Aguas fuertes - 02

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con un caballo.
En este moderno paseo se cita y emplaza la sociedad elegante en las
tardes de invierno, para gozar el inefable deleite de contemplarse un
par de horas, después de lo cual se apresura a ir a comer y escapa a uña
de caballo a contemplarse de nuevo en el Real otras tres o cuatro
horitas. Parece una sociedad de derviches: el goce supremo es la
contemplación. Hay hombre que se queda calvo, y defrauda al Estado, y
arruina a varias familias, solamente para que dos caballos le lleven a
todas partes a contemplar a otros hombres que también se han quedado
calvos y han defraudado al Estado y a los particulares con el mismo
objeto. Los madrileños, mejor que ningún otro pueblo antiguo o moderno,
han llevado al refinamiento este goce exquisito: en las iglesias, en
los teatros, en el paseo, en los salones, se apuran todos los medios de
contemplarse con más comodidad. Cuando viene el calor y es fuerza salir
de Madrid y separarse, entonces la sociedad vuela a las playas de San
Sebastián, a fin de no perderse un instante de vista.
De cinco a cinco y media de la tarde está el paseo en todo su esplendor;
un millar de coches se apiña en la no muy ancha carretera, de tal
suerte, que no hay medio de caminar por ella: a veces tardan en dar una
sola vuelta más de hora y media, lo cual constituye, como es fácil de
comprender, el encanto de los que perennemente los ocupan; de esta
guisa, la contemplación es más fácil y más intensa. Las señoras levantan
suavemente las sombrillas para mirar por debajo de ellas a otras
señoras, que de igual manera dejan caer las suyas y pagan mirada por
mirada. Hace ya muchos años que se miran y llevan por cuenta los
vestidos, los coches, los caballos, los queridos, las pulseras, el
colorete y hasta los lunares que gastan; así que, ordinariamente, se
habla muy poco: sólo de vez en cuando alguna dama comunica a su
compañera en voz baja y estilo telegráfico ciertas observaciones de poca
monta:
--¿Has visto a Bermejillo?
--Sí.
--¿Va detrás de Enriqueta?
--Sí.
Y de nuevo guardan silencio.
--¿Has visto a la de Quintanar?
--Hasta ahora no.
--¿Y a la de Beleño?
--Tampoco.
La dama se calla otra vez, pero experimenta leve disgusto; para que se
vaya a casa satisfecha y coma con apetito, es preciso que estén en el
paseo la de Quintanar, la de Beleño, la de Casagonzalo, la de Trujillo,
la de Torrealta, la de Villavicencio, la de Córdova, la de Perales, la
de Vélez Málaga y la de Cerezangos, a quienes está viendo hace veinte
años, en todos sitios y a todas horas: si no, se marcha mal humorada,
diciendo que el paseo estaba muy cursi. Los cocheros y lacayos, desde lo
alto de los pescantes, dejan caer miradas olímpicas sobre las carrozas,
y murmuran de vez en cuando alguna frase insolente y obscena a
propósito de las damas que pasan cerca; o examinan fijamente las libreas
de sus compañeros, proponiéndose exigir otras iguales de sus amos. Los
caballos, aburridos, se contemplan sin cesar, y guardan silencio como
sus señores. Tal vez que otra, no obstante, dejan caer, entre resoplidos
y cabezadas, alguna observación punzante acerca de sus colegas:
--¡Vaya unos arreos lucidos que les han echado encima a los jacos de
Villamediana! ¡Me da risa!
--¿Qué otra cosa quieres que les pongan, chico? ¡Si son dos burros sin
orejas!
--¿Y qué te parece del _tren_ de Rebolledo?
--Que esos potros son tan ingleses como el forro de mis pezuñas.
Así hablan los caballos a menudo; y a menudo también los amos.
Por una de las calles laterales y antiguas caminan los bípedos de la
burguesía, contemplando sin pestañear el fastuoso cortejo de los
cuadrúpedos aristocráticos. Cuando se cansan de caminar, toman asiento
en las sillas metálicas puestas allí adrede para mirarse cómodamente.
Numerosas y respetables familias, cuyos jefes sirven dignamente a la
Administración pública, se autorizan diariamente el sabroso placer de
ver pasar en procesión a las damas y caballeros que en Madrid gastan
coche. La vida cortesana ofrece vivos y punzantes atractivos: el jefe de
familia la encuentra demasiado agitada cuando llega a su casa.
