Cuentos de navidad y reyes; cuentos de la patria; cuentos antiguos - 07

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razonamientos que me sugirió la convicción, le dí á entender que la
misma fuerza material necesita fundarse en la moral, y que sin base de
derecho y razón se derrumba toda soberanía. Y pasando á tratar de
nuestro Dios, le afirmé que precisamente el haber sufrido y muerto como
murió fue esplendorosa muestra de su sér divino. El chá, moviendo la
cabeza, me contestó entonces esta atrocidad:
--»De esa misma manera que pereció tu Profeta, sucumbe todos los días
alguno ó muchos de mis vasallos. Y ni aun así conseguimos acabar con la
perniciosa secta de los _babistas_, cuyas doctrinas se asemejan á las de
vuestros Evangelios.
»Lo confieso--exclamó miss Ada al llegar á este punto:--tan horrible
declaración me trastornó, y estuve á pique de prorrumpir en invectivas
contra el tirano. Me reprimí trabajosamente, y Nasaredino, de pronto,
como si se hubiese olvidado del giro de la conversación, me anunció que
al día siguiente se verificaría una representación teatral en los
jardines de palacio, y que me convidaba á ella.
»Son estas funciones dramáticas espectáculo favorito de los persas, y
todos los viajeros las describen: se celebran de noche, á la luz de los
farolillos y linternas y de las hachas encendidas, y el telón de fondo
lo da hecho la naturaleza: una cortina de árboles, un macizo de flores,
una fuente, un ligero kiosco, constituyen la decoración. Habituada á
asistir á tales funciones, me sorprendió, sin embargo, el aspecto del
escenario y el golpe de vista del concurso. En primer término, sillones
para el chá y los altos dignatarios: detrás, la servidumbre, la multitud
de funcionarios y parásitos que pululan en el palacio infestando sus
galerías, claustros, patios y salones. A la izquierda, una especie de
tribuna ó palco cerrado por rejas de madera dorada y pintada de
colorines--desde el cual presenciaban la función, ocultas á los ojos de
todos, las esposas de Nasaredino.--Con extrañeza noté que no se había
invitado á ningún diplomático; la única extranjera, yo. Mi sillón,
colocado muy cerca, aunque un poco atrás del soberano, era un puesto
altamente honorífico.
»Al empezar la representación, desde las primeras escenas, percibí un
estremecimiento. Yo no podía entender el idioma en que se expresaban los
actores, y que es una especie de dialecto persa muy literario y
arcaico--el habla misma, bella y sonora, que empleó el poeta
Firdusi;--pero aun sin inteligencia de las palabras, me parecía darme
cuenta del sentido, y hasta creía que era familiar para mí, como algo
que hubiese escuchado mil veces, y otras tantas llevado en mi corazón.
Las escenas del drama me recordaban cosas íntimas, vistas, por decirlo
así, al través de un vidrio turbio y roto que desfiguraba los objetos,
alterando sus colores y rasgos sin ocultarlos enteramente.--Al final del
primer acto (llamémosle así; la transición consistía en extender un
riquísimo paño por delante del escenario, y dejarlo caer á los cinco
minutos), y mientras nos presentaban amplias bandejas cargadas de
golosinas, refrescos y sorbetes, de súbito vi claro: el asunto del drama
no era sino la vida de Jesucristo, interpretada á estilo persa.
»Se apoderó de mí una tristeza involuntaria. Temía una profanación, una
burla, cualquier desmán que hiriese mis sentimientos, y hasta que
pudiese obligarme á faltar al respeto al monarca levantándome y
retirándome. En voz baja le pregunté si creía que me sería posible
permanecer allí; y el chá, con lenta inclinación de cabeza, me
tranquilizó; después, volviéndose hacia mí, murmuró seriamente, con toda
su oriental majestad:
--»No temas ofensa alguna para tu fe, ni para tu gran Profeta.
