Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - 12

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hilos del agua, y ondea y brilla, y juega y se esparce, recién ungida de
aceite de nardo que la mujer, alzando los brazos, extiende por los rizos
sombríos, enredándolos entre los dedos...
Todo el incendio del firmamento ardió en las venas de David. Él mismo,
desde aquella hora, se maravilló dentro de sí, no comprendiendo. Estaba
bien seguro de que su fiel copero no le había vertido en el vino zumo de
hierbas, en las cuales el conjuro de alguna nigromántica como la de
Endor insinúa traidoramente el filtro de la pasión repentina y mortal.
Pasados eran para David los días de la juventud, cuando su mano certera
clavaba el guijarro afilado en la frente del descomunal gigante.
Innumerables mujeres habían impregnado el olfato del rey con el perfume
de sus cabelleras, y al disiparse éste se borraba la imagen, porque es
indigno del sabio, del profeta, del caudillo, del legislador,
reblandecerse en el harem, ser cautivo de una débil hembra. Y sin
embargo, en aquel instante, no cabía duda, era el incendio del cielo el
que ardía en las venas de David, y el rey conocía que ni toda el agua de
la piscina, ni la de los torrentes que bajan impetuosos de Cedar y
Hebrón, sería bastante á extinguirlo. Betsabé le había robado el seso,
no con el crujir de sus sandalias--porque descalzos tenía los finos pies
y hasta sin argolla de plata el sutil tobillo,--sino con el aroma
peculiar de sus bucles negros como la tentación.
Rápidamente sobrevenía la noche, y muchas noches más, durante las cuales
David se abismaba en su pecado, esperando de un modo confuso la hora del
arrepentimiento. Presentía la aparición de la conciencia, el descenso
del ángel severo y terrible. Era inútil: su pecado yacía hondo en su
corazón, arraigado allí y fijo á manera de saeta en la herida. Ni la
ciencia arcana que había de recibir andando el tiempo Suleimán, á quien
llamamos Salomón, acertará á explicar las causas de la perseverancia en
el amor, fenómeno extraño que induce fatalmente á un sér hacia otro sér.
David no podía vivir sin la esposa de Urías el Héteo, el mejor oficial,
el valiente compañero de armas. ¡Si aquella mujer hubiese pertenecido á
un enemigo! David, estremeciéndose, pensaba en las sugestiones del
miedo de la favorita, en las súplicas tiernas é insinuantes como silbo
de culebra entre las rosas del valle de Jericó. «No accederé»,
murmuraba; pero la idea del engaño y del crimen iba ya deslizándose en
su alma, impregnándola de veneno. Urías estaba sentenciado... El
sentimiento más generoso y bello que crea la vida militar; el leal
compañerismo, el cariño de los que á un mismo riesgo se exponen y ganan
la misma gloria, le gritaba á David: «Vas á cometer la mayor de las
infamias». Y á sabiendas, David, el de la conciencia despierta, el gran
arrepentido, el que sentía incesantemente la tremenda presencia de
Eloim-Jehová,--por el olor de unos cabellos de mujer envió al capitán
Urías, uno de los treinta _gibores_ ó valientes, bajo los muros de
Rabat-Amón, con mensaje cerrado para el general Joab; y en cumplimiento
de la real orden, Urías fue puesto á la cabeza de un destacamento que á
toda costa debía entrar en la ciudad. Y Urías obedeció, gozoso, ansioso
de victoria, y su cuerpo quedó tendido al pie de la muralla, bañado en
sangre!
En los oídos de David, llenos de la voz acariciadora y ambiciosa de
Betsabé, sonaba entonces otra voz terrible, la del vidente Natán, por
cuya boca hablaba el Señor. Trémulo en brazos de la favorita, de la que
ya era su esposa, se humillaba ante el airado anatema, la maldición
fatídica. «Porque hiciste lo malo en mi presencia, no se apartará espada
de tu casa, y sobre tu casa levantaré el mal...»