Ciñendo la carretera, con el rostro vuelto hacia los coches, suelen
cruzar a paso largo algunos señoritos de palo, con el felpudo sombrero
ladeado, puños salientes, levita abrochada hasta la nuez y báculo.
Llevan dentro un resorte que en ciertos momentos les obliga a detener el
paso, llevar la mano al sombrero, agitarlo en el aire, ponérselo otra
vez y seguir andando.
Y el sol, por no ser menos que todos, contempla con ojo de moribundo
esta escena interesante enfilando sus rayos oblicuos entre los árboles y
levantando mil graciosos reflejos en el barniz de los coches, en el
cristal de las linternas y en el metal de los botones de cocheros y
lacayos. Antes de morir envuelve con suave caricia la pompa abigarrada
de aquella muchedumbre, que no tiene ojos más que para sí misma, hace
brillar los arreos de los caballos y las joyas de las señoras, tiñe de
vivos colores la seda de los vestidos y extiende un manto brillante de
oro sobre la inmóvil y silenciosa comitiva. Los árboles recogen con más
placer que los hombres el último beso del astro del día, y entre sus
copas frondosas surgen gratas y fugitivas luces. A la izquierda el puro
azul del cielo se deja ver, desvaído ya y marchito, y su fondo luminoso
queda cortado a trechos por las formas rígidas de alguna conífera o por
los tricornios de los guardias que permanecen clavados a sus caballos, y
los caballos a la tierra como verdaderas estatuas. En el medio de la
curva que el paseo describe, hay abierto un boquete sin árboles, por
donde se contempla el paisaje: parece un enorme balcón desde donde se
divisan algunas leguas de tierra árida como toda la que rodea a Madrid.
Este paisaje sólo es bello a la caída de la tarde: entonces las brumas
del crepúsculo, traspasadas un instante por los rayos del sol, matizan
delicadamente la vasta planicie, las colinas lejanas flotan en una
neblina azulada, y sobre ellas resaltan como puntos blancos algunos
caseríos. Los juegos de la luz fingen en la llanura bosques, campos,
ríos y pueblos que no existen: es un país falso y teatral que guarda
cierta semejanza con el fondo del cuadro de las Lanzas, de Velázquez;
pero cautiva la vista por su esplendor, y dilata el pecho por su
inmensidad.
El vapor luminoso que por aquella parte envuelve el paseo, amortiguando
los vivos colores de las sombrillas, borrando los elegantes contornos de
los caballos, esfumando las facciones de las damas y prestándole a todo
aspecto escenográfico, pierde lentamente su brillo y se transforma en un
polvo ceniciento que cae del cielo como heraldo de la noche. La noche se
llega al fin: el sol sepulta sus fuegos en los confines de la yerma
llanura: algunas nubecillas finas y delgadas, como rayas trazadas en el
firmamento, después de ennegrecerse fuertemente, concluyen por
desaparecer. El paseo pierde todo su esplendor; ya no es más que un
grupo numeroso de coches sin brillo ni poesía. La comitiva siente casi
al mismo tiempo un leve temblor de frío; las señoras se embozan en los
chales y tiran hacia sí las pieles que cubren sus rodillas; los
caballeros se esfuerzan en meterse los abrigos y agitan los brazos en el
aire como aspas de molino; piafan los caballos pensando en las próximas
dulzuras del pesebre, y los aurigas chasquean el látigo enderezándolos
ya hacia la ciudad. En pocos minutos queda la carretera desierta. Los
peones, que como es natural permanecen rezagados, escuchan algún tiempo
el ruido de los coches, como un rumor distante de olas que se
estrellan.


