Aguas fuertes - 03

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¿Pero señor, dónde se meten los coches...? Ni uno sólo cruza por aquí...
Allá lejos veo uno... ¡gracias a Dios!... ¡Se aleja el maldito!... Aquí
está otro... éste ya es mío. A ver cochero... cinco duros si V. nos
lleva volando al hotel número diez de la Castellana...
Y cogiendo a su hermano en brazos como si fuera un chico lo metió en el
coche y detrás se introdujo él. El cochero arreó a la bestia y el
carruaje se deslizó velozmente y sin ruido sobre la nieve. Mientras
caminaban, Santiago teniendo siempre abrazado al pobre ciego, le contó
rápidamente su vida. No había estado en Cuba, sino en Costa Rica, donde
juntó una respetable fortuna; pero había pasado muchos años en el campo,
sin comunicación apenas con Europa; escribió tres o cuatro veces por
medio de los barcos que traficaban con Inglaterra y no obtuvo
respuesta. Y siempre pensando en tornar a España al año siguiente, dejó
de hacer averiguaciones proponiéndose darles una agradable sorpresa.
Después se casó y este acontecimiento retardó mucho su vuelta. Pero
hacía cuatro meses que estaba en Madrid, donde supo por el registro
parroquial que su padre había muerto; de Juan le dieron noticias vagas y
contradictorias: unos le dijeron que se había muerto también; otros que
reducido a la última miseria, había ido por el mundo cantando y tocando
la guitarra. Fueron inútiles cuantas gestiones hizo para averiguar su
paradero. Afortunadamente la Providencia se encargó de llevarlo a sus
brazos. Santiago reía unas veces, lloraba otras mostrando siempre el
carácter franco, generoso y jovial de cuando niño.
Paró el coche al fin. Un criado vino a abrir la portezuela. Llevaron a
Juan casi en volandas hasta su casa. Al entrar percibió una temperatura
tibia, el aroma de bienestar que esparce la riqueza: los pies se le
hundían en mullida alfombra; por orden de Santiago dos criados le
despojaron inmediatamente de sus harapos empapados de agua y le pusieron
ropa limpia y de abrigo. En seguida le sirvieron en el mismo gabinete,
donde ardía un fuego delicioso, una taza de caldo confortador y después
algunas viandas, aunque con la debida cautela, por la flojedad en que
debía hallarse su estómago: subieron además de la bodega el vino más
exquisito y añejo. Santiago no dejaba de moverse, dictando las órdenes
oportunas, acercándose a cada instante al ciego para preguntarle con
ansiedad:
--¿Cómo te encuentras ahora, Juan?--¿Estas bien?--¿Quieres otro
vino?--¿Necesitas más ropa?
Terminada la refacción se quedaron ambos algunos momentos al lado de la
chimenea. Santiago preguntó a un criado si la señora y los niños estaban
ya acostados y habiéndole respondido afirmativamente, dijo a su hermano
rebosando de alegría:
--¿Tú no tocas el piano?
--Sí.
--Pues vamos a dar un susto a mi mujer y a mis hijos. Ven al salón.
Y le condujo hasta sentarle delante del piano. Después levantó la tapa
para que se oyera mejor, abrió con cuidado las puertas y ejecutó todas
las maniobras conducentes a producir una sorpresa en la casa; pero todo
ello con tal esmero, andando sobre la punta de los pies, hablando en
falsete y haciendo tantas y tan graciosas muecas, que Juan al notarlo no
pudo menos de reírse exclamando: ¡Siempre el mismo Santiago!
--Ahora toca Juanillo, toca con todas tus fuerzas.
El ciego comenzó a ejecutar una marcha guerrera. El silencioso hotel se
estremeció de pronto, como una caja de música cuando se la da cuerda.
Las notas se atropellaban al salir del piano, pero siempre con ritmo
belicoso. Santiago exclamaba de vez en cuando:
--¡Más fuerte, Juanillo, más fuerte!
Y el ciego golpeaba el teclado, cada vez con mayor brío.
--Ya veo a mi mujer detrás de las cortinas... ¡adelante, Juanillo,
adelante!... Está la pobre en camisa... ji... ji... me hago como que no
la veo... se va a creer que estoy loco... ¡ji ji!... ¡adelante,
Juanillo, adelante!