Al evocar las palabras del vidente, David exhalaba un gemido doloroso...
y se despertaba, empapadas las sienes en sudor frío. Miraba alrededor
con ojos extraviados y atónitos, y reconocía el lugar, aquel doble
recinto fortificado de Mahanaim, tétrico y ceñudo, donde sólo resonaban
los pasos del centinela y se escuchaba, á trechos, el alerta gutural del
vigía. A la roja brasa del Poniente había sucedido el azul negruzco de
la noche, sobre el cual parpadeaban las estrellas tristemente. ¿Sin
noticias aún? ¿Qué podía haber sucedido allá en la selva de Efraim,
donde desde la hora de la mañana luchaban las fuerzas del rebelde
Absalón con las de David, mandadas por Joab? ¿Qué estragos hacía la
espada aquella, nunca apartada de su casa, según la profecía? De súbito,
un clamoreo á distancia, una algazara inmensa. Confundíanse el trotar de
los corceles, el choque de las armas, el estrépito de la infantería
hiriendo la tierra con el duro calzado militar, y empujando á los
cautivos entre alaridos de muerte y gritos de cólera, el mugir de los
bueyes que arrastraban las carretas del botín,--todo lo que al oído
experto del guerrero suena á triunfo. David se incorporó, pálido y
espantado: la guarnición de la plaza acudía con teas ardiendo, y el
primer mensajero caía á los pies del rey, sin aliento, ahogándose.
«Alabemos al Señor»... tartamudeaba. «Deshecha la rebelión, pasados á
cuchillo tus enemigos... ¡gloria al rey!»--Arrojándose sobre el
emisario, David exclamó furiosamente:
--¿Y mi hijo? ¿Y Absalón, mi hijo, mi heredero, el príncipe real?
No hubo respuesta. Otro emisario llegaba jadeante, loco de júbilo. «El
Señor ha confundido á los que te querían dañar. Veinte mil quedan en el
campo de batalla, consumidos por la espada, sirviendo de pasto á los
buitres, Y Absalón, suspenso entre el cielo y la tierra, colgado de las
ramas de un terebinto, ha recibido en el pecho muchos dardos. Dicha tuya
ha sido ¡oh rey! que los hermosos cabellos del príncipe, todos
impregnados de esencia, se enredaran en las ramas y le detuviesen en su
precipitada fuga. A no ser por los negros bucles, que caían como maduros
racimos de vid á lo largo de la espalda... tu enemigo se hubiese
salvado; tan ligera iba su mula...»
Y el emisario calló, porque el rey acababa de desplomarse en tierra
arañándose el rostro, arrancándose el pelo y sollozando: ¡Hijo, hijo
mío!


AL BUEN CALLAR...

No tenían más hijo que aquél los duques de Toledo, pero era un niño como
unas flores; sano, apuesto, intrépido, y, en la edad tierna, de
condición tan angelical y noble, que le amaban sus servidores punto
menos que sus padres. Traíale su madre vestido de terciopelo que
guarnecían encajes de Holanda, luciendo guantes de olorosa gamuza y
brincos y joyeles de pedrería en el cintillo del birrete; y al mirarle
pasar por la calle, bizarro y galán cual un caballero en miniatura, las
mujeres le echaban besos con la punta de los dedos, las vejezuelas reían
guiñando el ojo para significar «¡Quién te verá á los veinte!», y los
graves beneficiados y los frailes austeros, sacando la cabeza de la
capucha y las manos de las mangas, le enviaban al paso una bendición.
Sin embargo, el duque de Toledo, aunque muy orgulloso de su vástago,
observaba con inquietud creciente una mala cualidad que tenía, y que
según avanzaba en edad el niño don Sancho iba en aumento. Consistía el
defecto en una especie de manía tenacísima de cantar la verdad á troche
y moche, viniese á cuento ó no viniese, en cualquier asunto y delante de
cualquier persona. Cortesano viejo ya el duque de Toledo, ducho en saber
que en la corte todo es disfraz, adivinaba con terror que su hijo, por
más alentado, generoso, listo y agudo que se mostrase, jamás obtendría
el alto puesto que le era debido en el mundo, si no corregía tan funesta
propensión. «Reñida está la discreción con la verdad: como que la verdad
es á menudo la indiscreción misma», advertía á su hijo el duque. «Por la
boca solemos morir como los simples peces, y no es muerte propia de
hombre avisado, sino de animal bruto, frío y torpe», solía añadir.
Corríase y afligíase el rapaz de tales reprensiones y advertencias, y
persuadido de que erraba al ser tan sincero, proponía en su corazón
enmendarse; pero su natural no lo consentía: una fuerza extraña le traía
la verdad á los labios, no dándole punto de reposo hasta que la soltaba
por fin, con gran aflicción del duque, que se mataba en repetir: «Hijo
Sancho, mira que lo que haces... La verdad es un veneno de los más
activos; pero en vez de tomarse por la boca, sale de ella. Esparcido en
el aire, es cuando mata. Si tan atractiva te parece la fatal verdad,
guárdala en ti y para ti; no la repartas con nadie, y á nadie
envenenarás.»