EL PÁJARO EN LA NIEVE
(NOVELA)

Era ciego de nacimiento. Le habían enseñado lo único que los ciegos
suelen aprender, la música; y fue en este arte muy aventajado. Su madre
murió pocos años después de darle la vida; su padre, músico mayor de un
regimiento, hacía un año solamente. Tenía un hermano en América que no
daba cuenta de sí; sin embargo, sabía por referencias que estaba casado,
que tenía dos niños muy hermosos y ocupaba buena posición. El padre
indignado, mientras vivió, de la ingratitud del hijo, no quería oír su
nombre; pero el ciego le guardaba todavía mucho cariño; no podía menos
de recordar que aquel hermano, mayor que él, había sido su sostén en la
niñez, el defensor de su debilidad contra los ataques de los demás
chicos, y que siempre le hablaba con dulzura. La voz de Santiago, al
entrar por la mañana en su cuarto diciendo: «¡Hola, Juanito! arriba,
hombre, no duermas tanto,» sonaba en los oídos del ciego más grata y
armoniosa que las teclas del piano y las cuerdas del violín. ¿Cómo se
había trasformado en malo aquel corazón tan bueno? Juan no podía
persuadirse de ello, y le buscaba un millón de disculpas: unas veces
achacaba la falta al correo; otras se le figuraba que su hermano no
quería escribir hasta que pudiera mandar mucho dinero; otras pensaba que
iba a darles una sorpresa el mejor día presentándose cargado de millones
en el modesto entresuelo que habitaban: pero ninguna de estas
imaginaciones se atrevía a comunicar a su padre: únicamente cuando éste,
exasperado, lanzaba algún amargo apóstrofe contra el hijo ausente, se
atrevía a decirle: «No se desespere V., padre; Santiago es bueno; me da
el corazón que ha de escribir uno de estos días.»
El padre se murió sin ver carta de su hijo mayor, entre un sacerdote que
le exhortaba y el pobre ciego que le apretaba convulso la mano, como si
tratase de retenerle a la fuerza en este mundo. Cuando quisieron sacar
el cadáver de casa sostuvo una lucha frenética, espantosa, con los
empleados fúnebres. Al fin se quedó solo; pero ¡qué soledad la suya! Ni
padre, ni madre, ni parientes, ni amigos: hasta el sol le faltaba, el
amigo de todos los seres creados. Pasó dos días metido en su cuarto,
recorriéndolo de una esquina a otra como un lobo enjaulado, sin probar
alimento. La criada, ayudada por una vecina compasiva, consiguió al cabo
impedir aquel suicidio: volvió a comer y pasó la vida desde entonces
rezando y tocando el piano.
El padre, algún tiempo antes de morir, había conseguido que le diesen
una plaza de organista en una de las iglesias de Madrid, retribuida con
catorce reales diarios: no era bastante, como se comprende, para
sostener una casa abierta, por modesta que fuese; así que, pasados los
primeros quince días, nuestro ciego vendió por algunos cuartos, muy
pocos por cierto, el humilde ajuar de su morada, despidió a la criada y
se fue de pupilo a una casa de huéspedes pagando ocho reales; los seis
restantes le bastaban para atender a las demás necesidades. Durante
algunos meses vivió el ciego sin salir a la calle más que para cumplir
su obligación; de casa a la iglesia, y de la iglesia a casa. La tristeza
le tenía dominado y abatido de tal suerte, que apenas despegaba los
labios; pasaba las horas componiendo una gran misa de _requiem_ que
contaba se tocase por la caridad del párroco en obsequio del alma de su
difunto padre; y ya que no podía decirse que tenía los cinco sentidos
puestos en su obra, porque carecía de uno, sí diremos que se entregaba a
ella con alma y vida.
El cambio de ministerio le sorprendió cuando aún no la había terminado:
no sé si entraron los radicales, o los conservadores, o los
constitucionales; pero entraron algunos nuevos. Juan no lo supo sino
tarde y con daño. El nuevo gabinete, pasados algunos días, juzgó que
Juan era un organista peligroso para el orden público, y que desde lo
alto del coro, en las vísperas y misas solemnes, roncando y zumbando con
todos los registros del órgano, le estaba haciendo una oposición
verdaderamente escandalosa. Como el ministerio entrante no estaba
dispuesto, según había afirmado en el Congreso por boca de uno de sus
miembros más autorizados, «a tolerar imposiciones de nadie,» procedió
inmediatamente y con saludable energía a dejar cesante a Juan,
buscándole un sustituto que en sus maniobras musicales ofreciese más
garantías o fuese más adicto a las instituciones. Cuando le notificaron
el cese, nuestro ciego no experimentó más emoción que la sorpresa; allá
en el fondo casi se alegró, porque le dejaban más horas desocupadas para
concluir su misa. Solamente se dio cuenta de su situación cuando al fin
del mes se presentó la patrona en el cuarto a pedirle dinero; no lo
tenía, porque ya no cobraba en la iglesia; fue necesario que llevase a
empeñar el reloj de su padre para pagar la casa. Después se quedó otra
vez tan tranquilo y siguió trabajando sin preocuparse de lo porvenir.