Juan obedecía a su hermano, aunque sin gusto ya, porque deseaba conocer
a su cuñada y besar a sus sobrinos.
--Ahora veo a mi hija Manolita, que también sale en camisa... ¡Calle,
también se ha despertado Paquito!... ¡No te he dicho que todos iban a
recibir un susto!... Pero se van a constipar si andan de ese modo más
tiempo... No toques más Juan, no toques más.
Cesó el estrépito infernal.
--Vamos, Adela, Manolito, Paquito, abrigaos un poco y venid a dar un
abrazo a mi hermano Juan. Este es Juan de quien tanto os he hablado, a
quien acabo de encontrar en la calle a punto de morirse helado entre la
nieve... ¡Vamos, vestíos pronto!
La noble familia de Santiago vino inmediatamente a abrazar al pobre
ciego. La voz de la esposa era dulce y armoniosa: Juan creía escuchar
la de la Virgen: notó que lloraba cuando su marido relató de qué modo le
había encontrado. Y todavía quiso añadir más cuidados a los de Santiago:
mandó traer un calorífero y ella misma se lo puso debajo de los pies;
después le envolvió las piernas en una manta y le puso en la cabeza una
gorra de terciopelo. Los niños revoloteaban en torno de la butaca,
acariciándole y dejándose acariciar de su tío. Todos escucharon en
silencio y embargados por la emoción, el breve relato que de sus
desgracias les hizo. Santiago se golpeaba la cabeza: su esposa lloraba:
los chicos atónitos le decían estrechándole la mano: ¿No volverás a
tener hambre ni a salir a la calle sin paraguas, verdad tiito?... yo no
quiero, Manolita no quiere tampoco... ni papá, ni mamá.
--¡A que no le das tu cama, Paquito!--dijo Santiago, pasando a la
alegría inmediatamente.
--¡Si no _quepe_ en ella, papá! En la sala hay otra muy grande, muy
grande, muy grande...
--No quiero cama ahora,--interrumpió Juan... ¡me encuentro tan bien
aquí!
--¿Te duele el estómago como antes?--preguntó Manolita abrazándole y
besándole.
--No, hija mía, no, ¡bendita seas!... no me duele nada... soy muy
feliz... lo único que tengo es sueño... se me cierran los ojos sin
poderlo remediar...
--Pues por nosotros no dejes de dormir, Juan,--dijo Santiago.
--Sí, tiito, duerme, duerme--dijeron a un tiempo Manolita y Paquito
echándole los brazos al cuello y cubriéndole de caricias...
* * * * *
Y se durmió en efecto. Y despertó en el cielo.
Al amanecer del día siguiente, un agente de orden público tropezó con su
cadáver entre la nieve. El médico de la casa de socorro certificó que
había muerto por la congelación de la sangre.
--Mira, Jiménez--dijo un guardia de los que le habían llevado a su
compañero.
--¡Parece que se está riendo!


LA ACADEMIA
DE JURISPRUDENCIA

No todos los transeúntes de la calle de la Montera saben que en el
número 22, cuarto bajo, se encuentra establecida, desde algunos años
hace, la Academia de Jurisprudencia[*]. La mayoría de los ciudadanos que
van o vienen de la Puerta del Sol pasan por delante del largo portal de
la casa sin sospechar que dentro de ella discútense los más caros
intereses de su vida, la religión, la propiedad y la familia, todo lo
que se halla bajo la salvaguardia vigilante del Sr. Perier, director
propietario de _La Defensa de la Sociedad_. Si tuviesen el humor de
entrar, vieran quizá colgado de la pared en dicho portal un cuadrito
donde en letras gordas se dice: _No hay sesión_, o bien _El miércoles
continuará la discusión de la memoria del señor Martínez sobre el
derecho de acrecer: tienen pedida la palabra en pro los Sres. Pérez,
Fernández y Gutiérrez, y en contra los señores López, González y
Rodríguez_. El tema es por cierto asaz importante, y los nombres de los
oradores demasiado conocidos del público para que cualquier ciudadano no
entre en apetito de presenciar este debate. Restregándome, pues, las
manos y gustando anticipadamente con la imaginación sus ruidosas
peripecias, tengo salido muchas veces diciendo: No faltaré, no faltaré.