»En efecto, las páginas principales de la sagrada Vida iban
desarrollándose más ó menos ingenua y peregrinamente interpretadas, pero
con profundo sentido de veneración y de simpatía hacia el Salvador de
los hombres. Jesús aparecía niño, jugando en el atrio del templo;
después le veíamos predicar á las multitudes; presenciábamos la
tentación en la Montaña, el diálogo con Eblis, genio del mal, y por
último, en el tercer acto, penetrábamos de lleno en el drama de la
Pasión, al ser preso Jesús en el Huerto, no sin que se trabase ruda y
encarnizada batalla entre los discípulos y los sayones, que todos iban
armados hasta los dientes, con kanjiares, puñales, pistolas inglesas y
espingardas, y dispararon hasta agotar la pólvora, siendo esta parte de
la función, gracioso anacronismo, lo que más parecía entusiasmar al
auditorio. Era indudable que el papel de traidores lo desempeñaban los
enemigos de Jesús, lo cual se traslucía hasta en el modo de vestirse y
de caracterizarse los actores, siniestros y feroces, antipáticos de
veras.
»Al principiar el acto cuarto, que debía ser el último, el actor que
desempeñaba el papel de Jesús apareció atado á una columna de jaspe, y
empezó la escena de la flagelación, que desde el primer instante me
crispó los nervios. Supuse que se trataba de un juego escénico, pero así
y todo salté en el asiento, y me tapé los ojos con el pañuelo
disimuladamente. Era el actor un hombre joven, como de unos veintiocho
años, de noble tipo semítico; llevaba los negros cabellos crecidos y
partidos en bucles, y en la escena de la tentación, dialogando con
Eblis, había tenido acentos llenos de dignidad, de desdén y de dulzura,
conmovedores hasta para los que no entendíamos los conceptos. Ahora,
amarrado á la roja estela, con el torso desnudo y el rostro respirando
un entusiasmo misterioso, una sed de sufrir, revelábase sin duda como
trágico genial--tanta era la verdad de su ficción, la expresiva fuerza
de su actitud.--Por lo mismo no quería verle: me conmovía demasiado. El
silbido de las cuerdas y de los látigos rasgó el aire; escuché cómo
sonaban al herir la carne viva, y hasta oí un sofocado gemido, que
semejaba involuntario... Y la voz del chá, su acento de mando, grave y
sin embargo cortés, me obligó á atender á pesar mío, diciéndome en
inglés, con irónica entonación:
--»No te niegues á mirar. Lo que sucede ahí no es farsa, sino la
realidad misma. Persuádete de lo fácil que es padecer resignadamente y
hasta con gozo. El papel de tu Profeta lo está desempeñando á lo vivo y
sin protestar un _babista_ condenado á muerte... Ya le verás crucificar
después.
»El grito que exhalé debió de ser terrible; como que se detuvieron los
verdugos, y Nasaredino me fulminó una ojeada severa, tétrica, imponente.
Otra mujer se hubiese acobardado; pero una inglesa, en caso tal, saca de
su orgullo de raza y de su cristianismo fuerza bastante para no
arredrarse aunque se le viniese encima el mundo. No sé lo que dije al
chá: primero creo que le anuncié una cruzada de las naciones civilizadas
contra sus reinos y su poder, y le vaticiné venganzas humanas y cóleras
del cielo; mas como el tirano permaneciese impasible y aún firme y
aferrado á su crueldad, una inspiración me sugirió que la causa de Jesús
ha de sostenerse por medio de la piedad y de las lágrimas, y arrojándome
de súbito á los pies de Nasaredino, cogiendo sus manos llenas de anillos
magníficos, las besé, las mojé con llanto, las sujeté, las apreté, hasta
que una voz, á mi parecer descendida del cielo, murmuró casi en mis
oídos:
--»Levántate, extranjera. Serás complacida. Te regalo la vida de ese
perro.
»No sé lo que respondí. Debieron de ser extremos de júbilo tales, que el
grave y pálido rostro del chá se iluminó con una fugitiva sonrisa, y su
mano derecha, salpicada de mi lloro, que resplandecía sobre las sortijas
de piedras, se extendió en imperativo ademán, comprendido
instantáneamente por los que torturaban al desdichado, ya cubierto de
sangre. No era sólo la vida, era la libertad lo que le otorgaba aquel
gesto mudo, y en el exceso de mi alegría, echéme á llorar otra vez...»
Al llegar aquí guardó silencio la inglesa, y yo sólo acerté á preguntar:
--¿Y qué fue del hombre á quien usted salvó?
--Ese hombre...--balbuceó miss Ada,--dos años después... asesinó á
Nasaredino... ¡Sí, el mismo, el perdonado!... Ya ve usted cómo no hay en
el mundo sino una verdad, que es la verdad de Jesús... Para un
cristiano, sería sagrado el hombre que supo perdonar, siquiera una vez.
