el caso es que no se atrevía á
volverse: porque si se volviese, quizás vería la figura del ciego
mendigo, alto, descalzo de pie y pierna, con el zurrón al hombro, el
cayado en la mano, y reluciente en la obscuridad la plata de sus blancas
greñas...
--¿Estaré loco?--pensó.--Ea, ánimo... Debo volverme...--Y no se volvía;
su garganta apretada, su corazón palpitante, le hacían traición: sufría
un miedo espantoso, sobrenatural. Apretó las espuelas, y el caballo,
excitado, aceleró el tendido galope, sacando chispas de los guijarros
del camino. La tempestad estaba ya encima: el relámpago brilló; un
trueno formidable rimbombó sobre la misma cabeza del señorito,
aturdiéndole. Alborotóse _Maceo_; giró bruscamente sobre sus patas
traseras, y se arrojó hacia el talud que dominaba el Sil. Vió Mauricio
el tremendo peligro, cuando otro relámpago le mostró el abismo y la
superficie del agua: cerró los ojos, aceptando el juicio de la
Providencia... y el caballo, en su vértigo mortal, arrastró al jinete al
fondo del despeñadero, tronchando en su caída los pinos y empujando las
piedras del escarpe, cuyo ruido fragoroso, al rodar peñas abajo,
remedaba aún los desatentados pasos del ciego que tropezaba y gemía.


LOS MAGOS

En su viaje, guiados día y noche por el rastro de luz de la Estrella,
los Magos, á fin de descansar, quisieron detenerse al pie de las
murallas de Samaria, que se alzaba sobre una colina, entre bosquetes de
olivos y setos de cactos espinosos. Pero un instinto indefinible les
movió á cambiar de propósito: la ciudad de Samaria era el punto más
peligroso en que podían hacer alto. Acababa de reedificarla Herodes
sobre las ruinas que habían hacinado los soldados de Alejandro el
macedón siglos antes, y la poblaban colonos romanos que hacía poco
trocaron la espada corta por el arado y el bieldo: gente toda á devoción
del sanguinario Tetrarca, y dispuesta á sospechar del extranjero, del
caminante, cuando no á despojarle de sus alhajas y viáticos.
Siguieron, pues, la ruta, atravesando los campos sembrados de trigo,
evitando la doble hilera de erguidas columnas que señalaba la entrada
triunfal de la ciudad, y buscando la sombra de los olivos y las
higueras, el oasis de algún manantial argentino. Abrasaba el sol, y en
las inmediaciones de la villita de Betulia la desnudez del paisaje, la
blancura de las rocas, quemaban los ojos. «Ahí no encontraremos sino
pozos y cisternas, y yo quisiera beber agua que brotase á mi vista»,
murmuró, revolviendo contra el paladar la seca lengua, el anciano rey
Baltasar, que tenía sedientas las pupilas, más aún que las fauces, y se
acordaba de los anchos ríos de su amado país del Irán, de la sábana
inmensa del Indo, del fresco y misterioso lago de Bactegán, en cuyas
sombrosas márgenes triscan las gacelas. La llanura, uniforme y monótona,
se prolongaba hasta perderse de vista: campos de heno, planicies
revestidas de espinos y de malas hierbas, es todo lo que ofrecía la
perspectiva del horizonte; en el cielo, de un azul de ultramar, las
nubes ensangrentadas del Poniente devoraban el resplandor de la
Estrella, haciéndola invisible. Entonces Melchor, el rey negro,
desciende de su montura, y cruzando sobre el pecho los brazos,
arrodillándose sin reparo de manchar de polvo su rica túnica de brocado
de plata, franjeada de esmeraldas y plumas de pavo real, coge un puñado
de arena y lo lleva á los labios, implorando así:
--Poder celeste, no des otra bebida á mi boca, pero no me escondas tu
luz. ¡Que la Estrella brille de nuevo!
Como una lámpara cuando recibe provisión de aceite, la Estrella relumbró
y chispeó. Al mismo tiempo los otros dos Magos exhalaron un grito de
alegría: era que se avistaban las blancas mansiones y los grupos de
palmeras seculares de En-Ganim. En Palestina, ver palmeras es ver la
fuente. Gozosa se dirigió la comitiva al oasis, y al descubrir el agua,
al escuchar su refrigerante murmullo, todos descendieron de los camellos
y dromedarios y se postraron dando gracias, mientras los animales
tendían el cuello y el hocico, venteando los húmedos efluvios de la
corriente. Así que bebieron, que colmaron los odres, que se lavaron los
pies y el rostro, acamparon y durmieron apaciblemente allí, bajo las
palmeras, á la claridad de la Estrella, que refulgía apacible en lo alto
del cielo.