Mas otra vez volvió la patrona a pedirle dinero, y otra vez se vio
precisado a empeñar un objeto de la escasísima herencia paterna; era un
anillo de diamantes. Al cabo ya no tuvo qué empeñar. Entonces, por
consideración a su debilidad, le tuvieron algunos días más de cortesía,
muy pocos, y después le pusieron en la calle, gloriándose mucho de
dejarle libre el baúl y la ropa, ya que con ella podían cobrarse de los
pocos reales que les quedaba a deber.
Buscó una nueva casa, pero no pudo alquilar piano, lo cual le causó una
inmensa tristeza; ya no podía terminar su misa. Todavía fue algún tiempo
a casa de un almacenista amigo y tocó el piano a ratos; no tardó, sin
embargo, en observar que se le iba recibiendo cada vez con menos
amabilidad, y dejó de ir por allá.
Al poco tiempo le echaron de la nueva casa, pero esta vez quedándose con
el baúl en prenda. Entonces comenzó para el ciego una época tan
miserable y angustiosa, que pocos se darán cuenta cabal de los dolores,
mejor aún, de los martirios que la suerte le deparó. Sin amigos, sin
ropa, sin dinero, no hay duda que se pasa muy mal en el mundo; mas si a
esto se agrega el no ver la luz del sol, y hallarse por lo mismo
absolutamente desvalido, apenas si alcanzamos a divisar el límite del
dolor y la miseria. De posada en posada, arrojado de todas poco después
de haber entrado, metiéndose en la cama para que le lavasen la única
camisa que tenía, el calzado roto, los pantalones con hilachas por
debajo, sin cortarse el pelo y sin afeitarse, rodó Juan por Madrid no sé
cuánto tiempo. Pretendió, por medio de uno de los huéspedes que tuvo,
más compasivo que los demás, la plaza de pianista en un café. Al fin se
la otorgaron, pero fue para despedirle a los pocos días: la música de
Juan no agradaba a los parroquianos del _Café de la Cebada_; no tocaba
jotas, ni polos, ni sevillanas, ni cosa ninguna flamenca, ni siquiera
polkas; pasaba la noche interpretando sonatas de Beethoven y conciertos
de Chopín: los concurrentes se desesperaban al no poder llevar el
compás con las cucharillas.
Otra vez volvió a rodar el mísero por los sitios más hediondos de la
capital. Algún alma caritativa, que por casualidad se enteraba de su
estado, socorríale indirectamente, porque Juan se estremecía a la idea
de pedir limosna. Comía lo preciso para no morirse de hambre en alguna
taberna de los barrios bajos, y dormía por cuatro cuartos entre mendigos
y malhechores en un desván destinado a este fin. En cierta ocasión le
robaron, mientras dormía, los pantalones, y le dejaron otros de dril
remendados. Era en el mes de Noviembre.
El pobre Juan, que siempre había guardado en el pensamiento la quimera
de la venida de su hermano, ahogado ahora por la desgracia, comenzó a
alimentarla con afán. Hizo que le escribiesen a la Habana, sin poner
señas a la carta porque no las sabía; procuró informarse si le habían
visto, aunque sin resultado; y todos los días se pasaba algunas horas
pidiendo a Dios de rodillas que le trajese en su auxilio. Los únicos
momentos felices del desdichado eran los que pasaba en oración en el
ángulo de alguna iglesia solitaria: oculto detrás de un pilar,
aspirando los acres olores de la cera y la humedad, escuchando el
chisporroteo de los cirios y el leve rumor de las plegarias de los pocos
fieles distribuidos por las naves del templo, su alma inocente dejaba
este mundo, que tan cruelmente le trataba, y volaba a comunicarse con
Dios y su Madre Santísima. Tenía la devoción de la Virgen profundamente
arraigada en el corazón desde la infancia: como apenas había conocido a
su madre, buscó por instinto en la de Dios la protección tierna y
amorosa que sólo la mujer puede dispensar al niño; había compuesto en
honor suyo algunos himnos y plegarias, y no se dormía jamás sin besar
devotamente el escapulario del Carmen que llevaba al cuello.