[* Se encontraba cuando el autor escribía estos renglones:
posteriormente se ha trasladado a otro sitio.]
Llega la noche señalada, empujo la mampara de la Academia y penetro en
el salón de sesiones. Una muchedumbre de trece a quince personas invade
el local destinado al público. Los académicos suelen estar aún en mayor
número, llegando algunas veces a ocupar casi todos los bancos
delanteros. Pérez ha comenzado ya su discurso. El celebrado orador que
_La Correspondencia de España_ ha llamado magistral en más de una
ocasión, por más que no haya logrado prebenda en ninguna basílica, podrá
tener, a juzgar por su fisonomía, unos nueve años de edad. Es
medianamente alto, delgado, de ojos pequeños e inquietos, y un poco
desgalichado: su rostro ofrece el sello de meditación y tristeza que
comunica una vida consagrada casi por entero al estudio de los arduos
problemas de la Filosofía. Principia siempre a hablar con cierto desdén
altanero, y su palabra en los primeros momentos es perezosa y torpe;
parece que está distraído como si le arrancasen de improviso al mundo de
reflexiones sabias y profundas donde habita a la continua. Mas a medida
que el tiempo trascurre y el asunto penetra en él, toma calor y su
discurso adquiere un brío extraordinario.
El asunto que ahora se discute es de interés palpitante. Se trata de
saber si la ley de Partida que regula el derecho de acrecer se refiere
únicamente a las mandas o legados, o debe aplicarse también a las
herencias. Pérez, demostrando su destreza en esta clase de debates,
comienza a cimentar su discurso sobre bases sólidas. Empieza estudiando
detenidamente al hombre en su doble naturaleza física y moral,
internándose con paso firme en el campo de la Antropología. Su talento
esencialmente analítico va arrancando a la materia las secretas leyes
por que se rige, y más tarde al espíritu los vagos y complejos impulsos
que le animan. Combate ruda pero severamente la teoría de Darwin sobre
el origen de las especies, y demuestra con gran copia de datos y
razones, que la humanidad no es el coronamiento del proceso animal, por
más que rechace igualmente la procedencia de una sola pareja. Con este
motivo, examina las contradicciones entre la Biblia y la ciencia, y
expone clara y sucintamente el modo de resolverlas. Pasa después al
estudio de la pre-historia, y rápidamente analiza las últimas teorías,
declarándose franco y resuelto partidario de la existencia del hombre en
el terreno terciario.
«Ninguno más reservado y más cauto que yo (dice con solemnidad) cuando
se trata de aceptar una teoría peregrina sobre problemas tan oscuros e
inaccesibles, pero todo el mundo está obligado a rendirse ante la
evidencia. Mi esclarecido amigo el señor Fernández ha tenido la fortuna
de encontrar este verano en una gruta de su provincia, e incrustada
entre rocas de granito de carácter terciario, una taza...
(_Fernández, levantándose a medias del asiento_):--Una vinagrera.
_Pérez_:--Entendía que era una taza lo que había hallado su señoría;
pero este cambio corrobora aún mejor la doctrina que estoy exponiendo.
La fabricación y el uso de esta clase de artefactos, lo mismo de las
tazas que de las vinagreras (singularmente de las vinagreras) manifiesta
y declara la existencia del hombre en dicho terreno, y supone además en
él un cierto grado de cultura nada compatible en verdad con el
embrutecimiento a que lo condenan las teorías de la escuela
materialista».
El orador da fin a su discurso con una historia tan concienzuda como
brillante del derecho de propiedad.
Por indisposición del Sr. López, que era el encargado de contestar al
discurso del Sr. Pérez, se levanta a hablar el Sr. González. Es hombre
más entrado en días que su contrincante: representa bien unos doce años,
y tiene fisonomía dulce, apacible y ruborosa donde se refleja un alma
creyente y sumisa.