Al alba dispusiéronse á emprender otra vez la jornada en busca del Niño.
La mañana era despejada y radiante. Los rebaños de En-Ganim salían al
pastoreo, y las innumerables ovejas blancas, moviéndose en la llanura,
parecían ejércitos fantásticos. La proximidad de la comarca donde se
asienta Jerusalén se conocía en la mayor feracidad del terreno, en la
verdura del tupido musgo, en la copia de hierba y florecillas
silvestres, que no había conseguido marchitar el invierno. Baltasar y
Gaspar reflexionaban, al ritmo violento del largo zancajear de sus
monturas. Pensaban en aquel Niño, rey de reyes, á quien un decreto de
los astros les mandaba reverenciar y adorar y colmar de presentes y de
homenajes. En aquel Niño, sin duda alguna, iba á reflorecer el poderío
incontrastable de los monarcas de Judá y de Israel, leones en el
combate, gobernantes felicísimos en la paz; y la vasta monarquía, con
sus recuerdos de gloria, llenaba la mente de los dos Magos. ¡Qué
sabiduría, qué infusa ciencia la de Salomón, aquel que había subyugado á
todos sus vecinos, desde los Faraones egipcios hasta los comerciales
emporios de Tiro y Sidón; el que construyó el Templo gigante, con sus
mares de bronce, sus candelabros de oro, su terrible y velado
tabernáculo, sus bosques de columnas de mármol, jaspe y serpentina, sus
incrustaciones de corales, sus chapeados de marfil! ¡Qué magnificencia
la del que deslumbró con su recibimiento á la reina de Saba, á Balkis la
de los aromas, la que traía consigo los tesoros del Oriente y las
rarezas venidas de las tres partes del mundo, recogidas sólo para ella y
que ella arrojaba, envueltas en paños de púrpura, al pie del trono del
rey! Cerrando los ojos, Baltasar y Gaspar veían la escena, contemplaban
la sarta de perlas desgranándose, los colmillos de elefante ostentando
sus complicadas esculturas, los pebeteros humeando y soltando nubes
perfumadas, los monillos jugando, los faisanes y pavos reales haciendo
la rueda, los citaristas y arpistas tañendo, y Balkis, envuelta en su
larga túnica bordada de turquesas y topacios, protegida del sol por los
inmensos abanicos de pluma, adelantándose con los brazos abiertos para
recibir en ellos á Salomón... No podían dudarlo; el Niño á quien iban á
adorar sería, con el tiempo, otro Salomón, más grande, más fuerte, más
opulento, más docto que el antiguo. Sometería á todas las naciones;
ceñiría la corona del Universo, y bajo su solio, salpicado de diamantes,
se postraría la opresora ciudad del Lacio; sí, la ávida loba romana
lamería, domada, los pies de aquel Niño prodigioso...
Mientras rumiaban tales ideas, la Estrella desaparecía, extinguiéndose.
Encontráronse perdidos, sin guía, en la dilatada llanura. Miraron en
torno, y con sorpresa advirtieron que se había separado de ellos
Melchor. Una niebla densa y sombría, alzándose de los pantanos y
esteros, les había engañado y extraviado, de fijo. Turbados y tristes,
probaron á orientarse; pero la costumbre de seguir á la Estrella y el
desconocimiento completo de aquel país que cruzaban eran insuperables
obstáculos para que lograsen su intento. Ocurrióseles buscar un guía, y
clamaron en el desierto, porque á nadie veían ni se vislumbraba rastro
de habitación humana. Por fin, aparecióse un pastor muy joven, vestido
de lana azul, sujeto á la frente el ropaje con un rollo de lino blanco.
Y al escuchar que los viajeros iban en busca del Niño rey, el rústico
sonrió alegremente y se ofreció á conducirles.
--Yo le adoré la noche en que nació...--dijo transportado.
--Pues llévanos á su palacio y te recompensaremos.
--¡A su palacio! El Niño está en una cuevecilla, donde solemos recoger
el ganado cuando hace mal tiempo.
--Qué, ¿no tiene palacio? ¿No tiene guardias?
