Aguas fuertes - 10

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sin ventana ninguna: de suerte que me vi sumido en la más completa
oscuridad. Mas no se pasó mucho tiempo sin que se abriera la puerta de
par en par, y entrara por ella un carcelero con una bujía encendida
anunciándome que pronto llegaría el juez y el escribano. Aparecieron al
fin estos dos varones, y fue extraordinaria mi sorpresa al encontrarme
enfrente de dos señores que jugaban todas las tardes al billar conmigo
en el café Suizo. Aparentaron no conocerme, e inmediatamente se pusieron
a tomarme declaración, ofreciéndome antes algunos merengues con objeto,
según decían, de que tuviese la voz más clara. El juez, que era de los
dos el que mejor jugaba las carambolas de retroceso, después de haberme
obligado a confesar una porción de crímenes a cual más horroroso, hizo
un gesto muy expresivo a su compañero, llevándose la mano al cuello y
sacando al mismo tiempo la lengua. Yo tomé el gesto por donde más
quemaba, y barrunté muy mal del asunto.
A las dos horas poco más o menos, tornaron a abrir la puerta, y entró el
escribano a leerme la sentencia. No se me condenaba nada más que a morir
en garrote vil, si bien en atención a que jugaba con mucha seguridad los
recodos limpios, dejábase a mi arbitrio señalar el día de la ejecución.
Por un instante tuve el intento de aplazar indefinidamente este día,
juzgando que era muy joven para morir de modo tan desastroso: mas pronto
revoqué mi acuerdo por motivos de delicadeza, y pedí se me ejecutara al
día siguiente. Hay que confesar que tengo un sueño muy digno.
Una vez resuelto que me ejecutarían al día siguiente, la única idea que
se apoderó de mí fue la de morir con serenidad y entereza; y en efecto,
demostré, al decir de todos los que me rodeaban, un gran carácter
durante las horas de la capilla. Comí y dormí tranquilamente, y pasé
algunos ratos departiendo con los redactores de _La Correspondencia_. De
vez en cuando procuraba verter alguna frase bonita para que éstos la
reprodujesen en su diario y las gentes se admirasen de mi valor.
Llegó por fin el instante terrible de emprender la marcha hacia la
muerte, y yo la emprendí con la mayor sangre fría. En aquel momento lo
que me embargó fue un gran sentimiento de vergüenza, y recuerdo que
exclamé apretándome contra el sacerdote que marchaba a mi lado: «¡Ah,
por Dios, que no me vean, que no me vean!» Hasta el instante de salir de
la cárcel, no se me ocurrió que iba a hallarme frente a una muchedumbre
de espectadores, y que algunos millares de ojos se irían a clavar sobre
mi rostro con expresión de burla y desprecio. Este pensamiento hizo
flaquear mi valor: me aterraba infinitamente más que la perspectiva del
cadalso. Sentía dentro de mí fuerzas bastantes para mirar a la muerte
cara a cara, y al mismo tiempo me contemplaba incapaz por entero de
soportar la vista de un público curioso y hostil.
Congojado y muerto de vergüenza salí por la puerta de la cárcel entre un
grupo de curas, soldados y carceleros. No quise levantar la vista del
suelo, porque temía desfallecer; mas el silencio pavoroso y
extraordinario que observé en torno mío, incitome a alzar los ojos. ¡Qué
sorpresa y qué ventura! La calle estaba desierta. Fuera del cortejo que
me rodeaba, ni una sola figura humana veíase cerca ni lejos. Los
balcones y ventanas de las casas, así como las puertas de los comercios,
se hallaban perfectamente cerradas. Los curas, soldados y carceleros,
después de pasear la vista por el ámbito de la calle, mirábanse unos a
otros con acentuada expresión de asombro. El único objeto que hería la
vista en medio de esta soledad era el carruaje miserable y fatídico que
me esperaba. Antes de entrar miré al cielo. Aparecía cubierto por un
leve manto de nubes, tan leve, que no conseguía velarlo por entero,
semejante a una colcha de encaje con fondo azul. El sol, asomando su
ardiente pupila por los agujeros de esta celosía de nubes, era el único
curioso que nos observaba.