Acaeció, pues, que frisando en los trece años y siendo cada vez más
lindo, dispuesto y gentil el hijo de los duques de Toledo, un día que
la reina salió á oir misa de parida á la catedral, hubo de verle al
paso, y prendada de su apostura y de la buena gracia con que la hizo una
reverencia profundísima, quiso informarse de quién era, y apenas lo
supo, llamó al duque y con grandes instancias le pidió á D. Sancho para
paje de su real persona. Más aterrado que lisonjeado, participó el duque
á su hijo el honor que les dispensaba la reina. «Aquí de mis recelos,
aquí del peligro, Sancho... Tu funesto achaque de veracidad ahora es
cuando va á perderte y perdernos. Si la reserva y el arte de bien callar
son siempre provechosos, en la cámara de los reyes son indispensables,
te lo juro.» «Antes pienso, padre--replicó el precoz D. Sancho,--que al
lado de los reyes, por ser ellos figura é imagen de Dios, alentará la
verdad misma. No cabrá en ellos mentira ni acción que deba ser oculta ó
reservada.» Confuso y perplejo dejó la respuesta al duque, pues le
escarabajeaban en la memoria ciertas murmuraciones cortesanas referentes
á liviandades y amoríos regios; pero tomando aliento, «No, hijo--exclamó
por fin,--no es así como tú supones... Cuando seas mayor y tu razón
madure, entenderás estos enigmas. Por ahora sólo te diré que si vas á la
corte resuelto á decir verdades, mejor será que tomes ya mi cabeza y se
la entregues al verdugo.» Cabizbajo y melancólico se quedó algún tiempo
D. Sancho, hasta que, como el que promete, extendió la mano con extraña
gravedad, impropia de su juventud. «Yo sé el remedio--afirmó.--Mentir
me es imposible, pero no así guardar silencio. Haced, vos, padre, correr
la voz de que un accidente me ha privado del habla, y yo os prometo, por
dispensaros favor, ser mudo hasta el último día de mi vida si es
preciso.»
Pareció bien el arbitrio al duque y divulgó lo de la mudez; siendo lo
notable del caso que la reina, sabedora de que el bello rapaz era mudo,
mostró alegría suma y mayor empeño en tenerle á su servicio y órdenes.
En efecto, desde aquel día asistió D. Sancho como paje en la cámara de
la reina, sellados los labios por el candado de la voluntad, viendo y
oyendo todo cuanto ocurría, pero sin medios de propalarlo. Poco á poco
la reina iba cobrándole extremado cariño. Sancho se pasaba las horas
muertas echado en cojines de terciopelo al pie del sillón de su ama y
recostando la cabeza en sus faldas, mientras ella con la fina mano
cargada de sortijas le acariciaba maternalmente los obscuros y sedosos
bucles.--Las primeras veces que don Sancho fue encargado de abrir la
puerta secreta á cierto magnate, y le vió penetrar furtivamente y á
deshora en el camarín, y á la reina echarle al cuello los brazos, el
pajecillo se dolió, se indignó, y, á poder soltar la lengua, Dios sabe
la tragedia que en el palacio se arma. Por fortuna, Sancho era mudo;
oía, eso sí, y las pláticas de los dos enamorados le pusieron al
corriente de cosas harto graves, de secretos de Estado y familia; entre
otros, de que el rey, á su vez, salía todas las noches con maravilloso
recato á visitar á cierta judía muy hermosa, por quien olvidaba sus
obligaciones de esposo y de monarca, y merced á cuyo influjo protegía
desmedidamente á los hebreos, con perjuicio de sus reinos y mengua de
sus tesoros. Envuelta en el misterio esta intriga, no la sabían más que
el magnate y la reina; y D. Sancho, trasladando su indignación del
delito de la mujer al del marido, celebró nuevamente no haber tenido
voz, porque así no se veía en riesgo de revelar verdad tan infame.
Pasado algún tiempo, la confianza con que se hablaba delante del mudo
pajecillo instruyó á éste de varias maldades gordas que se tramaban en
la corte: supo cómo el privado, disimuladamente, hacía mangas y
capirotes de la hacienda pública, y cómo el tío del rey conspiraba para
destronarle, con otras infinitas tunantadas y bellaquerías que á cada
momento soliviantaban y encrespaban la cólera y la virtuosa impaciencia
de D. Sancho, poniendo á prueba su constancia, en el mutismo absoluto á
que se había comprometido.