--Una mula y un buey le calientan con su aliento...--respondió el
pastor.--Su madre y su padre, el carpintero Josef de Nazareth, le cuidan
y le velan amorosos...
Gaspar y Baltasar trocaron una mirada que descubría confusión, asombro y
recelo. El pastor debía de equivocarse; no era posible que tan gran rey
hubiese nacido así, en la miseria, en el abandono. ¿Qué harían? ¿Si
pidiesen consejo á Melchor? Pero Melchor, envuelto en la niebla,
caminaba con paso firme; la Estrella no se había obscurecido para él.
Hallábase ya á gran distancia, cuando por fin oyó las voces, los gritos
de sus compañeros: «¡Eh, eh, Melchor! ¡Aguárdanos!» El Mago de negra
piel se detuvo, y clamó á su vez: «Estoy aquí, estoy aquí...»
Al juntarse por último la caravana, Melchor divisó al pastorcillo y supo
las noticias que daba del Niño rey. «Este pobre zagal nos engaña ó se
engaña--exclamó Gaspar enojado.--Dice que nos guiará á un establo
ruinoso, y que allí veremos al hijo de un carpintero de Nazareth. ¿Qué
piensas, Melchor? El sapientísimo Baltasar teme que aquí corramos grave
peligro, pues no conocemos el terreno, y si nos aventuramos á preguntar
infundiremos sospechas, seremos presos y acaso nos recluya Herodes en
sus calabozos subterráneos. La Estrella ya no brilla y nuestro corazón
desmaya.»
Melchor guardó silencio. Para él no se había ocultado la Estrella ni un
segundo. Al contrario, su luz se hacía más fulgente á medida que
adelantaban, que se aproximaban al establo. Y en su imaginación, Melchor
lo veía: una cueva abierta en la caliza, un pesebre mullido con paja y
heno, una mujer joven y celestialmente bella agasajando á un niño
tiernecito, que tiembla de frío; un Niño humilde, rosado, blanco, que
bendice, que no llora. Lo singular es que la cueva, en vez de estar
obscura, se halla inundada de luz, y que una música inefable, apenas
perceptible, idealmente delicada y melodiosa, resuena en sus ámbitos. La
cueva parece que es toda ella claridad y armonía. Melchor oye extasiado;
se baña, se sumerge en la deliciosa música y en los resplandores de oro
que llenan la caverna y cercan al Niño.
--¿No oyes, Melchor? Te preguntamos si debemos continuar el viaje... ó
volvernos á nuestra patria, por no ser encarcelados y oprimidos aquí.
--Y vosotros, ¿no oís la música?--repite Melchor, por cuyas mejillas de
ébano resbalan gotas de dulce llanto.
--Nada oímos, nada vemos...--responden los dos Magos, afligidos.
--Orad, y veréis... Orad, y oiréis... Orad, y Dios se revelará á
vosotros.
Magos y séquito echan pie á tierra, extienden los tapices, y de pie
sobre ellos, vuelta la cara al Oriente, elevan su plegaria. Y la
Estrella, poco á poco, como una mirada de moribundo que se reanima al
aproximarse al lecho un sér querido, va encendiéndose, destellando,
hasta iluminar completamente el sendero, que se alarga y penetra en la
montaña, en dirección de Belén. La niebla se disipa; el paisaje es
risueño, pastoril, fresco, florido, á pesar de la estación; claros
arroyillos surcan la tierra, y resuena, como en Mayo, el gorjeo de las
aves, que acompaña el tilinteo de la esquila y el cántico de los
pastores, recostados bajo los terebintos y los cedros, siempre verdes.
Los Magos, terminada su plegaria, emprenden el camino llenos de
esperanza y de seguridad. Una cohorte de soldados á caballo se cruza con
la caravana: es un destacamento romano, arrogante y belicoso; el sol
saca chispas de sus corazas y yelmos; ondean las crines, flotan las
banderolas, los cascos de los caballos hieren el suelo con provocativa
furia. Los Magos se detienen, temerosos. Pero el destacamento pasa á su
lado y no da muestras de notar su presencia. Ni pestañean, ni vuelven la
cabeza, ni advierten nada.
--Van ciegos--exclama Melchor;--y los Magos aprietan el paso, mientras
se aleja la cohorte.