Llegó un día, no obstante, en que el cielo y la tierra le desampararon.
Arrojado de todas partes, sin tener un pedazo de pan que llevarse a la
boca, ni ropa con que preservarse del frío, comprendió el cuitado con
terror que se acercaba el instante de pedir limosna. Trabose una lucha
desesperada en el fondo de su espíritu; el dolor y la vergüenza
disputaron palmo a palmo el terreno a la necesidad; las tinieblas que le
rodeaban hacían aún más angustiosa esta batalla. Al cabo, como era de
esperar, venció el hambre. Después de pasar muchas horas sollozando y
pidiendo fuerzas a Dios para soportar su desdicha, resolviose a implorar
la caridad; pero todavía quiso el infeliz disfrazar la humillación, y
decidió cantar por las calles de noche solamente. Poseía una voz
regular, y conocía a la perfección el arte del canto; mas tropezó con la
dificultad de no tener medio de acompañarse. Al fin, otro desgraciado,
que no lo era tanto como él, le facilitó una guitarra vieja y rota, y
después de arreglarla del mejor modo que pudo, y después de derramar
abundantes lágrimas, salió cierta noche de Diciembre a la calle. El
corazón le latía fuertemente; las piernas le temblaban; cuando quiso
cantar en una de las calles más céntricas, no pudo; el dolor y la
vergüenza habían formado un nudo en su garganta. Arrimose a la pared de
una casa, descansó algunos instantes, y repuesto un tanto, empezó a
cantar la romanza de tenor del primer acto de _La Favorita_. Llamó
desde luego la atención de los transeúntes un ciego que no cantaba
peteneras o malagueñas, y muchos hicieron círculo en torno suyo, y no
pocos, al observar la maestría con que iba venciendo las dificultades de
la obra, se comunicaron en voz baja su sorpresa y dejaron algunos
cuartos en el sombrero, que había colgado del brazo. Terminada la
romanza, empezó el aria del cuarto acto de _La Africana_. Pero se había
reunido demasiada gente a su alrededor, y la autoridad temió que esto
fuese causa de algún desorden, pues era cosa averiguada para los agentes
de orden público que las personas que se reúnen en la calle a escuchar a
un ciego demuestran por este hecho instintos peligrosos de rebelión,
cierta hostilidad contra las instituciones, una actitud, en fin,
incompatible con el orden social y la seguridad del Estado. Por lo cual
un guardia cogió a Juan enérgicamente, por el brazo y le dijo:
--A ver; retírese V. a su casa inmediatamente, y no se pare V. en
ninguna calle.
--Pero yo no hago daño a nadie.
--Esta V. impidiendo el tránsito. Adelante, adelante, si no quiere V. ir
a la prevención.
Es realmente consolador el ver con qué esmero procura la autoridad
gubernativa que las vías públicas se hallen siempre limpias de ciegos
que canten. Y yo creo, por más que haya quien sostenga lo contrario, que
si pudiese igualmente tenerlas limpias de ladrones y asesinos, no
dejaría de hacerlo con gusto.
Retirose a su zahúrda el pobre Juan, pesaroso, porque tenía buen
corazón, de haber comprometido por un instante la paz intestina y dado
pie para una intervención del poder ejecutivo. Había ganado cinco reales
y un perro grande. Con este dinero comió al día siguiente, y pagó el
alquiler del miserable colchón de paja en que durmió. Por la noche tornó
a salir y a cantar trozos de ópera y piezas de canto: vuelta a reunirse
la gente en torno suyo y vuelta a intervenir la autoridad gritándole con
energía:--Adelante, adelante.
¡Pero si iba adelante no ganaba un cuarto, porque los transeúntes no
podían escucharle! Sin embargo, Juan marchaba, marchaba siempre porque
le estremecía, más que la muerte, la idea de infringir los mandatos de
la autoridad, y turbar, aunque fuese momentáneamente, el orden de su
país.