«Todos nosotros reconocemos (comienza a decir con voz suave de
contralto, muy semejante a la de los niños de coro), y con nosotros
cuantos siguen el movimiento intelectual contemporáneo, todos
reconocemos en mi ilustre amigo el Sr. Pérez una erudición inmensa
dichosamente unida a una inteligencia poderosa y perspicua que se
apodera de las ideas y se enseñorea de ellas sometiéndolas a un análisis
seguro y minucioso, bien así como el águila cae de súbito sobre su
presa, la coge entre sus garras y asciende con ella por los espacios,
arrastrándola a regiones desconocidas donde con el ensangrentado pico se
entretiene en explorar sus entrañas palpitantes... (_¡Bravo! ¡Bravo!
Las miradas del público se fijan sobre Pérez, que en aquel momento toma
notas_).
«Pero ¡ah, señores! el eminente orador que me ha precedido en el uso de
la palabra, impulsado por su temperamento analítico, por la sed ardiente
de conocimientos que le devora, abandona las consoladoras creencias del
cristianismo, en que se ha educado, y marcha resueltamente por la senda
del libre examen, sin sospechar los riesgos que corre su noble espíritu;
de la misma suerte que el niño, persiguiendo por el campo a la mariposa
irisada, no ve el abismo que se abre a sus pies y amenaza sepultarle...
(_Prolongados aplausos_).
Continúa el orador describiendo con rasgos magistrales el carácter de
Pérez, y pasa después a lamentarse con acento patético de que aquél no
crea en la procedencia del género humano de una sola pareja. Con este
motivo, hace una pintura acabada y elocuente del paraíso terrenal, y
describe a nuestros primeros padres en el estado de inocencia,
entreteniéndose sobre todo a dibujar con amor y cuidado la figura
esbelta, graciosa, cándida e incitante a la vez de la madre Eva, de tal
modo, que provoca en la juventud que le escucha entusiásticos y
fervorosos aplausos.
Traza después a grandes pinceladas la historia de los primeros tiempos
de la humanidad, y afirma que la verdadera civilización tiene su origen
en el cristianismo. (_El Sr. Gutiérrez pide la palabra con voz irritada
y estentórea. Grande ansiedad en la media docena de circunstantes que
han quedado en el público_).
Terminado el discurso, rectifica brevemente Pérez, y acto continuo el
presidente concede la palabra a Gutiérrez, que con el rostro encendido,
las manos trémulas y los ojos inyectados, comienza a gritar más que a
decir su oración.
«Señores académicos--exclama:--No es el cristianismo, no, como acabáis
de oír, el que ha engendrado nuestra civilización. Todo lo contrario. El
cristianismo ha sido, es y será mientras exista, la rémora constante del
progreso de los pueblos. Hace mil ochocientos y tantos años que un judío
exaltado...
(_El presidente, haciendo sonar la campanilla_):--La Mesa suplica al Sr.
Gutiérrez que procure no herir el sentimiento religioso de la asamblea.
«Señor presidente, ha llegado la hora de las grandes verdades. Vosotros
venís de los templos, de los salones, de las universidades... Yo vengo
de la calle... Y vosotros no sabéis lo que pasa en la calle... Yo lo
sé... Por eso os digo que viváis alerta. La paciencia, una paciencia que
ha durado muchos siglos, está ya a punto de agotarse. Nos hemos contado
y os hemos contado también. Mañana, cuando más descuidados estéis, tal
vez vengamos a arrojaros de aquí. Los hombres de la calle, como un
torrente que se desata, como una inmensa y terrible avenida...
_El presidente_:--La Mesa no puede permitir que el Sr. Gutiérrez siga
hablando de ese modo.
(Algunas voces: _Muy bien, muy bien._ Otras: _Que siga, que siga_).
«Señor presidente, creo estar en mi perfecto derecho al hablar de la
avenida que se precipita...
_El presidente_:--Su señoría no puede hablar de la avenida...
(_Muy bien, muy bien_. Una voz: _Fuera el presidente_. Terrible
confusión en el público. Cuatro espectadores baten palmas a la
presidencia. Dos gritan: _Que siga, que siga_. Los académicos se hablan
al oído, aconsejando moderación e imparcialidad).
_Gutiérrez, con amargura_:--Señor presidente, veo con claridad que aquí,
como en la calle, no se respeta la justicia. Renuncio al uso de la
palabra... Antes de sentarme, sin embargo, os diré que, aunque vosotros
no la veáis, la avenida sube, sube, y concluirá por ahogaros.