El carruaje marchaba lentamente. Yo, sin atender a las exhortaciones del
clérigo que iba a mi lado, asomaba la cabeza por la ventanilla
explorando con los ojos la calle, las puertas y los balcones de las
casas. Nada, ni un ser humano parecía. Allá en las afueras de la
población, distinguí dos niños que corrían sofocados hacia la puerta de
una casa, desde la cual su madre les llamaba a gritos. Cuando pasamos
por delante de esta casa, la madre y los hijos habían desaparecido. Un
poco más allá tropezamos con un hombre que llevaba un saco cargado sobre
la espalda, el cual, así que nos percibió, dio la vuelta y echó a andar
apresuradamente por una calle lateral, perdiéndose muy pronto de vista.
Llegamos, por último, a la vista del patíbulo situado en medio de un
extenso campo. Allí fue mucho mayor mi sorpresa. Ni en torno del
patíbulo, ni en toda la tierra que alcanzaban los ojos, se veía tampoco
una figura humana. Subí las escaleras del tablado, deteniéndome a cada
instante para mirar alrededor, pues no acertaba a comprender lo que era
aquello. El cielo presentaba un aspecto distinto. Su manto de nubes era
más espeso; la vaporosa túnica de encaje había sido reemplazada por una
cortina gris que cerraba herméticamente toda la bóveda celeste; el sol
ya no tenía celosía por donde mirarnos. La llanura triste y oscura en
que reposa Madrid, exhalaba un vapor trasparente que concluía por
aproximar la línea vaga y fina que cierra el horizonte. Los objetos
ofrecíanse indecisos y temblorosos, como si hubieran perdido sus
contornos, y la luz se filtraba con trabajo por aquel cielo de algodón
para sumirse luego en la tierra negra y húmeda. Respirábase en este
ambiente espeso, que no hería apenas ruido alguno, cierta calma: pero
una calma que oprimía en vez de refrescar el corazón.
Volví los ojos hacia la ciudad. La luz parecía que resbalaba sobre ella
sin penetrarla; sus mil torrecillas no tenían fuerza para romper
enteramente la atmósfera opaca que las envolvía. Mirando más y más,
observé que lentamente iban elevándose desde su seno hacia el firmamento
un número infinito de pequeñas columnas de humo, las cuales al
extenderse en el aire se abrazaban, y juntas subían a engrosar el ya
tupido velo que ocultaba al sol. Aquellas columnas de humo me hicieron
pensar en los hogares que debajo de ellas había, y todo lo comprendí en
un instante. En torno de aquellos hogares humeantes moraban muchos seres
que no habían tenido la curiosidad perversa de bajar a la calle para
verme pasar, y que ahora tampoco rodeaban el patíbulo para verme morir.
Me sentí profundamente conmovido. La gratitud penetró en mi corazón como
una luz del cielo, como un bálsamo dulcísimo, y perdí por completo los
pocos deseos que me ligaban a la vida. «Gracias pueblo de Madrid,
exclamé dirigiéndome a la ciudad: gracias, pueblo generoso y culto, por
no haber venido a gozar con el espectáculo de mi muerte ignominiosa.
¡Qué hubieras ganado presenciando la suprema agonía de un infeliz! En
este angustioso y solemne instante no has querido ennegrecer aún más mi
situación, con la vergüenza y el oprobio. Tú naciste para algo más que
para ser ayudante del verdugo. Si hubieses llegado hasta aquí, si
hubieses contemplado con refinada crueldad mi vergonzosa muerte, yo te
juro que al tornar a casa no serían tan serenas tus miradas como lo son
ahora, ni el beso de la hija o de la esposa te sabría tan dulce. Mi
agonía te hubiera quitado el sosiego, te hubiera envenenado el alma por
algunas horas. Tú has sabido vencer esa feroz y brutal curiosidad que
pudiera impulsarte a presenciar mi muerte, porque has adivinado que
degradándome a mí, te degradabas a tí mismo. Has sido misericordioso y
humano, y has respetado tu propio corazón. ¡Gracias, noble pueblo,
gracias, y que el Dios de los cielos te pague tu buena obra!»
Un torrente de lágrimas salió de mis ojos al pronunciar estas palabras:
un torrente de lágrimas dulces, como son siempre las del agradecimiento.