Cada noche se iban reduciendo más sus ganancias. Por un lado la
necesidad de seguir siempre adelante, y por otro la falta de novedad,
que en España se paga siempre muy cara, le iban privando todos los días
de algunos céntimos. Con los que traía para casa al retirarse apenas
podía introducir en el estómago algo para no morirse de hambre. Su
situación era ya desesperada. Sólo un punto luminoso seguía viendo
tenazmente el desgraciado entre las tinieblas de su congojoso estado:
este punto luminoso era la llegada de su hermano Santiago. Todas las
noches, al salir de casa con la guitarra colgada del cuello, se le
ocurría el mismo pensamiento:--«Si Santiago estuviese en Madrid y me
oyese cantar, me conocería por la voz.» Y esta esperanza, mejor dicho,
esta quimera, era lo único que le daba fuerzas para soportar la vida.
Llegó otro día, no obstante, en que la angustia y el dolor no conocieron
límites. En la noche anterior no había ganado más que seis cuartos.
¡Había estado tan fría! Como que amaneció Madrid envuelto en una sábana
de nieve de media cuarta de espesor. Y todo el día siguió nevando sin
cesar un instante, lo cual les tenía sin cuidado a la mayoría de la
gente, y fue motivo de regocijo para muchos aficionados a la estética.
Los poetas que gozaban de una posición desahogada, muy particularmente,
pasaron gran parte del día mirando caer los copos al través de los
cristales de su gabinete, y meditando lindos e ingeniosos símiles de
esos que hacen gritar al público en el teatro «¡bravo, bravo!» u obligan
a exclamar cuando se leen en un tomo de versos: «¡qué talento tiene este
joven!»
Juan no había tomado más alimento que una taza de café de ínfima clase y
un panecillo. No pudo entretener el hambre contemplando la hermosura de
la nieve, en primer lugar, porque no tenía vista; y en segundo, porque
aunque la tuviese, era difícil que al través de la reja de vidrio
empañada y sucia de su desván pudiera verla. Pasó el día acurrucado
sobre el colchón, recordando los días de la infancia y acariciando la
dulce manía de la vuelta de su hermano. Al llegar la noche, apretado por
la necesidad, desfallecido, bajó a la calle a implorar una limosna. Ya
no tenía guitarra; la había vendido por tres pesetas en un momento
parecido de apuro.
La nieve caía con la misma constancia, puede decirse con el mismo
encarnizamiento. Las piernas le temblaban al pobre ciego lo mismo que el
día primero en que salió a cantar; pero esta vez no era de vergüenza,
sino de hambre. Avanzó como pudo por las calles, enfangándose hasta más
arriba del tobillo: su oído le decía que no cruzaba apenas ningún
transeúnte; los coches no hacían ruido, y estuvo expuesto a ser
atropellado por uno. En una de las calles céntricas se puso al fin a
cantar el primer pedazo de ópera que acudió a sus labios: la voz salía
débil y enronquecida de la garganta; nadie se acercaba a él ni siquiera
por curiosidad. «Vamos a otra parte,» se dijo, y bajó por la Carrera de
San Jerónimo, caminando torpemente sobre la nieve, cubierto ya de un
blanco cendal y con los pies chapoteando agua. El frío se le iba
metiendo por los huesos; el hambre le producía un fuerte dolor en el
estómago. Llegó un momento en que el frío y el dolor le apretaron tanto,
que se sintió casi desvanecido, creyó morir, y elevando el espíritu a la
Virgen del Carmen, su protectora, exclamó con voz acongojada: «¡Madre
mía, socórreme!» Y después de pronunciar estas palabras, se sintió un
poco mejor y marchó, o más propiamente, se arrastró hasta la plaza de
las Cortes: allí se arrimó a la columna de un farol, y, todavía bajo la
impresión del socorro de la Virgen, comenzó a cantar el _Ave María_, de
Gounod, una melodía a la cual siempre había tenido mucha afición. Pero
nadie se acercaba tampoco. Los habitantes de la villa estaban todos
recogidos en los cafés y teatros, o bien en sus hogares haciendo bailar
a sus hijos sobre las rodillas al amor de la lumbre. Seguía cayendo la
nieve pausada y copiosamente, decidida a prestar asunto al día siguiente
a todos los revisteros de periódicos para encantar a sus aficionados
con una docena de frases delicadas. Los transeúntes que casualmente
cruzaban lo hacían apresuradamente, arrebujados en sus capas y tapándose
con el paraguas. Los faroles se habían puesto el gorro blanco de dormir,
y dejaban escapar melancólica claridad. No se oía ruido alguno si no era
el rumor vago y lejano de los coches, y el caer incesante de los copos
como un crujido levísimo y prolongado de sedería. Sólo la voz de Juan
vibraba en el silencio de la noche saludando a la Madre de los
Desamparados. Y su canto, más que himno de salutación, parecía un grito
de congoja algunas veces; otras, un gemido triste y resignado que helaba
el corazón más que el frío de la nieve.