Y yo, desde entonces, particularmente estos días de Semana Santa, rezo
siempre por el que me regaló una vida; imploro á Dios como imploré al
rey absoluto, que al fin me escuchó y se ablandó... Tal vez sea una
ilusión rezar por Nasaredino, pero ilusión que me consuela.
--Y por el matador, ¿no reza usted?--interrogué cuando nos detuvimos
ante el bello pórtico de la catedral.
--¡También debo hacerlo!--exclamó miss Ada después de vacilar un
instante.


CUENTOS DE LA PATRIA


VENGADORA

En aquellos días de angustia y de zozobra, surcados por relámpagos de
entusiasmo á los cuales seguía el negro horror de las tinieblas y la
fatídica visión del desastre inmenso; en aquellos días que, á pesar de
su lenta sucesión, parecían apocalípticos, hube de emprender un viaje á
Andalucía, adonde me llamaban asuntos de interés. Al bajarme en una
estación para almorzar, oí en el comedor de la fonda, á mis espaldas,
gárrulo alboroto. Me volví, y ante una de las mesitas sin mantel en que
se sirven desayunos, vi de pie á una mujer á quien insultaban dos ó tres
mozalbetes, mientras el camarero, servilleta al hombro, reía á
carcajadas. Al punto comprendí; el marcado tipo extranjero de la viajera
me lo explicó todo. Y sin darme cuenta de lo que hacía, corrí á situarme
al lado de la insultada, y grité resuelto:
--¿Qué tienen ustedes que decir á esta señora? Porque á mí pueden
dirigirse.
Dos se retiraron tartamudeando; otro, colérico, me replicó:
--Mejor haría usted, barajas, en defender á su país que á los espías que
andan por él sacando dibujos y tomando notas.
Mi actitud, mi semblante, debían de ser imponentes cuando me lancé sobre
el que así me increpaba. La indignación duplicó mis fuerzas, y á
bofetones le arrollé hasta el extremo del comedor. No me formo idea
exacta de lo que sucedió después: recuerdo que nos separaron, que la
campana del tren sonó apremiante avisando la salida, que corrí para no
quedarme en tierra, y que ya en el andén divisé á la viajera entre un
compacto grupo que me pareció hostil; que me entré por él á codazos, que
la ofrecí el brazo y la ayudé para que subiese á mi departamento; que ya
el tren oscilaba, y que al arrancar con brío escuché dos ó tres
silbidos, procedentes del grupo...
Sólo entonces acudió la reflexión; pero no me arrepentí de mis arrestos,
y únicamente me pregunté por qué había metido en mi departamento á la
viajera, causa del conflicto. ¿Para protegerla mejor quizás?... ¿Quizás
para hablar con ella á mis anchas y esclarecer mis dudas, averiguando
si, en efecto, era una traidora enemiga? Lo primero que hice fue
examinarla despacio, mientras ella se acomodaba y colocaba su raído
saquillo en la red. Anglo-sajona, saltaba á la vista: la marca étnica no
podía desmentirse. Carecía de belleza: sus facciones sin frescura, sus
ojos amarillentos, su cuerpo desgarbado, su talle plano, la quitaban
toda gracia, perturbadora. Y para que me sedujese menos, bastó el
movimiento que hizo al volverse hacia mí y tenderme virilmente una mano
huesuda y rojiza, que estrechó la mía, sacudiéndola. Con voz, eso sí,
muy timbrada y dulce, la extranjera pronunció:
--Gracias, señor; mil gracias.
Confuso, disculpé mi rasgo:
--Yo no podía consentir aquella barbaridad. De seguro que usted no es
espía, señora; acaso ni es usted americana siquiera. Inglesa, ¿verdad?
--¡Ah! No, señor. Soy, en efecto, yanqui.
Y al notar que me estremecía, añadió alzando el brazo y cogiendo su
saquillo:
--Pero no soy espía. Vea mi álbum y mis dibujos.
Hojeé el álbum. Estaba atestado de apuntes arquitectónicos y croquis de
tipos pintorescos: una ventana florida, una reja salomónica, un
borriquillo, un paleto...
--¿Es usted artista?
--Muy poco... mera afición... Por mi oficio soy _tipógrafo_. Trabajo...
es decir, trabajaba en una imprenta de Boston... Ahora no sé qué haré.
Mi curiosidad se inflamó. Adiviné un misterio, y me prometí aclararlo.