Sucedía entretanto que le amaban todos mucho, porque aquel lindo paje
silencioso, tan hidalgo y tan obediente, jamás había causado daño alguno
á nadie. No hay para qué decir si le favorecerían las damas, viéndole
tan gentil y estando ciertas de su discreción; y desde el rey hasta el
último criado, todos le deseaban bienes. Tanto aumentó su crédito y
favor, que al cumplir los veinte años y tener que dejar su oficio de
paje por el noble empleo de las armas, colmáronle de mercedes á porfía
el rey, la reina, el privado y el infante, acrecentando los honores y
preeminencias de su casa y haciéndole donación de alcaidías, fortalezas,
villas y castillos. Y cuando, húmedas las mejillas del beso empapado de
lágrimas con que le despidió la reina, que le quería como á otro hijo;
oprimido el cuello con el peso de la cadena de oro que acababa de
ceñirle el rey, salió D. Sancho del alcázar y cabalgó en el fogoso
andaluz de que el infante le había hecho presente; al ver cuántos males
había evitado y cuántas prosperidades había traído su extraña
determinación, tentóse la lengua con los dientes, y, meditabundo, dijo
para sí (pues para los demás estaba bien determinado á no decir oste ni
moste): «A la primer palabra que sueltes al aire, lengua mía, con estos
dientes ó con mi puñal te corto y te echo á los canes.»
Hay eruditos que sostienen la opinión de que de esta historia procede la
frase vulgar, sin otra explicación plausible: _Al buen callar llaman
Sancho_.


FAUSTO Y DAFROSA[2]

La aguardaba en el embarcadero á boca de noche, y cuando divisó á lo
lejos la barca, que avanzaba al empuje de los brazos fuertes de los
remeros, abriendo estela de luz verdosa en el mar fosforescente, al
corazón de Fausto se agolpó la sangre, y sus ojos se nublaron.
Venía, ó mejor dicho, la traían, se la entregaban; en su poder iba á
estar aquélla por quien tantas veces había pasado la noche en vela,
febril, paladeando acíbar, desesperando y mordiéndose los puños de
rabia, ó esperando insensatamente.
¿Insensatamente? Criminalmente se diría mejor. Por aquella que se
reclinaba en la proa, envuelta en blancos velos, en actitud pensativa,
Fausto había descendido á la delación y al espionaje como un liberto,
echando negra mancha sobre el decoro de su estirpe consular. Por ella
había deslizado en los oídos del Emperador _Apóstata_ el consejo fatal
al ex-prefecto Flaviano, y más de una velada, á la claridad indecisa de
la triple lámpara cubicularia, las sombras del cortinaje dibujaron ante
los ojos espantados de Fausto la pálida figura de un varón ilustre
marcado en la frente con el hierro que estigmatiza á los facinerosos...
Pero en aquel instante el musical chapaleteo de los remos ahuyentaba
remordimientos y angustias, y de lo profundo de las aguas la voz de las
sirenas de la felicidad subía como un himno...
Descendió Fausto al muelle con precipitación, y cogiendo de manos de los
esclavos el taburete de cedro, lo presentó al pie de Dafrosa, que
prontamente, sin hacer hincapié, saltó á las puntiagudas piedras. A la
salutación, al _¡Ave!_ que en temblorosa voz articuló Fausto, respondió
ella con una sonrisa triste. Y echaron á andar hacia la villa, sin que
Fausto se atreviese á ofrecer el antebrazo para que Dafrosa se apoyase.
Un poco de sobrealiento de la matrona indicaba, sin embargo, que no
hubiese sido supérfluo el auxilio.
En la terraza de la villa, alumbrada por antorchas fijas en la pared,
estaba dispuesto un refresco de bienvenida; leche, frutas, pan de flor,
peces cocidos--los sencillos manjares de que gusta una cristiana.--Se lo
hizo observar Fausto á Dafrosa, la cual, rompiendo uno de los panes, lo
llevó á los labios, no sin hacer antes la señal de la cruz. Quedáronse
solos Fausto y la tan deseada. Parpadeaban las estrellas en el
firmamento turquí, y el aire columpiaba bocanadas de esencia de rosas
purpúreas--unas rosas que el mismo emperador Juliano había traído de
Alejandría para adornar con festones de ellas el ara de la Afrodita,
porque se atribuían á su aroma virtudes como de filtro para enajenar el
corazón.
Fue Dafrosa quien rompió el peligroso silencio.
--Fausto--dijo con tranquila melancolía,--¿quién nos dijera que nos
encontraríamos así otra vez? Cuando yo me confesaba llorando de que no
podía olvidarte, ¿iba á suponer que el Sacro Emperador me desterrase á
vivir contigo?