(_Indescriptible confusión. Dos espectadores apostrofan duramente al
orador. Algunos académicos tratan de imponerles silencio. El presidente
rompe la campanilla. Gutiérrez pasea miradas insolentes y sarcásticas
por el concurso_).
_El presidente, logrando hacerse oír_:--Su señoría puede hacer lo que
guste, pero conste que la Mesa no le retira la palabra. El miércoles
próximo continuará la discusión sobre el derecho de acrecer. Se levanta
la sesión.

II

La vida pública de la Academia de Jurisprudencia no se resume en los
debates como el que acabamos de presenciar. Hay en su organización o
vida interna ciertos mecanismos que tocan, o por mejor decir, entran de
lleno en los dominios del derecho político y aun en el natural, o sea el
que la naturaleza enseñó lo mismo a los hombres que a los animales:
_quod natura omnia animalia docuit._ Me refiero a las elecciones.
Cuando entramos en el salón de sesiones y vemos al lado del presidente a
un joven decentemente vestido que en ciertas ocasiones lee con voz
trémula y conmovida el resumen de los gastos y los ingresos, apenas
fijamos nuestra atención en él. ¡Y no obstante, ese joven es el
Secretario! ¡El Secretario! ¡Cuán poco nos figuramos lo que significa
esta palabra!
Asistid como yo he asistido a una elección de Secretario en la Academia
de Jurisprudencia, y mediréis su extensión. Al solo anuncio de las
elecciones, conmuévese hondamente aquel respetable cuerpo jurídico,
preparándose a una terrible y dolorosa crisis. La chispa de la ambición
comunica instantáneamente el fuego a todos los corazones, y como sucede
siempre en las grandes perturbaciones sociales, los sórdidos intereses,
las pasiones bastardas, los rencores, las miserias, todo el fango del
espíritu, en una palabra, asciende a la superficie y enturbia por un
instante la pureza de la docta Corporación. Mas en medio de este
revuelto mar de apetitos y torpes deseos suelen flotar también,
digámoslo en honor de los jóvenes jurisconsultos españoles, nobles y
legítimas ambiciones y rasgos de conmovedora modestia.
He conocido un joven a quien una Comisión salida del seno de la Academia
pasó a ofrecer en su misma casa el puesto de Secretario con el objeto
de apagar una querella suscitada entre dos enconados e igualmente
poderosos adversarios. Aquel joven esclarecido, dando a la historia el
mismo ejemplo de modestia y generosidad que el rey Wamba, se negó
terminantemente a aceptar los honores que le ofrecían.
Este ejemplo, por desgracia, no ha tenido imitadores. Las dulzuras del
poder excitan demasiadamente el paladar de los jóvenes académicos para
que nadie piense en rechazarlas. Antes al contrario, se emplean para
conseguirlas todos los medios que la inteligencia despierta de los
socios, encendida por el deseo, les sugiere. ¡Qué de intrigas
espantables y tenebrosas! ¡Qué de crueles asechanzas! ¡Cuántas palabras
pérfidas! ¡Cuántas sonrisas traidoras! El espíritu se estremece y los
cabellos se erizan al acercarse a este hervidero de las pasiones
humanas.
Ni tampoco faltan los arranques brutales de la fuerza, o sean las
coacciones escandalosas, como se dice en términos técnicos. A este
propósito se citan en la Academia algunos hechos que, por su gravedad y
por las tristísimas circunstancias de que se hallan rodeados, conturban
y abaten el ánimo. Se dice, por ejemplo, que en cierta ocasión el
bibliotecario, Sr. Torres Campos, obstruyó con su persona uno de los
pasillos del local para que sus contrarios no pudiesen ir a depositar el
voto en la urna. Yo nunca he creído semejante especie. Conozco muy bien
al distinguido bibliotecario, y aunque le considero con facultades para
obstruir cualquier pasillo, no creo que jamás haya puesto sus felices
condiciones físicas al servicio de una tan flagrante injusticia. De
todas suertes, es bueno, sin embargo, dejar apuntado que he visto a
algunos académicos calificar su legítima influencia en la Corporación de
«funesta e insufrible tiranía».