Después, más sereno y animoso, senteme en el fatal banquillo, y seguí
contemplando la ciudad, que empezaba a romper las brumas que la
envolvían para recibir de nuevo las caricias del sol. Una mano ruda
sujetó por un instante mi cabeza; un lienzo cubrió mis ojos; sentí mucha
apretura en la garganta, y... desperté.
El cuello de la camisa me estaba apretando de un modo extraordinario. No
hice más que soltar el botón y quedé otra vez profundamente dormido.


LA ABEJA
PERIÓDICO CIENTÍFICO Y LITERARIO

No muchos días después de haber llegado a Madrid con el fin de seguir la
carrera de leyes, fui invitado por uno de mis condiscípulos para entrar
en cierta Academia o Ateneo escolar, donde algunos jóvenes estudiosos se
adiestraban en el arte de la elocuencia. Acepté con gusto la oferta;
asistí algunos jueves a la sesión, y vencida la timidez natural del
provinciano, llegué a intervenir en algún debate, si no con éxito
lisonjero, por lo menos con la tolerancia benévola de mis consocios.
A los tres o cuatro meses de instituida aquella sabia y nobilísima
Sociedad, comprendimos la urgencia de tener un _órgano_ en la prensa, y
resolvimos incontinenti fundarlo. Había de ser semanal y titularse _La
Abeja_. Al efecto, vaciamos los bolsillos en manos del presidente
(director nato del periódico) y nos pusimos de todo en todo a sus
órdenes. La redacción se constituyó en el mismo local del Ateneo, que
era el cuarto de estudio de uno de nuestros compañeros; una habitación
aguardillada, donde los sábados se aplanchaba la ropa de la casa, no
pudiendo por lo mismo reunirnos en este día.
Discutiose ampliamente el reglamento y se nombró administrador y
redactor en jefe. Yo quedé de simple redactor, pero encargado además de
entenderme con el impresor y corregir las segundas pruebas.
Al cabo de un mes de idas y venidas y no pocos trabajos, salió a luz _La
Abeja_, que llevaba entre otros un artículo mío histórico acerca de
Felipe II. Este artículo en que se defendía la política del monarca
español y se vindicaba su nombre, consiguió llamar la atención de las
familias de los redactores y me valió no pocas enhorabuenas.
¡Qué placer tan intenso experimentó aquel grupo de muchachos reunidos en
el cuarto aguardillado, cuando el mozo de la imprenta depositó en el
suelo un fardo de _Abejas_! Fui comisionado para ir en busca de
vendedores. En menos de una hora reuní treinta o cuarenta chicos en el
portal de la casa; pero se negaron resueltamente a dar un cuarto por el
nuevo periódico. Después de vacilar mucho, ardiendo en deseos de oírnos
pregonados por las calles, nos decidimos a darlo de balde, «aunque sólo
por una vez;» los chicos, tomando los puñados de ejemplares que yo les
repartía embargado de emoción, se echaron a correr gritando: «El primer
número de _La Abeja_, periódico científico y literario, a dos cuartos».
Seguíles para ver el efecto que causaba su aparición «en el estadio de
la prensa» (así se decía en el artículo de entrada). Corría como un
gamo, aunque disimuladamente, para no perderlos de vista. ¡Cómo me
saltaba el corazón! Los gritos de los muchachos herían mis oídos con
dulzura inefable; las calles se mostraban más animadas que de ordinario;
los semblantes de los transeúntes parecían más alegres; el cielo estaba
más azul; el sol brillaba con más fuerza. Esperaba que la gente se
disputase los ejemplares como pan bendito (¡el título era tan
llamativo!). Pero nada; ni un solo transeúnte detuvo el paso para decir:
«¡Eh, chis, chis, venga _La Abeja_, muchacho!»
Los chicos corrían, corrían siempre gritando furiosamente, y yo los
seguía jadeante: la hoguera de mi entusiasmo se iba apagando a medida
que entraba en calor. Aquel enjambre de _Abejas_ científicas y
literarias que zumbaba por los sitios céntricos no despertaba simpatía
en el público; al contrario, todos las huían, cual si temiesen que les
clavasen el aguijón. En la calle de Carretas, un caballero gordo con
barba de cazo compró un ejemplar. Me sentí enternecido; de buen grado le
hubiese dado un abrazo; no se me olvidó jamás la fisonomía de aquel
hombre. Más tarde me acometió el deseo vanidoso de distinguirme entre
mis compañeros: llamé a tres o cuatro muchachos que me conocían por
haber recibido el periódico de mis manos, y les ordené que gritaran: «El
primer número de _La Abeja_, con la defensa de la política de Felipe II
en los Países Bajos.» Contra lo que imaginaba, tampoco causó efecto el
nuevo pregón: solamente advertí que un grupo de jóvenes venía riendo y
soltando chistes groseros a propósito de los Países Bajos, lo que me
obligó a revocar la orden.