La voz de mi protegida tenía tan blandas inflexiones, sus pupilas
estaban tan húmedas de gratitud al encontrarse con las mías, que pensé:
«Por un momento eres dueño de esta mujer. Aprovecha este instante y
sorprende su alma, desdeñando el barro que la envuelve; es más gloriosa
siempre una conquista del espíritu.» Con diplomacia suma, murmuré
inclinándome:
--No. Temo que crea usted que quiero cobrarme de tan insignificante
servicio como el que tuve la suerte de prestarla...
La extranjera calló; pero un tinte rosado, vivo, fluído, se esparció por
su marchito rostro, embelleciéndolo... Era un arrebol de alegría, de
ilusión, de agradecimiento pasional ante frases de galante respeto que
acaso por vez primera resonaban en sus oídos. La vi llevarse la mano al
corazón, y, fingiéndome distraído, noté que me miraba de un modo
expresivo, afanoso. La voz de plata se elevó conmovida:
--Pues prefiero contarle lo que me pasa, si no le molesta... Tal vez,
después de oirme, ya no me tendrá nunca por una espía.
Solícito y demostrando rendimiento me acerqué, no sin arrojar antes el
cigarro que acababa de encender en aquel instante.
--No soy espía--declaró ella lentamente--y no puedo serlo, porque
detesto el sentimiento patriótico, opuesto á la fraternidad universal.
La guerra entre naciones... la repruebo. ¡Los pobres luchando y
muriendo... los poderosos recogiendo el honor y el fruto...! Sin
embargo, señor... á esa gente que me insultaba, la perdono; comprendo su
ceguedad; casi admiro su furia... ¿Qué pensarían, si supiesen...?
Aquí se detuvo, y apoyando uno de sus dedos huesudos sobre los labios,
me recomendó discreción acerca de lo que iba á revelar.
--Si supiesen... que vengo trayendo un ramo de oliva al través del
Atlántico... á proponer la alianza de los oprimidos y los miserables de
allá á los de aquí! Mi conocimiento del español, debido á que pasé años
de mi niñez en Méjico, hizo que me escogiesen para esta misión... He
explorado el terreno en las comarcas obreras y mineras...
Después de breve pausa, prosiguió:
--Va usted á oir una cosa rara... En España casi he perdido la fe, _mi
fe_... No veo la urgencia de ciertas medidas que _allá_ aplicaremos
inmediatamente, antes que crezca el monstruo del militarismo y la fuerza
nos subyugue. Aquí no existen esas horribles desigualdades, esas
colosales desproporciones entre la suerte de los hombres. Aquí no noto
la tiranía del dinero ni la insensatez del gastar y del gozar, basada en
la brutalidad ciega del millón de millones. Aquí no hay Cresos que, como
nuestro Rockfeller... ¿no sabe usted? el rey del petróleo... ó Astor, el
rey de las minas... sudan oro y se burlan de Dios... En nuestro país
domina la abominación de la riqueza... se alza el ídolo de metal... y
allí, y no aquí, es donde la justicia debe hacer su oficio... ¡Y
justicia haremos! ¡Se lo prometo á usted! ¡Y pronto! ¡Ah! ¡España! Yo la
adoro... Es muy pobre, muy noble, muy simpática, muy sencilla... ¡Nada
contra España! Este será mi consejo, señor... Aquí no he encontrado la
miseria negra... No siento impulsos de destruir... ¡y soy tan feliz, tan
feliz! ¡Si usted supiese...!
Irradiaban las pupilas de la sectaria, y su pecho liso y sin morbidez
anhelaba, palpitaba de entusiasmo. Comprendí el error que había hecho
confundir á la fanática de la humanidad con la fanática del patriotismo,
á la _insatisfecha_ con la espía. Entretanto el tren avanzaba, tragando
estaciones, y caía voluptuosamente la bella tarde de Mayo; olor de
hierbas y matas florecidas entraba por la ventanilla abierta, y ya la
luna, dibujando sobre el verde fino y el oro amortiguado del cielo su
ligera segur de plata, añadía un toque poético á la deliciosa paz de la
Naturaleza, indiferente á nuestras agitaciones y nuestras luchas, á los
grandes dolores colectivos ó individuales... Mi compañera había
enmudecido, y vuelta, contemplaba el paisaje: nos acercábamos al cruce;
casi nos deteníamos... Ella se encaró conmigo, y exaltada, en pie ya
para bajarse, repitió:
--¡España! ¡Qué hermosa! ¡Vivir aquí... vivir aquí!