En vano clamó el ciego largo rato pidiendo favor al cielo; en vano
repitió el dulce nombre de María un sinnúmero de veces, acomodándolo a
los diversos tonos de la melodía. El cielo y la Virgen estaban lejos, al
parecer, y no le oyeron; los vecinos de la plaza estaban cerca, pero no
quisieron oírle. Nadie bajó a recogerlo; ningún balcón se abrió
siquiera para dejar caer sobre él una moneda de cobre. Los transeúntes,
como si viniesen perseguidos de cerca por la pulmonía, no osaban
detenerse.
Al fin ya no pudo cantar más: la voz espiraba en la garganta; las
piernas se le doblaban; iba perdiendo la sensibilidad en las manos. Dio
algunos pasos y se sentó en la acera al pie de la verja que rodea el
jardín. Apoyó los codos en las rodillas y metió la cabeza entre las
manos. Y pensó vagamente en que había llegado el último instante de su
vida; y volvió a rezar fervorosamente implorando la misericordia divina.
Al cabo de un rato percibió que un transeúnte se paraba delante de él y
se sintió cogido por el brazo. Levantó la cabeza, y sospechando que
sería lo de siempre, preguntó tímidamente:
--¿Es V. algún guardia?
--No soy ningún guardia--repuso el transeúnte,--pero levántese V.
--Apenas puedo, caballero.
--¿Tiene V. mucho frío?
--Sí, señor... y además no he comido hoy.
--Entonces, yo le ayudaré... vamos... ¡arriba!
El caballero cogió a Juan por los brazos y le puso en pie; era un hombre
vigoroso.
--Ahora apóyese V. bien en mí y vamos a ver si hallamos un coche.
--¿Pero dónde me lleva V.?
--A ningún sitio malo ¿tiene V. miedo?
--¡Ah! no: el corazón me dice que es V. una persona caritativa.
--Vamos andando... a ver si llegamos pronto a casa para que V. se seque
y tome algo caliente.
--Dios se lo pagará a V. caballero... la Virgen se lo pagará... Creí que
iba a morirme en ese sitio.
--Nada de morirse... no hable V. de eso ya. Lo que importa ahora es dar
pronto con un simón... Vamos adelante... ¿qué es eso; tropieza V.?
--Sí, señor; creo que he dado contra la columna de un farol... ¡Como soy
ciego!
--¿Es V. ciego?--preguntó vivamente el desconocido.
--Sí, señor.
--¿Desde cuándo?
--Desde que nací.
Juan sintió estremecerse el brazo de su protector; y siguieron caminando
en silencio. Al cabo éste se detuvo un instante y le preguntó con voz
alterada.
--¿Cómo se llama V.?
--Juan.
--¿Juan qué?
--Juan Martínez.
--Su padre de V. Manuel, ¿verdad? músico mayor del tercero de artillería
¿no es cierto?
--Sí, señor.
En el mismo instante el ciego se sintió apretado fuertemente por unos
brazos vigorosos que casi le asfixiaron y escuchó en su oído una voz
temblorosa que exclamó:
--¡Dios mío, qué horror y qué felicidad! Soy un criminal, soy tu hermano
Santiago.
Y los dos hermanos quedaron abrazados y sollozando algunos minutos en
medio de la calle. La nieve caía sobre ellos dulcemente.
Santiago se desprendió bruscamente de los brazos de su hermano y
comenzó a gritar salpicando sus palabras con fuertes interjecciones:
--¡Un coche, un coche! ¿no hay un coche por ahí?... ¡maldita sea mi
suerte! Vamos, Juanillo, haz un esfuerzo; llegaremos pronto al puesto...
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