Hay, no obstante, jóvenes privilegiados, favorecidos por la Providencia
con dotes excepcionales que alcanzan los más altos puestos sin lucha,
sin esfuerzo y sin peligro. Desde el instante en que uno de estos
jóvenes pisa los umbrales de la Academia, sus compañeros, como si viesen
en él un ser superior enviado del cielo, se apresuran a allanarle los
obstáculos y a sembrar de flores su camino. Cesan las envidiosas
maquinaciones, se apagan los rencores, cálmanse momentáneamente las
encrespadas olas, y el joven providencial marcha triunfante, bañado por
el sol de la gloria, libre y desembarazado, a la codiciada silla de
Secretario, donde se sienta, como los emperadores bárbaros, por derecho
propio. Tal ha sido la historia de mi distinguido amigo el Sr. Macaya y
de algunos otros, aunque muy escasos, jóvenes.
A más del cargo supremo de Secretario (pues el de Presidente se ha
convenido en cederlo a la política), hay otros puestos que excitan
también la concupiscencia de los socios, que son los de presidentes y
vicepresidentes de las secciones. La elección de éstos, aunque no ofrece
la honda perturbación que la de Secretario, no por eso deja de ser
interesante y sembrada de peripecias. Algunos meses antes del día
señalado para la elección empiezan a echarse a volar algunos nombres
sobre los cuales se levanta viva e incesante discusión. Examínanse los
antecedentes del candidato, estúdianse detenidamente las fases de su
talento, aquilátanse sus méritos, y últimamente recae en él la sentencia
que le eleva o le confunde, expresada siempre en estos sacramentales
términos: «Tiene talla» o «No tiene talla». Hay cabildeos infinitos,
combinaciones, arreglos amistosos, bruscos desabrimientos,
transacciones, se imprimen varias candidaturas (lo cual suele costar
dinero a las familias), se traen a la palestra tarjetas del Presidente
del Consejo de ministros y del Cardenal Arzobispo de Toledo, intervienen
algunas damas de la nobleza y se dan algunas bofetadas.
En cierta ocasión he asistido con un amigo a estas reñidas elecciones.
Mi amigo no se presentaba candidato, mas sin saber por qué ni cómo,
quizá para dar en la cabeza a algún ambicioso, lo cierto es que al
efectuarse el escrutinio, mi amigo salió nombrado presidente de la
sección de derecho canónico. Su alegría y sorpresa fueron tan grandes,
que estuvo a punto de caer desmayado en mis brazos. Salimos del local, y
en la calle me abrazó repetidas veces, me habló de su porvenir y me
comunicó en secreto que ahora pensaba dirigir sus tiros al puesto de
Secretario, se enterneció refiriéndome su primera y única aventura
amorosa, y concluyó por cantar a media voz la _Marsellesa_ (había sido
elegido por el elemento liberal de la corporación). Al tirar de la
campanilla de su casa, y al preguntar la criada ¿quién es? exclamó fuera
de sí: «¡Abre, muchacha, que tienes a tu amo Presidente de la Academia
de Jurisprudencia!»
¡Noble y gloriosa emulación la que se establece en esta ilustre
sociedad! ¡Qué importa que esta emulación vaya manchada en algunos casos
por el fango de las malas pasiones! Las malas pasiones son un poderoso
auxiliar en la carrera que la juventud de la Academia ha emprendido, o
como decía cierto subsecretario amigo mío, «en la política es necesario
tener algunas onzas de mala sangre.» Consuela y ensancha el ánimo un
espectáculo semejante. Los vergeles de la política española tienen un
vivero en la Academia de Jurisprudencia. De allí se trasplantan los
caballeros de Isabel la Católica y los jefes superiores de
administración encargados de la gestión de nuestros intereses.
Actualmente existen ¡loado sea Dios! dentro de la respetable Corporación
que hemos tratado de describir a grandes rasgos, tres Venancios González
en agraz, cinco Camachos y un Posada Herrera. Pueden dormir tranquilos,
pues, nuestros labradores, industriales y comerciantes. Si alguna vez se
les ocurre entrar en el número 22 de la calle de la Montera, cuarto
bajo, contemplarán con lágrimas de enternecimiento un enjambre de
inocentes y juguetones cachorrillos adiestrándose para meterlos mañana u
otro día en la cárcel cuando voten a un candidato de oposición, impedir
que se reúnan con sus amigos, y subirles discretamente las
contribuciones.