Lastimado por la frialdad del público, que no sabía a qué atribuir, no
me acordé de ir a almorzar: tan pronto la achacaba a la poca o ninguna
afición que hay en España a la literatura, como a la falta de anuncios:
unas veces pensaba que en la primavera no es conveniente fundar
periódicos; otras me entregaba a la superstición imaginando que no
debimos comenzar a imprimir el nuestro en martes. Vi que mucha gente
compraba una revista de toros y loterías, y esto me sugirió un sin fin
de amargas consideraciones. Cansado, molido y triste me retiré a casa
después de vagar cuatro o cinco horas por las calles: al pasar por la
Puerta del Sol oí pregonar _La Abeja a cuarto_.--«¡Ah, tunante!--grité
ciego de cólera, sacudiendo a un chiquillo por el cuello--bien se conoce
que a tí no te ha costado nada!»--Aquella rebaja de precio me parecía
una vergonzosa degradación.
Aunque la ilustrada redacción de _La Abeja_ experimentó notable
desengaño, no por eso desmayó. Pudo más en sus dignos individuos el
noble deseo de la gloria que el afán de lucro. Habíamos gastado algunos
cuartos, es verdad, pero en cambio habíamos salido a la luz de la
publicidad y visto nuestros pensamientos en letras de molde y con la
firma al pie. Para que el segundo número se imprimiese fue necesario
repartir un nuevo dividendo pasivo a los socios, que se impusieron con
gusto este sacrificio pecuniario.
No fue más afortunado el segundo número de _La Abeja_ en su aspecto
económico: los chicos persistían en la idea funesta de no soltar un
cuarto por aquel periódico; si querían dárselo de balde, bueno; si no,
queden ustedes con Dios.
El amor a la gloria venció de nuevo al sórdido interés, y lo entregamos
graciosamente a los desvergonzados pilluelos, que se reían de nuestra
inexperiencia.
Tales sacrificios estaban compensados por ciertos deleites no
comprendidos sino de quien los haya experimentado. El primer deleite, el
de considerarse escritor público, que lleva envuelta la idea de maestro
y director de la opinión, y por consecuencia el respeto de la gente.
Cuando entrábamos en los cafés, y colgadas del armario del expendedor de
periódicos contemplábamos unas cuantas _Abejas_, con su viñeta en madera
henchida de alusiones simbólicas, un gozo inexplicable nos inundaba,
inflábase nuestro ser moral y físico, y sonreíamos desdeñosamente al
vulgo que nos rodeaba; nos parecía imposible que los concurrentes
hablasen de otra cosa que no fuese _La Abeja_, y no adivinasen que
tenían la honra de hallarse cerca de sus redactores. Además, ¡con qué
íntimo regocijo no decíamos a nuestras respectivas patronas al salir de
casa: «Si alguien pregunta por mí, decirle que estoy en la redacción...
ya sabe V... en la _redacción_!» Y la boca al proferir esta palabreja
mágica se nos hacía almíbar, como cuentan que le acaecía a cierto santo
cuando pronunciaba el nombre de María.
Y efectivamente, en la aguardillada redacción pasábamos la mayor parte,
casi todas las horas de nuestra existencia. No que estuviésemos
escribiendo todo el tiempo ni mucho menos; pero había otros quehaceres
auxiliares del periodismo, que no por ser materiales dejaban de
participar de su alteza: sea ejemplo el arte delicado de cortar,
escribir y pegar las fajas, en el que sobresalíamos casi todos, y el no
menos noble y exquisito de pegar los sellos con la propia saliva, en el
que ya quedaban algunos rezagados, seco y exhausto el gaznate.