SUEÑOS REGIOS

Es de noche. Temperatura, veinte bajo cero. Fuera no se escucha el menor
ruido: la nevada, cayendo en finos copos delicadísimos que mullen la
atmósfera, contribuye á sostener el silencio absoluto, ahogado, que pesa
sobre los jardines blancos con blancura fantástica. La nieve ha
perfilado primorosamente la traza de las calles de árboles, de los
macizos, de los bosquetes, de los estanques cuajados por el hielo, y
cuya superficie lisa rayaron los patines en la última sesión de patinaje
que tanto divirtió á la corte, porque el príncipe de Circasia se dió
unas costaladas regulares. Las estatuas parecen temblar y lucen aderezos
de carámbanos. Las coníferas son témpanos bordados y esculpidos. En el
alcázar, las cornisas, las balconadas, las torrecillas, la monumental
ornamentación de la fachada, el reloj, sostenido por Genios que
representan los destinos de la casa imperial venciendo al Tiempo, van
desapareciendo bajo la suave acolchadura blanca. Los centinelas, en su
garita, tiritando, sintiendo que el aliento se les cristaliza primero y
se les liquida después dentro del alto cuello de sus capotes militares,
hieren el suelo con el pie, se acuerdan del cuerpo de guardia donde arde
la estufa y se puede echar un trago de lo fermentado, y de tiempo en
tiempo lanzan, al través de la nieve, su «¡Alerta!» gutural. El
decorativo reloj da las doce, pausadamente, como si la hora contada por
él fuese más solemne que las otras. Al reloj de fuera contestan los de
dentro, desde las consolas; tienen vocecillas aflautadas y bien
moduladas de palaciegos.
El emperador se estremece y se incorpora en el gran lecho incrustado de
marfil, bajo las pieles rarísimas que lo mullen. Se le figura que una
mano acaba de posarse en su hombro; y en efecto, á la luz de la lámpara
de alabastro velada de encaje, ve una figura venerable, un viejo
aureolado por larguísima barba y melenas, donde la nieve se diría que
enredó sus vellones. La vestidura del viejo deslumbra; túnica de brocado
de oro, manto de terciopelo violeta orlado de armiño. Una especie de
mitra en que las perlas se apiñan sobre la filigrana, rodea sus sienes y
comprime y hace bufar su gran cabellera nevada, que se extiende
caudalosa por los hombros. En la mano lleva cincelado cofrecillo
abierto, lleno de polvo aurífero impalpable.
--¿Qué me quieres y quién eres?--pregunta el emperador al anciano.
--Como de casa. Baltasar, rey de los países de Oriente--contesta el
patriarca en voz temblona.
--¡Bienvenido, primo y señor! ¿Por qué viaja Vuestra Majestad en tan
cruda noche? Conviene á las testas coronadas no ponerse nunca en el caso
de sufrir las molestias que padecen los demás mortales. Dígnese Vuestra
Majestad descansar bajo mi hospitalario techo.
--No acepto sino breves instantes, aunque vengo rendido de atravesar los
dominios de Vuestra Majestad, á los cuales no se les ve el fin: deben de
cubrir buena parte de la superficie del planeta.
--¡Ah!--articula el emperador, satisfecho.--¿Los ha recorrido Vuestra
Majestad? ¿Se ha enterado de su extensión y riqueza? Todos los climas,
todas las producciones, todas las razas, reconocen mi soberanía. Cuando
paso revista á mi ejército, en él veo soldados blancos y rubios, de ojos
azules; soldados de morena tez; soldados de cutis amarillo y nariz
achatada; ropajes orientales y envolturas que preservan del rigor de las
estaciones en los países hiperbóreos. Mi imperio produce el trigo y el
zafiro, los minerales, las pieles y las maderas odoríferas; es un
gigante cuya cabeza, como la de Vuestra Majestad, se baña en las nieves
árticas, y cuyas manos se tienden hacia el Mediodía para abarcarlo. Y en
este Imperio yo soy Dios. A mi voz las frentes se inclinan, las
muchedumbres se prosternan, la plegaria por mí hace retemblar los
iconostasios. Mientras el soplo del huracán juega con los monarcas
occidentales, nuestros necios primos, yo, como un numen, me oculto en
santuario inaccesible.
--Conozco el poderío de Vuestra Majestad. Por eso sospecho si la tarea
que me ha sido encomendada resultará estéril; pero, obedeciendo, la
cumplo.
--¿Qué tarea es esa, primo y señor?