Indeciso Fausto, dudó entre caer á los pies de la matrona y abrazar sus
rodillas ó contestar algo--no sabía qué.--Entonces Dafrosa echó atrás el
velo blanco que envolvía el óvalo de su rostro, y á la luz de las
antorchas Fausto pudo ver con asombro una cara consumida por el dolor,
unos ojos marchitos, unas mejillas demacradas; el pelo, recogido
modestamente con cintas de lana violeta, no era ya aquella rubia vedija,
aureola de oro; ¡á Dafrosa se le había vuelto el cabello todo gris, del
gris de las nubes, del gris de la ceniza seca y hacinada en el hogar!
--Puedes mirarme impunemente, Fausto--añadió ella.--Soy otra. La Dafrosa
que conociste no está ya en el mundo. Después de que me contemples, te
volverás á tu palacio de Roma, dejándome sola en esta isla, donde haré
penitencia. He sido justamente castigada por haberte querido, cariño
involuntario que yo no podía arrancar de mí por más que hacía. Se
llevaron á mi marido para matarle poco á poco, y á mí me despreciaron.
Lo merecía. Ahora los malvados me entregan á ti, quizás por creer que tú
eres un peligro. Para Dafrosa ya no hay peligros. Mírame así; despacio,
con atención; examíname. La misericordia divina me ha quitado
enteramente mi hermosura.
Inmóvil permanecía Fausto, penetrado de un sentimiento singular,
diferente de cuantos hasta entonces habían agitado su alma complicada de
romano de la decadencia, de amigo del refinado filósofo, el césar
Juliano. No hacía mucho que en el palacio imperial, ante las aras
restauradas de la Kaleos helénica, habían celebrado los dos amigos un
pacto, especie de misteriosa iniciación de un culto secreto, diverso del
vulgar paganismo que se saciaba con los sacrificios de bueyes y
terneros, con las ceremonias impuras. Esta otra religión, preferida por
Juliano, reemplazaba la teogonía y las supersticiones con la adoración
de la belleza suprema, de la Forma en su armonía divina, en su euritnia
sacrosanta, cuya relación percibe la inteligencia por encima de los
sentidos. Una estatua de mujer, perfectísima, de líneas impecables, obra
de Fidias, se erguía sobre el ara, en mitad de la capillita ó _cella_
donde el emperador cumplía el rito, derramando las claras libaciones,
quemando el incienso sabeo en el pebetero de oro de exquisita labor
oriental. Y el Apóstata, tomando de la mano á su amigo, le obligaba á
postrarse allí, murmurando: «Esta es la Diosa, ésta, y no el triste
Galileo, que ha traído la fealdad al mundo.» Y ahora, Fausto, en
presencia de Dafrosa, la mujer tan codiciada cuando la poseía Flaviano y
ella vivía recluída al pie de sus lares, por no descubrir en los ojos
los pensamientos, ahora Fausto advertía en sí mismo un trastorno, una
variación incomprensible. Los afanes, los delirios, las ansias de
posesión, la fiebre pasional tanto tiempo sufrida, alimentada por la
Beldad, que ata las almas y no las suelta hasta el sepulcro, habían
desaparecido. La Forma adorada no existía, y tampoco lo que se deriva de
ella. En el mar tranquilo habían enmudecido las sirenas cantoras; en el
cielo turquí las estrellas ya no parpadeaban de amor. Las rosas no
desprendían ni un átomo de esencia: el rocío de la noche probablemente
congelaba sus cálices, derramando en ellos una serenidad frígida. Las
tenaces ligaduras de la carne se rompían en Fausto; su sangre, antes
fuego, discurría convertida en luz por las venas. Y acercándose á
Dafrosa, la tomó las manos y las llevó á su frente, murmurando en un
suspiro:
--Porque has perdido tu hermosura, te quiero más. Te parecerá que es
mentira, y á mí ayer me lo parecería también, pero mira que no te
engaño.
No retiró las palmas Dafrosa. Este sencillo contacto no infundía tanto
horror á los cristianos de aquellos siglos como á los actuales, acaso
porque entonces eran más castos en su corazón. Las palmas de Dafrosa
halagaron la inclinada cabeza de Fausto, y acercando los labios á su
oído, susurró:
--Te creo. Es natural eso que me dices. Tú, Fausto, hermano mío, eres
cristiano también.
* * * * *
La crónica refiere que San Fausto sufrió el martirio y que Santa Dafrosa
recogió de noche su cuerpo para que no lo devorasen los perros, pagando
esta obra de caridad con la vida.

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