Para un periódico semanal, y no de gran magnitud, la verdad es que
bastaban los diez y nueve redactores que habíamos tenido el honor de
fundarlo. ¿Con qué objeto, pues, se habían otorgado plazas de redactores
honorarios a una porción considerable de muchachos? Sin duda para
satisfacer cada cual los deseos de algún amigo; compromisos personales
que no se pueden eludir; y sin embargo, esta tolerancia produjo a la
postre funestos resultados. El cuarto destinado a redacción y
administración no era tan ámplio que consintiese la permanencia en él de
tanta gente. Desde por la mañana bien temprano comenzaban a entrar
escritores: y como ninguno salía, la consecuencia era que al poco rato
el local se atestaba y los redactores zumbaban como verdaderas y
genuinas abejas en una colmena, se codeaban, se estrujaban e impedían de
todo punto la entrada de los compañeros que llegaban tarde. Redactor
hubo que en ocho días no logró poner los pies en la oficina.
¡Quién nos dijera que tan presto había de morir un periódico destinado a
ser «vigoroso adalid de la ciencia y campeón infatigable de la cultura
patria» (palabras textuales del programa firmado por la redacción)!
Estaba escrito, no obstante, que pocos días antes de salir el cuarto
número de _La Abeja_ estallaría una furiosa borrasca entre los campeones
infatigables de la cultura patria. Las más grandes empresas, las obras
más altas y portentosas pueden venir al suelo por livianos motivos.
Troya pereció por los devaneos de un petimetre: _La Abeja_ por una
disquisición histórica.
Había escrito yo un articulito vindicando la memoria de D. Pedro I de
Castilla, demostrando que el título de _cruel_ con que le apodaban la
mayor parte de los historiadores no le cuadraba, y que mejor le venía el
de _justiciero_. En asuntos históricos me gustaba mucho defender a los
personajes caídos: ya había hecho otro tanto con Felipe II. Mas a uno de
los redactores, que ejercía al propio tiempo el cargo espinoso de
expedir volantes a los suscritores para el cobro de los recibos, no le
agradó esta defensa, y se autorizó el manifestar su opinión contraria.
Al instante salté yo henchido de erudición, relleno hasta la boca de
datos concluyentes: se entabló una discusión animada.
El redactor disidente, a falta de datos, manifestó que era una
_tontería_ el ir contra la opinión general: yo sostuve con serenidad que
había muchas opiniones generales erradas, y que una de ellas era ésta; y
en apoyo de mi tesis, solté el chorro de la ciencia que había adquirido
tres días antes. El contrario repuso, que mientras los grandes
historiadores no lo autorizasen, consideraba una _estupidez_ el sostener
idea tan absurda: yo expuse con sangre fría y sonrisa impertinente, las
razones que tenía para opinar de esta manera. El partidario de la
crueldad de D. Pedro, viéndose acorralado, no encontró mejor recurso
para salir del paso que descargar un tremendo mojicón en la faz
insolente del campeón de la justicia. Gran alboroto en la colmena:
replico yo a mi adversario con idénticos argumentos: los redactores se
reparten en dos bandos, y se entabla una batalla donde menudean los
puñetazos y coscorrones; ruedan las sillas, caen las mesas, quiébranse
los vidrios de algunos cuadros, y hasta hubo quien apoderándose de las
tijeras de recortar sueltos, formó círculo en torno suyo y esparció el
terror entre los contendientes.
Mas he aquí que en el marco de la puerta aparece la figura severa e
imponente de la doncella de la casa. Calmáronse las olas; silencio
sepulcral; todos los rostros vueltos hacia aquella nueva cabeza de
Medusa.
--¿Se creen, por lo visto, que no hay nadie en casa más que Vds.? ¿No
saben ustedes que la señorita está delicada?... ¿Qué escándalo es
éste?... ¿No saben ustedes que el señor prohibió que se haga ruido?...
Nadie se aventuró a responder a estas tremendas interrogaciones.
La doncella se dignó pasear una mirada arrogante por toda la redacción;
pero la detuvo llena de horror y de cólera al llegar al hijo de los
dueños de la casa.
--¡Cómo!... ¡Mi señorito sangrando por las narices!... ¡Tunantes!...
¡Granujas!... ¡Fuera de aquí todo el mundo!... ¡Pillería como esta no la
quiero yo en casa!... ¡Fuera!... ¡Fuera!...