En rápido é imprevisto arranque, sentí su cara pegada á la mía, el calor
de sus mejillas halagando mi sién... Después empujó la portezuela, y al
saltar al andén, siempre muy agarrada á su raído saquillo, todavía me
gritó con la solemnidad de misteriosa promesa y el ceño fruncido por
sombría amenaza:
--¡Adiós... Vuelvo allá... vuelvo á mi tierra!


EL CATECISMO

Hasta las diez duraba la velada de familia, y Angelito regateaba siempre
cinco minutos ó un cuarto de hora, refractario á acostarse, como todos
los niños en la edad de seis á siete años, cuando empieza á alborear la
razón. Mientras Rosario, la madre, cosía sin prisa, levantando de tiempo
en tiempo su cabeza bien peinada, su cara sonriente, que la maternidad
había redondeado y dulcificado por decirlo así, Carlos, el padre, daba
lección al muchacho. «Si había de perder el tiempo en el café...» solía
responder como excusándose, cuando los amigos, en la calle, le
embromaban, soltándole á quemarropa: «Ya sabemos que te dedicas á
maestro de primeras letras...»
La verdad era que Carlos se había acostumbrado á la lección, á la
intimidad dulce de las noches pasadas así, entre la mujer enamorada y
contenta y el niño precoz, inteligente, deseoso de aprender. Fuera, la
lluvia caía tenaz, el viento silbaba, ó la helada endurecía las losas
de la calle; dentro, la lámpara alumbraba cariñosa al través de los
rancios encajes de la pantalla, la chimenea ardía mansamente, y la
atmósfera regalada y tranquila del gabinete se comunicaba á la alcoba
contigua, nido de paz y de ternura, tan diferente de las sombrías y
hediondas madrigueras donde solían agazaparse los amigotes de
Carlos,--los mismos que se creían unos calaverones y se burlaban
solapadamente del padre profesor de su hijo.
Aquella noche Angelito estaba rebelde, distraído, desatento á la
enseñanza. Al leer se había comido la mitad de las palabras, y obligado
á volver atrás y repetir lo saltado, su vocecilla adquirió esos tonos
irritados y chillones que delatan la cólera pueril. Al escribir hizo la
trompeta con el hociquito, engarrotó el portaplumas, echó más de una
docena de _calamares_ en el papel, y por último estrelló la pluma en un
movimiento precipitado, y la tinta saltó hasta la blanca labor de la
madre, que exhaló un grito de sorpresa y enojo. Carlos miró á su mujer,
y meneó la cabeza y se tocó la frente como significando: «No sé qué le
pasa hoy á esta criatura.» Y Rosario, levantándose, cogió al rapaz en el
regazo y le dirigió las inquietas interrogaciones maternales. «¿Qué
tienes, vida? ¿Te duele algo? ¿Es sueño? ¿Es pupa aquí, aquí?» Y le
acariciaba las mejillas y las sienes, tentando por si sorprendía el
fuego de la calentura. ¡Enferma tan pronto un niño!
No encontrando calor ni ningún síntoma alarmante, Rosario engrosó y
endureció la voz.
--Vas á ser bueno... Ya sabes que no me gustan los nenes caprichosos...
El pobre papá se pondrá malito si le haces rabiar; después tienes tú que
cuidarle á él y que llevarle las medicinas á la cama... Vamos, Angel, á
concluir las lecciones; aún te falta por dar el Catecismo...
Angel, sin responder, miraba fijamente á un rincón obscuro del cuarto.
La contracción de su carita, la inmovilidad de sus ojos de un azul
fluído y transparente, delataban una de esas luchas con ideas superiores
á la edad, que devastan y maduran á la vez el tierno cerebro de los
niños.
--Mamá--respondió por fin muy despacio, como si hablase en sueños:--¿y
el tío Alejandro, no viene nunca?
La madre se estremeció. El recuerdo del hermano que estaba en la guerra
con su regimiento la asaltaba también á Rosario muchas veces en medio de
su ventura doméstica, y se la envenenaba con el temor de que á la misma
hora en que ella descansaba entre limpias sábanas, cerca de unos brazos
amantes, pudiese Alejandro yacer cara al sol, con el pecho taladrado y
las pupilas vidriadas para siempre.