--La que me ordenó realizar el Niño. Vuelvo de Palestina; regreso á mi
patria, después del interminable viaje anual... ¡Es una maravilla lo
lindo que está el Niño y lo dulce y honesta que es la Madre! Nada perdió
su inmortal hermosura en los mil novecientos dos años transcurridos
desde que por vez primera les adoré. Como siempre, les he llevado mi
ofrenda: polvo de oro del Ofir. Y el Niño, después de extender sus
manitas, que besé, y bendecir el oro, me ha dicho que lo espolvoree por
el suelo, allí donde vea que el hombre atenta á la libertad del hombre.
--¿Conque esas mañas saca el Niño?--tartamudeó el emperador.--¡Por
cierto que lo educan bien mal su Madre y el carpintero, gente baja al
fin, aunque descienda de la casta de nuestros augustos primos los reyes
de Judá! Vuestra Majestad, con la experiencia que le dan los años, habrá
comprendido que no debe cumplírsele al Niño ese antojo.
--No es posible desobedecerle, primo y señor--declaró gravemente el
Mago.--He espolvoreado la enorme porción de tierra donde reina Vuestra
Majestad, aunque confieso que dudo de ver germinar cosa alguna sobre la
dura capa de hielo que la reviste. Sin esperanzas voy derramando
polvillo de oro; y la verdad, hace un instante, en los jardines de este
palacio, al caer el dorado polvillo, creí que el suelo se estremecía y
se agrietaba la capa de nieve. Tembló la tierra; me pareció que un ruido
cavernoso resonaba allá dentro. ¿Está seguro Vuestra Majestad de que no
se halla minado su palacio?
--Vuestra Majestad es quien lo mina, y será preciso impedirlo;--contesta
enérgicamente el emperador, hiriendo un timbre.
Aparece la guardia. El viejo toma una pulgarada de polvillo, lo arroja á
los ojos de los soldados y pasa por entre ellos libre y majestuoso.
* * * * *
Otro efecto de nieve sobre jardines y palacio real, pero nieve ya
cuajada y que empieza á derretirse formando un barro sucio y negruzco.
En el alcázar se ven todavía luces: ha habido en el comedor de diario
espléndida cena de familia, alegres y cariñosos brindis, y el emperador,
rendido de recibir toda la tarde felicitaciones, después de bendecir á
sus hijos, que uno por uno le han besado la mano respetuosamente, y de
abrazar con afecto á la fecunda emperatriz, se tiende en su estrecha y
dura cama de campaña, única donde concilia el sueño, á causa de la
costumbre.
Apenas empieza á aletargarse, le llaman con un _¡Pssit!_ muy bajo, y á
la claridad de la lamparilla divisa á un hombre en la fuerza de la edad,
envuelto en ropón de púrpura, bajo el cual se parece una armadura de
admirable trabajo. Rodea sus sienes una corona de picos; en su diestra
alza rico pomo de mirra de fuerte aroma, acre y embriagador.
--¿Qué desea Vuestra Majestad, señor rey Gaspar?--pregunta el emperador
que, conociendo al viajero, salta de la cama y saluda militarmente.
--Felicitar las Pascuas á Vuestra Majestad y confiarle un secreto.--Es
el caso que el Niño, ¿no sabe Vuestra Majestad? ¡el Niño, á quien todos
los años voy á visitar en su establo, para beber en sus ojos de violeta
la sabiduría! después de jugar con esta mirra que le ofrecí y de arrojar
sobre ella su aliento celestial, me manda que gota á gota la esparza por
el suelo de los países donde el hombre tenga sed de la sangre del
hombre. Y al caer gotitas de esta mirra, primo y señor, observo que la
tierra, encharcada y pegajosa, se esponja, se entreabre, y nacen y
surgen y crecen olivos, rosas, mirtos, centeno, lúpulo, viñas cargadas
de racimos. ¡Ah! Es un gran portento la tal mirra. Y á mí, señor y
primo, la armadura me asfixia, el corazón no me cabe en ella. Permítame
Vuestra Majestad que salpique de mirra su cabeza augusta.