Y en efecto, el ilustrado cuerpo de redacción de _La Abeja_, herido,
escarnecido, arrojado ignominiosamente de su santuario por una miserable
sirviente, bajó las escaleras a toda prisa, se disolvió al llegar a la
calle, se esparció por Madrid y nunca más volvió a juntarse.


LOS PURITANOS
(NOVELA)

Era un caballero fino, distinguido, de fisonomía ingenua y simpática. No
tenía motivo para negarme a recibirle en mi habitación algunos días. El
dueño de la fonda me lo presentó como un antiguo huésped a quien debía
muchas atenciones: si me negaba a compartir con él mi cuarto, se vería
en la precisión de despedirle por tener toda la casa ocupada, lo cual
sentía extremadamente.
--Pues si no ha de estar en Madrid más que unos cuantos días, y no tiene
horas extraordinarias de acostarse y levantarse, no hay inconveniente en
que V. le ponga una cama en el gabinete.... Pero cuidado... ¡sin
ejemplar!...
--Descuide V., señorito, no volveré a molestarle con estas embajadas: Lo
hago únicamente porque D. Ramón no vaya a parar a otra casa. Crea V. que
es una buena persona, un santo, y que no le incomodará poco ni mucho.
Y así fue la verdad. En los quince días que D. Ramón estuvo en Madrid no
tuve razón para arrepentirme de mi condescendencia. Era el fénix de los
compañeros de cuarto. Si volvía a casa más tarde que yo, entraba y se
acostaba con tal cautela, que nunca me despertó; si se retiraba más
temprano, me aguardaba leyendo para que pudiese acostarme sin temor de
hacer ruido. Por las mañanas nunca se despertaba hasta que me oía toser
o moverme en la cama. Vivía cerca de Valencia, en una casa de campo, y
sólo venía a Madrid cuando algún asunto lo exigía: en esta ocasión era
para gestionar el ascenso de un hijo, registrador de la propiedad. A
pesar de que este hijo tenía la misma edad que yo, D. Ramón no pasaba de
los cincuenta años, lo cual hacía presumir, como así era en efecto, que
se había casado bastante joven.
Y no debía de ser feo, ni mucho menos, en aquella época. Aún ahora con
su elevada estatura, la barba gris rizosa y bien cortada, los ojos
animados y brillantes y el cutis sin arrugas, sería aceptado por muchas
mujeres con preferencia a otros galanes sietemesinos.
Tenía, lo mismo que yo, la manía de cantar o canturriar al tiempo de
lavarse. Pero observé al cabo de pocos días que, aunque tomaba y soltaba
con indiferencia distintos trozos de ópera y zarzuela deshaciéndolos y
pulverizándolos entre resoplidos y gruñidos, el pasaje que con más ardor
acometía y más a menudo, era uno de _Los Puritanos_; me parece que
pertenecía al aria de barítono en el primer acto. Don Ramón no sabía la
letra sino a medias, pero lo cantaba con el mismo entusiasmo que si la
supiera. Empezaba siempre:
Il sogno beato
De pace e contento
Ti, ro, ri, ra, ri, ro,
Ti, ro, ri, ra, ri, ro.
Necesitaba seguir tarareando hasta llegar a otros dos versos que decían:
La dolce memoria
De un tenero amore.
Sobre los cuales se apoyaba sin cesar hasta concluir el _allegro_.
--¡Hola! D. Ramón, le dije un día desde la cama; parece que le gusta a
V. _Los Puritanos_.
--Muchísimo; es una de las óperas que más me gustan. Daría cualquier
cosa por conocer un instrumento para poder tocarla toda. ¡Qué dulzura
hay en ella! ¡Qué inspiración! Estas son óperas y esta es música.
¡Parece mentira que ustedes se entusiasmen con esa algarabía alemana que
sólo sirve para hacer dormir!... A mí me gustan con pasión todas las
óperas de Bellini: _El Pirata_, _Sonámbula_, _I Capuletti e di
Montechi_; pero sobre todas ellas _Los Puritanos_... Tengo además
razones particulares para que me guste más que ninguna otra, añadió
bajando la voz.
--¡Ole, ole, D. Ramón! exclamé incorporándome de un salto y poniéndome
los calcetines: vengan esas razones.
--Son tonterías de la juventud... cuestión de amores, contestó
ruborizándose un poco.
--Pues cuente V. esas tonterías. Me muero por ellas: no lo puedo
remediar, me gustan más esas cosas que la reforma de la ley Hipotecaria
de que V. me habló ayer.