--¿No viene nunca tío Alejandro, mamá?--repitió el chico con ese acento
infantil que anuncia llanto.
--Vendrá si Dios quiere, hijo mío--respondió la madre con rota voz,
apretando contra el seno á la criatura.
--¿Cuándo vendrá? Papá, ¿cuándo? ¿Vendrá esta semana, di?
--No sé, querido--exclamó el padre.--A ver, la cartilla. Que es tarde,
muñeco.
--¿Pero cuándo? papá. ¿Por qué no lo sabes tú?
--Porque hasta que se acabe la guerra, mi cielo... hasta que se acabe,
tío Alejandro no puede venir.
Los ojos de turquesa del niño se obscurecieron á fuerza de concentración
y de ímprobo trabajo para entender.
--¿Cómo es la guerra?--exclamó por último.
--Pelear unos contra otros, á ver quién gana.
--¿Los buenos con los malos, papá?
--Sí; los buenos con los malos.
--Tío Alejandro es bueno--declaró Angel.--¿Y cómo pelean?
--Con fusiles, con espadas, con cañones.
El niño batió palmas.
--Me has de llevar, papá. Me has de llevar.
--¡Pobretín!--suspiró Carlos.--La guerra no es para chiquillos.
--¿Es para hombres grandes?
--Sí.
--Y entonces, ¿por qué no estás tú en la guerra? Tú eres grande, grande.
--Porque no soy militar--dijo el padre contrariado, algo mortificado,
(como si aquellas palabras no las hubiese articulado una lengua de seis
años,) y hablando para convencer.--Tío Alejandro es militar; ya sabes
que vino á enseñarte el uniforme. Los militares estudian para eso, para
defender á la patria...
--La patria...--repitió el niño, impresionado por el tono enfático y
grave con que Carlos pronunció la palabra.--La patria... ¿es aquí?
--Aquí... ¿dónde?
--En nuestra casita.
--No... es decir, sí... Nuestra casa está en la patria, pero la patria
es mucho más... son todas las casas que ves en el pueblo y en otros
pueblos, ¡tantos, tantos! Y es además la tierra, y los bosques, y las
aldeas, y Madrid, y todo...
--¿Y las iglesias también?--murmuró Angel con el tono con que decía sus
oraciones al acostarse.
--También.
--¿Y la Virgen? ¿Mamá del cielo?
--También la Virgen; sí, mamá del cielo es la patria.
--¿Y tío Alejandro quiere á la patria?
--Ya ves--interrumpió Rosario sin ocultar la emoción que empañaba sus
ojos.--El pobre tío la quiere mucho. Como que se expone á que le den un
tiro y á morirse así, de pronto, figúrate tú. Reza, hijo mío, reza, para
que no maten al tío.
El niño calló, reflexionando laboriosa, casi dolorosamente.
--¿Y los que no van á la guerra no mueren nunca?--preguntó al fin,
siguiendo el hilo de su temprana lógica.
--También mueren.
--Entonces quiero ir á la guerra cuando sea grande--declaró con energía
el pequeñuelo.--Y quiero que tú vayas, papá. Al fin hemos de morir, ¿no?
Pues morir por eso... por eso... Por mamá del cielo, ¡por la patria!
Un silencio siguió á las palabras del niño. Los padres se miraban,
mudos, penetrados de un respeto extraño, como si la voz del inocente
viniese de otras regiones, de más arriba. Y al cabo de unos instantes,
Carlos dijo á su mujer:
--Acuéstale. Son las diez largas.
--¿Y la lección del Catecismo?
--Hoy ya la ha dado--respondió el padre, besando á Angel con ardor sobre
el nacimiento de la rubia melena.


EL CABALLO BLANCO

Allá en el primer cielo, en deleitoso jardín, Santiago Apóstol,
reclinando en la diestra la cabeza leonina, de rizosa crencha color del
acero de una armadura de combate, meditaba. Mostrábase punto menos
caviloso y ensimismado que cuando, después de bregar todo el día en su
oficio de pescador en el mar de Tiberiades, vió que ni un solo pez había
caído en sus redes; sólo que entonces el consuelo se le apareció con la
llegada del Mesías y la pesca milagrosa. Ahora--aunque en tiempos de
pesca estamos--el hijo del Zebedeo, mirando hacia todas partes, no
adivinaba por dónde vendría la salvación, siquier milagrosa, de los que
amaba mucho.