EL HOMBRE
DE LOS PATÍBULOS

Hace cosa de tres o cuatro años tuve la infame curiosidad de ir al Campo
de Guardias a presenciar la ejecución de dos reos. El afán de verlo todo
y vivirlo todo, como dicen los krausistas, me arrastró hacia aquel
sitio, venciendo una repugnancia que parecía invencible, y los serios
escrúpulos de la conciencia. Por aquel tiempo pensaba dedicarme a la
novela realista.
Eran las siete de la mañana. La Puerta del Sol y la calle de la Montera
estaban cuajadas de gente. Había llovido por la noche, y el cielo,
plomizo, tocaba casi en la veleta del Principal. La atmósfera,
impregnada de vapor acuoso, y el suelo cubierto de lodo. La muchedumbre
levantaba incesante y áspero rumor, sobre el cual se alzaban los gritos
de los pregoneros anunciando «la salve que cantan los presos a los reos
que están en capilla», y «el extraordinario de _La Correspondencia_.»
Una fila de carruajes marchaba lentamente hacia la Red de San Luis. Los
cocheros, arrebujados en sus capotes raídos, se balanceaban
perezosamente sobre los pescantes. Otra fila de ómnibus, con las
portezuelas abiertas, convidaba a los curiosos a subir. Los cocheros nos
animaban con voces descompasadas. Uno de ellos gritaba al pie de su
carruaje:
--¡Eh, eh! ¡al patíbulo! ¡dos reales al patíbulo!
Me sentía aturdido, y empecé a subir por la calle de la Montera,
empujado por la ola de la multitud. Los pies chapoteaban asquerosamente
en el fango. ¡Cosa rara! en vez de pensar en la lúgubre escena que me
aguardaba, iba tenazmente preocupado por el lodo. Había oído decir a un
magistrado, no hacía mucho tiempo, que el barro de Madrid quemaba y
destruía la ropa como un corrosivo, lo cual tenía su explicación en la
piedra del pavimento, por regla general caliza. «¡Buenos me voy a poner
los pantalones!» iba diciendo para mis adentros, con acento doloroso.
La muchedumbre ascendía con lento paso. El que bajase a la Puerta del
Sol en aquel instante y fuese examinando los rostros de los que
subíamos, si no tuviera otros datos, no sospecharía ciertamente a qué
lugar siniestro nos dirigíamos. Las fisonomías no expresaban ni dolor,
ni zozobra, ni preocupación siquiera. Marchábamos todos con la
indiferencia estúpida de un pueblo trashumante que va a establecerse a
otra comarca. Los que llevaban compañía, charlaban; los que iban solos,
echaban pestes de vez en cuando, entre dientes, contra el barro. Sólo el
cielo mostraba un semblante sombrío y melancólico, adecuado a las
circunstancias.
Recorrimos la calle de Hortaleza, y al llegar cerca del Saladero
hallamos un gran montón de gente que invadía los alrededores y que nos
detuvo. La muchedumbre hormigueaba delante del sucio y repugnante
edificio en espera de algo; ¡un algo bien espantoso por cierto! Yo fui a
engrosar aquel gran montón, como una gota de agua que cae en el mar.
Allí los rostros ya expresaban algo: la impaciencia. Me parece excusado
decir que era plebe la inmensa mayoría de los circunstantes, porque la
plebe es la que particularmente se siente atraída hacia los espectáculos
cruentos. No obstante, hay también gente de levita y sombrero de copa
que se deleita con las emociones terribles; pero en aquella ocasión era
una minoría muy exigua. Un coche de plaza sin número esperaba a la
puerta: el cochero tenía la cara cubierta con un pañuelo. Crecido número
de guardias de orden público se hallaba distribuido en el concurso, y un
piquete de soldados, con los fusiles en «su lugar descanso», ceñía la
fachada del siniestro caserón, contemplando con ojos distraídos el
hervor de aquel mar de cabezas humanas. Algunas aristócratas del
comercio pregonaban a gañote tendido «agua y azucarillos, bellotas como
castañas, chufas, cacahuetes», y algunos otros artículos de
entretenimiento, para los estómagos desocupados. Los balcones de las
casas circunvecinas estaban poblados de gente, y no era raro ver en
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