--¡Al fin poeta!
--No soy poeta, D. Ramón; soy crítico.
--Pues me había dicho el amo que era usted poeta... De todas maneras, se
lo contaré ya que V. tiene curiosidad... Verá V. como es una tontería
que no merece la pena... ¡Pero vístase V., criatura, que se está
helando!
* * * * *
El año de cincuenta y ocho vine a Madrid con una comisión del
Ayuntamiento de Valencia para gestionar la rebaja de la cuota de
consumos. Tenía yo entonces... eso es, veintinueve años; y ya hacía
siete cumplidos que estaba casado. Es una barbaridad casarse tan joven.
Aunque no tengo motivo para arrepentirme, no aconsejaré a nadie que lo
haga. Vine a parar a esta misma casa, esto es, a la misma posada; la
casa estaba entonces situada en la calle del Barquillo. En aquella
época, bueno será que le advierta, que me complacía en andar muy
lechuguino o sietemesino, como ustedes dicen ahora, cosa que tenía
siempre _escamada_ a mi pobre mujer. ¿Para qué te compones tanto, hombre
de Dios? ¿Vas de conquista? ¡Quién sabe! contestaba riendo y dejándola
un poco enojada. No es malo tener a las mujeres un si es no es celosas.
Una tarde, una hermosa tarde de invierno, de las que sólo se ven en este
Madrid, salí de casa después de almorzar con el objeto de hacer algunas
visitas y también para espaciarme por esas calles de Dios. Iba caminando
lentamente por la de las Infantas, meditando sobre el plan de la noche o
sea el modo de pasarla más divertido, y saboreando un buen cigarro
habano, cuando de pronto ¡zas! recibo un fuerte golpe en la cabeza que
me hace vacilar; el flamante sombrero de copa fue rodando por un lado y
el cigarro por otro. Cuando me recobré del susto, lo primero que vi a
mis pies fue una enorme muñeca fresca, sonrosada y en camisa.
Esta buena pieza es la que ha causado el destrozo, dije para mis
adentros, lanzándole una mirada iracunda que la muñeca aparentó no
comprender. Mas como no era de presumir que ella por su voluntad se
hubiese arrojado sobre mí de aquel modo brusco e inconveniente, pues
jamás había hecho daño a ninguna muñeca, creí más probable que de alguna
casa me la hubieran arrojado. Alcé la cabeza vivamente.
En efecto, el reo estaba de pie en el balcón de un primer piso,
suspenso, atónito, consternado. Era una niña de trece o catorce años.
Al observar la mirada de espanto y congoja que me dirigía se templó mi
furor, y en vez de lanzarle un apóstrofe violento, como tenía
determinado, le mandé una sonrisa galante. Puede ser que en la formación
de esta sonrisa haya intervenido más o menos directamente la belleza
nada vulgar del criminal.
Recogí el sombrero, me lo puse, y volví a alzar la cabeza y a remitir
otra sonrisa, acompañada esta vez de un ligero saludo. Pero mi agresor
seguía inmóvil y aterrado sin darse cuenta ni poder explicarse las
amables disposiciones en que su víctima se hallaba. A todo esto la
muñeca seguía en el suelo inmóvil también, pero sin mostrar en modo
alguno sorpresa, pesar, terror, ni siquiera vergüenza de su situación
poco decorosa. Me apresuré a levantarla, cogiéndola, si mal no recuerdo,
por una pierna, y me informé minuciosamente de si había padecido alguna
fractura u otra herida grave. No tenía más que leves contusiones. Alcela
en alto y la mostré a su dueño haciéndole seña de que iba a subir para
entregársela. Y sin más dilaciones entro en el portal, subo la escalera
y tomo el cordón de la campanilla... Ya está abierta la puerta. Mi lindo
agresor asoma su rostro trigueño, gracioso, lleno de vida y frescura, y
extiende sus manos diminutas, en las cuales deposito respetuosamente a
la muñeca desmayada. Quise hablar, para dar mayor seguridad de que no
era nada lo que había pasado, que la muñeca conservaba íntegros sus
miembros, y yo lo mismo, y que celebraba la ocasión de conocer una niña
tan hermosa y simpática, etc., etc. Nada de esto fue posible. La chica
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