Frente al Patrono, en mitad del campo, se elevaba un árbol gigantesco,
de tronco añoso, rugoso, de intrincado ramaje, pero casi despojado de
hoja, y la que le quedaba, amarillenta y mustia. Infundía respeto, no
obstante su decaimiento, aquel coloso vegetal; á pesar de que no pocos
de sus robustos brazos aparecían tronchados y desgajados, conservaba
majestuoso porte; su traza secular le hacía venerable; convidaba su
aspecto á reflexionar sobre lo deleznable de las grandezas. De las ramas
del árbol colgaban innúmeros trofeos marciales. Petos, golas, cascos,
grebas y guanteletes, con heróicas abolladuras y roturas causadas por el
hendiente ó el tajo, espadas flamígeras sin punta y lanzas astilladas y
hechas añicos; rodelas con arrogantes empresas; albos mantos que blasona
la cruz bermeja, trazada al parecer con la caliente sangre de una
herida; yataganes cogidos á los moros; turbantes arrancados en unión con
la cabeza; banderas gallardas con agujeros abiertos por la mosquetería;
el alquicel de Boabdil y la diadema pintorescamente emplumada de
Moctezuma... Al pie del árbol, sujeto á él con fuerte cadena de hierro,
se veía un sér hermosísimo, un corcel de batalla luminoso á fuerza de
blancura: el Pegaso cristiano, aquel ideal bridón que galopaba al través
de las nubes y descendía á traernos la victoria.
Los ojos del Apóstol se fijaron en el caballo, cual si no le hubiese
contemplado nunca. Notó la lumínica blancura del pelo, la fluída
ligereza y ondulación delicada de las crines, el fuego de las pupilas,
el aliento ardiente que despedían las fosas nasales, la delgadez de los
remos, finos cual tobillo de mujer, la especie de electricidad que
desprendía el cuerpo del generoso animal celeste. Con sólo advertir que
le miraba su jinete de antaño, el caballo se estremeció, empinó las
orejas, respiró el aire, hirió la tierra con el reluciente casco y
pareció decir en lenguaje de signos: «¿Cuándo llega la hora? ¿Vamos á
estar siempre así? ¿Por qué no me desatas? ¿Por qué no cruzamos otra vez
entre lampos y chispas el firmamento rojo, el aire encendido de las
campales batallas?»
Levantóse el Apóstol guerrero y fué á halagar con las manos el lomo de
su cabalgadura. Quería consolarla, quería calmar su impaciencia y no
sabía cómo, pues él, glorioso veterano, también soñaba incesantemente
renovar las proezas de otros días. Sin duda para acrecentarle el ansia y
avivarle el recuerdo, aparecióse por allí un alma acabada de ingresar en
el Paraíso, pues daba claras señales de no conocer los caminos, de
hallarse como desorientada é incierta. Era el recién llegado de mediana
estatura, moreno, avellanado y enjuto; rodeaban su tronco retazos de
tela amarilla y roja, que apresuradamente igualaba en matiz la sangre
fluyendo de varias mortales heridas. Santiago corrió hacia aquel
valiente con los brazos abiertos, y el español, al ver ante sí al
Apóstol de la patria, cayó de rodillas y le besó los pies con infinita
ternura.
--_Bonaerges_, hijo del trueno--murmuraba devotamente el español,--¿por
qué nos has abandonado? En nuestro infortunio, confiábamos en ti.
Esperábamos que hicieses vibrar sobre nuestros enemigos el rayo ó
llovieses sobre ellos fuego celeste, como el que quisiste lanzar contra
aquellos samaritanos que cerraban las puertas de su ciudad á Jesús.
Mira, Santiago, adónde hemos llegado ya. Te lo diré con palabras de la
Epístola que se lee el día de tu fiesta; hemos sido hechos espectáculo
para las naciones, los ángeles y los hombres. Hemos venido á ser lo
último del mundo. Y todo por faltarnos tú, Apóstol de los combates.
Desata tu corcel, guíale al través del aire, ponte á nuestra cabeza. El
caballo blanco olfatea la lid. ¿No oyes cómo relincha, deseoso de
arrancar al grito de _cierra España_? Desciende, te esperan _allá_. Te
aguarda la tierra que por ti se creyó invencible. El bridón quiere
romper la cadena. ¡Santiago! ¡Buen Santiago! ¡Señor Santiago!
Al oir tan apremiantes súplicas, el Apóstol se conmovía más. ¡Soltar el
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