--¡Qué diantre! ¡Cosas de chiquillos!--gruñó el emperador.--Cuando el
Niño crezca y se aparte de las faldas y del regazo materno, diferentes
serán sus caprichos. No hay nada más santo que la guerra. Dios mismo
guía á los ejércitos é infunde á los caudillos arrojo y tino para
asegurar la victoria. Sobre el campo de batalla se cierne el Arcángel
con sus alas salpicadas de rubíes y su gladio flamígero. El soplo
divino hincha mi pecho apenas lo cubre la coraza rutilante. Esto no se
les alcanza á los niños ni á las mujeres; convenido. Nosotros, pastores
de pueblos, jefes de razas, sonreímos ante ciertos arranques de
debilidad graciosa.
--Debo hacer lo que me mandan--insiste Gaspar.
Y tomando unas gotas de mirra, las dispara á la frente del emperador.
Este exhala un suspiro; se deja caer en el lecho de campaña, y ve en
sueños una pirámide de huesos humanos, blanca y pulida, altísima. Sobre
la cúspide, un cuervo grazna plañideramente, hambriento, erizado el
plumaje; y al pie, en las ramas de un olivo nuevo, dos palomas se besan,
juntando los picos.
* * * * *
En el patio del alcázar, sobre el gran pilón de pórfido sostenido por
leones, recae el agua, melodiosa, con dulce porfía. La luna ilumina las
arcadas afiligranadas, juega en las charoladas hojas de los naranjos,
descubre el reflejo pálido de sus pomas de oro. Dos esclavos velan el
sueño del emir, que reposa vestido sobre un diván, cubierto con una
manta de fina pluma de avestruz--porque la noche está algo fría y la
helada ha endurecido los caminos del desierto--y apoyando el pie en la
garganta de una mujer desnuda, que hace de cogín y presta calor más
grato que el de la manta.
Elegante figura se desliza por entre los esclavos, invisible. Es un
negro joven, esbelto, de robusta y acerada musculatura, de piernas
nerviosas encerradas en calzas prietas y salpicadas de lentejuelas como
las que ostentan los donceles en los cuadros de Carpaccio; una
sobrevesta de tisú de plata acusa sus formas; un cinturón de pedrería
sostiene sobre su vientre enjuto soberbio puñal; encima de sus cabellos
crespos se ladea un gorro de velludo carmesí, y bajo el ala luce diadema
de brillantes. El gallardo negro se inclina hacia el emir y le baña el
rostro con una bocanada del incienso que humea en un incensario calado,
pendiente de cadenillas de perlas. Sobresaltado, el emir despierta,
echando mano á su gumía.
--No temas, soy Melchor, que como tú ejerce el mando en tribus del
desierto y posee palacios misteriosos, que parecen labrados por los
genios del aire. Vengo á cumplir órdenes del Niño Yesuá, hijo de Leila
Mariem.
--¿Y qué te ordena ese profeta infiel?--exclama el emir con desprecio.
--Columpiar este incensario en todos los países donde el hombre trate á
la mujer como esclava y no como compañera.
Ríese el emir, mostrando sus blancos dientes de chacal entre la negra y
sedosa barba.
--Pues vuélvete á tierra de rumíes, Melchor. También allí necesitan el
perfume de tu incensario. Pero antes, reposa. Eres mi huésped; voy á
ordenar que te preparen un baño con agua de rosas dos bellas cautivas.
Y el Emir se incorpora, dando con el pie á la mujer en cuya garganta lo
tenía apoyado.


LA VISIÓN DE LOS REYES MAGOS
(_Los Reyes Magos regresan á su patria por distinto camino del que
vinieron, á fin de burlar al sanguinario Herodes. Es de noche: la
estrella no les guía ya; pero la luna, brillando con intensa y argentada
luz, alumbra espléndidamente la planicie del desierto. La sombra de los
dromedarios se agiganta sobre el suelo blanco y liso, y á lo lejos
resuena el cavernoso rugir de un león._)

BALTASAR (acariciándose la nevada y luenga barba y moviendo la anciana
cabeza á estilo del que vaticina).--No sé lo que me sucede desde que me
puse de rodillas en el establo de Belén y saludé al Hijo de la Doncella,
que me agita un espíritu profético, y siento descorrerse el velo que
cubre los tiempos futuros. Este tributo de oro que ofrecí al Niño para
reconocerle Rey, ¡cuántas y cuántas generaciones se lo han de rendir!
Tributos percibirá, no como nosotros, días, meses y años, sino siglos,
decenas de siglos, generación tras generación, y los percibirá de todo
el universo, de toda raza y lengua, de nuevas tierras que se descubrirán
para aclamar su nombre. El oro que le he presentado era poco; apenas
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